XIV
Reddie saltó de su caballo junto a la galera de Hardy, en cuyo asiento Ann permanecía inmóvil como una estatua, mirando al vaquero. Ackerman se volvió una vez para levantar su sombrero en la mano. Luego agitó su pañuelo. Giró, y ya no volvió más la cabeza.
―Ann, es bastante triste eso de decirse adiós ―dijo Reddie―. Entremos en el puesto, fuera de la vista de estos hombres. Me van a entrar ganas de llorar.
―¡Oh Reddie, yo… yo estoy llorando ya! ―exclamó Ann al apearse, con la vista borrosa―. Ha sido tan bueno… tan amable… Oh, ¿nos volveremos a encontrar algún día?
Las dos marcharon del brazo hacia la puerta del puesto, desde donde Brite vio cómo Anne se contraía a la vista de dos indios flacos y sombríos, de ojos endrinos.
―Terminemos esto cuanto antes, Tex ―dijo Brite―. Compraré las provisiones que Doan pueda servirnos. Brite entró apresuradamente en la tienda. Era un lugar pintoresco, apestado y maloliente, con sus jaeces indios de colores, su formidable arsenal, sus estantes llenos y sus mostradores cargados. Cuando Doan regresó de la trastienda, Brite escribió con un resto de lápiz los artículos que necesitaba.
―¿Qué se figura usted? Esto no es Santone ni Abilene ―dijo ásperamente―. Puedo servirle harina, habas, café, tabaco y tal vez…
―Dame lo más que puedas, Tom ―interrumpió Brite rápidamente―. Yo no soy un ladrón. ¿Puedes enviar el pedido al campamento?
―Seguramente, dentro de una hora.
―Está bien, pues. Y muy agradecido. ¿Ha pasado alguna otra manada?
―Últimamente no. Tiene todo el sendero para la suya. Lo cual es bastante peligroso.
Brite se daba cuenta perfectamente de ello.
―Los comanches, y los kiowas en particular, se han hecho desagradables últimamente ―continuó Doan―. Caballo Negro y Santana están en pie de guerra. Déjeme darle una idea. Si ese viejo diablo comanche entra en su campamento, puede parlamentar, argumentar con él, pero a la postre déle lo que pida. Por esta razón le conviene llevar víveres de sobra y especialmente café y tabaco. Pero si el jefe kiowa le detiene no le dé nada, como no sea un mal consejo. Santana es peligroso para equipos débiles. Pero es un cobarde, y se le puede atemorizar. No tolere ninguna negociación con los kiowas. Muéstreles que va bien armado y que es capaz de hacer fuego en un abrir y cerrar de ojos.
―Muy agradecido, Doan. Recordaré tu advertencia.
―Va a ser bloqueado por los búfalos, a no ser que logre abrirse paso a través de ellos. Apostaría a que ha pasado por aquí un millón de búfalos este mes.
―¿En qué mes y día estamos?
―Ah, se ve que ha estado conduciendo manadas… Déjeme ver. Es el 16 de julio.
―¿De verdad? El tiempo pasa volando en el sendero… ¿Puedes decirme si Ross Hite y tres de sus hombres han pasado por aquí últimamente?
―Han estado varias pequeñas bandas esta semana ―repuso el comerciante evasivamente―. Pasaron ligeros de carga y a buen paso… No conozco personalmente a Hite. Desde luego, he oído hablar de él. Yo no hago preguntas a mis clientes, Brite.
―Tú conoces tu negocio, Doan ―repuso Brite brevemente―. Por tu bien te diré, sin embargo, que la banda de Hite nos asaltó dos veces. En una ocasión se apoderó de toda mi manada.
―¡El diablo me lleve! ―exclamó Doan secamente, tirándose de la barba―. ¿Y en qué paró el asunto?
―Recuperamos el ganado, y dejamos algunos de la banda de Hite tendidos a lo largo del sendero.
Reddie apareció dando tumbos, secándose los ojos.
―Espera, Reddie. Yo iré contigo ―le gritó Brite.
―¿Dónde puedo despedirme de los Hardy?
Ella señaló la puerta abierta por donde acababa de salir. Brite entró rápidamente y terminó con aquella penosa entrevista.
―Un momento, Brite ―gritó Doan, conforme el ganadero se apresuraba a salir―. Yo no soy, tan escrupuloso acerca de los indios como de los hombres de mi color. Pero tengo que conservar relaciones amistosas con todas las tribus. Comercian conmigo. Voy a decirle, sin embargo, que los indios que se hallan ahí fuera son espías de alguna banda de comanches, y han estado esperando a que pasara el primer hato de ganado. Usted sabe que todos pasan por aquí. Consiga que los indios esperen a la próxima manada, si puede. Es una táctica prudente. Mi consejo es que debe lograr detener a esos dos comanches.
―¿Detenerlos?
―Seguramente. No permita que vayan a echar el ojo a su equipo y luego a informar a su jefe. Puede ser el propio Caballo Negro.
―Ésa es una idea. Se lo diré a Texas ―repuso Brite, pensativo, y salió en compañía de Reddie.
―¡Vaya! ―susurró ella con los ojos muy abiertos―. Nos está dando a entender que debemos matar algunos comanches más.
―Así parece. En cambio, no nos ha dado a entender nada acerca de Ross Hite.
Texas Joe y Pan Handle parecían hallarse en un coloquio con dos hombres; Hash Williams y Smiling Pete se entretenían con los demás blancos presentes.
―Williams, ¿te acercarás allá a dar la despedida? ―preguntó Brite.
―¡Claro que sí! Por dos dólares haría el resto del viaje con usted ―concluyó Williams.
―Pues yo te daré bastante más… Nos has sido grandemente útil. No sabría cómo darte las gracias.
―Pete quiere cazar búfalos, y eso nos obliga a quedarnos aquí ―concluyó Williams.
Brite montó a caballo.
―Tex, nos vamos. Ven aquí.
Texas marchó hacia ellos, dándole a Reddie un suave empellón; conforme ella montaba, se aproximó a Brite.
―Texas ―murmuró Brite inclinándose―. Según dice Doan, esos dos comanches que están ahí son espías de una banda de salteadores. El tendero ha sugerido que debemos hacer algo acerca de ello. Él no puede, porque necesita estar a bien con todos los pieles rojas.
―Jefe, también nosotros tenemos esa idea, y hemos oído algo acerca de Ross Hite. Ya se lo diré cuando volvamos al campamento.
Reddie había puesto su negro a medio galope, y cubierto la mitad de la distancia hasta el campamento cuando Brite le dio alcance.
―No canses tu caballo, muchacha. ¿Por qué tanta prisa, querida?
―Papá, cuando veo esa expresión en los ojos de Texas Jack me enfermo por dentro ―contestó ella.
―¿Qué expresión?
―No sé cómo llamarla. La he visto por primera vez aquel día antes de que disparara contra Wallen. Como aquel extraño relampagueo que hemos visto la otra noche durante la tormenta.
―Reddie, a estas alturas deberías estar acostumbrada a esas expresiones de los conductores de manadas. Es una vida muy dura.
―¡Pero yo no quiero que Texas Jack siga matando gente! ―exclamó ella, con una pasión sorprendentemente aguda.
―¡Vaya! ¡Vaya! ―exclamó Brite ¿Y por qué, chiquilla?
―Pronto será otro gunman como Pan Handle. ¡Y entonces, tarde o temprano, le matarán!
―Creo que tienes mucha razón ―repuso Brite―. Cuando pienso en ello tengo la misma sensación. ¿Qué haremos para contenerle?
―¿Contener a Tex? No es posible, papá.
―Aquí en el sendero, puede que no. Pero algún día terminaremos este viaje… Entonces sí será posible. Tú podrías contener a Tex, chiquilla.
Reddie espoleó su caballo y partió veloz como el viento. Brite infirió que ella se había dado cuenta ahora de que podía poner fin a la fiereza de Joe Shipman.
El ganado estaba paciendo y en buen orden. Al Oeste, a lo largo del río, se levantaban nubes de humo y a intervalos llegaba en el aire suave un sordo rumor de cascos. Los búfalos estaban cruzando el río Rojo. Brite y Reddie ocuparon los lugares de San Sabe y Rolly Little en la guardia, y los vaqueros eran como dos chiquillos acabados de soltar de la escuela. Partieron a galope hacia el pueblo. Pasaron lentamente las horas. La manada no se movió media milla; la remuda, todavía menos. Brite no apartó la vista de un indio montado que, habiendo partido del puesto, vigilaba el campamento desde lejos.
Un poco después, cuando Brite se hallaba descansando, se sintió sobresaltado por unos disparos. Se levantó de un salto a tiempo para ver al espía indio galopando como un rayo a través del llano. Texas y Pan Handle, doscientos metros a la izquierda, hacían fuego a los comanches con la rapidez que permitían sus dedos. Su propósito era probablemente asustarlos ―pensó Brite en cuyo caso habían conseguido plenamente su propósito. Ningún indio montaba tan bien como un comanche, y éste superaba todos los records a corta distancia. Ocurrió que se dirigía llanura abajo en una dirección que le conduciría a poca distancia del lejano extremo de la manada, donde había un vaquero de guardia. Este hombre, fuese Holden o Bender, vio al indio y disparó contra él con su fusil de búfalos. Desde ese instante hasta que se perdió de vista, el comanche se escondió contra el costado opuesto de su caballo.
Texas Joe venía hablando en el enérgico lenguaje de la llanura cuando entró en el campamento, y evidentemente había ocurrido algo que le irritaba.
―¿Qué te pasa, Texas? ―preguntó Brite―. Yo me siento ahora contento.
―Usted está loco. ¿Sabe lo que hicimos? Pagamos a esos gañanes para que prendieran a los dos comanches y los retuvieran en casa de Doan un par de días. ¡Gran idea! Pero todo para nada. Ese indio al que nosotros disparábamos había contado nuestros vehículos, caballos, ganado y jinetes. Le tiramos a dar, pero iba demasiado lejos. ¿Qué demonios hacíais vosotros que no le visteis hace varias horas?
Brite mantuvo un discreto silencio.
―Jefe, las provisiones se acabarán pronto ―continuó Texas conforme desmontaba―. Reddie, si tienes otro caballo a mano, yo iré a relevar a uno de los guardas.
―Lo mismo que yo ―dijo Pan Handle.
―Echa un poco de comida pronto, Moze… Nuestro Ross Hice pasó por aquí anteayer por la mañana. Llevaba tres hombres consigo, uno de ellos herido de gravedad, pues tenía que ir amarrado a la sitia. Hite iba escupiendo fuego, y todos llevaban mal cariz.
―¿Se detuvieron en la tienda de Loan?
―Seguramente, según nos dijo Bud. Iban faltos de víveres y municiones. Llevaban solo dos caballos de carga. Probablemente no le veremos más el pelo hasta llegar a Dodge. Bud dice que pasa por Hays City y que viene a Dodge con frecuencia.
―Dejadle en paz, muchachos. No hay por qué andar buscando pelea ―advirtió concisamente.
―Jefe, usted perdona fácilmente ―dijo Texas con admiración―. Lo que ocurre es que yo no puedo ser así. En cuanto a Pan, recorrerá dos mil millas por toparse de nuevo con Ross Hite. Y yo iré con él.
―Que no, tú no irás ―intervino Reddie agriamente, con un punto rojo en cada mejilla.
―¡Vaya! Aquí tenemos a la chavala tan dominante como siempre. Brite, si me dan un mal balazo antes de llegar al final, deje que Reddie gobierne el equipo.
Texas Joe había descubierto un modo de hacer retroceder a Reddie, y lo ponía en práctica cada vez que tenía ocasión. Existía, ciertamente, la posibilidad de que el temerario vaquero perdiera la vida de un modo o de otro antes de terminar el viaje, y Reddie no podía soportar una alusión a esto sin descubrir su temor. A juzgar por sus ojos llameantes, probablemente le hubiera dado una fuerte réplica de no intervenir la llegada de Williams y Smiling Pete.
―Aquí estamos, para despachar la última comida a cuenta de Moze ―dijo Williams jovialmente―. Siento verdaderamente tener que decir adiós a esta compañía. La gente adquiere una terrible intimidad durante un viaje como el nuestro.
―Reddie Bayne, ¿no quieres quedarte con nosotros? —preguntó Smiling Pete bromeando―. Nosotros no seremos tan dominantes para ti como ese Texas Joe.
―Gracias, Pete. Yo te guardo mucho afecto ―repuso Reddie en el mismo tono―. Pero mi lugar está en Santone y el rancho de papá.
―¿Papá? ―dijeron los cazadores al unísono.
―¡Claro! Mr. Brite me ha adoptado como hija.
―¡No! ¡No! ¡Qué suerte tiene el maldito! Y mira que todavía no es tan viejo. Puede que Hash y yo tengamos que enviar nuestras tarjetas a tu…
Pero Reddie corrió a ocultarse detrás de la galera.
―Vamos a ver, muchachos, guardad seriedad ―dijo Brite―. Necesitamos que nos deis cuantas ideas se os ocurran para el resto del viaje.
El equipo de Brite partió del puesto de Doan antes de la salida del sol al día siguiente con cerca de seis mil cabezas de ganado. La manada de búfalos había seguido aparentemente a lo largo del río Rojo.
En la tarde de aquel día una banda de comanches salió de un desfiladero entre dos colinas y detuvo a la cabalgata. Brite galopó delante un tanto azorado, gritando por Reddie y diciéndole que dejara la remuda y le siguiera a él. Cuando llegó a la cabeza de la manada encontró a Texas Joe y Pan Handle con los demás jinetes, alineados ante unos treinta indios rechonchos, de pelo largo y rostro afilado.
―Jefe, le presento a Caballo Negro y su banda ―dijo Texas, lacónico, en son de saludo.
―Salud, capitán ―contestó Brite volviéndose hacia Caballo Negro. Este comanche no representaba su fama; parecía un piel roja ordinario, estólido e indiferente. No carecía enteramente de dignidad. Para Brite fue una sorpresa y un alivio. Pero sus ojos de basilisco podían tener mucho oculto. Brite lamentó que los cazadores de búfalos no hubiesen ido con él.
―Salud ―repuso Caballo Negro levantando lentamente la mano.
―¿Qué es lo que quieres?
―Carne.
Brite movió su mano, magnánima, sobre la manada.
―Toma la que quieras.
El comanche habló en gruñidos apagados a sus pieles rojas.
―Tabaco ―continuó, fijando de nuevo sus inescrutables ojos oscuros en Brite.
―Mucho, en la galera ―contestó Brite señalando a Moze que se acercaba al trote de su pareja de tiro. Caballo Negro miró hacia la galera, luego hacia la vasta manada y finalmente a los conductores, formidablemente armados y dispuestos en orden de batalla.
―Harina ―resumió el jefe indio. Su inglés requería un oído bien acostumbrado, pero Brite comprendió y mostró su conformidad con un movimiento de cabeza.
―Café.
Brite levantó cinco dedos para designar el número de sacos que estaba dispuesto a donar.
―Habas.
―Montón saco grande ―contestó Brite. Evidentemente, el indio no estaba acostumbrado a una tal generosidad por parte de un conductor de manadas.
―Jefe, este viejo diablo quiere que le neguemos algo ―intervino Texas.
―Y seguirá pidiendo hasta que tenga que negárselo ―añadió Pan Handle.
Moze llegó con la galera, que los indios montados rodearon en semicírculo, formando un guirigay, los ojos llenos de codicia. La cara negra de Moze no podía tornarse pálida, pero tenía una expresión bastante extraña.
―Apéate, Moze ―ordenó Brite―. Abre tu caja y saca los artículos que hemos separado para este asunto.
―Sí, señor…, sí, señor ―repuso el negro, presa de un miedo horroroso.
―Un saco de harina primero, Moze ―dijo Brite―. Y échalo sobre su caballo. Haz como si pesara mucho.
Obviamente, esto último no era necesario. O el saco era pesado, o Moze había perdido fuerzas, pues lo cargó con gran traba jo y estuvo a punto de derribar a Caballo Negro de su mesteño. El indio dejó exclamar dos exclamaciones que sonaron como: «¡Ya! ¡Ya!». Pero no soltó la harina. Brite ordenó entonces a Moze que entregara a los otros comanches su generosa donación de tabaco, habas y café.
―Vaya, capitán, ya estás servido ―dijo Brite haciendo una demostración de amistad.
―Harina ―dijo Caballo Negro.
―Ya la tienes ―repuso Brite señalando el gran saco. El indio movió enfáticamente la cabeza.
―¡Ladrón indecente! ―exclamó Texas―. Quiere más. Jefe, éste es el momento del aprieto. Si usted se deja, se lo llevará todo.
―Brite, no le dé nada más. Más vale pelear que morir de hambre ―dijo Pan Handle.
Brite movió entonces la cabeza con el mismo énfasis y dijo:
―No más, capitán.
El comanche voceó en su lengua. Su talante no era tranquilizador.
―Montón pólvora. Balas ―añadió Caballo Negro.
―No ―declaró Brite.
El indio hizo su demanda con voz de trueno. Esto tuvo el efecto de despertar la ira de Brite, lo cual no era particularmente difícil. Brite movió la cabeza con un gesto lento y definitivo.
―¡Da todo a indio! ―voceó el cabecilla.
―¡Da rayos a indio! ―bramó Brite, súbitamente furioso.
―Así se habla, jefe ―gritó Texas―. Usted le puede atemorizar.
―Brite, no ceda ―prorrumpió la vibrante voz de Pan Handle―. Escuchad todos. Si llega el momento de pelear, Texas y yo daremos cuenta de Caballo Negro y de cuatro o cinco a cada lado de él. Los demás poned atención a los que van detrás.
―Reddie, tú escóndete detrás de la galera y tira desde allí ―ordenó Texas.
Siguió entonces un alto. Era un momento crítico, con la vida y la muerte pendientes de un hilo. ¡Qué horrendas se tornaron las facciones de aquellos salvajes! El astuto y viejo comanche había hecho su alarde y se había topado con un límite. Probablemente comprendía más inglés de lo que fingía. No podía al menos dejar de comprender la actitud fría de aquellos ceñudos conductores de manadas.
―Muchachos, tenéis tiempo de apearos ―dijo Texas, deslizándose de la silla y adelantándose frente a su caballo. En un momento, todos, excepto Brite, siguieron su ejemplo. Texas y Pan Handle sostenían un revólver en cada mano. A tan corta distancia podían hacer horrores antes de que los comanches tuvieran tiempo de apuntar con el rifle o requerir un arco. Caballo Negro comprendió sin duda que había hecho alarde ante el equipo que no debía. Con todo, no parecía abandonar su salvaje y dominante actitud.
Brite tuvo una inspiración.
―Capitán, nosotros ser buenos por ti. Nosotros dar montones. Pero no más. Si quieres pelear, nosotros peleamos… Dos manadas mañana.
Aquí, Brite levantó dos dedos y, señalando a su ganado, le dio a entender que venían más, sendero arriba.
―Mucho más. Tantos como búfalos. Hombres blancos con manadas vienen siempre. Dos lunas. ―Y con las manos levantadas abrió los dedos repitiendo por señas lo que había dicho con palabras.
―¡Ohu! ―exclamó Caballo Negro.
Comprendió. Aquella táctica persuasiva era el factor decisivo. El indio emitió sonidos agudos y guturales. Dos de sus secuaces se volvieron hacia la manada colocando flechas en sus arcos. Cargado con el botín, del cual no cedería la más mínima parte por ningún sentimiento, Caballo Negro volvió entonces grupas y sin añadir palabra desapareció seguido de su banda.
―¡Escapamos por milagro! ―dijo Brite respirando fuertemente, con un intenso alivio.
―En efecto. Pero por mayor milagro ha escapado ese comanche de cabeza redonda con su banda ― declaró Texas―. Cometió un error, y se acercó demasiado. En diez minutos los hubiéramos barrido. ¿Eh, Pan?
―Yo quisiera haber abierto fuego ―repuso Pan Handle con una voz extraña.
―Dejad las cosas como están, demonios ―gritó Brite. ―Jefe, seguiremos juntos hasta que pase la remuda ―continuó Texas.
―¡Yuupi! No hay quien pueda con nosotros ―voceó Deuce Ackerman, vigorosamente, echando la cabeza hacia atrás. Los demás mostraron su alivio con iguales o similares gritos salvajes.
―Yo no sé lo que esta cochina suerte nos tendrá guardado ―observó Whittaker, suavemente, como para su capote. Era el más tranquilo de todos.
―El que se me adelantara a mí en atravesar a ese indecente piel roja, tendría que andar ligero ―dijo Reddie fríamente.
―¡Santo Dios! ¡Esta chica está perdida! ―exclamó Texas.
―¡Jo!, ¡jo!, ¡jo! ―hizo el novato Bender.
Pero una segunda mirada al tosco joven de Pensilvania, con sus ojos de fiera y su rostro negro, convenció al ganadero de que los días de noviciado habían pasado para Bender. Él mismo sentía levantarse el espíritu frío, duro y salvaje del vaquero.
―Adelante, muchachos ―ordenó―. Cuando hayamos pasado el Canadiense estaremos a más de la mitad del camino.
―Iremos de prisa, jefe ―repuso Texas con ceño―. Tenemos que avivar la marcha de estos perezosos cuernos-musgosos, que no hacen más que holgar y criar grasa.
Hicieron diez millas antes de la noche, realizando así la jornada más larga desde que habían partido de San Antonio. La noche se presentó oscura, con rumor de truenos y relámpagos en la lejanía. El fatigado ganado se acostó temprano y se mantuvo tranquilo toda la noche. La mañana apareció encapotada y amenazante, con un viento fresco que soplaba del Norte por sobre la manada. Pronto empezó a disminuir la luz hasta que el día era casi tan oscuro como la noche. Una terrorífica tormenta de granizo se destapó sobre los infortunados conductores y su manada. Los pedriscos se hacían mayores conforme avanzaba la tormenta, hasta que los perdigones de hielo gris se hicieron tan grandes como nueces. De sufrir una severa pedrea, los conductores pasaron a un extremado peligro de muerte. Se habían visto forzados a proteger sus cabezas con cuanto hallaban a mano. Reddie Bayne fue derribada de su caballo y llevada sin conocimiento a la galera; San Sabe se balanceaba en la silla como un borracho; Texas Joe lió su chaqueta en torno a su sombrero, y gritaba cuando los pedriscos rebotaban en su cabeza; magullados y sangrientos, los demás conductores parecían haber tomado parte en un feroz combate pugilístico.
Cuando este extraño fenómeno de la Naturaleza hubo pasado, el suelo estaba cubierto de una capa de pedrisco de medio pie de espesor. Antílopes y liebres muertos alfombraban el llano, y en todo lo que Brite podía alcanzar con la vista hacia atrás, no había sino reses aturdidas, echadas en el suelo o que se movían tambaleándose.
―¿No os he dicho yo que iban a ocurrir cosas? ―dijo Texas a sus compañeros aquella noche en el campamento; todos estaban doloridos y magullados―. Pero menos mal, con tal de que los búfalos no se atraviesen en el camino.
Al otro día recibieron la visita de algunos miembros de una tribu de kiowas que se suponían en relaciones amistosas con los blancos. Habían cambiado «montón grande palabras de paz» con el Tío Sam. Brite no dio tanto como en el caso de los comanches, pero tampoco se mostró del todo mezquino.
Por la noche, estos salvajes atacaron el extremo sur de la manada. De qué modo había sido hecho no se supo hasta el día siguiente, cuando entre el ganado disperso se halló un cornilargo aquí y otro allá con una flecha enterrada en el cuerpo. Algunos tuvieron que ser rematados. La manada no fue puesta en movimiento hasta que todas las vacas y toros extraviados se recobraron. Fueron tres días de penoso galopar durante el día y de guardia rigurosa durante la noche. Texas Joe y sus conductores pasaron a lo que San Sabe calificó de una lucha de delirio y de locura.
Amargo como la hiel fue para ellos ver que les pasaban delante dos manadas y que avanzaban firmemente hacia el frente. ¡Después de siete semanas o más de ir a la cabeza! Pero Brite no lo tomó tan a pecho. Otras manadas (y las dos juntas no eran tan grandes como la suya) recibirían ahora el choque de lo que hubiese delante.
Aquel cuarto día, cuando se habían puesto de nuevo en marcha, los búfalos hicieron una vez más su aparición. Unos soldados de Fort Cobb, un puesto que se hallaba a cuarenta millas al este del sendero, informaron a Brite que habían tenido que retroceder ante la enorme e impenetrable masa de búfalos que había pocas millas al oeste. Habían ido siguiendo a una banda de apaches merodeadores desde el Llano Estacado.
Los jinetes de Brite siguieron adelante y sus dificultades se multiplicaron. Las desbandadas se hicieron frecuentes; las tormentas y las crecidas retardaron su avance; la galera, haciendo agua por su fondo en forma de bote, tuvo que ser pasada casi en el aire a través de la rama norte del Rojo. A veces se hizo necesario construir pontones, y los jinetes tenían que echar a nado sus caballos mientras ellos sostenían los pontones en su lugar. Pero siguieron tenazmente adelante, su mayoral frío y fuerte en recursos, todos empeñados en llevar a cabo este viaje aparentemente imposible.
El arroyo Pond, que nacía sesenta millas al noroeste de Fort Cobb, era un objetivo del cual Texas habló durante veinticuatro horas, y forzó la marcha durante un día entero para llegar a él.
Brite tuvo un mal presentimiento cuando, a la puesta del sol de aquel día, subió a la cima de un cerro y vio que la manada iba ganando impulso cuesta abajo, atraída por la vista y el olor del agua después de un seco y caluroso día de viaje.
Este arroyo, generalmente muy poco profundo, estaba lleno hasta los bordes, formando una corriente rápida y estrecha extremadamente peligrosa en aquel estado para hombres y bestias. No había llovido aquel día en ninguna de las regiones que atravesara la manada. Texas Joe tenía razón para suponer que el arroyo Pond estaría a su nivel normal, y había dejado ir a la manada cuesta abajo sin antes explorar el camino como solía hacer. Ahora era demasiado tarde, a no ser que pudieran detener la marcha.
Brite espoleó a su caballo cuesta abajo, volviendo la cabeza para gritar a Reddie que se diese prisa. A cada lado, los jinetes avanzaban hacia el frente inspirados sin duda por Texas Joe, que se había lanzado a una carrera frenética. Era un descenso difícil, según Brite pudo descubrir por sí mismo cuando fue lanzado por sobre la cabeza de su caballo, al caer éste y causar a su amo una caída regular.
Reddie se apresuró a apearse y corrió a su lado.
―¡Oh, papá! ¡Qué caída! ―exclamó―. Creí que se iba a romper la nuca… Levántese. ¿Está todo usted aquí? Déjeme palpar.
―Creo que… no ha saltado nada ―gruñó el ganadero levantándose con trabajo―. Si el suelo no hubiera sido blando… Bueno, tú…
―¡Dios de Dios! ¡Papá, mira! ―exclamó Reddie frenéticamente―. Huyen con pavor cuesta abajo.
Brite se levantó y un momento se quedó de pie contemplando la escena. Un tremendo fragor de pisadas y encontronazos penetrado por un desgarrado coro de berridos resonaba en sus orejas.
―Reddie, no es más que el extremo posterior el que se ha desmandado ―dijo en voz alta.
―Sí. Pero empujan a los de delante.
―Corre. Podemos prestar ayuda. Pero no te expongas.
Galoparon hacia abajo a lo largo del flanco del ganado hasta llegar a la punta de la manada, que iba escasamente a un cuarto de milla del río.
Los conductores se hallaban apiñados allí, gritando, galopando, disparando sus revólveres y lanzando sus caballos contra los viejos cuernos-musgosos que iban delante. Reddie y Brite se adelantaron a prestar ayuda, ciñéndose a la parte de fuera.
Siguió entonces una carga presionante, rápida y desesperada por parte de los conductores para mantener el frente de la manada. Era una ardua tarea. Texas Joe voceaba órdenes a través de sus labios pálidos, pero ninguno de los otros, de cerca ni de lejos, podía oírlas. Los toros y los novillos habían sido detenidos, pero como el resto ejercía presión detrás de ellos, comenzaron a agitar sus grandes y cornudas cabezas, a mugir y a doblar en sesgo cuesta arriba. La masa de ganado que venía por la parte más empinada del recuesto, enloquecida ahora por la sed, no podía ser contenida por la línea delantera.
―¡¡Atrás!! ―gritó Texas con voz estentórea agitando sus brazos hacia los jinetes. Todos, con excepción de San Sabe, oyeron el grito o vieron la señal y partieron al galope hacia ambos lados. Deuce, Texas, Reddie, Whittaker y Bender llegaron a campo libre detrás de Brite en el momento justo en que un terrible quejido pasó a través de la manada.
Los desesperados gritos y señales de Texas Joe activaron el esfuerzo de todos los demás por hacerse oír de San Sabe. Su posición era extremadamente peligrosa, por hallarse exactamente delante de la manada, que se extendía hacia él. Su caballo se encabritaba. San Sabe, con un revólver en cada mano, hacía fuego a quema ropa contra los delanteros. Pan Handle, Holden y Little, que pasaban veloces en sus aterrorizados caballos, fracasaron en su intento de hacerse ver y oír. ¡Qué fiera y apasionada su acción! Sin sombrero ni chaqueta, con el pelo suelto, este vaquero mestizo hacía frente a la enloquecida manada con un instinto de mil años de dominio sobre el ganado.
La línea de cabezas cornudas se curvó a cada extremo, como si se hubiera roto una represa por donde se juntaba a las orillas. De súbito, el centro empezó entonces a ceder con aquel peculiar fragor de cuernos, pezuñas y cuerpos. Como un torrente se desbordó hacia San Sabe. Su caballo dio un magnífico salto atrás y hacia un lado, escapando justamente al alud. El caballo comprendió, si no San Sabe, que era imposible escapar hacia ninguno de los lados. Empujado por los cuernos de los toros, partió en dirección al río.
Pero no adelantó un metro a los veloces cornilargos, impelidos por miles de cuerpos que se precipitaban sobre ellos. Para horror de los que lo veían, parecía que, de hecho, la flexible manada se adelantaba a San Sabe. Su caballo tropezó al borde de la orilla y se desplomó. El jinete fue lanzado hacia delante. Un instante después una viviente muralla de animales se desprendió sobre el borde con un sordo y hueco fragor y, como por arte de magia, quedó borrada la orilla.