30

Sé que dormí porque estuve toda la noche oyendo a un preso anónimo amenazarme con violar y asesinar a mi mujer y mi hija. Sentí la frialdad húmeda y las patitas velludas de los insectos que se arrastraban por mi piel. Los hombres gritaban de dolor y locura, y se oía el sonido constante de pisadas: presos que caminaban de aquí para allá en celdas donde solo se podían dar dos pasos y medio.

Nada de eso podía ser real porque, aunque me encontraba en una celda bajo tierra, no estaba ni remotamente cerca de aquellos sonidos propios del sufrimiento. No había ratas en busca de amor o sangre, ni pasos que no iban a ninguna parte.

Más me hubiera valido quedarme despierto, planeando el siguiente movimiento.

Desperté agotado, sin apetito ni esperanza apenas. Pero sabía lo que tenía que hacer a continuación. Sabía adónde ir y cómo llegar allí.


Mi primer destino era Ray Ray Wanamaker and Company en el lado sur de Central Park a las doce menos cuarto del mediodía.

El hermano de Ray Ray, Brill Wanamaker, era un conductor de autobús de Nueva York. Trabajaba duro, y la ciudad, el sindicato y organismos privados que evalúan el transporte público y a quienes se ocupan de él le habían otorgado numerosas distinciones.

Brill era un baluarte de bondad, pero su hermano, Ray Ray, era malo a más no poder. Había estado una temporada en la cárcel por tráfico de drogas. Su segunda condena fue por tentativa de asesinato, y se ganó su último periodo en la trena por robar una ambulancia; nadie, ni siquiera Ray Ray, por lo visto, acertaba a entender para qué había robado el vehículo de emergencia. Cuando estaba en la cárcel por tercera vez, Brill decidió salvarlo. Compró una flotilla de cinco autobuses fuera de servicio y se afanó con diligencia en reconstruirlos mientras Ray Ray se consumía en Attica.

Cuando el criminal de carrera salió en libertad, su hermano le ofreció un negocio ya preparado que trasladaría a familiares y seres queridos directamente a las cárceles donde estaban presos sus parientes y amigos.

El amor es una herramienta poderosa. Creo que Ray Ray se rehabilitó no porque tuviera un negocio con el que sacaba bastante dinero, sino debido a la idea de que su hermano había trabajado tantos años solo por él.

Ray Ray se sacó el carné para conducir autobuses, contrató una plantilla formada en su mayoría por expresos y se puso a trabajar siete días a la semana llevando a cónyuges, miembros de la familia y demás seres queridos a ver a sus desafortunados parientes por un precio mínimo.

Me desprendí del postizo facial, me puse una sudadera con capucha amarilla y fui a la parada de autobús provisional con la que la Policía de Nueva York había recibido órdenes de no interferir para no provocar el resquemor político de quienes defendían los derechos de los presos.

La mayoría de los clientes que transportaba Ray Ray a casi todas las cárceles eran mujeres y niños, madres y de vez en cuando un hermano o un padre. Pero el Centro Penitenciario de Bedford Hills era la única cárcel para mujeres de máxima seguridad en el sistema penal de Nueva York. Así que había un buen número de maridos y novios repartidos entre madres, abuelas, hijas adultas y niños. Cuando subí a la entrada del autobús a la vieja usanza, llevaba los 17, 50 dólares en la mano y estaba listo para pagar y viajar en relativo anonimato.

—¿Joe? —dijo el conductor.

—Lenny.

—¿Tienes alguna conocida en Bedford?

—Ahora soy detective privado. Tengo que hablar con una persona.

—Tienes suerte de que Ray Ray no haga este trayecto —me advirtió Lenny el Centinela. Era un blanco delgaducho con el pelo rubio sucio y la piel como el pellejo de un cocodrilo albino.

—Y eso, ¿por qué?

—Porque le tocaste los cojones más que ningún otro poli. Me dijo que no te montarías nunca en este autobús.

—¿Y?

—Yo no diré nada si tú te callas. Son diecisiete con cincuenta.


—¿Va a ver a su esposa? —me preguntó una mujer negra rechoncha de cara preciosa. Ocupaba el asiento de la ventanilla, y yo, el del pasillo.

—La amiga de un amigo. Él no puede dejarse ver por allí, así que llevo un mensaje de su parte.

—¿Visita conyugal?

—No creo que a mi amigo le hiciera mucha gracia.

—No tiene por qué enterarse —explicó la Afrodita de cara morena—. Bueno, si su hombre no puede ir a darle lo que necesita, tendría que alegrarse de que un amigo lo haga por él.

—Si fuera capaz de alegrarse de algo así, no se habría metido en tantos líos como para no poder dejarse ver por allí.

—No tiene por qué enterarse —repitió.

—Leonard Pillar —me presenté, y le tendí la mano.

—Zenobia Price —respondió, a la vez que aceptaba la mano que le ofrecía—. Yo he ido a ver al marido de mi hermana a Ossinning cinco veces. Ella está presa por el mismo robo aquí.

—¿Qué haría si su hombre viniera a hacerle un apaño a su hermana?

Se lo pensó un momento y luego sonrió. Su sonrisa con huecos entre los dientes me recordó que la carta de Minnesota había vuelto a poner en funcionamiento mi sexualidad.

—Le cortaría la polla, cogería a los hijos de Athena y me mudaría al lago Tahoe, por la parte de Nevada, donde me ganaría la vida como crupier.

Antes de que nos bajáramos del autobús, Zenobia me dio su número de teléfono y yo le di uno que pudiera parecer relacionado conmigo.


El Centro Penitenciario de Bedford Hills era un conjunto de edificios separados del mundo por altas vallas de tela metálica y suficiente alambre de púas para proteger Fort Knox.

Dejé que Zenobia entrara primero porque no quería que oyera mi nombre de verdad. Había mentido acerca de a quién iba a ver y de mi nombre porque quería llegar a alguna parte con Zenobia Price. Quería oler su sudor, pero sabía que tenía que contenerme un poco o en un futuro no muy lejano estaría en alguna cripta desconsagrada, apilado entre desconocidos y devorado por las ratas.


—¿Nombre? —preguntó la vigilante de la entrada. Aunque estaba sentada, vi que era alta; tenía la piel blanca como el marfil añejo. La guardesa no sonreía dentro de los confines de la prisión, pero no parecía arisca.

—Joe Oliver.

—Reclusa a la que viene a ver, incluido su número y el número que le dimos autorizándole a visitarla.

—Lauren Bachnell.

La agente, que no me estaba mirando, levantó la cabeza.

—Aquí no hay ninguna presa con ese nombre.

—No es una presa —dije—. Es la vicealcaidesa.

—¿Y usted quién es?

—Ya se lo he dicho.

La vigilante se mostró confusa. Su libro de normas no tenía explicación para las palabras que le había dicho.

—Hágase a un lado —me dijo—. ¡Mary! Este hombre necesita ayuda —llamó a otra mujer que estaba sentada a una mesa de metal a unos cinco metros de allí.

Mary era ancha de hombros, y cuando se levantó tuve la sensación de estar delante de un hombre. Estaba muy molesta por tener que vérselas con un plebeyo como yo. Supuse que antes era la vigilante a cargo de las visitas y ahora había ascendido a un rango de supervisión más elevado.

—¿Sí? —me dijo. En lugar de decir que era negra, la habría descrito como crema de mantequilla acaramelada. Sus dos puños juntos tendrían el tamaño de mi cabeza, y no me cabía duda de que no le faltaba mucho para usar esas manazas contra mi mentón.

—Me llamo Joe Oliver y he venido a ver a Lauren Bachnell.

—La vicealcaidesa Bachnell tiene secretaria y teléfono.

—Y sin embargo aquí estoy, hablando con usted.

—No puedo ayudarle.

—Eso le diré a Lauren cuando la llame desde la cabina de ahí fuera.

No le caía bien a Mary. No le caigo bien a la mayoría de la gente. Los atosigo y les obligo a hacer cosas que ofenden a su sentido de la independencia. Desde que pasé aquella temporada en la cárcel, disfrutaba especialmente tocándoles las narices a los funcionarios de prisiones.

—¿Cómo ha dicho que se llama? —preguntó la mujer bautizada en honor a la madre de Nuestro Salvador.

Se lo dije.

—Espere ahí —me ordenó, indicándome con la mano un banco de pino en el que no cabían más de dos personas.

Allí sentado me puse a pensar en mi vida hasta ese momento. Durante años había progresado de manera constante, pero siempre por el camino equivocado. En tanto que poli al estilo lobo solitario y detective privado lleno de resentimiento, era capaz de ir a buen ritmo, pero llevaba orejeras.

Se me pasó por la cabeza que mi vida entera había estado organizada en torno al principio rector de estar completamente a cargo de aquello que hiciera. Gladstone lo entendía; por eso me ayudó a hacerme detective privado.

El problema era que ningún hombre es una isla; ningún hombre puede controlar su destino. Tampoco ninguna mujer, mosquito o secuoya.

Allí estaba, en una cárcel de mujeres, buscando respuestas que no quería, impulsado por fuerzas que no podía controlar. Por algún motivo, la revelación me hizo sonreír. Era como si me hubiera quitado de encima un gran peso. La pregunta ya no era si fracasaría, sino cuándo.


—¿Señor Oliver?

Levanté la vista para ver a Mary y una mujer más menuda con la piel de color bronce rojizo. Mientras que el uniforme de Mary era azul oscuro e imponente, el de la guardia más pequeña consistía en una blusa color canela y pantalones negros. Llevaba un cinturón provisto de una porra, con espray pimienta colgando de un lado y un transmisor receptor sujeto al otro.

—¿Sí, Mary? —dije.

Ella frunció el ceño, me fulminó con la mirada y anunció:

—La vicealcaidesa puede recibirlo. Riatta le indicará el camino.


La guardia bajita me llevó hasta una verja de hierro, abrió la puerta introduciendo una combinación en un teclado y luego me condujo por un largo pasillo de ladrillo sin puertas. Llegamos a otra puerta, que también era necesario descifrar, y después salimos a un patio cubierto de hierba en el que tres presas estaban haciendo labores de jardinería.

Las presidiarias llevaban uniformes grises que, en buena medida, ocultaban sus figuras. Me miraron con intereses que iban del «ven aquí» al «ni te acerques».

La guardia llamada Riatta no habló conmigo ni con nadie más durante el trayecto. Nos cruzamos quizá con dieciocho presas, tres vigilantes y dos hombres. Al final llegamos a una puerta con vigilante y teclado electrónico. Riatta superó ambas pruebas y luego me llevó hasta la puerta gris verdosa de un ascensor.

Cuando llegamos allí la puerta se abrió, revelando un interior en el que no había espacio para más de tres cuerpos.

—Entre. —Esa fue la primera palabra que me dirigió Riatta.

Sentí una súbita punzada de dolor. Ya no estaba en la ciudad de Nueva York, pero qué sabía yo si había una orden de detención contra mí por asesinato, y ahí estaba, en una prisión estatal.

Se cerró la puerta y se oyó el zumbido de un motor. La jaula se desplazaba con tal lentitud que no se notaba. Dos minutos después la puerta se abrió y vi ante mí una cara conocida.

—Hola, su majestad —dijo.

Lauren Bachnell había sido una recluta novata en los días más felices de mi carrera policial. Su cabello podía describirse como rojizo o rubio, y tenía un modo de andar airoso, aunque no muy femenino. Era alta para ser mujer, tenía la cara ancha y la piel tan pálida como la de cualquier escandinavo.

El cuerpo, en un traje pantalón azul oscuro semejante a un uniforme, se le veía un poco más ancho que la última vez, pero no me dejé engañar. La había visto tumbar a un tipo de uno ochenta colocado de polvo de ángel de un solo puñetazo.

—Ahora no soy más que un civil —dije.

Dio media vuelta con precisión militar y la seguí.

Entramos en un despacho con grandes ventanas enrejadas en tres de las paredes. La mesa era verde pálido, hecha de alguna clase de plástico. Había un ordenador en una mesa auxiliar y un registro azul sobre el que no se veía ni un lápiz. Laur —así la llamaba cuando trabajábamos juntos— siempre había sido ordenada en exceso, quizás incluso un poco obsesiva.

Se sentó a la mesa y yo ocupé la ingrata silla frente a ella.

Me ofreció una amplia sonrisa.

—¿Qué te trae por aquí, civil? —preguntó.

—Busco a una mujer.

—Siempre igual.

—Es por trabajo —maticé.

Lauren me apreciaba. Nunca le salvé la vida ni le enseñé gran cosa, pero la trataba como a una compañera y no todos los hombres lo hacían en el Cuerpo en nuestros tiempos; ni ahora tampoco.

—¿Cómo se llama?

—Lana Ruiz.

Lauren ladeó la cabeza como hacía cuando éramos compañeros y yo modulaba la voz como si hablara por teléfono con una amante o por lo menos una amante en potencia.

—No —dije a su pregunta tácita—. Tiene información sobre algo que necesito para un trabajo.

—¿Qué?

—Créeme, cielo, más te vale no saberlo.

Lauren dejó pasar unos instantes y luego abrió un cajón del que sacó un auricular de teléfono. Desde donde yo no alcanzaba a ver marcó unos números y luego dijo:

—Que trasladen a Lana Ruiz a mi celda de reunión.

Guardó el teléfono y se me quedó mirando.

Sinceramente, yo no tenía la menor idea de lo que estaba pensando. Aunque me encanta estar en compañía de mujeres, no puedo decir que las entienda demasiado bien.

—Mi marido me dejó por tu culpa —dijo tras un buen rato de silencio.

—¿Cómo?

—Decía que cada vez que salía de hacer un turno contigo me ponía toda sexy y hacía cosas que no había hecho nunca. Decía que no se dio cuenta en aquel momento, pero, después de que a ti y a mí nos asignaran compañeros nuevos, apenas lo tocaba y cuando lo hacía no le ponía sentimiento.

—¿Es verdad? —pregunté.

—Me hiciste comprender algo sobre mí misma, Joe.

—¿Qué, Laur?

—Bueno. —Vaciló—. Es lo siguiente. Soy una mujer decididamente heterosexual. Me gustan los órganos de los hombres y cómo los usan. Pero el mundo en el que los hombres se imaginan que viven no tiene nada que ver con el mundo que yo conozco. Sus partidos de fútbol americano y su violencia física me parecen estupideces. Y, aunque tú eras uno de esos hombres, cuando estábamos juntos en ese coche patrulla alcanzaba a imaginar una vida en un mundo, quizá dentro de cien años, en el que mis ideas y las de algún hombre pudieran ser semejantes.

Nos sostuvimos la mirada y sonó el teléfono. Lauren descolgó el auricular, escuchó y luego lo guardó.

—Sube al ascensor y te llevará hasta Lana. Cuando hayas acabado, llama a la puerta y las guardias te llevarán a la salida.

—¿Y eso que me estabas contando? —pregunté.

—Eso era antes —explicó.

—Y esto es ahora —rematé.

—Mi nuevo marido me ha dado una hija —dijo con una expresión simpática en sus rasgos anchos—. Y, a pesar de las muchas veces que te imaginaba a ti cuando estaba con George, no se me ocurriría complicarle la vida a Cynthia.

Asentí y me puse en pie.

—No habrá nadie vigilando ni escuchando tu conversación con Lana —me garantizó Lauren.


Con lo lento que se movía, no hubiera sabido decir si el ascensor subía o bajaba. Pero cuando se abrió la puerta me encontré frente a una puerta de metal ribeteada ante la que montaban guardia dos mujeres, ambas equipadas con armas cortas y porras. Una era morena, y la otra, casi negra.

—¿Viene a ver a Ruiz? —preguntó la vigilante de piel más oscura.

—Sí.

La compañera de la que había hecho la pregunta abrió la puerta con una llave. La traspuse y entré en una sala similar a la «celda de reunión» de Lauren. No había más mobiliario que una mesa solitaria y dos sillas.

Una mujer joven de uniforme gris miraba por la ventana con rejas, por encima de las copas de los árboles.

Se volvió, me vio y frunció el ceño.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Me llamo Joe Oliver —dije—. Soy detective privado e investigo la condena de A Free Man.

—¿Crees que podrían cargárselo dos veces?

—Intento demostrar que los detectives Valence y Pratt tenían en el punto de mira a los Hermanos de Sangre de Broadway y al final fueron abatidos cuando intentaban tender una emboscada al señor Man.

Lana medía poco menos de uno setenta, con la piel marrón oscuro y el pelo liso y áspero debido al agua sin tratar y los productos de mala calidad para el cabello. Era bien parecida, al estilo de las mujeres hermosas cuando pasan de los cuarenta años. Pero era una joven de menos de treinta años, envejecida por la cárcel y una vida que le exigía mucho más de lo que le daba.

—Venga, siéntate —la invité.

Ella hizo una mueca desdeñosa y luego se lo pensó, para acabar sentándose en una de las sillas de madera desvencijadas a la mesa triste y endeble.

Al sentarme frente a ella, me fijé en que tenía las uñas mordidas. Vio lo que yo había visto y bajó las manos al regazo.

—Manny —dijo. Quizá fuera un mantra—. ¿Qué te ha traído hasta aquí para verme?

—Encontré tu nombre en unas actas judiciales —dije—. Pero, antes de venir aquí, me reuní con Lamont Charles. Él me envió a ver a Miranda Goya, y ella me indicó cómo localizar a un tipo llamado Theodore.

—¿Quién?

—Burns.

—Ah. —Le recorrió los rasgos una punzada de tristeza—. Ese chaval era un caso triste. ¿Cómo está?

—Lleva tal subidón que igual acaba llegando al cielo.

La frase hizo aflorar una sonrisa a su rostro. Se retrepó en la silla y me calibró con la mirada.

—¿Qué quieres?

—¿Sabes algo que pueda arrojar una luz bien potente sobre lo que se traían entre manos Valence y Pratt?

—No, si quiero volver a ver alguna vez a mi hijita.

—Esto…

—Cecilia —dijo Lana en un tono cantarín que sonó hispano—. Ahora tiene cuatro años y está con mi madre. Yollo Valence le dijo a Billy Makepeace que si me callo la boca saldría de aquí antes de que mi hija vaya al instituto.

—Valence murió.

—Sí, pero ese y Anton tenían contactos que quieren que no salga a la luz toda la mierda que hicieron.

—¿Puedes decirme quiénes?

—No sé ningún nombre; pero, por mucho que lo supiera, no lo diría.

—¿Quién es ese tal Billy Makepeace?

—Un poli al que me estaba tirando.

—¿Era tu amante?

Lana me sonrió.

—Si no era nada de eso, ¿por qué iba a ayudarte con un hombre tan peligroso como Valence?

—No podía correrse con condón y a veces nos colocábamos un poco, así que igual le dejaba acabar.

—Y luego llegó Cecilia.

—Manny no quería que me viera con ningún poli, pero yo necesitaba cosas que Billy quería darme. Me pagaba el alquiler la mitad de las veces y me engañé pensando que estaba enamorado de mí. Después de que tuviera a la niña se hizo el test y no quería que la madre de su hija acabara muerta.

—¿Sabía lo que estaban haciendo Valence y Pratt?

—Lo sabía todo el mundo —dijo asqueada con la humanidad igual que Laur lo había estado con los hombres.

—¿Crees que se plantearía hacer alguna clase de declaración al respecto?

—¿Te lo plantearías tú? —inquirió con desprecio.

Era una pregunta tan buena que me descolocó de mi papel de investigador unos momentos. Para ser poli, un buen poli, hay que estar dispuesto a arriesgar la vida en cualquier momento. La mayoría de los agentes tenían familias y futuros en los que pensar. Se comportaban como si aquellos que infringían la ley se hubieran puesto ellos mismos en peligro. Pero ese no era mi caso. Melquarth lo entendía; mi hija también.


—Aquí no tienen cámaras —observó Lana.

—Eso me ha dicho la vicealcaidesa.

—¿Quieres hacerlo sentado en esa silla?

Mi cara de interrogación la hizo sonreír. Se levantó, se sentó en la mesa y abrió las piernas enfundadas en pantalones.

—Podemos hacerlo así si quieres.

—Soy lo bastante mayor para ser tu padre —respondí a pesar del sudor en la nuca.

—Podrías ser mi papaíto.

—¿Y qué pasa con Billy?

—No está aquí.

—No llevo condón.

—En Bedford Hills tienen una cosa llamada Programa de Atención a la Familia. Si me quedo preñada, me atienden durante nueve meses y luego puedo pasar al menos un año con el bebé. Cecilia necesita un hermanito o una hermanita. Después de eso, saldría en menos de dos años.

»Lo mío con Billy se acabó —dijo Lana para engatusarme—. No puede decir nada si pillo cacho. Joder. ¿Sabes lo que es estar aquí dentro?

Claro que lo sabía. Notaba la respiración alterada, y desde luego estaba excitado. Pero pensar en Aja hizo que mantuviera la bragueta cerrada. Era lo bastante mayor para ser el padre de Lana, y me comportaría como tal. Saqué setecientos dólares del dinero de Augustine Antrobus y se los di a la joven.

—Tengo una hija —dije en respuesta al gesto de confusión en la cara de la Hermana de Sangre—. La quiero más que a esta vida o la siguiente.

—Podemos hacer alguna otra cosa si te apetece.

—¿Por qué no me dices cómo ponerme en contacto con Billy Makepeace?