III

Brite abrió los ojos ante un amanecer gris. Un disparo de rifle le había despertado. Moze cantaba acerca de negros en campos de algodón, de lo cual podía deducirse que los indios no habían atacado el campamento. Brite se arrastró fuera de sus mantas, rígido y dolorido, para calzarse las botas y ponerse el chaleco, simple operación que le dejaba vestido para la faena. Enrolló su cama. Luego, tomando una toalla, cruzó el campamento hacia el arroyo. Texas Joe se estaba lavando. Otros tres se hallaban recostados, sus rostros serenos, juveniles y duros expuestos a la luz gris de la mañana.

―Jefe, no hay nada peor que tener que levantarse por la mañana ―tal fue el lacónico saludo de Moze.

― Moze, vamos yendo para viejos.

Al borde del arroyo, Brite encontró a Reddie Bayne ocupado en sus abluciones.

―Hola, hijo. Ya veo que no se te pegan las mantas.

―Buen día, Mr. Brite ―replicó él al volverse, de rodillas, con una cara mojada y brillante, de una donosura femenina. Se apresuró entonces a ponerse la chaqueta y a cubrir sus rizos de oro con el raído sombrero; luego se secó la cara y las manos con su pañuelo.

―Iré a buscar mi caballo antes del desayuno.

El agua estaba fría y transparente. Brite bebió y se lavó con el placer de un conductor de manadas que sabía valuar este privilegio. En la mayor parte de los sitios el agua era fangosa, maloliente, tibia o inexistente. Al regresar a lo largo de la ribera oyó el mugido del ganado. Era ya día pleno. El cielo oriental aparecía rojizo. Los pájaros cantaban en el arbolado. Los conejos se escurrían furtivamente al interior de la maleza. En la margen opuesta del arroyo, los ciervos permanecían de pie con sus largas orejas levantadas. Una fragancia de humo de madera penetró en la sensible nariz del ganadero. Algo rico y pleno parecía llenar la atmósfera.

Brite regresó al campamento, a tiempo de escuchar un coloquio interesante.

―Vamos a ver, muchacho, ¿quién diablos eres tú? ―preguntaba Texas Joe, naturalmente sorprendido―. No recuerdo haberte visto antes.

―Me llamo Reddie Bayne ―replicó el chico―. Llegué anoche, a caballo. El jefe me dio un empleo.

―¿Ah, sí? ¿Para hacer aguada, o qué? ―continuó Shipman.

―Para cuidar de los caballos ―dijo Reddie Bayne.

―¡Hum! Eres casi un niño, ¿no?

―No tengo la culpa de no ser un viejo bobalicón como…

―¿Como quién? ¿Como yo? Oye, pequeño, mira que suelo levantarme belicoso por la mañana.

―Así parece ―replicó Bayne secamente.

―¿Para qué llevas ese revolvón al lado izquierdo?

―Para defenderme de los malos bichos.

―Sí, ya me figuro que no será por adorno. Pero ¿por qué al lado izquierdo?

―Porque soy zurdo.

―Ah, ya comprendo. La zurda a la cadera y la bala en el blanco, ¿eh? Me figuro que le habrás hecho ya más de cuatro muescas en la culata.

Bayne no se dignó responder, pero era evidente que estaba un poco amoscado por el tono frío y sarcástico del mayoral. Al llegar, Brite vio que los ojos del chico llameaban.

―Buen día, jefe. Ya veo que ha contratado usted a otro tirador ―dijo Texas Joe despacio.

―¿Quién? ¿Reddie Bayne?

―El mismo. Ningún otro. ¿Adónde irán a parar estos mocosos de Texas que se aventuran por los caminos, armados de grandes revólveres, en vez de quedarse ordeñando las vacas en su casa?

―Yo no tengo casa ―cortó Bayne con energía.

―Reddie, dale la mano a mi mayoral, Texas Joe Shipman ―dijo Brite.

―¿Cómo está usted, Mr. Shipman? ―replicó Bayne, resentido, subrayando el prefijo, sin tenderle la mano.

―Bien venido, cara de niña. Y ahora examinaremos tu caballo y tu equipo, ¿te parece? Ve a buscarlo.

A Bayne le saltaron los colores a la cara, y desapareció, rápido, en el arbolado. Brite aprovechó entonces la ocasión para referir a Shipman el incidente gracias al cual Bayne había entrado a formar parte de la partida.

―¡Bueno, el diablo me lleve si…! ¡Pobre chico! ¿Wallen…? Me pregunto dónde he oído ese nombre. Es un nombre raro. Apostaría mis espuelas a que no es grano limpio. Es uno de esos nombres de tipos indeseables que se le graban a uno en la chola.

―A comer, gañanes, a comer ―pregonó Moze.

San Sabe irrumpió en el campamento con una retahíla de mesteños que los otros tuvieron que esquivar o coger.

―¡Botas y monturas aquí! Hal, mi novicio de Pensilvania ―gritó Texas Joe al vaquero Bender, que se acercaba lentamente―. Todos a ensillar. Hoy habrá que trabajar de firme, para mezclar el hato de cornilargos bravos con la manada doméstica.

Manos tostadas y vigorosas entraron en acción, dando tirones y aletazos. Los inquietos potros quedaron ensillados y embridados como por magia. Los conductores de manadas comieron de pie. Texas Joe fue el primero en montar.

―Apretad las espuelas, muchachos ―gritó con voz vibrante―. Jefe, yo formaré la punta de la manada; luego enviaré a Ackerman a comer. Adelante. Y tú, Bayne, no olvides que tu deber es ahora atender a los caballos.

A poco, Brite quedó solo con Moze. El sol asomó como una brasa sobre el horizonte oriental, y el mundo de llanuras onduladas cambió de aspecto. Los pájaros llenaban el bosque de melodías. A lo lejos, el mugido de las terneras recién nacidas daba testimonio de la contribución que la noche había hecho a la manada. Un corcel negro apareció como una flecha bajo las pacanas. Bayne entró en el campamento y se tiró de la silla.

―Todos reunidos y listos, jefe ―dijo con intenso placer―. ¡Ah, qué remuda! La mejor que he visto nunca. Yo solo me basto para dar cuenta de todos.

―Muy bien, hijo; si lo haces, te ganarás la estimación de Texas Joe ―contestó Brite.

―¡Ah, ese vaquero!… Sin embargo, quisiera ganarme la de usted, Mr. Brite.

―Acércate, hijo y come.

Brite atravesó su caballo en la cima del cerro y observó cómo los conductores hacían la punta, o cabeza, de la manada e iniciaban la marcha ascendente partiendo de la hondonada.

A pesar de estar tan acostumbrado a todo lo referente al ganado, no podía menos de admitir en su interior que éste era un espectáculo magnífico. El sol acababa de levantarse, rojo y glorioso, tendiendo su maravillosa luz por la extensa llanura; el aire era fresco, vigorizante, dulce, con una promesa de calor para mediodía; bandadas de pájaros negros se levantaban como nubes sobre las reses, y desde el bosque de pacanas[1] llegaba a sus oídos la melodía de los sinsontes[2]; la vista del brillante arroyo quedaba interrumpida por una maciza fila de ganado, de una milla de ancho, que lo cruzaba levantando grandes salpicaduras; los disparos cortaban el rumor de cascos, pezuñas y mugidos, prueba de que los conductores mataban a las terneras recién nacidas que no podían seguir andando a sus madres.

Como un triángulo colosal, la manada, en forma de cuña, se movía laboriosamente saliendo del valle con la punta hacia delante. El hato de Uvalde, que trajera Ackerman, iba a la cabeza, lo cual parecía acertado, pues venía acostumbrado ya al sendero; detrás se agolpaban la segunda y tercera manada de Brite. Formaban una masa de cornilargos tan indómita como no recordaba haber visto otra igual. Sus cuernos abiertos y largos, de color gris, negro y blanco, semejaban una inmensa multitud de raíces arrancadas de la tierra, arrastradas por una gran corriente a través del valle y empujadas luego por la verde pendiente. El movimiento era procesional, rítmico, firme y total, aunque irregular en algunos puntos, y daba la impresión de una fuerza irresistible. Para Brite representaba el gran movimiento de ganado en su apogeo, la marcha de Texas hacia el imperio, la epopeya de las manadas y de sus conductores que harían época en la historia del Oeste. Jamás se había percatado hasta entonces el viejo ganadero de la tremenda significación de la brillante vista que tenía ante los ojos. Detrás, parecían ir voceando y cantando todos los robustos hijos de Texas. Era su oportunidad, después de la guerra civil que había dejado huérfanos a muchos y arruinados a todos. A Brite se le estremecía e hinchaba el corazón pensando en aquellos flexibles jinetes. Sólo él tenía idea de la verdadera naturaleza de su empresa, y a su júbilo interior sucedía un latido de angustia. Ellos no pensaban en el mañana. Les bastaba con vivir el momento. Conducir la manada, ceñirse a su trabajo, alcanzar la meta; éste era el deber inalterable que se imponían al partir. Fue justamente entonces cuando Brite concibió su apreciación definitiva del conductor de manadas.

Al fin, la ancha base de la manada salió del lecho del arroyo, dejándolo como un húmedo campo de cultivo acabado de labrar. A continuación cruzó la remuda, ordenada en un apretado grupo. Brite reconoció a Reddie Bayne en su negro y brioso caballo. El chico estaba en su elemento con los caballos. Moze, guiando la galera, pasó camino arriba detrás de Brite y se adentró en el bosquecillo llano.

Luego, la afilada punta de la manada, con Texas Joe a la izquierda y Less Holden a la derecha, se perdió de vista más allá del cerro. Más abajo, a cada lado de la cuña, que se iba ensanchando, otros dos jinetes ejecutaban igual trabajo. El resto no guardaba una posición estable. Flanqueaban la manada y se dispersaban a lo largo de la parte posterior dondequiera que un grupo destacado de indómitos cornilargos levantaba una tronante nube de polvo. Cada jinete parecía tener su grito particular, que Brite estaba seguro de llegar a reconocer con el tiempo. Y estas voces se alzaban como campanadas, o flotaban a lo lejos, o atravesaban el valle.

Brite observaba a los conductores en su precipitada actividad, las polvaradas que se levantaban tiñéndose del flujo rosado del sol, la oleada de cornilargos que se agolpaba hacia el recuesto. Una selva de cuernos de afilada punta lanceaban el horizonte celeste. Y cuando el último tercio de la manada hubo salido del valle, y apareció sobre la ancha línea del cerro, el efecto era tal que hasta el ánimo del viejo Adam Brite se sintió sobrecogido. La mitad de aquella manada, sin contar el elemento bravío hubiera sido bastante para poner a prueba las fuerzas de los que se propusieran conducirla hasta Dodge. Brite se daba ahora cuenta de ello. Pero ya no era posible retroceder. El viejo se preguntó cuántas cabezas de ganado y cuántos conductores quedarían en el camino.

Brite tiró de las riendas y giró hacia la más alta colina que domina el valle, desde donde escrutó el sendero tendido hacia el sur. Para el conductor de manadas, lo que viniese detrás era tan importante como lo que se hallaba delante. Era un mal asunto el que la manada se mezclase con la del conductor que siguiese a continuación; significaba un trabajo adicional y pérdida de reses. Para su tranquilidad, el camino y la llanura aparecían, hacia el sur, libres de todo objeto moviente. Una niebla de polvo señalaba el lugar donde se hallaba San Antonio. Al norte, la quebrada sabana se extendía por espacio de varias leguas, moteada en la lejanía por puntos negros, parcelas de terreno y oscuras filas de árboles. Semejaba un ondulado mar de pastos rosados. Sólo el ignoto y borroso horizonte presentaba alguna amenaza.

La gran manada había ganado la cima de la pendiente y aparecía en su totalidad, formando una masa encabezada en forma de lanza que cobraba perspectiva propia. Había parecido demasiado grande para el valle; ya en la meseta parecía alargarse, derramarse en busca de espacio. La manada inició su marcha lenta, holgada, hacia el norte, paciendo y tascando, a la velocidad de unas ocho o diez millas diarias. Con buen tiempo, y sin molestias, esta pausada marcha era un placer para los conductores. La infernal paradoja de la vida de estos hombres consistía en que se iniciara la marcha en tan cómodas circunstancias y que luego tuvieran que abrirse paso entre terribles peligros y a costa de los más duros trabajos. Brite no había experimentado nunca una de aquellas extremadas aventuras de que por otros tenía conocimiento, pero aun el más ordinario de los viajes había sido bastante difícil y peligroso para él.

Brite alcanzó la galera y cabalgó a su lado algún tiempo, conversando con el jovial cocinero. Habiendo inquirido acerca del país de Río Grande y los ganaderos de Uvalde, Brite pasó a interesarse en el quinteto de jinetes que habían traído el hato del sur. Moze era locuaz, y pronto hubo divulgado cuánto sabía acerca de Deuce Ackerman y sus camaradas.

―Sí, señor; son los hombres más duros y capaces que he visto nunca ―concluyó Moze―. He cocinado para el equipo de U-V de dos a tres años. Kurnel Miller dirigió primero ese equipo, que luego vendió a Jones. Y Jones se deshizo de él de buena gana, palabra. Los cinco festejaban los días de cobro a tiros por las ciudades, hacían el amor a miss Molly, la hermana de Kurnel, y otras cosas que al pobre señor le hacían la vida imposible.

―¡Bah! Sería como todos los hombres cuando se trata de una chica muy guapa.

―No, señor; hay una diferencia, porque estos hombres eran como hermanos gemelos, y miss Molly no podía escoger uno entre ellos. Los quería a todos; así que Mars Jones tuvo que vendérselos a usted junto con el ganado.

―Bueno Moze; a lo largo del viejo sendero corre siempre el riesgo de tropezar con cualquier cosa ―repuso Brite riendo―; pero es de esperar que no hallaremos ninguna chica hasta llegar a Dodge.

―Jefe, dicen que ésa es hoy una ciudad de todos los diablos.

―¡Ja! ¡Ja! Ya verás, Moze, ya verás… Ya estamos alcanzando la manada. De aquí en adelante será más lenta la marcha.

A poco, Brite había dado alcance a la parte posterior de la manada que cubría, en forma irregular, una milla de ancho. Cuatro jinetes aparecían a la vista. Hallett el primero, que se sentaba cruzado de piernas en la silla mientras su caballo marchaba tascando la hierba.

―¿Qué tal marchan las cosas, hoy?

―Desde que salimos a la meseta, a pedir de boca, jefe ―fue la respuesta―. Hay algunas reses cerriles y corcovantes en el segundo hato. Texas Joe mató dos toros que no pudimos hacer salir del valle.

―Mala suerte matar el ganado ―repuso Brite seriamente.

―Llevamos pocos brazos y tenemos que llegar allá a toda costa, aunque se me figura que no será nunca.

―¡No digas eso…! ¿Dónde va Reddie Bayne con la remuda?

―Como a la mitad de la manada, me figuro. Aquel que va al frente es Rolly. Le ha ayudado al chico a conducir la remuda.

―Ya. ¿Y qué tal se porta Reddie?

―Admirablemente, jefe. Pero son demasiados caballos para un chico. Me figuro que se bastaría para conducirlos, si no fuera por esos demonios de cuernos-musgosos.

Brite pasó delante. Rolly Little era el próximo jinete en fila, y aparecía trajinando con unos novillos refractarios. Algunas vacas mugían y tiraban hacia atrás, sin duda queriendo volver a sus crías.

―¡Ea, jefe! Estos malditos no quieren dar un paso.

―Ten paciencia, Little; pero procura no azotarlos ―gritó Brite.

Los caballos pacían a lo largo, en un ancho espacio disperso, a unos cien metros detrás de la manada.

Reddie Bayne se hallaba ahora inclinado sobre el cuello de su caballo negro, dejándolo pacer. Brite se fue trotando hacia él.

―¿Cómo vamos, Reddie?

―Hola, Mr. Brite.

―Ahora iré contigo, para ayudarte. ¿Todo marcha bien?

―Sí, señor. Me voy dando la gran vida ―dijo el chico con gran regocijo. En su rostro se reflejaba la verdad de aquella afirmación entusiasta. ¡Qué singularmente bien parecido! Representaba menos edad de la que había confesado. Sus mejillas no eran llenas, en modo alguno; pero tenían un brillo rosado que resplandecía a través de su piel curtida. A pleno sol, su rostro presentaba un corte claro, fresco y gracioso. Acaso sus labios fuesen demasiado rojos y curvados para un joven de su edad. Pero los ojos eran su rasgo más señalado: intensos, de mirada llameante y purpúrea, muestra de una fuerte y vital personalidad.

―Me alegro. Anoche estaba un poco preocupado acerca de ti ―repuso el ganadero, consciente de su satisfacción―. ¿Te han tratado bien mis vaqueros?

―Sí, señor, muy bien. Me siento más tranquilo. Son las mejores personas con que he trabajado nunca… Todos, salvo Texas Joe.

―¡Ah, vamos! Pero ¿qué es lo que ha hecho Joe?

―Eso… Bueno… Parece que no le he caído bien ―repuso el chico, apresuradamente, contrastando su tono con el anterior―. Siempre me ocurre así, míster Brite, dondequiera que vaya. Siempre he de caer mal a alguno, que es generalmente el ranchero, el jefe de manadas o el mayoral, y acaban por despedirme.

―Pero ¿por qué, Reddie? ¿Estás seguro de portarte razonablemente? Texas es una excelente persona.

―¿De verdad? No lo había notado… Me… me… esta mañana me insultó.

―¿Ah, sí? Bueno, muchacho, eso no es nada. Es mi conductor jefe, y su responsabilidad es grande. ¿Por qué te insultó?

―Por nada. Yo puedo conducir estos caballos tan bien como él. Es simplemente que le estoy cayendo mal.

―Reddie, puede que sea por hacerte rabiar. Eres el benjamín del equipo, y no dudo que te harán pasar malos ratos.

―¡Oh Mr. Brite! Eso no me hace daño, mientras no sea para mal. Y yo quiero conservar el empleo. Me gusta, y estoy seguro de que puedo desempeñarlo como cualquiera.

―Si eso es lo que te preocupa, tranquilízate, Reddie. Conservarás tu empleo; yo te lo garantizo.

―Muchas gracias. Y ahora, Mr. Brite, puesto que es usted tan bueno…, creo que debo confesar…

―Escucha, pequeño ―le interrumpió Brite―. No necesitas hacer más confesiones. Yo confío en que tú serás bueno, y eso basta.

―Pero yo… no soy bueno ―repuso el joven valientemente, volviendo el rostro. Cabalgaban ahora a pocos metros de la remuda, detrás de ella.

―¿Que no eres bueno…? ¡Tonterías! ―repuso Brite en tono cortante. Había visto temblar sus labios, y esto le impresionó.

―Me dice el corazón que debo confiárselo a usted antes de…

―¿Antes de qué? ―inquirió Brite con curiosidad.

―Antes de que me descubran.

―Tú me estás confundiendo, muchacho. Pero anda, di; puedes confiar en mí. Me figuro que estás haciendo una montaña de lo que no es sino un grano de arena. Así que vamos a ver de qué se trata.

―Míster Brite, yo no soy lo que parezco.

―¿No? Bueno, puesto que eres un chico bien parecido, me entristece oírte eso. ¿Por qué no?

―Porque soy una chica.

Brite se volvió tan súbitamente que su caballo dio un salto. Creyó que no había entendido correctamente lo que acababa de oír. Pero Bayne había vuelto el rostro y bajado la frente.

―¿Qué? ―exclamó Brite fuera de sí.

Bayne le miró entonces de frente, quitándose el sombrero. Brite vio que unos ojos oscuros, violáceos, le miraban confusos y anhelantes.

―Que soy una chica ―confesó Reddie apresuradamente―. He tratado de guardar mi secreto dondequiera que he trabajado. Pero siempre me han descubierto. Entonces he sufrido más aún. Así que, le estoy diciendo a usted la verdad… y… confío en que cuando me descubran… usted… usted será tal vez mi amigo.

――¡El demonio me confunda! ―exclamó Brite―. ¡Una chica! Desde luego, ahora me doy cuenta… ¡Pobre Reddie! Puedes estar segura de que yo sabré guardar el secreto, y de que seré tu amigo también si se descubre.

―Confiaba en que lo haría, Mr. Brite ―repuso Reddie volviendo a ponerse el sombrero. Cuando el sol ya no daba en sus grandes ojos, en su rostro encendido y especialmente en sus rebeldes bucles de oro, recobró su disfraz―. Hay algo en usted que me recuerda a mi papá.

―Es muy consolador oírte hablar así, muchacha. Yo no he tenido nunca ningún hijo, hembra ni varón, y Dios sabe que lo he echado de menos… ¿Quieres contarme tu historia?

―Sí, cualquier día. Es triste y larga de contar.

―Reddie, ¿cuánto tiempo has venido haciéndote pasar por varón y haciendo de jinete?

―Más de tres años. Tenía que ganarme la vida. Y como mujer, se hacía difícil. Lo he intentado todo, pero me repugnaba servir de criada. Y cuando fui crecida, se hizo peor. Grandes y chicos me trataban bien casi siempre, como usted sabe que hacen los tejanos. Pero siempre había alguno que… me quería. Y éstos no me daban paz ni tranquilidad. Así, que tenía que marcharme. Entonces se me ocurrió que haciendo de varón sería más fácil. Esto era un alivio. Pero siempre llegaban a descubrirme. Y ahora tengo un miedo horroroso de que ese lince de Texas Joe tenga ya sospechas.

―No, no…, Reddie; estoy seguro de que no.

―¡Pero si me llama cara de niña! ―dijo Reddie en tono dramático.

―Eso es tan sólo porque tú eres así…, tan bien parecida. ¡Cosas de la tierra! Si Texas tuviera realmente sospechas, se portaría de otro modo. Y lo mismo los demás. Se pondrían tan mansos como corderos… Vamos a ver, Reddie, ¿no sería mejor decírselo a todos?

―¡Oh, por Dios santo! No, no, por favor, Mr. Brite… De verdad, jamás llegaríamos a Dodge.

Brite saludó esta apelación con una honda risa de pecho. Luego recordó lo que había dicho Moze acerca de los vaqueros de Uvalde.

―Acaso tengas razón… Reddie, ahora me figuro que aquel valentón de Wallen sabe que tú eres una chica.

―Claro que lo sabe. Ahí está el mal.

―¿Enamorado de ti?

―¿Él?… No. Wallen es demasiado bajo para amar a nadie, ni aun a los de su sangre, si es que los ha tenido. Es oriundo del país de Big Bend, y he oído decir que no es bien querido en Braseda. Alega que me ha comprado con un hato de ganado. ¡Cómo un negro esclavo! Yo trabajaba para John Clay y ése me dejó ir en el trato. Wallen hizo aquel trato porque había descubierto que yo era una chica. Así, que me escapé y él me siguió la pista.

―Reddie, yo le aconsejaría que no siguiera tu pista por este camino.

―¿Me salvaría usted? ―preguntó la chica con dulzura.

―Supongo que sí; pero Texas Joe o Pan Handle echarían por tierra a ese valentón antes de que yo pudiera pestañear ―declaró el ganadero con un humor siniestro.

La chica se volvió hacia él con el rostro agitado.

―Míster Brite, usted me hace tener esperanza de que mi sueño se realizará algún día.

―¿Y de qué modo, Reddie?

―He soñado que algún ranchero… algún verdadero tejano…, me adoptaría, y que así podría llevar otra vez vestidos de mujer y tener un hogar…, y…

Su voz se quebró de emoción.

―¡Vaya, vaya! Cosas más raras han ocurrido en el mundo, Reddie ―repuso Brite, presa de una extraña agitación. En este momento se hubiera comprometido a cualquier cosa, pero su estado de ánimo fue interrumpido por el estampido de unos disparos lejanos.

―Parece que hay refriega por allá, Mr. Brite ―gritó Reddie señalando una enorme nube de polvo al extremo occidental de la manada―. Vaya usted a ver. Yo cuidaré de los caballos.

Clavando las espuelas a su caballo, Brite partió a galope en la dirección indicada. Hallett y Little se habían perdido de vista, velados tal vez por el polvo. Un sordo rumor de cascos llenaba sus oídos. Un gran cuerpo de la manada aparecía intacto, si bien se advertía una arremolinada confusión de ganado hacia la izquierda, al borde de la columna de humo. Brite giró en torno al ala izquierda, para ver que una corriente de cornilargos se salía de la manada en ángulo recto. Aquel estado de excitación se advertía casi en la longitud de una milla, y traía al oído señales de una estampida. Con tan pocos conductores, el peligro consistía en que el cuerpo principal de la manada se lanzara en dirección opuesta. Sin embargo, salvo en algunos puntos, se portaban razonablemente. Brite observó entonces que los conductores delanteros habían curvado ya la corriente de nuevo hacia el norte. Se sintió aliviado, y moderó la marcha para ocupar su lugar detrás del más expuesto sector de la manada. Todo a lo largo de la línea, el ganado se movía con excesiva rapidez. Una ráfaga de inquietud había atravesado la masa. Era como una ola. Gradualmente, fueron recobrando su holgado movimiento y todo pareció volver a la normalidad. Little pasó a galope y dijo algo a voces que Brite no pudo distinguir.

La manada procedió entonces en su lento y ordenado movimiento procesional. Pasaron las horas. El ardiente sol comenzó a oblicuar hacia el oeste y avanzaba de prisa, como todos los detalles de la conducción, el descanso, el trote, el paso, la incesante agitación del ganado, el rumor de cascos, el mugido de las vacas, el persistente olor a polvo, estiércol y cuerpos recalentados, siempre bajo un cielo solemne, hacia las purpúreas y señeras colinas del norte.

Al cabo de otra hora, la enorme manada había rodeado un pequeño lago en el centro de una inmensa cuenca de terrenos de pasto. Los árboles brillaban por su ausencia. Previsoramente, Moze había cargado leña para el fuego; de lo contrario, hubiera tenido que quemar restos de búfalos. Brite tuvo que trotar por espacio de una milla a lo largo del flanco izquierdo antes de llegar a la galera y al campamento. Éstos se hallaban a la cabeza del lago, en una suave prominencia desde la cual se dominaba toda la tierra baja. El pasto de grama era lozano, aunque no abundante. Esta noche habría que mantener agrupado el ganado.

Reddie Bayne llegó balanceándose en su hermoso caballo negro, que siempre era regalo para los ojos de un jinete. Reddie frenó para mantenerse al paso de Brite.

―Aquí estamos, jefe. Un largo día pasado, y de nuevo a acampar. ¡Oh, Mr. Brite, me siento casi feliz! ― declaró Reddie.

―Ciertamente que esto tiene algo de dulce y agradable. Aprovéchalo lo mejor que puedas, Reddie, que Dios sabe lo que será mañana.

―¡Oh! ¡Ahí está ese Texas Joe! ―exclamó Reddie cuando se acercaban al campo―. Parece muy ufano ahora. Supongo que se sentirá muy orgulloso, por haber tornado aquellos fugitivos al camino… Jefe, ¿qué voy a hacer yo cuando él… cuando vuelva a molestarme?

―Reddie, no tengas temor ―aconsejó Brite en voz baja, seriamente―. Contéstale. Muéstrate agresiva. Y si puedes soltarle un par de tacos, tanto mejor.

―Bien sabe Dios que he oído bastantes ―repuso Reddie.

Entraron en el campamento. Texas Joe se había quitado el sombrero, chaleco, chaparreras y cinto, con revólver y todo. A Brite se le ocurrió que aquel joven gigante de pelo leonado y ojos ambarinos era el hombre indicado para destrozar el corazón de cualquier chica imaginativa y amante de la libertad.

―Vaya, jefe, ya está usted entre nosotros ―pronunció despacio, sonriendo con gracia―. Es la primera vez que le veo desde esta mañana. Creía que se había vuelto a Santone… Ha sido una buena jornada. Quince millas, y el ganado llegará aquí en buenas condiciones.

―Texas, he pasado un susto allá atrás ―repuso Brite apeándose del caballo.

―No ha sido nada, jefe; no ha sido nada. Quisiera informarle, sin embargo, de que Pan Handle Smith se ha portado como si hubiera recorrido el sendero con Jesse Chisholm, y lo hubiese hecho repetidamente desde entonces.

―Gracias, Joe. No me merezco tanto ―intervino el proscrito, que estaba sacudiéndose el polvo y la suciedad del viaje.

Lester Holden era el único presente después de ellos y se sentó en una piedra, cargando su revólver.

―Le hice cuatro disparos a aquel bicho de cuernos-musgosos color de pizarra, pero las balas pasaron sobre su cabeza.

―No tiréis a los animales, muchachos, por rebeldes que sean. Guardad las balas para los comanches.

―¡Ah! He ahí nuestro Reddie ―dijo Texas Joe con un diablo danzándole en cada ojo―. ¿Cuántos caballos has perdido, pequeño?

―No los he contado ―repuso Reddie con sarcasmo.

―Pues yo los contaré; si no hay 189 cabales, vas a tener que cabalgar un poco más.

―Ah, ya. Entonces, tendré que hacerlo, porque usted no podrá contar arriba de diez.

―Oye, ¿sabes que pareces muy petulante esta tarde? Me parece que te voy a poner a hacer guardia de noche.

―Bueno. Eso me gusta. Pero sólo el tiempo que me toque, Mr. Texas Jack.

―Muy bien. No olvides el míster, pero me llamo Joe no Jack.

―Para mí es igual ―contestó Reddie, que se hallaba cepillando el polvo de su caballo.

―Fijaos cómo el chico cuida su caballo ―dijo Shipman―. No es extraño que el animal sea hermoso. Ahora se me ocurre que tendré que montarlo yo mañana.

―¡Sí, y un jamón! ―repuso Reddie.

―¡Mira el diablillo éste! Se creía que yo hablaba en serio. Sólo un ladrón de caballos toma el de un compañero, ¿sabes?

―Sí, Mr. Shipman. Pero todavía no le conozco a usted muy bien.

―Ya me conocerás, y antes de ir muy lejos; te lo prometo.

Brite reflexionó que, en cierto modo, estos dos jóvenes se irritaban mutuamente. Reddie era una excelente pareja para Texas Joe en cuanto a replicar prontamente, pero tenía siempre cuidado de mantener el rostro medio vuelto o la frente inclinada.

―Me figuro que todos nos conoceremos unos a otros antes de llegar a Dodge.

―Sí, ya. Y esa pulla va dirigida a mí ―contestó Texas Joe―. ¡Ya sabrás lo que es bueno!

―¿No me ha estado usted tirando puyazos también a mí? ―repuso Reddie vivamente.

―Oye, hijito, yo soy el conductor jefe de las manadas de Brite, y tú eres aquí una especie de marmitón.

―Yo no soy nada de eso. Soy el conductor de caballos del equipo.

―¿Sí, eh? No serías capaz siquiera de conducir un puñado de lechoncitos amarrados. No hay que adelantarse. Te has engreído demasiado pronto. Bien mansito estabas esta mañana…

―Váyase usted al diablo, Texas Jack ―gritó Reddie con exasperante petulancia.

―¿Qué es lo que dices tú? ―exclamó Texas Joe pasando de bromas a veras.

―Digo que es usted un tipo odioso, presumido y maligno, con su cuerpo de jirafa y su aire valentón ― declaró Reddie con voz muy clara.

―¡Ah! ¿Y qué más? ―inquirió Texas, serenándose de pronto y en tono diabólico. Y dando un salto felino, le arrebató el revólver y lo arrojó lejos. Reddie, que se hallaba de rodillas, vuelta de espaldas, sintió el acto y dio un grito breve y extraño. Texas Joe le echó entonces una mano vigorosa al cuello de la blusa y la levantó en peso. Luego se dejó caer en el suelo, tirando de ella hacia sus rodillas.

―Jefe, ¿ha oído usted con qué falta de respeto habla este mocoso? ―dijo Texas Joe con calma―. No habrá más remedio que aplicarle un correctivo.