VI
Reddie se precipitó hacia la creciente oscuridad como si intentara abandonar para siempre el campamento. Brite decidió que no la dejaría ir muy lejos, pero antes de seguirla se fijó en el grupo que rodeaba el fuego. Texas Joe miraba con los ojos muy abiertos en dirección al lugar por donde partiera Reddie. Los otros habían comenzado a afearle su actitud en tonos poco amistosos, cuando Pan Handle los silenció con un gesto.
―Tex, esto ofrece el peligro de deshacer nuestro equipo ―dijo poniendo una mano en el hombro del vaquero―. No puede quedar así. Todos nosotros sabemos que tú no has creído que Reddie no sea buena. Pero ella no lo sabe. Arregla eso pronto.
Brite se apresuró a seguir a Reddie y, alcanzándola justamente fuera del campamento, la detuvo con mano suave.
―Niña, no debes lanzarte así a la carrera.
―Oh, me lanzaría aunque fuera de cabeza al río ―gritó ella, afligida―. ¡Era yo tan… tan feliz!
―Todo se arreglará ―repuso el ganadero echándole suavemente el brazo a la cintura y llevándola a un asiento al pie de una roca. Reddie no era insensible a la simpatía, y se desplomó contra su hombro.
―Dígame que usted no… no lo cree ―le rogó ella.
―¿Que no creo qué, muchacha?
―Lo que Texas piensa… de mí.
―No, Reddie. Ni yo ni ninguno de los muchachos. Y me figuro que ni el propio Texas… Ahí viene él, Reddie.
Ella se tornó rígida en sus brazos, y pareció contener el aliento. Texas se adelantó hacia ellos, con la cabeza al descubierto en la oscuridad. Sólo se veían sus ojos, que brillaban con una luz oscura.
―Reddie Bayne, escuche usted ―comenzó severamente―. Si no fuese usted tan endiabladamente inflamable, no me hubiera humillado de ese modo ante mis jinetes. Yo…
―¿Qué le he humillado a usted? ―le interrumpió ella.
―Sí, a mí… Le juro por lo más sagrado que yo no he pensado ni por un momento que no fuese usted tan honrada y… tan buena como cualquier chica. He querido decir que es usted un diablillo extraño e inflamable, un espíritu de contradicción y un genio maligno. Pero nada más. ¿Sabe? Siento haberla enfadado tanto, y quiero disculparme.
―Llega usted con seis días de retraso, Texas Jack ―prorrumpió ella en son de reto―. Y… y se puede usted ir al infierno, como quiera que sea.
Y le echó una lenta y extraña ojeada, sin apartar la cabeza del hombro de Brite.
―Bueno, entonces no iré solo; porque al infierno es adonde está llamado a ir todo este equipo ―repuso él fríamente, y se alejó a paso largo.
Reddie se alzó para mirar al vaquero por sobre el hombro del jefe. No se daba cuenta de cómo permanecía adherida a Brite. Pero él sentía sus fuertes manecitas agarradas a su chaleco. Ella se dejó caer entonces a su posición anterior, el seno y la cabeza contra él, casi a punto de desplomarse.
―¡Ya!… Buena la he hecho ―murmuró como para sí―. Debí de portarme con… como si no fuera conmigo… Pero me… Le aborrezco, le…
Brite sacó su deducción acerca de cómo Reddie aborrecía a Texas Joe. Igualmente vio ahora, con más claridad que antes, cuáles eran los sentimientos que él mismo había llegado a abrigar acerca de ella. Éste era el momento de decirlo.
―Niña, la gente es susceptible de tener los mismos sentimientos en el sendero de Chisholm que cuando se hallan al abrigo de sus casas. Sentimientos tal vez más fuertes, mejores y más profundos. Como quiera que sea, deseo hacerte una pregunta. Yo estoy solo en el mundo. No tengo parientes cercanos. Y me gustaría que tú fueras mi hija. ¿Qué dices a esto?
―¡Ah, eso sería la realización de mi sueño! ―exclamó ella, embelesada―. No desearía más que hacerme merecedora de conseguirlo.
―Deja que yo sea el juez en este caso ―repuso él sintiéndose feliz―. Tengo un rancho en las afueras de Santone. Y tú puedes convertirlo en tu hogar. Lo único que pido es que me tengas un poco de afecto.
―Yo le quiero mucho, Mr. Brite ―susurró ella generosamente, abrazándolo―. ¡Ay! Es eso demasiado bueno para ser cierto.
―¿Me aceptas, pues, como padre adoptivo?
―No sé cómo agradecer a Dios este favor ―murmuró ella.
―Queda convenido. Y me figuro que también yo tendré que agradecérselo.
―¡Qué bueno y amable es usted! ¡Oh! Este equipo es distinto a los demás. Me pregunto qué dirá él cuando lo descubra.
―¿Quién?
―El vaquero.
―Bien. Eso lo dejarás ahora de mi cuenta. Pero, Reddie, vamos a mantenerlo en secreto hasta llegar a Dodge.
Brite se hallaba tendiendo su lecho cuando sintió algo suave y frío en su mejilla. ¡Lluvia! Había estado tan preocupado que no advirtió ningún cambio en las condiciones atmosféricas. Las estrellas habían palidecido. Todo el Norte aparecía encapotado y sombrío. Las tormentas eran el azote de los conductores de manadas. Texas se destacaba por estas perturbaciones, que iban desde el del Norte mejicano al ciclón de Panhandle.
―Reddie, vamos a tener lluvia ―gritó él―. Recoge tu lecho y tiéndelo bajo la galera.
Pero Reddie estaba en la región de los sueños. Brite cogió su manta y, acercándose al lugar donde yacía Reddie, la tendió sobre su lecho. Brite experimentaba una nueva sensación: una cálida ola de gozo ante la conciencia de su nueva responsabilidad.
Habiendo oído voces, marchó hacia la galera. Los vaqueros estaban tendiendo sus lonas bajo el vehículo. El viento había arreciado y soplaba una lluvia fina y fresca contra el rostro de Brite.
―Moze, ¿dónde demonios te has metido? ―llamó Joe.
―Estaba debajo de la galera, Mr. Joe; pero ya me he salido ―contestó Moze.
―Pues sal más a lo lejos y recoge toda la leña seca que encuentres y métela en el carro.
―Sí, señor; ahora mismo.
―¿Dónde tienes el hacha? Yo haré leña. Jefe, podríamos usar ese encerado de repuesto, en caso de tormenta. Moze tiene uno sobre la galera. ¡Ay, Dios mío! Detesto la lluvia y el frío… ¿No será mejor que despierte a Reddie y la mande venir aquí?
―La he tapado con mi cobertor ―repuso Brite alegrándose de la solicitud que notó en la voz de Shipman―. Si no llueve más fuerte, estará bien.
Texas salió murmurando para sus adentros. El sonido del hacha dio pronto señal de su ocupación. Moze se afanaba amontonando leña en la lona que con tal propósito había sido tendida bajo la galera. Los vaqueros se hallaban descansando.
―Déjalos dormir, Moze ―sugirió Brite―. Abriremos el encerado de repuesto. Puedes poner la leña debajo de él hasta mañana por la mañana… Coge; amarra un extremo de la lona a las anillas de la galera, y fija el otro en el suelo.
―Con eso salva usted la vida a este niño negro, míster Brite.
Texas apareció balanceándose por el peso de un haz de leña que depositó en el suelo con gran consideración, tratando de no hacer ruido.
―Jefe ―dijo ―, si el viento arrecia con la lluvia, la manada se echará a la deriva. Y sería terrible que derivara hacia el Sur. Vamos de malas.
―Es más bien un Noroeste, Tex ―repuso Brite levantando la mano.
―El Noroeste es casi peor, salvo que el Norte dura tres días. Acaso no sea cosa de mucho cuidado. Dentro de un par de horas lo sabremos. Las que voy a invertir en el sueño.
Tendieron sus mantas al abrigo del encerado. Texas cayó dormido al instante, merced a la magia de su juventud. A poco, Moze roncaba como un aserradero. Brite no tenía sueño. El calor de sus mantas le hizo comprender cuán frío se había tornado el viento. Permaneció acostado, descansando, con el oído despierto. El viento gemía persistentemente, con un sonido fantástico, y se agolpaba en frías ráfagas por debajo del vehículo, haciendo flamear la lona y alejándose tristemente. Los coyotes ladraban en torno al campamento. A lo lejos, perdida en el vacío negro y ventiscoso, la gran manada se estremecía con desasosiego en sus lechos. Los viejos cuernos-musgosos mugirían. Y los que permanecían de guardia les cantarían sus estribillos. ¡Qué tremendo y singular era este movimiento, la conducción de ganado hacia el Norte! Allí tendido, Brite parecía darse cuenta de la magnitud que habría de alcanzar este negocio, cómo salvaría al Estado de Texas y prepararía el camino de un imperio. Sin duda, el viejo Jesse Chisholm había sido el primer pionero que había tenido esta visión. Estos vaqueros que, por cientos, se echaban al sendero ―o al menos aquellos que sobrevivieran a los peligros y penalidades ―verían el día en que sus prósperos ranchos debiesen toda su riqueza a estas heroicas empresas primerizas.
Estas reflexiones pudieran, en cuanto a Brite, traducirse en sueños; pero tarde o temprano habían de ser interrumpidas por el rumor de cascos y una voz vibrante:
―¡Todos arriba! El ganado a la deriva.
Cuando Brite se incorporó, Texas Joe estaba de rodillas, enrollando su cama.
―¿Qué hora es, Deuce? ―gritó.
―Más de medianoche. No veo la hora en el reloj. Hace un frío que pela.
―¿Mucha lluvia?
―Todavía no. Mezclada con cellisca.
―¡Cellisca en junio! No recuerdo tal cosa en Texas.
―Tex, necesitamos linternas. Está oscuro como un sepulcro.
―Moze, ¿estás despierto?
―Sí, señor. Creo que sí.
―¿Están cargadas las linternas? ¿Y dónde puedo encontrarlas?
―Sí, jefe; están preparadas… por la parte de adentro de las ruedas delanteras, donde las guardo todas las noches.
Brite cogió su pesada chaqueta, que le había servido de almohada, y mientras se la ponía aconsejó a los vaqueros que se vistiesen con sus ropas más gruesas.
―¡Reddie Bayne! ―gritó Texas.
No hubo respuesta. Joe gritó de nuevo, con enfado innecesario, pensó Brite. Y de nuevo contestó el silencio.
―Debe de estar muerta. Reddie nunca ha tenido el sueño pesado, que yo sepa.
―Se oye rumor de caballos ―dijo Deuce.
Brite siguió pronto a los otros, partiendo del abrigo hacia la luz amarilla de las linternas. El jefe estaba a punto de ir a despertar a Reddie cuando un golpeteo de cascos brotó seguido de un negro y rasgado tropel de caballos que entraban en el campamento.
―¡Aquí está ella! ¡Santo Dios! ―gritó Ackerman.
De la ventosa lobreguez surgió entonces, a los ojos de Brite, la figura de Reddie, que venía a pie trayendo un grupo de caballos del ronzal. Su larga manta brillaba, con reflejos húmedos, a la luz de las linternas.
―¿Dónde has encontrado los caballos? ―inquirió Texas.
―Los tenía amarrados cerca de aquí.
―Ah, ya. ¿Así que tú ves de noche, como los gatos?
―Sí, señor ―repuso Reddie con mansedumbre.
―Vaya. Me duele reconocerlo, pero la verdad es que lo haces mejor que cuantos conductores de caballos he conocido ―concluyó Texas ásperamente.
―Gracias, Jack ―repuso Reddie dulcemente. Embridaron y ensillaron los caballos. Texas montó y, pidiendo una linterna, partió, con el viento a la grupa.
―Deuce, coge tú la linterna ―gritó―. Moze, no te muevas de aquí hasta que volvamos. Enciende el fuego, y prepara bebidas calientes, porque seguramente las vamos a necesitar.
Brite y los demás siguieron a continuación, alcanzándole pronto. Los caballos se mostraron renuentes y se ceñían unos a otros. Texas levantó su linterna.
―Ése es el caballo de Reddie, ¿no? ―preguntó secamente.
―Sí; aquí estoy ―contestó Reddie.
―Vuelve al campamento. Este trabajo no es para una niña como tú.
―Jack, vete a donde haya calor. Yo puedo soportar el frío.
―No sigas llamándome Jack ―replicó él con enfado―. Si no, te voy a tirar de las orejas. Y te ordeno que te quedes en el campamento.
―Pero, Texas, yo tendría miedo en el campamento sin vosotros ―repuso seriamente.
―Bueno, al fin y al cabo, puede que tengas razón… Deuce, ¿hacia dónde diablos vamos?
―¡Que me muera si lo sé! Me costó mil trabajos hallar el campamento. Tardé media hora.
―¿Está muy lejos la manada?
―A unas dos millas, me figuro.
―Tira hacia la derecha, Deuce. Y sigue mientras veas mi linterna. Los demás marchad a media distancia… ¡Rayos, qué engorroso es esto!
El viento batía duramente sus espaldas, llevando una lluvia menuda mezclada de cellisca, que se sentía distintamente al golpear la hierba. La noche era negra como la tinta. Y la linterna de Texas brillaba caprichosamente sobre la irrealidad espectral de caballos y jinetes. Cuando habían cubierto una distancia de dos o tres millas, Texas y Deuce comenzaron a gritar, para localizar los guardas que estaban con la manada. Nadie respondió a sus llamadas. Avanzaron un par de millas más; la línea empezó entonces a trazar un círculo, con Texas en un extremo y Deuce en el otro. La situación se ponía seria. Si la manada comenzaba a derivar, los pocos jinetes que la guardaban no la podrían contener, y se corría el riesgo de que se desbandaran, o que se apartaran muchas millas de la ruta. Los cuernos-musgosos eran tan flexibles y resistentes como caballos cuando les daba por irse.
―Adelante, muchachos ―ordenó Texas al fin―. He oído algo. Tal vez haya sido un coyote. Pero saldré a ver; quiero cerciorarme.
Saltando del caballo, se apartó a largo paso, balanceando la linterna en la mano. Luego dio un grito estentóreo. Brite escuchó, pero no oyó nada. Después de un breve silencio, Texas dio la voz.
―Sí; estaba en lo cierto. Obtuve una respuesta. Corrió de nuevo hacia su caballo y, montando, torció un tanto a la izquierda.
―Supongo que podré seguir mucho tiempo esta dirección. Pero haremos alto, y gritaremos hasta localizarlos.
Por este método, Texas Joe dio al fin con los guardas y con la manada. Pero los guardas estaban en el lejano flanco de la manada, que derivaba a impulso del viento. Texas gritó a Brite y a Reddie, diciéndoles que le siguieran a él, y a los demás que siguieran a Deuce, que rodearía la manada desde su punto extremo. La luz que partía de la linterna de Texas cayó repetidamente sobre reses extraviadas, que iban, evidentemente, muy a la zaga del cuerpo principal.
―Vaya, los rezagados sirven para algo ―dijo Texas―. Y eso es una tormenta.
Las voces de respuesta se hicieron más altas y más frecuentes. En poco tiempo, Texas guió a los que le seguían en semicírculo hasta la cabeza de la manada, donde hallaron a Pan Handle y Rolly Little.
―¿Cómo vamos, Pan? ―gritó Texas.
―Van a la deriva, Tex; pero no mucho―fue la respuesta.
―¿Dónde están los otros?
―A veces cerca; a veces lejos. Ahora les oigo, y luego dejo de oírles.
―¡Oh demonio! ¡Maldito sea! ―exclamó Texas―. En fila, muchachos. Jefe, esto le será duro de tragar. Comprará ganado a treinta pesos la cabeza. Reddie, aquí es donde vamos a hacer un hombre de ti.
Los conductores se pusieron cara al viento y a la manada, que se movía en su dirección. Una mugrienta masa de ganado formaba un cuadro frente a la linterna de Texas. Las reses tenían mal aspecto, y probablemente hubieran podido ser detenidas de no impedirlo las que se agolpaban detrás de ellas. Unos cien metros más atrás, la luz, los gritos y los cantos de los conductores surtían poco efecto. Así, que no había esperanza de detenerlas. Lo mejor que podía hacerse era retardar su avance, para prevenir una posible desbandada, cediendo ante ellas.
Por fortuna se movían en grupo apretado, hecho que se puso de manifiesto cuando la linterna de Deuce apareció a media milla de distancia. Entre estas dos linternas formaban fila todos los demás jinetes, que gritaban y cantaban. Tenían que depender absolutamente de la vista de sus caballos, pues sólo cerca de las linternas podían ver algo. Sin embargo, podían oír, y con frecuencia localizaban la línea delantera de este modo. A intervalos, Deuce atravesaba el frente con la linterna en la mano, y Texas se cruzaba con él yendo en dirección contraria. Así mantenían algo que se asemejaba a una línea recta.
Era un trabajo lento, tedioso, desalentador, no desprovisto de peligro, y de lo más penoso y fatigante. El viento soplaba más fuerte y más frío; la cellisca cortaba como minúsculas hojas. Brite había sido siempre sensible al frío. Llegó la hora de que sus gruesos guantes y chaqueta de abrigo parecían no prestarle protección contra la tormenta. A duras penas podía soportar de frente la cellisca, pero tenía que hacerlo o exponerse a ser atropellado por el ganado. Necesariamente, la acción de su caballo tenía que ser lenta; raras veces lo llevaba sino al paso, y esto no conducía a activar la circulación de la sangre. Reddie Bayne iba con él, tan cerca que podían localizarse uno al otro sin gritar. Cuando Texas o Deuce pasaban con las linternas, establecían de nuevo sus posiciones.
―Continuad así, muchachos ―gritó Texas gozosamente―. Las cosas no van a peor; seguramente tendremos suerte.
Brite sabía que si la tormenta arreciaba, él y sin duda otros conductores, Bender y Reddie seguramente, se encontrarían en una situación desesperada. El viento frío y cortante se hizo más duro de soportar, pero evidentemente no aumentaba en volumen. Brite batía a menudo sus manos enguantadas, haciendo lo mismo, sucesivamente, con sus orejas, abrigadas bajo el cuello de la chaqueta.
―Animo, Reddie; está a punto de romper el día ―gritó Ackerman la última vez que pasó junto a ella.
―Más vale así; de lo contrario seré yo la que se rompa ―repuso Reddie.
Brite apartó sus ojos, enturbiados por las lágrimas, de la manada. Las tinieblas se habían tornado débilmente grises en aquella dirección. Se volvió con frecuencia para observar aquella transformación. ¡Con qué lentitud se hacía la luz! Los minutos se arrastraban con una pausa desesperante. Pero la aurora apareció casi imperceptiblemente, hasta que todo el vacío negro se tomó gris, y el gris se hizo pálido iluminando la oscura extensión de la llanura y el sombrío muro de astas retorcidas, piernas y cabezas. Brite pudo distinguir pronto la figura de Reddie en su caballo, y luego uno a uno, los demás jinetes. Las linternas se habían apagado, y los conductores, ayudados por la luz del día, progresaron notablemente en su tarea. Podían correr a trote, y a veces a galope, pasando de uno a otro de los puntos apremiantes. Los caballos, y los jinetes, se beneficiaron con este ejercicio.
La línea delantera fue cediendo lentamente. Los cuernos-musgosos se detenían tratando de pacer un poco, tan sólo para ser empujados de nuevo por la ola que se precipitaba detrás de ellos.
Brite adquirió la certeza de que si la cellisca no se hubiera convertido en lluvia y el viento no hubiese amainado un poco, la manada habría tenido que ser abandonada hasta que los jinetes pudieran desentumecerse y traer caballos de relevo.
El día apareció al fin con toda su fuerza, revelando una llanura triste y una manada perezosa bajo un cielo velado por nubes que navegaban a poca altura, así como unos jinetes encorvados y empapados sobre monturas húmedas. Era imperativo hacer retroceder la manada. Perder un día, podía significar la pérdida de cientos y aun de miles de reses. Texas condujo a sus cansados jinetes a un ejercicio increíble, concentrándolos en un extremo; y a fuerza de cabalgar duramente, sustituyendo las voces por disparos, hizo doblar aquel extremo; el resto siguió como las ovejas siguen a un cabecilla. Ganado y jinetes tornaron entonces cara al Norte. La renuente manada se movía afanosamente, pero a paso tardo. Bajas las cabezas, fatigados y hambrientos, los cuernos-musgosos cubrían el terreno como babosas. Los caballos, excepto el negro de Reddie Bayne, estaban agotados y serían inútiles durante el resto del viaje.
Como a media tarde, Brite reconoció los mojones del sendero cerca del campamento. Vio que la remuda estaba aparentemente intacta, sin que le hubiera afectado la tormenta. Texas Joe y Ackerman dejaron el hato agrupado en un cuadrado de rica hierba, y destacando algunos caballos, los guiaron al campamento.
Brite fue el segundo en entrar. Pan Handle, macilento y deshecho, vino a continuación, y al fin, Bender hundido en la silla. Fue preciso ayudarle a desmontar. Brite no estaba tan helado, pero no recordaba haberse visto nunca en tal aprieto.
―Vaya, por fin ha llegado usted ―le dijo Texas con voz baja y ronca. Estaba de pie, humeando junto al fuego. Moze servía bebidas calientes. Brite se preguntó qué hubiera ocurrido si no hubiesen podido disponer de fuego y del vivificante whisky.
Reddie Bayne era el único miembro del equipo que no le llegaba el agua al cuerpo. La larga manta de lona la había salvado, y aunque descolorida y tiritante, había salido, evidentemente, mejor parada que algunos de ellos.
―Café; whisky no ―susurró ella secamente, al olor de la taza que Moze le ofrecía.
―Reddie, ya estás ahí ―observó Deuce con admiración.
―¿Dónde?
―Quiero decir aquí. He estado muy preocupado por ti.
―Vaya ―rezongó Texas ―, empiezo a creer que es un hombre, a pesar de todo. ―Y Reddie celebró la gracia uniendo su risa a las de los demás.
―Compañeros, la manada deriva un poco hacia el sur ―observó Texas con ansiedad ―; pero confío en que podremos contenerla aquí. Sabe, ven conmigo. Deuce, envía dos hombres dentro de una hora y volveremos a comer. Después, la guardia regular; acamparemos aquí esta noche.
―Me pregunto si hoy se nos habrá adelantado alguna manada ―sugirió Brite hablando con dificultad. ― Supongo que los que vienen detrás habrán perdido tanto tiempo como nosotros, jefe… Y ahora que recuerdo, no olviden de darle una buena dosis a Bender, y ponerle en el lecho.
Texas hizo alto al pasar junto a Reddie que se hallaba cerca del fuego y preguntó:
―Oye, monada, ¿quieres que te dé alguna orden?
―¡Monada!… ¿A quién se dirige usted, Mr. Jack? ―replicó Reddie.
Él fijó sus penetrantes ojos de halcón en su rostro encarnado.
―No sigas llamándome Jack.
―Está bien… Jack.
―Detesto ese nombre. Me recuerda una chica que solía llamarme así. Era casi tan arrogante como tú, Reddie Bayne.
―Lo que pasa es que ya no me acuerdo de llamarle Joe… Si es que se puede llegar a esa familiaridad.
―Verdaderamente… ¿Familiaridad? Tú llamas a los otros por sus nombres de pila. Hasta te he oído llamarle papaíto al jefe.
―Es verdad… Pero no creí que lo oyese nadie ―repuso Red sonrojándose.
―Bueno, si no puedes llegar a esa terrible familiaridad de llamarme Joe o Tex, llámame Mr. Shipman ― replicó Texas con sarcasmo.
―¡No! Me gusta más Jack ―dijo Reddie con una expresión de travesura en sus ojos, pero sin mirarle.
―Escucha. Esto pondrá fin a la disputa ―dijo él, animado, y con un timbre de voz semejante al que había empleado al dirigirse a Wallen―. Yo no puedo ya volver a azotarte como te mereces. No ando buscando más pelea. Pero te aseguro que antes de que termine este viaje vas a poner una cosa u otra después del Jack.
―¡Una cosa u otra! ¿Qué? ―exclamó Reddie con gran curiosidad.
―Bueno, pudiera ser: ¡Jack querido!, por ejemplo ―repuso Texas; y partió rápidamente.
Los vaqueros hablaban en voz alta y con regocijo. Reddie parecía desconcertada por primera vez. No era el calor del fuego lo que añadía carmesí a sus mejillas. Brite captó un destello de sus ojos antes de que la joven bajara la vista y tenían una expresión de sorpresa y asombro. Pero su cabeza desgreñada no permaneció mucho tiempo inclinada; se alzó de golpe, echando los rizos hacia atrás, con un gesto de coquetería femenina que no se compaginaba con el basto, raído y enfangado traje de muchacho que llevaba.
―¡Jamás en esta verde tierra!
La noche fue larga e incómoda, tanto en el campamento como en los puestos de guardia. Pero con la mañana fue mejorando y aclarándose la atmósfera; y cuando estuvo hecha la punta de la manada se vio una promesa de sol. La hierba húmeda y los frecuentes charcos de agua convirtieron en más agradable el día, hecho que aprovechó Shipman haciendo un largo recorrido hasta el oscurecer. ¡Aquella noche no hubo tertulia en torno al fuego!
Dos jornadas más, realizadas sin novedad, condujeron el equipo hasta Austin, el primer establecimiento del sendero. Brite hizo alto para ir a visitar un ranchero que vivía a dos o tres millas del pueblo, y recibió inquietantes noticias acerca de las condiciones que reinaban al norte. ¡El término medio de los desastres se había multiplicado! En particular, se sabía que el río Colorado, que pasa cerca de Austin, estaba a punto de desbordarse, y sería necesario esperar para vadearlo o subir por su orilla y pasar a nado la manada. Cuando Brite transmitió esta información a Texas Joe, recibió una contestación que fue de su agrado.
―Desde luego, no podemos esperar en ese pueblo.
Austin, como otros establecimientos del sendero de Chisholm, estaba sujeto a fluctuaciones de población, y a veces el conductor de manadas haría bien en no mostrarse sociable. En segundo lugar, los vaqueros se daban con frecuencia a la bebida en estos lugares, factor de incertidumbre que daba mucho que pensar.
Texas se apartó del lugar, pasando lejos de él, con intención de acometer el río cinco millas al oeste, donde el ranchero amigo de Brite dijo que había una vertiente gradual adecuada para enfilar la manada a través de ella. Brite entró solo en Austin. Cenó en una posada donde se había detenido otras veces, y marchó luego calle abajo a visitar la tienda de Miller. En la oscuridad, punteada por unas pocas luces vacilantes, se hacía difícil saber si Austin estaba o no habitada. Parecía sosegada y solitaria. Miller, un missouriano desgarbado, saludó cordialmente a Brite, como era de esperar que hiciera con un cliente.
―¡Deja que te vea! ―dijo―. ¿Queda muy lejos la manada?
―A un día de marcha, más o menos ―repuso Brite―. Dentro de una semana acudirán como oleadas de búfalos.
―Ese cálculo coincide con el de Ross Hite.
―Hite. ¿Está aquí? ―preguntó Brite con tono casual.
―Sí. Entró hace unos días ―repuso Miller―. Trajo un puñado de mesteños que anda vendiendo por ahí.
―¿Cuántos hombres trae en su equipo?
―No sé. Cuando llegó sólo traía un par de hombres consigo, desconocidos para mí. ¿No le has visto pasar en el camino?
―Nos ha pasado un equipo. Creo que se componía de siete u ocho hombres. Alguien dijo que era el de Wallen.
―¿Wallen? No le conozco. Bueno, cuantos más vengan, mejor para mí. Yo no soy curioso, ni me meto en particularidades. ¡Ja! ¡Ja!
Brite dejó un pedido de provisiones, tabaco para los jinetes y varios artículos para Moze; y mientras se lo preparaban salió a la calle y entró en la taberna de Snell. Era un local grande, en forma de granero, lleno de luz amarilla, humo azul, olor a ron y ruido. Había estado allí en cada uno de sus viajes al Norte, y todas aquellas veces juntas no sumaban el número de parroquianos presentes en esta ocasión. El juego estaba en plena actividad, y a una de las rústicas mesas se sentaba Ross Hite con otros jugadores, todos embebidos en el juego. Brite miró con atención, a ver si reconocía a algunos de los otros. No le cabía duda, sin embargo, de que todo el equipo de Wallen se hallaba allí. Los vaqueros, a lo que Brite alcanzaba, brillaban por su ausencia. La mayoría eran hombres maduros y toscos; la minoría, mejicanos y algunos negros. Brite se dejó caer hacia un rincón donde quedaba a la sombra, y podía divisar a todos los jugadores y una esquina del bar. Sólo tenía curiosidad, y pensó que acaso pudiera sorprender alguna conversación al azar. Por regla general, los rancheros no se pasaban las noches en los garitos. Sin embargo, Brite creyó que conocía bastante al ganadero inveterado para identificar unos cuantos en aquel lugar. Apenas llevaba allí más de media hora, cuando recibió el disgusto de ver entrar a Roy Hallett y Ben Chandler, que trataban de abrirse paso hacia el bar. Acaso Shipman les hubiese dado permiso; pero lo más probable era que habían entrado sin él, y esperaban regresar sin ser descubiertos. Esto se compaginaba con el carácter del vaquero.
Chandler tenía el rostro encendido y, evidentemente, iba de buen humor; Hallett, en cambio, parecía más sombrío que de ordinario. La bebida, en vez de cambiarle, exaltaba sus características peculiares. Pero no era un borracho. Tuvo que arrancar a Chandler del bar casi a la fuerza. Éste trataba de sacar el mejor partido posible de su oportunidad. Era evidente, sin embargo, que Hallett tenía otros propósitos. Al menos, no mostraba aquella tendencia usual en el vaquero a beber sin tasa. Brite sacó la conclusión de que Hallett tenía algún designio en su mente. Se sentaron a una mesa desocupada, donde Hallett comenzó a hablar seriamente y en voz baja a su compañero. Era algo que a Ben no le agradaba escuchar. Más de una vez trató de levantarse con expresión de buen humor, pero no logró evadirse. Luego, empezó a fruncir el ceño. Hallett trataba sin duda de persuadirlo a hacer algo. Pudiera ser cuestión de bebida, o de juego, o de quedarse toda la noche en la población, pero Brite no se inclinó a ninguna de estas hipótesis. De pronto, Ben alzó claramente la voz:
―No. ¡El diablo me lleve si voy a hacer eso!
Su expresión era tan dura y tan irritado su tono, que Brite creyó conveniente interrumpir el coloquio. En ese momento vio que Ross Hite dirigía a Hallett una mirada significativa, dominante y audaz, aunque no impertinente. Brite se enderezó de golpe, conmovido y transfigurado. ¿Qué era esto?
Dos de los jugadores dejaron sus sillas movidos por una significativa palabra de Hite, y se acercaron al bar. Después de esto, el cabecilla se dirigió a Hallett.
―¿Quieres acercarte a echar una partida? A dos dólares como límite.
―No tengo inconveniente ―replicó Hallett―. Anda, Ben; vamos a desplumarlos.
―Yo vuelvo al campamento ―declaró Ben levantándose.
Hallett le echó mano y acercando su rostro colorado al de Ben, susurró algo inaudible, pero que no por eso era menos efectivo para Brite. Chandler reaccionó con tal fiereza, que condujo, después de un breve forcejeo para desasirse, a una arremetida y un vapuleo. Hallett cayó cuan largo era, y Chandler se agachó con la mano en el revólver. Pero su precaución pareció innecesaria. Hallett no había perdido el sentido, aunque se recobraba lentamente. Chandler no dejaba de mirarle, sino para volver la vista hacia el boquiabierto Hite; luego se volvió rápidamente y salió a la calle. Hite habló en voz baja a uno de sus asociados, un hombre de cuello robusto y cara pesada que se levantó y se precipitó fuera detrás de Chandler.
Hallett se levantó y se unió a Hite en su mesa de juego, llevando la mano a la cara. Miró con expresión maligna hacia la puerta, como si esperara ver entrar de nuevo a Chandler. Hite barajó las cartas y habló a Hallett en voz baja. No era la primera vez que conversaban. Hite dio cartas en derredor, como si el juego siguiera su curso. Pero el vigilante Brite advirtió que esto era sólo una tapadera. El juego terminó luego; Hite y Hallett se acercaron al bar, bebieron y abandonaron la taberna.
Brite quedó perplejo. El diablo trabajaba bajo cuerda. Quería salir corriendo y prevenir a Chandler de que le perseguían. Por otro lado, no le hubiera gustado encontrarse con Hite y Hallett. La incertidumbre le encadenó por unos momentos; luego, comprendiendo que debía irse de aquel lugar, descolgó su sombrero y salió. La calle estaba oscura y vacía. Las escasas luces acentuaban las tinieblas. Bajando hacia la tienda a recoger su compra, vio a Hite y Hallett en el momento que cruzaban el haz de luz que brotaba de la entrada. Brite se replegó en la sombra, fuera del camino. Los dos hombres pasaron hablando en voz baja. Brite no distinguió las palabras; sin embargo, su tono era sutil, calculador.
Cuando hubieron entrado de nuevo en la taberna, Brite fue a buscar su caballo al punto de amarre. No se sintió seguro hasta que se vio montado en medio del camino, en dirección al sendero, río arriba. En vano buscó atentamente a Chandler con la vista. Una vez creyó oír sonido de cascos. A poco, estaba en campo abierto, bajo la luz estelar. Tenía mucho sobre qué reflexionar durante el camino hacia el campamento.