IV

Lo asombroso para Brite era el como Reddie permanecía inmóvil sobre las rodillas del vaquero, tensa como una duela doblada. Sin duda, la pobre se había quedado petrificada de horror y ansiedad. Brite intentó soltar de golpe alguna frase que detuviera a Texas en su acción. Pero la vista del rostro de aquel valiente con su expresión de malvado regocijo, paralizó su voz.

―Pan Handle ―inquirió Texas ―; ¿eres tú partidario de que se debe castigar a los chicos rebeldes?

―Seguramente, como principio general ―opinó Smith ―Pero no veo que Reddie haya hecho más que enseñar la oreja.

―En efecto. Pero si no le atajamos a tiempo nos va a impedir conducir el ganado, con sus modales y sus palabras.

―Dale un par de coscorrones, Tex ―dijo Lester ―Reddie no es mal chico, a mi ver; pero está muy mal criado.

Texas levantó una ancha, curtida y poderosa mano.

―¡Shipman…, no… no se atreva a pegarme! ―gritó Reddie con voz sofocada.

Pero la mano cayó con un sonoro chasquido, levantando el polvo de los pantalones de Reddie. Sus pies y su cabeza se alzaron de sobresalto, por la fuerza del golpe. La chica emitió un agudo grito de rabia y dolor; luego empezó a forcejear como un gato montés cogido al lazo. Pero Texas Joe descargó otros tres golpes antes de que su víctima se soltara por un movimiento de rodilla y se levantara de un salto. Si Brite había estado antes petrificado, se hallaba ahora electrizado. Reddie personificaba una furia que era bella y estremecedora a la vez. A Brite se le figuró que cualquier persona que no fueran aquellos vaqueros rústicos comprendería que Reddie Bayne era una chica ofendida.

―¡Salvaje! ¡Mala bestia! ―gritó Reddie, al tiempo que hacía un rápido movimiento en busca del revólver. Pero éste había desaparecido; Lester lo había recogido discretamente.

―Calma, calma, muchacho. Nada de jugar con las armas. Todo esto es de broma ―dijo Lester.

―¡Un cuerno, broma! ―Y rápida como un relámpago saltó para dar a su ofensor, congestionado por la risa, un tremendo puntapié en la canilla. Esto era harina de otro costal.

―¡Aggh-gh-gh! ―bramó Texas Joe cogiéndose la pierna y retorciéndose de dolor―. ¡Ay, Dios mío! ¡Mi pierna!

Reddie preparó el pie para descargar un segundo golpe, pero fue moderando el impulso hasta quedarse firme sobre las dos piernas.

―¡Ah! ¿De modo que también usted siente?

―¿Que si siento? Esto es morirse ―gruñó Texas Joe ―Chico, esta pierna está como si la atravesaran a balazos.

―Si se atreve usted a tocarme de nuevo, le atravesaré a balazos el resto del cuerpo.

―¿No sabes recibir una broma?… ¡Si todo era por jugar! El jinete más joven tiene que aguantar siempre las bromas de los demás.

―Oiga usted, Texas Joe; si ésa es una muestra de sus bromas, yo me pasaré sin ellas el resto del viaje.

―Pero tú no eres mejor que los demás ―protestó Texas Joe, en tono ofendido―. Pregúntale al jefe. No has hecho bien en enfadarte de ese modo.

Reddie apeló silenciosamente al viejo ganadero.

―Los dos tenéis razón ―declaró Brite, queriendo conciliarlos―. Tex, tú le golpeaste demasiado fuerte para ser una broma. Reddie no es un hombre tan fornido ni vigoroso para resistir esos golpes.

―Sí, ya me di cuenta. Demasiado blando al tacto para ser jinete… Bueno, muchacho, ¿quieres darme la mano, y hacer las paces? Creo que yo he llevado la peor parte. Siento aún como dieciséis dolores de muelas en esta pierna.

―Me moriría antes de darle a usted la mano ―contestó Reddie. Y cogiendo rápidamente su sombrero y el revólver que Lester le dio de mala gana, desapareció como volando.

―¡Vaya una pieza! ―dio Texas Joe de mal genio―. ¿Quién diría que ese mocoso tuviera tan mala sangre? Ya me he hecho otro enemigo.

―Tex, la verdad es que te has portado muy rudamente ―le respondió Brite.

―¿Rudamente? Pues también yo he recibido mi parte de la rudeza ―refunfuñó Texas, y levantándose se marchó cojeando a su trabajo.

A poco, llamaba Moze para la cena, después de la cual montaron en caballos frescos a relevar la guardia. Deuce Ackerman comunicó que el ganado se hallaba agitado por la presencia de una manada de lobos. Brite fue a ocupar su guardia llevando un rifle consigo. Pasó junto al caballo negro de Bayne. La remuda se había agrupado a cierta distancia del hato. Todavía hacía calor, a pesar de que el sol de fuego se había ocultado ya detrás de los cerros. Brite asumió su puesto entre el ganado y los caballos, y se acomodó a un trabajo que nunca le había gustado.

Los cornilargos no se habían sosegado para pasar la noche. Un rumor sordo y prolongado daba testimonio de cierta impaciencia al otro extremo de la manada. Brite hizo un largo recorrido, con el rifle atravesado en el pomo del arzón, aguzando la mirada para descubrir a los lobos. Vio coyotes, liebres americanas, y, a lo lejos, en los pastos, unos cuantos ciervos dispersos. Antes de que cerrara la noche, Reddie Bayne apareció con la remuda, orientando los caballos hacia el Este, en dirección a una abrigada caleta que había como a una milla de donde estaba Brite. El crepúsculo descendió sobre ellos, mientras en el horizonte occidental se iba desvaneciendo el sonrojo de los rayos del sol.

Antes de que las tinieblas lo cubrieran todo, Reddie se presentó a Brite montada en su caballo.

―Jefe, los caballos están bien. Supongo que permaneceré por aquí, cerca de su puesto. Todos tenemos órdenes, de continuar en guardia hasta que nos avisen.

―Tal vez se esté fraguando alguna cosa. Tal vez no. ¿Quién sabe?

―Me figuro que lo que se esté fraguando será en la cabeza de ese hombre.

―¿Qué hombre, Reddie?

―Usted sabe… ¿No ha sido abominable lo que me ha hecho a mí, Mr. Brite?

―Sí, ha sido un poco rudo ―convino Brite. Tex actuó con tanta rapidez que no me dio tiempo a intervenir…

―Desde luego que no se ha portado usted muy caballerosamente ―continuó Reddie, en tono vacilante―. Ahora tengo mis dudas acerca de usted.

―Como sabía que tú eres una chica, me dejó casi paralizado.

―Seguramente que eso le paralizaría también a él ―repuso Reddie sombríamente―. Jefe, yo podría arreglar cuentas con Texas diciéndole que había ofendido a una dama.

―¡Rayos y truenos! Seguro que sí. Pero no lo hagas. Reddie. Pudiera abandonar el equipo.

―Me dolería que él descubriera que yo… soy una chica ―repuso Reddie, pensativa.

―Confiemos en que ninguno lo descubrirá.

―Míster Brite, jamás me perdonaría yo misma si le trajera a usted mala suerte.

―No me la traerás, Reddie.

―Escuche ―susurró ella súbitamente.

Un melódico canto sobrenatural descendió, en el aíre tibio de la oscuridad. Brite reconoció el canto español de un vaquero.

―Es San Sabe que canta a la manada, Reddie.

―¡Oh, qué delicioso! Canta maravillosamente.

De otro punto partió entonces un singular canto vaquero, y, cuando éste hubo cesado, una voz suave y melosa vibró sobre el rebaño. Cesó el rumor de pezuñas, y sólo el interminable mugido de una vaca rompía el silencio. San Sabe comenzó de nuevo su acostumbrado canto de amor; y entonces, todo en derredor de la manada, se levantaron, como ecos, numerosas voces melancólicas en estribillo. Era la magia con que los conductores de manadas sosegaban los impacientes cornilargos.

Se alzó la luna, vertiendo su luz de plata en toda la cuenca y prestando a la hora una especie de encantamiento. Reddie pasaba de un lado a otro, tarareando un canto del Sur, perdida en la belleza y la serenidad de la noche. De un cerro partió entonces el largo, desolado y escalofriante lamento de un lobo de la sabana. Esto era como un espantoso aviso que devolvía el pensamiento a la realidad de que la muerte acechaba poco más allá.

Los vaqueros fumaban y cantaban, el ganado dormía o descansaba, el balsámico viento de la noche agitaba la hierba, los patos silvestres aleteaban sobre el lago. Las estrellas palidecían ante la luna llena.

Texas Joe apareció al trote.

―Jefe, váyanse a dormir, usted y Reddie. Dos horas de descanso, y luego otras dos de guardia para cinco hombres. Todavía no estoy seguro de que no haya novedad.

Reddie no cesaba de entonar su dulce cantinela.

―Pero, Tex, no puede ser ya medianoche ―exclamó Brite.

―No puede, pero lo es; no le quepa duda. Váyase con su… Reddie, tienes una voz demasiado dulce para un muchacho. Verdaderamente me traes intrigado.

―¿Ha oído usted, jefe? ―susurró Reddie, furiosamente, agarrándose al brazo de Brite―. Ese hombre tiene sospechas.

―Déjalo… ¡El diablo le lleve! Si al fin te descubre, tanto peor…

―¿Para él o para mí?

―Para él, seguramente.

―¿Qué quiere decir con eso de tanto peor, jefe? ―Le estaría bien que se enamorase de ti de tal modo que…

―¡Jesús, Jesús! ―exclamó Reddie con voz abatida y espantada. Y espoleando su caballo se desvaneció en la tiniebla.

―¡Vaya! ―se dijo Brite, asombrado, Era evidente que había dicho algo impertinente―. Le sentó mal la idea. ¿No se habrá fugado ahora?

Brite marchó lentamente al campamento. Hallett y Ackerman estaban ya junto al fuego, bebiendo café. San Sabe apareció a caballo, con el resto de su melodía en los labios. El caballo de Reddie estaba parado a poca distancia, a la luz de la luna, y algo, postrado y oscuro, aparecía junto a un macizo de arbustos. Brite fue en busca de sus mantas.

Al otro día por la mañana, cuando Brite se presentó para tomar el desayuno, Whittaker y Pan Handle eran los únicos conductores en el campamento. Comían apresuradamente.

―La manada va en movimiento, jefe ―anunció Smith ―Nos han llamado.

Brite contestó a sus saludos, mientras prestaba oído al lejano rumor de pezuñas y cascos. Era temprano, pues todavía no había salido el sol. Un cielo claro, limpio de nubes, y un aire suave daban testimonio de la promesa del tiempo.

―¿Dónde anda Reddie?

―Allá, con los caballos. Cuando oyó vocear a Joe, dejó de comer como una liebre espantada. Ha pedido caballos de remuda.

―Debe de pasar algo ―murmuró Brite―. Bien ya va siendo hora.

―No me gusta mucho esta conducción de reses ―dijo Whittaker despacio―. Demasiado lenta. Me he enrolado para ver acción.

―¡No te apures, hijo! Vas a ver más acción de la que desees ―declaró Brite sombríamente.

―Aquí viene Red con los caballos ―anunció Pan Handle―. Jefe, me agrada ese chico. Es un rapaz callado y amable. Monta como un verdadero vaquero y conoce bien los caballos.

―¡Ea, hombres! Coged vuestros ponies ―chilló Reddie, y partió a galope perdiéndose de vista.

Que cada uno se valiera por sí mismo. Por fortuna, los conductores lograron apresar sus caballos rebeldes y briosos acorralándolos por medio de una soga. Brite frenó el suyo, que era un pequeño bayo trapajoso, y regresó a terminar su almuerzo. A poco, los otros habían partido.

―Moze, ¿por qué se ha puesto tan pronto en marcha la manada?

―No lo sé, patrón. El ganado es un elemento pestífero. Ni aun el más enterado sabe jamás qué idea puede darle.

―Exacto… Avía, sin lavar, Moze. Y ponte en marcha sin demora.

―En seguida, señor.

Brite montó en su pequeño bayo. Como todos los demás, tenía que montar el caballo que Reddie pudiese ofrecerle oportunamente, y en este caso comprendió que la suerte no le había favorecido. El bayo mostraba inclinación a tirarlo por encima de las orejas; pero espoleándolo a través de la sabana, Brite logró corregirle este defecto. Un rojo disco de sol asomaba sobre el horizonte oriental. El día había comenzado. Bandadas de pájaros negros se levantaban del agua y volaban en dirección del ganado. Una distante nube de polvo se movía, a poca altura, hacia el norte. Brite alcanzó aquel punto, hallando que el ganado moderaba su marcha y se dilataba la manada. Bayne mantenía en orden la remuda a la derecha, una milla más atrás.

Ackerman se sentaba en su mesteño, aguardando por Brite, al cual sin duda había visto venir en la misma dirección.

―Jefe, ¿ha pasado usted junto a un toro muerto, allá atrás? ―preguntó.

―No; no lo he visto.

―Yo he tenido que matarlo.

―¿Por qué?

―Alguien lo había inutilizado. Una pierna rota de una bala de fusil de aguja.

―¿Cómo es posible? No llevamos aquí ninguna de esas armas que se usan para los búfalos.

―A mí también me parece extraño. Debe de haber sido justamente antes del amanecer.

―¿Lo sabe Texas Joe?

―No puedo decírselo. Me figuro que no. Estaba libre de guardia. Entró al amanecer, como yo. Pero uno de los compañeros debe de haber oído el disparo.

―Ah, ya. En torno al lago hay un bosque muy denso. Puede que hubiese un campamento en algún lugar. Alguno que quería comer carne, tal vez.

Brite marchó a ocupar su puesto en un ancho espacio abierto detrás de la manada; una vez allí hizo ir al paso a su caballo y descansó, escrutando el horizonte hacia el sur. Las horas transcurrieron agradablemente para él. A media tarde, la larga, interminable cadena de colinas, casi imperceptible hasta haberla traspuesto, quedaba atrás de la manada, y al frente el terreno formaba pendiente hacia el lecho de un arroyo. Anchos y blancos bancos de arena ceñían la serpeante cinta de agua. Al otro lado, en la lejana orilla, bosques de árboles y lozanos campos de pasto llanos invitaban a acampar y al descanso nocturno. Cuatro conductores dieron paso de uno a otro a las órdenes del mayoral, que se transmitían sucesivamente hacia atrás, gritando: «Cruzad por arriba adelante. Empujad a los rezagados».

Brite vio que la cabeza de la gran manada torcía hacia el oeste a lo largo de la orilla. Siete jinetes se reunieron en aquel lado. El ganado quería beber; después de beber, atravesaría la corriente. El peligro residía evidentemente en que los rezagados se salieran de la margen arenosa para internarse en lugares difíciles. Los disparos daban muestra de los métodos violentos empleados en la conducción del ganado. Brite no recordaba exactamente por dónde cruzaba el sendero, pero calculó que sería por algún lugar a lo largo de aquella línea. Smith agitó un pañuelo rojo desde lo alto de una eminencia que se hacía en la orilla. Era el único que montaba en el lado occidental de la manada. Luego desapareció, y el ganado pareció rodar en una agitada corriente por el recuesto. La masa posterior de cornilargos se agolpaba contra los que iban delante, y el chocar de cuerpos crecía incesantemente junto con el mugido de las vacas. Brite advirtió que él era más necesario hacia el flanco derecho, para ayudar a mantener en fila a los que tenían tendencia a extraviarse, y para evitar que los morosos diesen la vuelta. Cuando el frente rojo y blanco de la manada empezó a vadear chapoteando, el peligro de que la retaguardia retrocediese se hizo mayor, y el trabajo de los jinetes pasó, de faena difícil, a riesgo trabajoso. Siete jinetes se distribuían en aquel lado la tarea. Reddie Bayne puso en fila la remuda a la izquierda; luego fue a reunirse con los conductores a la derecha. Brite le gritó que no se pusiera frente a aquellos feos animales conocidos por cuernos-usgosos. Algunos de éstos embestían, pateaban como mulas y agitaban perversamente la testuz. Cuando, al fin, el extremo posterior de la manada se adentró, en su forma irregular, en la vadosa corriente, dejó un número de reses atascadas en la arena movediza. Éstos pertenecían en su mayoría a aquella especie de ganado ingobernable que se salvaba a impulsos; otros se hundían; todos mugían desesperadamente.

Texas Joe apareció galopando río abajo.

―Reddie, ¿qué demonio significa eso de abandonar la remuda? ―gritó, con los ojos llameantes de cólera―. ¡Fuera de aquí!

Reddie atravesó el río a galope. Joe envió entonces a Whittaker, Bender y Smith al otro lado.

―Jefe, usted no hace falta aquí ―dijo en conclusión―. Puede seguir.

―Déjalos quedar, Tex. Sólo hay veintiuna cabezas ―repuso Brite.

―¡Nada de eso! ―exclamó el mayoral soltando el lazo―. No dejaremos ninguno… Aquí, muchachos, y echadles los lazos. Manteneos fuera del fango, y arrastradlos contra la corriente.

Tras lo cual, Shipman se apartó de la orilla haciendo girar el lazo sobre su cabeza. Su caballo se hundió hasta las cernejas, pero continuó avanzando. Texas tiró un lazo largo y alcanzó un toro que tenía sólo la cabeza fuera del fango. Luego, dando voces y espoleando su caballo comenzó a extraer al cornilargo. Los otros siguieron el ejemplo, produciéndose a continuación una escena de penosa y alborotada actividad. La cuerda enlazaba una vaca o un novillo, y los jinetes clavaban las espuelas a sus caballos. Parte del ganado se extraía fácilmente. Otros surgían lentamente, y sólo a costa de un tremendo esfuerzo por parte del caballo y del jinete. Texas no pudo mover al enorme toro, y Brite le gritó diciendo que lo dejara. El caballo del mayoral se hundió entonces en el légamo hasta los ijares. Rápido como un relámpago, Texas saltó de la montura, soltó la cincha y dejó libre la silla. Embarazado de este modo, la soga atada todavía al arzón y la cabeza del toro, Texas se hundió también en el cieno. Su caballo se salvó por sí mismo, pero Texas tuvo que pedir auxilio, Ackerman y San Sabe acudieron a prestárselo.

―Suéltalo ―gritó Ackerman tirando un lazo abierto a Texas Joe.

―San, baja y tira tu lazo a ese maldito toro ―ordenó Texas, y cogiendo la cuerda de Ackerman la ató al pomo de su arzón. Se hallaba hundido hasta la mitad del muslo en la arena movediza, y evidentemente expuesto a desaparecer.

―Ya estoy firme, Deuce ―gritó San Sabe haciendo girar su caballo―. Ahora, tira de ellos.

Los caballos se precipitaron; silbaron las cuerdas. Texas fue extraído de costado pero adherido a la cuerda que empuñaba. Los jinetes libraron al toro del fango que lo aprisionaba y comenzaron a arrastrarlo contra la corriente. Luego se dejó llevar y, haciendo pie, comenzó a gatear como una gigantesca tortuga de lodo. Un tercer jinete acudió a enlazar el toro, y entonces, las tres sogas adheridas a él, fue literalmente arrastrado fuera de la arena movediza. Texas maldijo al viejo bruto de los cuernos-musgosos como si fuera un ser humano.

Brite disfrutaba con esta escena, y sólo una vez creyó necesario echar una mano; luego le rechazaron. Estos jóvenes jinetes montaban y voceaban como indios comanches, fieros y llameantes los ojos, dando a veces gritos estridentes. Sus votos y su genio ceñudo convenía a sus acciones: todo era duro, primitivo y como fatal en ellos.

La última vaca, más infortunada, parecía demasiado lejos y profundamente hundida para ser extraída. Pero estos hombres insistieron. Hicieron cuanto era posible, menos marcharse y vadear la corriente. Los lazos eran demasiado cortos. Sólo uno prendió en un cuerno, y se escurrió.

―Ya se ha ido, muchachos. Se está ahogando. Vamos, dejadla de una vez.

―¡Oh! Hay que rematarla, para que no sufra más ―dijo uno de ellos.

Sonaron disparos. Una bala pasó rozando el testuz del animal.

―¡Ea! ―dijo Texas sacando su revólver ―; creía que los vaqueros del Uvalde tenían mejor puntería.― Tomó puntería. Su postura era significativa. Al sonar el disparo, uno de los desorbitados ojos de la vaca desapareció; dejó caer la cabeza y se hundió hasta que sólo la punta de un largo cuerno quedaba a la vista.

―¡Ah, vaya puntería! ―dijo, riendo, Deuce Ackerman al enfundar su revólver.

―Tex ―dijo Holden ―, sólo deseo que tus balas den así en el blanco cuando algún piel roja esté a punto de quitarme el pericráneo.

Texas no añadió comentario alguno. Arrastrando su montura fuera del fango, sacudió la manta, y la echó sobre su caballo. A continuación fue la silla, chorreando agua y arena. A poco, Texas estaba otra vez a caballo, y seguía a sus vaqueros a través del arroyo. Brite marchó detrás, procurando no precipitarse y dejar que el caballo eligiera el camino. Sabía por experiencia lo que es la arena movediza.

Guiaban las veinte reses rescatadas a través de la hollada barra de arena y se internaron en el arbolado. Pasada la fila de árboles, la gran manada se había detenido a pacer en la verdosa planicie, satisfecha ahora de su suerte.

―Aquí mismo está bien ―dijo Texas, abrumado de cansancio―. Deuce, mira a ver si ves a Moze. Puede que necesite dirección y que le ayuden a pasar… ¡Caray! Estoy más cansado que después de un día de faena. Y mojado… Y con las botas llenas de arena… Menos mal que son nuevas y buenas… Oye, Red, tírame de ellas. Éste es un buen chico.

―Escuche, ¿quién era su negro esclavo antes de ahora? ―preguntó Reddie fríamente.

―¡Y a ti qué te importa, demonio…! ―Luego cambió súbitamente―. Oye, te he pedido un favor. Tengo las manos desolladas.

―Está bien ―asintió Reddie rápidamente, y le sacó las botas con gracia y destreza.

Deuce Ackerman estaba a mujeriegas en su caballo, acechando hacia el río a través de la franja de árboles.

―Tex, ¿has visto aquel toro inutilizado esta mañana? ―preguntó.

―No. ¿Cómo, inutilizado?

―Sí. Por un tiro de fusil de los que se usan para cazar búfalos. Tenía una pierna rota. Yo lo rematé.

―¡Fusil de búfalos! ¿Quién lleva esa arma?

―Nadie.

―Deuce, ¿estás seguro? ―preguntó Texas, súbitamente interesado.

―Desde luego. Conozco los fusiles de aguja, y los agujeros que abren.

―¿Qué es lo que crees tú?… ¡Ea, jefe! ¿Oye usted lo que dice?

―Sí. Me lo dijo ya esta mañana ―replicó Brite.

Pan Handle Smith se puso con una rodilla en el suelo y otra en el aire, según la costumbre de los vaqueros, y miró atentamente a Ackerman.

―Alguien que no pertenece a nuestro equipo disparó contra aquel novillo esta mañana hacia el amanecer ―continuó el jinete.

―Texas, yo he oído el disparo ―intervino Smith―. Su detonación me despertó.

―Ah, entonces habría un campamento cerca de nosotros. Creía sentir olor a humo cuando atravesábamos el valle.

―Seguramente. Yo he visto humo hacia el oeste. Formaba una pequeña franja contra el poniente amarillo.

―Gente acampada que necesitaba carne, me figuro ―dijo Brite, sugiriendo aquello que quería creer.

―¡Quiá! ―repuso Deuce, después de reflexionar Aquél era un toro viejo y duro. Y había sido herido desde lejos. Alguien disparó contra la manada en masa, pero no por la carne.

―Entonces ¿por qué? ―demandó Texas vivamente.

A esto nadie contestó. Brite sabía que los tres jinetes pensaban lo mismo que él, y que quería expresar sus sospechas.

―Allí viene Moze ―continuó Ackerman―. Vamos, Reddie. Tú tienes un buen caballo. Le ayudaremos a pasar.

Los dos partieron bajo el arbolado a lo largo del arroyo Moze había detenido la galera en la orilla opuesta, desde donde buscaba, evidentemente, un lugar seguro para cruzar la corriente.

Texas miraba sucesivamente a Brite y a Pan Handle, y el frío y curioso brillo de su mirada ambarina sugería algo inquietante.

―¿Creen ustedes que nos siguen la pista? —preguntó.

―Todo es posible ―repuso Brite.

―Y si lo hacen, ¿qué? ―inquirió Smith―. Somos doce hombres. Harían una jugada tonta.

―Smith, esto tiene mala cara. Tex ha recorrido otras veces el sendero. Él sabe como yo que los ladrones de ganado pueden venir persiguiéndonos. Mi manada es demasiado grande. Y mi equipo demasiado pequeño.

―Ladrones de ganado, ¿eh? Me doy cuenta.

―Nunca he tenido ningún tropiezo ―siguió diciendo Brite―. La verdad es que he tenido una suerte loca. Pero he oído contar las que han pasado otros dueños de manadas. Existen pérdidas frecuentes de ganado. En su mayoría son debidas a esos salteadores que, poco a poco, van reuniendo reses hasta formar un hato suficientemente grande para conducirlo hasta Dodge por su cuenta. Existen también conductores envidiosos que pagan a los salteadores del sendero para que siembren el pánico en la manada que marcha inmediatamente delante de ellos. Es un asunto de lo más indecente.

―Ya, pero es también un asunto de gatillos ―declaró Texas con los ojos encendidos―. Jefe, esta noche haremos una exploración hacia atrás, o bien aguardaremos a ver si…

―Aguardaremos ―interrumpió Brite―. Si es que nos siguen, pronto lo sabremos. En caso contrario, no hay por qué… Preguntad a Moze si ha visto venir algunos jinetes sendero arriba.

De noche, Brite fue despertado sin saber por qué. Las tres estrellas elegidas como referencia se inclinaban hacia el oeste, de lo cual dedujo que era tarde. Reinaba también una gran quietud. ¡Ni un sonido de la manada! ¡Ni una tonada de los solitarios vaqueros de la guardia! Los insectos habían reducido su melancólica elegía a un débil espectro de su fuerza anterior. La hoguera estaba casi apagada. Al norte, sin duda al borde de la manada, se oía el penetrante lamento de los coyotes.

De pronto, un vibrante estallido rompió el silencio. Brite se incorporó con los ojos muy abiertos.

―Cuarenta y cinco ―se dijo, y volvió la vista en derredor tratando de ver lo que le rodeaba en la tiniebla. Tres conductores dormían pesadamente. Entonces sonaron, más altos, otros disparos, y por la detonación reconoció Brite los fusiles empleados contra los búfalos. Uno de los vaqueros se levantó silenciosamente como un espectro. ¡Texas Joe! El mayoral volvió el oído hacia el sur. El estallido de un calibre 45 fue entonces interpretado como una orden imperativa por parte de Shipman.

―¡Arriba muchachos! Coged los rifles, y ¡al combate!

Dos de los vaqueros se movieron al unísono. Se incorporaron, abrieron los ojos, echaron mano a los rifles y se levantaron para seguir a Texas, que se había internado ya en la sombra a grandes pasos. El tercer jinete despertó lentamente, medio atontado. Era Hal Bender.

―¡Arriba, Bender! ―gritó Brite levantándose también.

―¿Qué ocurre, jefe? ―preguntó el novato, espantado, poniéndose las botas.

―No lo sé todavía. Se han oído disparos hacia allá. Coge tus armas.

―¡Ah!… ¿Qué es eso?

Un sordo rumor de cascos que se levantaba del sur como una ola llegó a oídos de Brite.

―Caballos. Los salteadores persiguen, sin duda, a la remuda ―declaró Brite acelerando la marcha. El cañón de su rifle tropezó con una rama. Tuvo que ir más despacio, so pena de exponerse a estrellarse contra un árbol en la oscuridad. Bender jadeaba a poca distancia detrás de él. Dos veces se detuvo Brite a escuchar, orientándose siempre por el sonido. Al fin salieron del arbolado a campo abierto: un espacio llano y gris bajo la palidez estelar. Unas voces agudas le atrajeron hacia la izquierda. Emprendió entonces una carrera, cuidando de no tropezar con la hierba, con el rifle preparado, mirando fijamente hacia delante.

―¿Quién va? ―dijo una voz raspante que partía de la penumbra. Era la voz de Texas Joe.

―Brite. ¿Dónde estás?

―Aquí. Tenga cuidado con un hoyo.

Brite y Bender se reunieron pronto con un grupo de cuatro, uno de los cuales estaba a caballo. Este jinete estaba hablando:

―…yo no sé nada, salvo lo que he oído. Caballos desmandados. Luego, tiros. Dos disparos de fusil de aguja, y después uno del 45.

―Ya. ¿En qué dirección, San?

El vaquero tendió su brazo hacia el sur.

―Estad atentos todos ―ordenó Texas Joe, y se echó a tierra, aplicando el oído al suelo.

El silencio era intenso y vibrante. Nada lo interrumpía. Texas se levantó.

―Hay caballos en movimiento por alguna parte. Desasosegados solamente. Han dejado de correr… Ahora, de nuevo, poned atención.

Texas hizo una bocina con las manos en torno a la boca. Una sibilante inhalación de aire dio muestras de su intención. De pronto, voceó:

―¡Ea, Reddie!

Su vigorosa voz hendió el silencio y rodó como una ola sobre la llanura con un timbre extraño y salvaje. Inmediatamente vino la débil pero inequívoca respuesta del sur.

―¡Ea! Suena como si…

―¡Ssssh! Escuchad con atención ―interrumpió Texas. Otra respuesta partió en la dirección contraria, a la que siguió un lejano grito al oeste. Finalmente, una voz más cercana completó la situación de la manada.

―Desplegad, muchachos, y galopad en esta dirección ―ordenó Texas―. Deteneos, cada cien metros, a ver si veis los caballos. Me figuro que habrá refriega.

San Sabe partió a la cabeza en su caballo y pronto se perdió de vista. Brite se dirigió a la derecha, obedeciendo órdenes. Se había detenido ya unas doce veces cuando oyó el primer sonido; luego sintió rumor de caballos invisibles. Después de esto marchó sofocado, lleno de ansiedad. Texas Joe había respondido con menos tranquilidad de la acostumbrada a esta interrupción de medianoche. Unos agudos relinchos de caballo hicieron virar a Brite hacia la izquierda. A poco, una compacta masa negra se destacó en el fondo gris.

―¿Dónde diablos estás, Reddie? ―llamó Shipman.

―Aquí estoy; ya llego ―fue la respuesta, en una voz penetrante que Brite había aprendido a reconocer. Luego se acercó al grupo, que esperaba, en el momento en que el gran caballo negro de Reddie Bayne asomaba sobre la llanura gris.

―¿Qué haces aquí a esta hora? ―preguntó Texas Joe en tono perentorio.

―No he ido al campamento ―replicó Bayne.

―¡Ajá! ¿Y por qué no has obedecido las órdenes?

―Me entraron sospechas, Shipman. Así que me quedé con los caballos. He oído voces y visto luces. Entonces, agrupé la remuda y la conduje hacia el campamento, lejos de la manada. A poco, sentí golpeteo de cascos. Luego apareció una sarta de jinetes a galope. Yo hice fuego contra el cabecilla y le di a su caballo. Pero continuó adelante. Él y sus jinetes se agolparon hacia mi remuda. Cuando empezaron a hacer fuego, me di cuenta de a lo que venían. Separaron algunos de mis caballos y se los llevaron. Yo hice fuego contra ellos y contestaron a mis tiros… Eso es todo, me figuro.

―¡Salteadores!… Deuce tenía razón ―declaró Texas Joe.

―Apretemos las espuelas, y vamos a darles caza ―sugirió Holden.

Brite no lo creyó conveniente, pero se calló.

―¿Cuántos eran, Reddie? ―preguntó Texas.

―No pude contarlos. Pero no eran muchos.

―Aguardaremos hasta el día, de todos modos… Reddie, ve al campamento y duerme. Falta poco para el amanecer.

―Si usted no se opone, prefiero quedarme por aquí ―repuso Bayne.

―Bueno, puede que sea mejor… Desplegad, muchachos y rodead la remuda a distancia. Si sentís venir jinetes, gritad.

El silencio se tendió de nuevo sobre la sabana. Los jinetes se desvanecieron uno a uno. Brite patrullaba un recorrido que al fin le condujo al encuentro de Texas Joe.

―¿Qué te parece todo esto, Joe?

―Me parece que era de esperar. Vamos a tener una dura faena. Demasiadas reses para tan pocos conductores.

―Así lo creo yo ―añadió el jefe, pensativo―. Pero oye, Shipman. Si llegamos a Dodge con la mitad de la manada, todavía haré un buen negocio. Y ten la seguridad de que no me olvidaré de mis jinetes.

―Jefe, a mí no me preocupa la cantidad de reses que perdamos. Pero no abandonaré un solo cornilargo sin disputarlo de firme. En cuanto al robo de caballos, esto me indigna… Diga, Brite, ¿no le ha sorprendido que ese chico, Bayne, se quedara aquí solo? ¡El diablo le lleve! A veces me irrita, pero no puedo menos de cobrarle simpatía.

―Lo mismo me pasa a mí… Texas, quisiera que trataras a Reddie un poco mejor.

―Sí; ya lo he notado. Pero no puedo tener favoritos en el equipo. Los demás acabarían por odiarme a muerte antes de llegar a Dodge… Y… eso es lo que no ocurrirá jamás, Brite.

―Hay recelos, ¿eh? ―preguntó el jefe sombríamente.

―Pudiera haberlos… Bueno, el Este comienza a clarear. Me pregunto qué nos traerá este día.

Brite volvió afanosamente a su guardia, y observó como las estrellas palidecían, y se borraban, a medida que el Este se iluminaba con un gris lejano y mágico, y los caballos, el ganado y la tierra cobraban forma.

Luego vio que Texas le hacía seña de que volviese al campamento. La manada se había levantado y comenzaba su lento movimiento hacia el Norte. Y de nuevo el día era bella promesa. Al entrar en el campamento, Brite vio a San Sabe, Bender y Ackerman de pie, con tazas en la mano, en torno a Alabama Moze.

Luego entró Texas a pie, sus ojos de lince a medio abrir, los labios apretados.

―Deuce, ve tú a hacer la punta y sigue adelante ―dijo brevemente―. Envía a Pan Handle acá con los otros.

―¿Vais a trabar refriega?

―Seguramente. Reddie viene con algunos caballos. Vamos a seguirles el rastro hacia el Sur… Jefe, hemos perdido más de veinticinco caballos.

―La pérdida no es grande, si no va más allá.

―No. Pero para ser un tejano viejo, está usted bien predispuesto acerca de esos cuatreros o salteadores.

―Tex, me figuro que uno de estos días se saldrá de sus casillas ―dijo Deuce riendo.

Reddie apareció a galope detrás de media docena de mesteños trapajosos. Los jinetes se desplegaron agitando brazos y cuerdas para acorralarlos en un rincón. A poco, sólo quedaban Brite, Texas Joe, Reddie y el negro en el campamento. Texas parecía hambriento y taciturno. Tenía prisa. Reddie recibió su taza y cacerola de manos de Moze y se acomodó en un asiento improvisado, donde se puso a comer con buen apetito.

El sol brotó, rojo, de un horizonte de púrpura; la llanura entera cobró entonces un tinte rosado. Hasta los pájaros anunciaban esta transformación. Brite hizo una pausa para recibir el fresco esplendor de la mañana. Los altos pastos de grama lucían con un brillo de plata y las flores se levantaban con sus hermosos y pálidos rostros hacia el Este.

De súbito, Texas Joe se levantó jurando por lo bajo. Su cabeza enjuta se estiró como la de un halcón en dirección al Sur.

―¿Qué es lo que escuchas, Texas? ―preguntó Brite vivamente.

―Caballos.

Brite pudo verificar en seguida el hecho.

―¿Y qué? ―continuó el jefe.

―Oh, nada. Sólo que relacionándolo con lo que ocurrió esta mañana, da que temer.

Inmediatamente apareció un grupo de jinetes en el extremo lejano del arbolado. Brite contó hasta siete, figuras oscuras todos ellos, a trote ligero. Texas los observó detenidamente; luego se volvió hacia Brite.

―Jefe, esa pandilla nos ha estado espiando ―dijo con llamas en los ojos―. Han calculado bien el tiempo. Nuestros jinetes acaban de partir, y la guardia no aparece.

De súbito, Reddie Bayne se levantó dejando caer su cacerola.

―¡Wallen y su equipo! ―gritó Reddie, alarmada.

―¿Estás seguro de ello, muchacho? ―preguntó Texas sombríamente.

―Sí, seguro. Le conozco… Apuesto que fueron los que asaltaron mi remuda… Y ahora vienen por mí.

―Bueno, retírate, ten cuidado con lo que dices… Brite, prepare su Winchester. Déjeme hablar a mí… Aquí nos haría falta su Pan Handle Smith.

El oscuro y compacto grupo de jinetes cerraron rápidamente la abertura y se acercaron en semicírculo justamente enfrente del centro del campamento. Brite no necesitó esta vez indagar acerca de su carácter. Reconoció al tostado Wallen, cuyos grandes ojos audaces barrían el campamento y la llanura inmediata. El más destacado de los otros jinetes era un individuo todavía más sorprendente que Wallen: un hombre como de cincuenta años, con una cara semejante a un árido mogote de roca y ojos como grietas violentas. Brite había visto a este hombre en alguna parte. Los otros cinco eran dignos de sus jefes: todos vaqueros jóvenes, entecos y desgreñados.

―Vaya; aquí está nuestro Reddie Bayne ―dijo Wallen, ásperamente, señalando a Reddie con una mano vigorosa.

―El mismo, Wallen; de cuerpo entero ―dijo su teniente en tono seco y duro.

Wallen volvió entonces los ojos hacia Brite.

―¿Así que me ha mentido usted, Brite? ¿No?

―Si lo he hecho, me atengo a mi mentira ―repuso Brite montando en cólera.

Texas Joe se adelantó, tirando hacia un lado, saliéndose de la línea de la galera, con una intención de la que ningún tejano podía dudar.

―Wallen, veo que algunos de sus hombres llevan fusiles de agujas en las monturas ―dijo con hiriente sarcasmo.

―¿Y qué? Andamos a la caza de búfalos.

―Sí, ya. Eso dice usted.

―Quiero hablar con Brite, y no con usted, vaquero ―dijo el otro en tono agresivo.

―Habla usted con Texas Joe ―intervino Brite en tono mordaz.

―Brite, entréguenos ese chico que usted ha secuestrado: Reddie Bayne ―dijo el cabecilla de los visitantes.

―Wallen, no estoy acostumbrado a discutir con hombres como usted ―intervino Texas incisivamente. Brite tuvo la impresión de que su mayoral trataba de dar tiempo a que llegara Pan Handle y los otros al campamento. Brite echó una furtiva ojeada por encima de la rosada pradera. ¡Ni un jinete a la vista! Esto era grave, porque sin duda habría refriega dentro de pocos minutos.

―¿Quién demonios es usted? ―gritó Wallen roncamente.

―Yo conozco a este hombre ―dijo el compañero de Wallen―. Es Texas Shipman.

―Eso nada significa para mí.

―Entonces, habla tú, compañero ―repuso el otro, con una voz dura y fría, que significaba mucho para Brite. Este teniente era el más peligroso de todos.

―Desde luego, Ross Hite; no necesito de ti para decir lo que tenga que decir ―respondió Wallen.

¡Ross Hite! Brite se impresionó al oír aquel nombre, bien conocido de los conductores de manadas. Hite había recorrido la gama de todas las ocupaciones conocidas a la redonda.

―Habla, pues, o que el diablo hable por ti. Pero hazlo brevemente ―dijo Texas en tono brusco―. ¿Qué es lo que quieres?

―Venimos detrás con nuestro ganado ―repuso Wallen llanamente―. Vosotros vais demasiado despacio y entorpecéis nuestra marcha… Y quiero que se me entregue ese jinete llamado Reddie Bayne. Me ha tocado en un trato que hice con Jones en Braseda.

―¡Ajá! ¿Así que Reddie Bayne te debe sus servicios?

―Seguramente.

―¿Y qué dices tú, Reddie?

Reddie se adelantó de un salto.

―Es un infame embustero, Texas ―dijo Reddie, irritado, con pasión―. Me he escapado de tres ranchos para huir de él.

―Cállate tú, o te va a salir peor repuso Wallen con voz estridente.

―Poco a poco, Wallen ―advirtió Texas―. Éste es un país libre. El tiempo de los esclavos, blancos o negros, ha terminado.

―Reddie, confiesa por qué Wallen te persigue ―dijo Brite astutamente. Su sangre tejana no se oponía a esta evasiva. Además, de lo alto de un cerro descendía un oscuro jinete a galope. ¡Pan Handle!

―¡Oh… Tex! ―exclamó Reddie acremente ――. Me persigue porque… yo… no soy lo que usted piensa.

Texas sintió como un escalofrío, pero no dejó por un momento de vigilar al jinete que tenía enfrente.

El rostro de Wallen se tomó lívido.

―¿Y qué eres entonces, Reddie? ―preguntó Texas con voz llana y fría.

―Yo… yo soy una chica, Texas… Por eso me persigue ―repuso Reddie secamente.

―¡Atención! ―gritó Ross Hite con voz aguda.

Wallen echó mano a la cadera. Texas pareció borrarse ante la tirante mirada de Brite. Se vio un fogonazo y, tras el estallido, Wallen se irguió en súbita rigidez. Su rostro oscuro cambió de expresión pasando de una terrible cólera a una horrenda palidez y, descolgándose de la silla cayó flojamente al suelo. Su caballo huyó, espantado. El otro caballo se encabritó resoplando.

―¡Fuera de aquí o…! ―gritó Texas encañonándolos Brite, respáldeme con su rifle. ¡Reddie, aquí!

Brite apenas necesitó aquella orden terminante, pues su rifle estaba listo antes de que Texas hubiese terminado. De igual modo, Reddie saltó hacia delante, valerosa y amenazante.

Todos los jinetes, salvo Ross Hite, habían vuelto grupas instantáneamente. Varios se alejaban con sus caballos a paso lento. Hite no dio muestras de temor en su rostro cetrino, pasando la mirada de Texas al postrado Wallen y luego, hacia atrás, a campo traviesa. Brite oyó el golpear de cascos veloces, y más atrás, los gritos de los vaqueros.

―Brite, ¿quiere usted que nos llevemos a Wallen? ―preguntó Hite.

―No, gracias; nosotros le atenderemos ―repuso Brite con sarcasmo.

En ese momento un caballo pasó junto a la galera y, habiendo sido frenado, se detuvo bruscamente, levantando una nube de polvo y grava al hacerlo. Pan Handle Smith saltó en el centro del grupo, al tiempo que un revólver aparecía como por magia en cada una de sus manos. Brite sintió entonces alivio.

―¿De qué se trata? ―preguntó Smith fríamente.

Ross Hite miró fijamente a Smith; luego rió con aspereza.

―Brite, como conductor de manadas, va usted bien preparado. Texas Shipman, y ahora Pan Handle Smith…

―¡Fuera de aquí! ―ordenó Texas.

―Señores, esto ha sido cosa de Wallen, no mía ―repuso Hite, y haciendo volver a sus compañeros, que pronto partieron a galope. A poco habían traspuesto el extremo del arbolado por donde habían venido.

Sólo entonces se movió Texas Joe. Miró rápidamente al muerto; luego giró, con el rostro pálido y los ojos llameantes.

―Ven acá, Reddie Bayne ―gritó, y en dos zancadas se puso ante ella―. ¿Has dicho que eres una chica?

―Sí, Texas Joe, yo…, yo soy una chica ―repuso Reddie, y se quitó el sombrero para demostrarlo. Su rostro parecía de ceniza y sus ojos castaños estaban dilatados por un terror que se iba desvaneciendo.

Texas la cogió por la blusa con la mano izquierda, y la levantó hasta ponerla en la punta de los pies, mirándola de cerca con sus ojos penetrantes. Su pelo alborotado parecía la melena de un león. Pero su cólera fría se iba evaporando. El asombro se sobreponía a la pasión.

―Tú… tú… todo este tiempo… ¿Una chica? ―exclamó roncamente.

―Sí, Texas Joe; todo este tiempo ―murmuró ella, cediendo a la presión de aquella mano de hierro―. No he querido engañarles… Se lo he dicho al jefe… Quería decírselo a usted, pero él no lo permitió… Lo… lo siento.