II
El primer campamento en que Brite hizo alto estaba en Pecan Swale, a unas doce millas de San Antonio. La hierba era escasa hasta que los conductores de manadas llegaban al fondo de este terreno pantanoso.
La gigantesca manada se había movido con más rapidez de lo que era usual, llegando al Swale antes de la puesta del sol.
Shipman con la galera y Ackerman con el segundo hato, bajaron juntos.
―¿Viene alguna manada cerca de nosotros? ―preguntó Brite desde su lecho en tierra, a la sombra. Estaba cansado. Resistente por naturaleza, necesitaba varios días para amoldarse al camino y a la silla.
―Ninguna, jefe. Henderson viene después de nosotros con dos hatos. Pero no estará listo hasta dentro de varios días. Las manadas vendrán luego en tropel ―contestó el jinete.
―Al pelo, Shipman, será mejor que tomes ahora el mando.
―Entonces descansaremos hasta después de la cena. Éste parece un lugar muy bueno para pastar el ganado.
El lugar era de lo más satisfactorio, y sería difícil de abandonar, al menos para los conductores que habían recorrido ya el sendero. Un arbolado de nogales y pacanas cubría, junto con un tupido boscaje de zarzamoras, el extremo superior del valle tapizándolo de verde y amarillo. Debajo, un vadoso y lento arroyuelo serpenteaba entre sus márgenes pobladas de saúcos. La hierba crecía lozana por toda la ribera y trepaba por los suaves declives del valle. Nubes de polvo se levantaban aquí y allá, donde caracoleaban los mesteños. Los conductores arrojaban al suelo sillas, mantas y bridas, y se dejaban caer sobre su equipo. Volaban guantes, zahones, sombreros y botas. Los vaqueros se disponían a estar alegres, a cambiar impresiones, a llevar provisiones al cocinero, que se entretenía silbando. Le llamaban Alabama Moze, y era un negro simpático de edad indefinida. Su galera era un trasto enorme, con flejes para lona y un artilugio de tablas en la parte posterior. Moze se hallaba bajando una ancha puerta que servía de mesa. Alcanzó un hacha y partió en busca de leña para el fuego. Este artículo parecía escaso, salvo por los verdes árboles que se erguían en el valle.
Desde su lugar de descanso, Brite examinaba el conjunto de sus hombres, incluyendo el cocinero. Shipman no había conseguido reunir más conductores. Brite consideró que había hecho bien en tomar a Pan Handle Smith. Este valentón seguía ahora al cocinero al arbolado. Libre de chaqueta y de zahones, hacía una gran figura. Hasta en la frontera de Texas, donde abundaban los tipos sorprendentes, Smith llamaba la atención a simple vista. Joe Shipman le miraba con insistencia. Pero nadie hacía observaciones acerca de Smith.
Bender, el novato de Pensilvania, parecía un joven tosco, bondadoso y amigable, aunque un tanto tímido ante estos tejanos de rostros inmóviles y ojos penetrantes. Tenía rasgos bastos y una expresión de estolidez que venía muy bien con sus anchas espaldas. Su pelo era del color de la estopa y parecía estropajo. Tenía ojos francos y de mirar anhelante. Whittaker era un joven jinete de veintidós años, de rostro colorado y ojos soñolientos, que se señalaba por la perfección de su aspecto físico.
El quinteto de Uvalde era lo que más interesaba a Brite. En una tierra donde los jóvenes indómitos, joviales y traviesos eran la regla más que la excepción, este conjunto no hubiera llamado en modo alguno la atención entre una multitud de vaqueros. Pero Brite amaba a Texas y a los tejanos, y al examinar a estos hombres recibió la impresión de que se salían del tipo medio del conductor del sendero. Ninguno de ellos había llegado a los veinte años. El oscuro y delgado Deuce Ackerman, de piernas arqueadas, parecía tener una vigorosa personalidad. El joven que respondía por el nombre de San Sabe tenía sangre india o mejicana, y su figura enjuta llevaba el sello del vaquero. El nombre de Rolly Little (pequeño y rechoncho) venía bien al que lo llevaba. Tenía pelo amarillo, cara pecosa y chispeantes ojos castaños, penetrantes como puñales. Ben Chandler era un joven típicamente tejano largo, membrudo, suelto de movimientos, pelo color de arena y ojos de luz clara y azul. El último de los cinco, Roy Hallett, sólo parecía un miembro del grupo: un joven sereno, sombrío y negativo.
Los preparativos para la cena marchaban con prontitud. Brite advirtió que Pan Handle ayudaba al negro en algo más que en juntar combustible. Los vaqueros lo advirtieron también, con sorpresa en sus miradas. En el sendero, no era usual que un jinete participara en las labores de un negro. Evidentemente, Pan Handle Smith se hacía sus propias leyes. Aumentó el interés hacia él, pero no pareció probable que ninguno inquiriera acerca de sus motivos.
Texas Joe dejó el campamento para trepar al cerro desde el cual se veía todo el valle. Evidentemente, se sentía satisfecho de la vista. Brite opinaba que el ganado no se derramaría. Sin embargo, no acostumbraba perderlo de vista ni un momento. Smith parecía que se hallaba explorando el terreno hacia el Norte. A su regreso al campamento, anunció:
―Unos jinetes del sendero se dirigen hacia Santone, y otro viene solo del otro lado del país.
―Shipman ―dijo Brite ―, puedes estar seguro de que nos toparemos con más jinetes en este viaje de los que quisiéramos.
―Ah, sí. Me lo figuro.
―¿Quiere decir jinetes pintados, patrón? ―inquirió Ackerman.
―No precisamente, si tenemos suerte. Tuve que dar de comer a una partida de comanches la vez pasada; pero no hicieron estorbo. Los jinetes que más me preocupan son los nómadas y los salteadores del sendero.
―¿No cree usted que nuestro equipo puede dar que hacer a unos cuantos, jefe? ―dijo Shipman despacio.
―Así lo espero. Pero nunca se sabe lo que vale un equipo hasta que se le pone a prueba.
―¿Qué clase de prueba, Mr. Brite? ―preguntó el novato Bender, con gran curiosidad.
―La que nos depare la jornada, muchacho.
―Hoy no ha ocurrido nada, y el viaje ha sido largo. Me figuro que esos peligros del sendero se exageran un poco.
De súbito, uno de los vaqueros de Ackerman gritó con voz estentórea: «¡Jo, jo!». Esto hubiera iniciado probablemente algún juego, de no ser por la voz del cocinero que le siguió inmediatamente casi al mismo tenor:
― ¡Ea! ¡Todos a comer!
Siguió una alegre arrebatiña, y luego un silencio súbito. El hambre recomienda que no se gaste el tiempo en hablar. Brite llamó a Moze y le mandó que le llevase su comida al pie del árbol. El jefe no tardó en convencerse de que este cocinero valía un tesoro.
El sol se puso en un cielo dorado y sin nubes. De vez en cuando, el mugido de una vaca subía del arroyo rompiendo el silencio. Una refrescante corriente de aire se filtró a través del bosque, haciendo crujir las hojas y llevándose el humo del campamento. Brite experimentaba una especie de satisfacción de hallarse de nuevo en el Sendero y a campo abierto. Gran parte de su vida la había pasado así.
―Moze, ¿de dónde eres tú? ―preguntó Shipman levantándose.
―Soy un negro de Alabama, señor ―replicó Moze con una mueca―. Así es como me llamaban, Alabama Moze.
―Bueno, mientras me des así de comer, no tienes que temer que los pieles rojas te quiten el pericráneo; yo te defenderé.
―Entonces tenga por seguro que le daré bien de comer.
―Bueno, muchachos, siento tener que deciros que hay que montar la guardia ―dijo Shipman dirigiéndose al equipo―. Somos diez. Cuatro hasta medianoche, tres hasta las tres y tres hasta el día. ¿Quién viene ahora conmigo?
Todos se unieron en el deseo de elegir la primera guardia.
―Shipman ―dijo Brite ―, yo haré guardia también.
―¡No está mal! ―dijo despacio el mayoral―. ¿Qué clase de equipo es éste? Todos quieren trabajar, ¡hasta el jefe!
―Es la primera noche fuera ―dijo uno.
―Creo que me voy a poner desagradable ―interrumpió Shipman resignadamente―. Bender, ensilla tu caballo. Lester, haz lo mismo. Smith, me sentiré tranquilo si tú ocupas aquel puesto.
―Me viene bien. De todos modos, no duermo nunca ―replicó el pistolero levantándose con presteza.
―Deuce, yo te despertaré hacia medianoche. Elige tus dos guardas… Y diga usted, jefe; casi lo había olvidado. ¿Quién va a cuidar de los caballos? Hemos hecho una larga caminata.
Desde luego, pero no son jíbaros. Llevadlos hacia los buenos pastos, junto con el ganado.
―Está bien, los juntaremos. Pero necesitamos de uno que se encargue de eso… Bueno, hasta luego. Empezamos con buena estrella.
Brite estaba de acuerdo con esta observación de su mayoral, a pesar del extraño presentimiento que vagamente le asaltaba de vez en cuando. La manada de Brite, compuesta de cuatro mil quinientas reses destinadas al sendero antes de que las hubiera comprado, llevaba buena ventaja a las que le seguían; la última partiría tres semanas después. La hierba y el agua serían abundantes, a excepción de algunos puntos. El ganado podía marchar varios días sin hierba, con tal de tener agua en abundancia. La primavera había llegado un tanto retrasada, demorando la emigración anual de los búfalos hacia el Norte. Brite calculó que en alguna parte del río. Rojo tropezarían con los búfalos.
―Moze ―llamó Deuce Ackerman ―, ¿quieres carne fresca?
―Tengo un cuarto de vaca ―contestó Moze―. Y usted sabe, Ackerman, que yo soy un cocinero económico.
―He visto un grupo de ciervos. Esta carne nos vendría bien. Anda conmigo, Ben. Todavía nos queda media hora del día.
Los dos conductores cogieron sus rifles y desaparecieron en el bosque. Hallett comunicó a Little la impresionante noticia de que iba a tomar un baño. El valentón expresó su asombro y confusión.
―¡Pero, Roy! ¿Qué diablos te pasa? Tendremos que vadear ríos y arroyos casi a diario. ¿No es verdad, jefe?
―Desde luego que sí. Y si están fríos y crecidos tendrás toda el agua que necesitarías durante diez años.
―Voy a bañarme, de todos modos ―dijo Hallett.
―Roy, yo iré también si tú me quitas las botas. Hace una semana que no saco los pies de ellas.
―Claro, hombre. Vamos.
A poco, el campamento había quedado desierto, salvo por Brite y el cocinero, que seguía silbando mientras el jefe trataba de desenrollar su lona y extender la manta. Una buena cama era lo que más anhelaba y lo que rara vez tenía un conductor de manadas. O al menos, no podía tenderse en ella por mucho tiempo. Una vez tendido, Brite cargó la pipa; los últimos tiempos del día ardían en el Oeste, y contra aquella fulguración de oro se levantaba, silueta oscura y montaraz, un jinete solitario. Una segunda ojeada bastó a Brite para convencerse de que no era un indio. A continuación, el jinete dirigió el caballo hacia la tierra baja del Swale y desapareció entre los árboles. Brite esperaba que este extraño jinete irrumpiera en su campamento. Los forasteros, muchos de ellos por desgracia indeseables, eran frecuentes a lo largo del sendero de Chisholm. El jinete surgió del bosque, habiendo cruzado sin duda el arroyo mucho más arriba, y ascendió en dirección a la galera. Antes de que se detuviera, respondió a un presagio bastante frecuente en él: el de que habría numerosos encuentros a lo largo del sendero. El presente era un acontecimiento.
―Hola, cocinero. ¿Tendrías la amabilidad de darme un plato de comida, antes de tirarlo? ―demandó el jinete con voz resonante y juvenil.
―Hombre, no faltaba más. Pero te digo que cuanto cocina este niño, no se tira nunca. Apéate y entra.
Brite observó que el caballo no era un mesteño, sino de una raza mejor y más grande que los resistentes caballitos españoles. Era, además, un magnífico animal, fino de miembros, macizo de pecho, con cabeza de caballo de carreras. Su jinete parecía casi un niño, el cual, al deslizarse pausadamente de la silla, mostró ser pequeño de estatura, aunque fuerte y redondo de miembros. Se sentó en el suelo, las piernas cruzadas, con la cacerola que le dio Moze en las rodillas. Brite marchó hacia él con la esperanza de asegurarse acaso otro conductor.
―Salud, vaquero. ¿Anda usted solo? ―preguntó afablemente.
―Sí, señor ―respondió el joven alzando la vista y volviendo a bajarla rápidamente. El acto dio, no obstante, tiempo para que Brite viera un rostro agradable, curtido al oro oscuro, y unos ojos grandes, castaños y profundos que tenían una expresión furtiva, si no temerosa.
―¿De dónde es usted?
―De ningún lado, me figuro…
―Vaquero errante, ¿no? Es interesante para mí. Voy escaso de jinetes. ¿Quiere trabajar? Me llamo Brite y llevo una manada de cuatro mil quinientas cabezas hacia el Norte, hasta Dodge. ¿Ha hecho alguna vez conducción de manadas?
―No, señor. Pero he pastoreado ganado toda mi vida.
―¡Ajá! Pero no puede haber sido muchos años, muchacho. ¿Qué edad tienes, más o menos?
―Dieciséis. Pero siento como si tuviera cien.
―¿Dónde está tu casa?
―No tengo casa.
―¿No? ¡Cómo!… ¿Dónde viven tus parientes?
―No los tengo, Mr. Brite… Mi padre y mi madre fueron muertos por los indios cuando yo era muy niño.
―¡Lástima hijo! A muchos niños de Tejas les ha ocurrido lo mismo. ¿Qué has hecho desde entonces?
―Trotar de rancho en rancho. No puedo sostener un empleo mucho tiempo.
―¿Por qué no? Eres un chico bien parecido.
―Será que no resisto bastante en la silla cuando hay que montar firme… Y existen otras causas.
―¿Podrías pastorear caballos?
―Eso sí. ¿Me dará usted trabajo?
―No sé por qué no. Termina de cenar, muchacho. Luego, ven a hablar conmigo.
Durante ese tiempo, Brite no dejó de mirar al chico, pasando de la curiosidad a la simpatía y de ésta al interés. Desde la primera vez, el chico no volvió a levantar la mirada. Su raído sombrero negro tenía agujeros, y por uno de ellos salía un mechón de pelo dorado. Tenía manos morenas y bien formadas, más bien pequeñas, pero fuertes y flexibles. El extremo de una funda de revólver sobresalía de su chaqueta, a la izquierda. Llevaba traje enterizo, altas botas mejicanas y grandes espuelas, todo raído y gastado por largo uso.
Brite regresó a su cómodo lecho al pie de la pacana. Desde allí advirtió que el caballo llevaba un atado de lona detrás de la montura. El viejo ganadero se quedó pensando en las extrañas y trágicas experiencias con que se tropezaba al penetrar en esta ancha y salvaje región del Estado de Texas. ¡Cuántos y cuántos hijos de Texas eran como este jovencito! La vasta llanura imponía un duro y sangriento tributo a sus exploradores.
Era ya de noche cuando el chico se presentó ante el ganadero.
―Me llamo Bayne… Reddie Bayne ―anunció casi con timidez.
―Reddie… rojo… Pelirrojo, ¿eh?
―No del todo. No me pusieron este nombre por mi pelo. Reddie es mi nombre verdadero.
―Bueno, no importa. Cualquier apodo es bueno en Texas. ¿Has oído hablar de Livercating Kennedy, Dirtyface Jones o Pan Handle Smith?
―Del último sí he oído hablar, desde luego.
―Pues pronto vas a verlo. Viene conmigo en esta jornada. ¿Vas a aceptar mi oferta?
―Acepto el trabajo, sí, señor. Gracias.
―¿Qué sueldo quieres ganar?
―Míster Brite, trabajaré por la comida.
―No. No puedo aceptarte así. El viaje es rudo y penoso, sendero arriba. ¿Hace treinta dólares por mes?
―Es más de lo que he ganado nunca. ¿Cuándo empezamos?
―Mañana por la mañana estarás a tiempo, muchacho. Shipman y sus hombres han juntado los caballos para pasar la noche.
―¿Cuántos caballos hay en su remuda?
―Cerca de doscientos. Más de los que necesitamos, desde luego, pero todos están domados y no darán mucho que hacer. Cuando lleguemos a Dodge, venderé ganado, caballos, galera, todo.
―He oído hablar tanto acerca de este sendero de Chisholm… He cruzado el país desde Bendera, deseando dar con una de estas manadas.
―Pues ya lo has conseguido, Reddie; y espero que no te arrepentirás.
―¡Hoy es un gran día para mí…! Voy a desensillar el caballo.
Bayne llevó el potro al pie de una pacana, y, quitándole montura, brida y carga, lo soltó. El chico volvió entonces a sentarse junto al jefe.
―¿Cuántos hombres van en su equipo, míster Brite?
―Doce y pico, contigo.
―Buen equipo. ¿Tejano?
―Por supuesto. Tejano de pies a cabeza. Pero nuevo a mí servicio. Me parece que va a resultar de primera. Texas Joe Shipman es mi mayoral. Ha recorrido tres veces el sendero, y es, por eso, un veterano. He tenido suerte. El resto se compone de gente variada, salvo cinco muchachos de Uvalde. ¡Gente bragada, si la hay! Va un novato de Pensilvania, llamado Bender. Y Less Holden, compañero de Shipman. Y otro de la Carolina llamado Whittaker. Si es tan bueno como parece, no puede ser mejor. Y, en fin, Pan Handle Smith. Es un pistolero, Bayne; un hombre fuera de la ley. Pero, como algunos de su clase, es hombre que vale.
―Diez. Contando con nosotros dos y el cocinero sumamos trece. Ése es mal número, míster Brite.
―Trece. Es verdad.
―Quizá sea mejor que yo siga mi camino. No quiero traerle mala suerte.
―No, muchacho; tú traerás buena suerte.
―¡Ojalá sea así! Les he dado mala suerte a tantos equipos… ―añadió el jovencito con un suspiro.
A Brite le sorprendió lo extraño de la respuesta, pero al fin no hizo más que acrecentar su curiosidad. Deuce Ackerman y Chandler irrumpieron entonces de la oscuridad, coincidiendo con la vuelta de Little y Hallett.
―Jefe, he visto un magnífico caballo negro ahí delante. No es un pony. Un gran caballo de pura sangre. No lo había visto en nuestra remuda ―declaró Ackerman.
―Aquí tiene usted a su dueño, Reddie Bayne. Acaba de llegar, y se ha unido a nosotros… Bayne, cuatro miembros del equipo de Uvalde.
―Bien venidos ―dijo el jinete con regocijo.
―Bien venido sea usted también, vaquero ―dijo Ackerman adelantándose para observarlo―. No le veo, pero me alegro mucho de poder saludarle. Chicos, Reddie Bayne parece un apodo tejano.
Los vaqueros de Uvalde emitieron frases de saludo. Alguno echó un haz de leña menuda al fuego, que llameó jubilosamente. Pero Bayne no se acercó a él.
―Jefe, ¿ha oído usted mis disparos? ―preguntó Ackerman.
―No. ¿Has disparado?
―¡Ya lo creo! Un ciervo se me puso a tiro, pero había poca luz y fallé el blanco. Tengo que abatir a uno por la mañana.
―Deuce, si me hubieras dejado el rifle a mí tendríamos carne de ciervo, como hay Dios ―declaró Ben.
―¿De veras? Te apuesto cualquier cosa a ver quién tira mejor.
―No quisiera robar tu dinero, pero…
―¡Chist! Que vienen jinetes ―interrumpió Ackerman en un agudo susurro.
Brite oyó rumor de cascos a distancia, bajo el arbolado. Los caballos descendían por el camino.
―No pueden ser de nuestro equipo ―interrumpió Ackerman acechando hacia la oscuridad―. Compañeros, convendrá estar preparados, por lo que pueda suceder.
En el círculo exterior de la luz del fuego asomaron formas oscuras de caballos y jinetes. Se detuvieron.
―¿Quién va? ―gritó Ackerman con su voz juvenil, que tenía un timbre de acero.
―Amigos ―fue la respuesta, seca y áspera.
―Adelante, pues; que les veamos la cara.
En este momento, una mano pequeña y dura atenazó el brazo de Brite. Al volverse, vio a Reddie Bayne de rodillas a su lado. El chico se había quitado el sombrero, y su rostro quedó al descubierto. Estaba pálido, y sus grandes ojos castaños llameaban.
―¡Wallen! Vienen persiguiéndome ―susurró Bayne roncamente―. No le dejen…
Brite cogió al chico y le dio una leve sacudida.
―¡Calla! No te muevas.
Los jinetes se acercaron a la hoguera, pero no lo suficiente para que pudiera vérseles claramente. El jefe resultó ser un hombre fornido, de complexión oscura, con aire un tanto repulsivo y violento. Brite había visto entrar muchos hombres como aquél en los campamentos de Texas.
―Conductores de manadas, ¿eh? ―inquirió aquél reparando, con ojos llameantes, en los hombres que rodeaban el fuego.
―¿Nos había tomado por indios comanches? ―replicó Deuce brevemente.
―¿Quién es el jefe?
―Brite, de Santone. Tenemos cuatro mil reses y veinte guías. ¿No quiere saber nada más?
―Supongo que habrán tomado un nuevo jinete últimamente, ¿no?
―¿Y qué si lo hicimos…?
Brite se levantó y marchó a grandes pasos a la luz de la hoguera.
―¿Quién es usted, y qué es lo que busca en este lugar?
―Me llamo Wallen. Soy de Braseda. Seguimos la pista de un chico…, de un tipo llamado Reddie Bayne.
―Reddie Bayne. ¿Así, que ése es el nombre del jinete? ¿Y por qué le siguen la pista?
―Eso es cuenta mía. ¿Está él aquí?
―No, no está aquí.
―Pero entonces habrá estado aquí, ¿eh, Brite?
―Desde luego. Ha cenado con nosotros. Luego partió cruzando hacia Santone. A esta hora habrá llegado allá. ¿Qué dices tú, Deuce?
―Montaba un caballo muy veloz ―replicó Ackerman como con indiferencia.
―¿Existe algún campamento de aquí a Santone? ―continuó el jinete.
―Cuando nosotros pasamos, no. Ahora, tal vez.
―Brite, si usted no tiene inconveniente, pasaremos la noche aquí ―dijo Wallen maliciosamente.
―Lo siento, forastero. Uno de mis principios es el de no ser demasiado hospitalario a lo largo del sendero ―dijo Brite, despacio―. El serlo me ha costado demasiado caro.
―Me da usted con la puerta en las narices, ¿eh? ―inquirió Wallen rudamente.
―No hay ofensa. Es mi norma. Nada más.
―Ya. Una norma demasiado pobre para un tejano.
―Así es ―convino Brite fríamente.
El jinete dio la vuelta, maldiciendo por lo bajo, y acompañado por su silencioso camarada partió a trote hacia la tiniebla. Brite aguardó hasta cerciorarse de que habían tomado el camino; luego regresó al punto donde había dejado el chico. Bayne estaba sentado contra el árbol. A la débil luz, Brite vio el brillo de un revólver en su mano.
―Vaya, Bayne, los he desviado fuera de aquí. Espero haberte hecho una buena jugada.
―Mejor no podía ser. Le doy las gracias… Míster Brite ―replicó el chico en voz baja.
Deuce Ackerman había seguido a Brite hasta el pie del árbol.
―Jefe, ese Wallen no me ha gustado. Se me figura que le he visto antes en alguna parte.
―¿Quién es Wallen, hijo?
―Un ranchero para el cual he trabajado yo allá, cerca de Braseda.
―¿Qué es lo que tiene contra ti?
No respondió. Ackerman se inclinó para observar al chico.
―¿Qué ha sido, Reddie? ¿Qué te has sacudido el yugo? Yo no te culpo por eso. Y, ahora, vaquero, habla si quieres; si no, permanece mudo. Para nosotros es igual.
―Gracias. No soy cuatrero…, ni ladrón…, ni nada malo. Fue simplemente que… ¡Oh, no puedo decírselo! ―replicó el chico, emocionado.
―Ah, ya. Entonces habrá sido por alguna chica.
―Sí… Por una chica ha sido ―contestó Bayne.
―Ya sé lo que es eso, vaquero. Pero supongo que ese hombre no será su padre. Porque, en tal caso, ella correría el riesgo de quedar huérfana.
Ackerman regresó al lado del fuego gritando: ―Venid, muchachos. Hay que aprovechar el sueño para el viaje.
―Bayne ―dijo Brite en tono afectuoso ―; me alegro de que no haya sido nada malo.
Uno de los vaqueros atizó el fuego, que se avivó en llamas. A su luz, el viejo ganadero pudo ver más claramente el rostro del joven Bayne. La expresión dura y amarga de su rostro parecía suavizarse. Su figurilla abandonada y triste impresionó a Brite.
―Yo… se lo diré más adelante…, si es que no me despide usted ―susurró el pequeño, y corrió a esconderse en la sombra.
Brite buscó sus mantas y se acostó pensando en la confesión del jovencito… ¡Por una chica! Algo así le había ocurrido a él hacía mucho, y a ello debía sus años de soledad. El jovencito huérfano iba ganando su afecto. El viejo sendero era un camino áspero y sangriento, pero a lo largo de él era posible toda clase de encuentros.