XII

Si fuera necesario, Texas podía infundir aliento a los que carecieran de él. Deuce Ackerman soltó un largo y salvaje alarido.

―¡Jip! ¡Jip! ¡Eso es grande! Fíjate en lo que hemos perdido, Rolly. Pero algunos teníamos que quedarnos en la reserva… Tex, continuaremos hacia delante, y entonces, ¡Dios los coja confesados!

Dentro de una hora estaban en marcha y poco después se detuvieron en el lugar donde la gente de Hite había sido puesta en fuga. Los tres caballos muertos habían sido arrastrados río abajo y se vararon donde el río era poco profundo. Williams había enviado un explorador hacia atrás, por el sendero; otro, a lo alto del risco y otro hacia el Norte. Encontraron al equipo vadeando, sin traer más noticias que la de haber visto búfalos.

―¿Y si nos tendieran una emboscada? ―preguntó Texas.

―A mí me parece que Hite buscaría mejor lugar que ése ―repuso Williams―. Mr. Brite, ¿quiere darle sus anteojos al joven Ackerman a fin de que pueda echar una ojeada…? Levántate en el asiento, hijo.

Después de un largo reconocimiento, Ackerman movió la cabeza decisivamente:

―Nada. Puedo ver todo lo que hay debajo los árboles y a través de la delgada capa de maleza.

―Para asegurarnos, iremos unos cuantos delante ―dijo Texas―. San, Bender y Less venid conmigo… Mirad con atención, y si veis bocanadas de humo corred a proteger vuestras preciosas vidas.

Estos jinetes cruzaron en buen orden, probando la validez del juicio de Ackerman. Reddie cruzó a continuación con la remuda; después lo hizo Moze, y no sobre las ruedas de su galera. El vehículo de Hardy se atascó a un poco más de la mitad, y tuvo que recibir auxilio.

―Daos prisa, antes de que se hunda en el lodo ―gritó Texas que había pasado ya―. Venga usted, miss Ann. Yo la llevaré a tierra. Ahí se va a mojar toda.

Era cosa de ver el rostro de Ackerman cuando Ann Hardy se inclinó gustosamente hacia fuera para ser llevada a tierra en brazos de Texas Joe. A continuación, los jinetes ataron sus cuerdas al vehículo y ayudaron a la pareja de tiro a conducirlo hasta la orilla. Williams condujo el tercer vehículo sin tropiezo a través del río. Pero el cuarto y último se atascó en el lodo hacia la mitad del camino.

Este accidente contuvo a la caravana. Era el mayor vehículo de todos, medio cargado de pieles de búfalo, y a cada nuevo esfuerzo por rescatarlo se hundía más en el lodo. Los jinetes rompieron sus cuerdas. Luego se echaron al río, con el agua hasta la cintura e hicieron toda clase de esfuerzos, sin resultado favorable.

Finalmente acudió Williams vadeando, desenganchó los caballos y los condujo a tierra.

―La galera no vale nada, de todos modos. Y los cueros no importan. Hay diez millones sueltos sobre esta tierra.

Siguieron camino con dos parejas de tiro enganchadas a la galera de Hardy, que llevaba la carga más pesada. Y pronto salieron de la tierra baja del valle a la vasta elevación de la meseta. La manada había sido conducida casi en derechura al Este. Williams dijo que ello obedecía a la intención de ir a dar al sendero de Chisholm. Antes de mucho tiempo, quedó verificada la conjetura.

El día era bochornoso y gestaba tormenta. Rebaños de búfalos pastaban a ambos lados, acompañados por manadas de lobos y coyotes y bandadas de pájaros. Hacia mediodía Ackerman, que tenía aún el anteojo de Brite en la mano, informó que la manada estaba a la vista, a menos de diez millas de distancia. Durante la tarde, la caravana fue ganando terreno, hecho que probablemente no pasó inadvertido para el equipo de Hite. A la puesta del sol, Hite detuvo la manada en plena llanura, donde no se veía un árbol ni un matojo. Un reducido espacio de terreno cenagoso, bien regado y arbolado, atrajo la atención de Texas Joe, que se dirigió al lugar y seleccionó un campamento. Unas seis millas escasamente separaban a los dos equipos.

El sol se ocultó envuelto en un resplandor rojizo, y el crepúsculo se fue acumulando sobre el Oeste, caluroso y amenazante. Sordo resonar de truenos anunciaba la tormenta, cada vez más cercana, y los relámpagos cruzaban como hojas de fuego el horizonte sombrío. El silencio, la ausencia del más leve movimiento en el aire, la gestante espera de la Naturaleza, no eran propicios para que la caravana se aventurara a campo raso. Brite informó a las chicas que las tormentas eléctricas, frecuentes en aquella latitud del Estado de Texas, eran el azote de los conductores de manadas; de hecho, más temidas que los búfalos y los pieles rojas.

―Pero ¿por qué? ―preguntó Ann Hardy, con extrañeza.

―En primer lugar, se las teme simple y naturalmente; y luego enloquecen los caballos y el ganado. Fred Bell, un conductor que yo conozco, dijo que había sido alcanzado por una tormenta cerca del Canadiense, y que los rayos le mataron treinta y siete cabezas de ganado y un jinete.

Reddie no se sintió menos sobrecogida que Ann, e hizo votos de rogar a Dios que les librara de una tempestad igual.

―Yo he pasado por un par de tormentas eléctricas ―intervino Texas, que se había detenido a escuchar―. Y por cientos de simples tempestades de truenos y relámpagos. Sólo dos de estos malditos diluvios de electricidad que cubren la tierra y cuanto hay en ella. He visto bolas de fuego en las puntas de los cuernos de todas las vacas. He visto correr el fuego a lo largo de la crin de un caballo y sentido su ruido. Sí, señor, las malas tormentas son un infierno para el vaquero.

Más tarde, cuando las chicas se habían alejado, Texas habló a Brite seriamente y en voz baja.

―Jefe, cualquier clase de tormenta que estalle esta noche, aunque no sea más que de relámpagos, favorecerá lo que Pan y yo tenemos pensado.

―¡Tex! ¿Qué es lo que te propones? ―preguntó Brite rápidamente.

―Esta noche vamos a recobrar la manada.

―¿Tú y Pan? ¿Solos?

―Solos. Es la forma de hacerlo. Pan quería ocuparse de ello sin ayuda de nadie, y lo mismo yo; pero hemos acordado unir nuestras fuerzas. Vamos a ir juntos.

―Shipman, yo…, yo no sé si lo permitiré ―continuó Brite, gravemente.

―Sí, lo hará. Me desagrada desobedecerle a usted, Míster Brite. Pero yo soy el conductor jefe. Y en cuanto a Pan Handle…, ¡caramba!, ese hombre no puede tener jefe.

―¿Qué es lo que piensas, Tex? Quiera Dios que no sea una idea descabellada. Tú y Pan no sois dos chiquillo. Y tú conoces, ciertamente, tu responsabilidad aquí. Tenemos ahora dos chicas y un herido que proteger.

―Bueno, la idea no es tan mala como le parece a usted ―siguió diciendo Texas―. Pan y yo atacaremos la manada en el momento más grave de la tormenta de truenos y relámpagos. Al hacerlo, yo la circundaré por un lado y Pan Handle por el otro. Si el ganado huye con pavor, como es probable, seguiremos adelante hasta que comience a arremolinarse o se detenga. Con esto, el equipo de Hite se pondrá a trabajar. Sus jinetes se separarán, naturalmente, tratando de parar el ganado o mantenerlo agrupado. Y a la luz de un relámpago, cuando uno de ellos nos eche la vista encima, no sabrá distinguirnos del padre Adán. ¿Comprende, jefe?

―Mucho me temo que no ―repuso Brite, confundido.

―Vaya, se le está endureciendo la mollera con la edad. ¿Es que todos sus sentidos se le van hacia esa chiquilla preciosa que ha adoptado, eh?

―Tex, no te burles de mí. Desde luego que los sentidos se me van hacia ella. Pero no acabo de comprender tu plan. Por ejemplo, cuando tú y Pan os pongáis a circundar la manada, yendo en direcciones opuestas, y os encontréis de nuevo, ¿cómo demonios os vais a reconocer? Los disparos a la luz del relámpago tendrían que ser tan rápidos como el relámpago mismo. ¿Cómo rayos vais a evitar el hacer fuego uno contra otro?

―Tengo que confesar que esto me aturde un poco. Después de la cena cambiaremos ideas. Puede que alguno encuentre la solución precisa. Si damos con el camino seguro, ya pueden despedirse Hite y su pandilla.

Moze dejó oír su familiar llamada de clarín.

―Oh, esto es magnífico; todos juntos aquí por primera vez ―exclamó Ackerman, que se sentía eufórico. Acababa de sentar a Ann en un fardo junto a él.

―Sí, pero puede ser la última; así que sacadle el mejor partido ―dijo Texas despacio, fijando sus penetrantes ojos oscuros en Reddie. Brite vio que ella contenía el aliento. Luego se hizo el silencio.

El crepúsculo se hundió en la noche, que cerró con una atmósfera húmeda y amenazante; los truenos resonaban más cerca y con mayor frecuencia. En el cielo occidental desaparecieron todas las estrellas. La luna no había salido aún.

―Echad un poco de leña al fuego y acercaos a mí ―dijo Texas cuando hubo terminado la cena―. Pronto va a estallar la tormenta. Y Pan y yo tenemos un proyecto entre manos.

―¿Qué? ―prorrumpió Holden bruscamente.

―Creí que tú estabas un tanto apagado ―añadió San Sabe.

―Reddie, tú participarás en esto ―dijo Texas, llamando a la chica―. Y Ann también, si gusta. Por supuesto, nadie ha visto jamás salir una idea de la cabeza de una chiquilla hermosa. Pero yo estoy un tanto desesperado esta noche.

Todos rodearon al mayoral, curiosos y anhelantes, junto a la reanimada hoguera.

―Bueno, he aquí el asunto. Yo y Pan partiremos a caballo con el fin de flanquear a Hite. Tan pronto como vaya a estallar la tormenta avanzaremos hacia la manada y los guardas. Los tengo localizados. Nos proponemos circundar la manada en direcciones diferentes, y necesitamos saber con absoluta certeza cuándo nos encontraremos el uno con el otro. ¿De qué modo vamos a hacerlo?

―¿Quieres decir de qué modo os vais a reconocer al destello de los relámpagos? ―preguntó Less.

―Eso mismo.

―No puede hacerse.

―Sí puede. Un relámpago dura un segundo, a veces bastante más. ¿Cuánto tiempo necesito yo ver para hacer un disparo, o para no hacerlo?

―¡Oh! ¡Oh! Ahí está el asunto.

―Dejadme ir con vosotros.

―No. En esto no entran más de dos… Y ahora, compañeros, exprimíos un poco los sesos.

―Probablemente lloverá, y la manada se moverá a la deriva, tal vez rápidamente. Y, desde luego, el equipo de Hite la rodeará, cada hombre por separado. Es una gran idea, Tex, si no disparáis uno contra otro.

―Bueno, vamos a ver ―intervino otro vaquero―. Cuando os separéis, será con la seguridad de que os volveréis a encontrar pronto. Os llevará un cuarto, tal vez media hora el dar la vuelta a la gran manada, guiados por la luz de los relámpagos.

―Compañeros ―pronunció Pan Handle, divertido vuestras mentes se van por el rodeo. Lo que necesitamos saber es qué cosa vamos a llevar que pueda verse rápidamente. Algo por lo cual podamos identificamos uno a otro con seguridad. Recordad que ambos llevaremos las armas amartilladas.

Uno a uno, todo el contingente masculino fue exponiendo sus sugerencias, todas las cuales fueron sumariamente desechadas.

―Si hay tormenta, es seguro que soplará el viento, ¿no? ―intervino Reddie.

―La brisa está soplando ya. Con la lluvia soplará un fuerte viento ―repuso Texas.

Atad algo blanco a vuestros sombreros, dejando las puntas sueltas para que floten al viento.

―¿Blanco? ―respondió Pan Handle secamente.

―¡Ya está! ―añadió Texas.

―Muchachos, es una idea espléndida ―intervino Brite, seriamente―. No daría lugar a error.

―¿De dónde vamos a sacar ese algo blanco? ―preguntó Texas―. En este equipo sucio, sería como buscar una aguja en un montón de paja.

―Ann tiene una toalla blanca limpia ―repuso Reddie. ―Sí, es verdad ―dijo la chica con entusiasmo―. Voy a buscarla.

Cuando el artículo fue colocado en manos de Texas, éste empezó a rasgarlo en tiras.

―Vaya, Reddie, me has salvado la vida. Tengo el mayor interés en que este diablo de Pan Handle descubra rápidamente y con certeza que yo soy Tex Shipman… ¡Ea!; anudaremos dos tiras juntas, y luego ataremos la doble pieza alrededor de los sombreros… Toma, Reddie, coge aquí.

Ella obedeció, y cuando él inclinó la cabeza, arrolló con mano torpe la larga cinta a la copa de su sombrero. A la luz de la hoguera, su rostro aparecía blanco como la toalla.

―¿Por qué tiemblas? ―preguntó Texas―. Cualquiera diría que tienes un mal presentimiento y que por eso te sientes mal.

―Me sentiría… muy mal…, Tex ―dijo ella con voz cortada.

―Bueno, eso es ya un gran consuelo… Apriétala más, para que no se la lleve el viento. Ya. Supongo que así estará bien. ¿Y tú, Pan Handle?

―Yo estoy condecorado también.

―Ah, casi vería eso en la oscuridad. Ahora escuchad, compañeros. A no ser que falle nuestro plan, no regresaremos esta noche. Si marcha bien, no nos separaremos de la manada. Así que despertad a Moze temprano, cargad algunas provisiones y partid tan pronto haya luz. Los vehículos pueden seguir por el camino. Nos encontraréis en alguna parte.

En completo silencio, los dos hombres montaron entonces en sus caballos, que habían sido puestos a mano, y desaparecieron en la sulfurosa y melancólica tiniebla.

―Ésta es una nueva experiencia para Hash Williams ―exclamó este valiente―. Lo que esos hombres no discurran, no se le ocurriría al mismo diablo.

Esta caústica observación rompió la tensión del momento. Reddie se había quedado en pie como una estatua, mirando fijamente hacia la oscuridad por donde habían desaparecido Texas y Pan. Brite no necesitó ver sus ojos esta vez; su actitud instintiva, revelaba una muda protesta.

El viento entraba de la llanura con una larga queja, soplando a lo alto un flujo de chispas encarnadas. Bramaba el trueno. Y un resplandor de relámpago reveló un negro cúmulo de nubes que se precipitaban del Oeste.

―Será mejor pensar en protegernos y proteger nuestras camas contra la lluvia ―aconsejó Brite Deuce, cuídate de que Ann y su padre estén abrigados. Moze, saca nuestro encerado. Vamos, Reddie, nosotros nos acostaremos bajo la galera; estaremos bien.

―Papá, me pregunto si mi remuda no se desbandará con la tormenta ―sugirió Reddie, indecisa en cuanto a lo que debía hacer.

―Déjala. Esos caballitos son bastante aguerridos, y permanecerán juntos si quieren.

―Reddie, yo iré a echarles un vistazo antes de que estalle la tormenta ―dijo San Sabe.

―Entonces tendrás que darte prisa.

―No es más que viento. Todavía no llueve.

Cuando Moze, Brite y Reddie hubieron terminado de atar y asegurar con piedras las puntas del encerado, a fin de que no se lo llevara el viento, la lluvia empezaba a caer en grandes gotas dispersas. Él y Reddie se acogieron a su refugio, y acababan de hacerlo, apresuradamente, cuando la compacta oscuridad se disolvió en un intenso fulgor blanco azulado que iluminó el campamento, los vehículos, los caballos y todo alrededor con una plateada claridad sobrenatural. Siguió entonces el estallido de un trueno que pareció hender la tierra.

La siguiente tiniebla apareció intensificada por un impenetrable y breoso negror que llenaba la atmósfera. El trueno se alejó entonces con una terrorífica y verberante resonancia.

―¿Dónde está usted, papá? ―gritó Reddie.

―Aquí estoy ―respondió Brite―. Escucha el rugido de la lluvia que se acerca.

―¡Oh! Voy a decir pronto mis oraciones; de lo contrario, no me oirá el Señor ―exclamó Reddie.

―Buena idea, chiquilla ―repuso Brite―. No tendamos las camas hasta que pase la tormenta.

Reddie contestó algo, pero en la apremiante furia del diluvio no pudo él distinguir el sentido. La lluvia y el viento envolvieron la galera, arremetiendo furiosamente contra la lona protectora. La tiniebla se abrió entonces ante una fantástica iluminación blanca, que flameó en todo su derredor, mostrando el torrente de lluvia, la tierra anegada, los caballos agrupados con las cabezas bajas. El trueno estallaba como si reventaran las montañas. De nuevo cayó el manto de tiniebla. Pero antes de que el eco verberante se alejara, un látigo de fuego dividió el denso cúmulo de nubes, soltando un resplandor sobrenatural que lo cubrió todo de un tinte verde-plateado, bajo el cual todas las cosas se tornaron irreales. Los blancos relampagueos se sucedieron con tal rapidez que a veces apenas surgía un oscuro intervalo entre ellos; y el tremendo rugido del trueno no cesaba.

Reddie se sentaba arrebujada bajo la galera, cubierta con la larga manta impermeable. Brite veía su rostro pálido y sus ojos oscuros a la luz de los relámpagos. El temor brillaba en su expresión, pero no parecía ser por ella. Reddie tendía la mirada sobre la llanura cruzada de relámpagos con la terrible conciencia de lo que estaba ocurriendo más allá.

También esto embargaba el espíritu de Brite. Estaba reclinado sobre un codo, junto a Reddie, y no lejos de Moze, que también había buscado abrigo bajo la galera. Reddie parecía bastante bien protegida contra el diluvio que lo invadía todo. Brite, en cambio, necesitaba la vieja lona, con la cual se cubrió. Los otros se habían arrebujado bajo los demás vehículos; se les veía formando una masa oscura por la parte de adentro de las ruedas.

Brite detestaba las tormentas de Texas, aun las más ordinarias. Tenía un temor pánico a la verdadera tormenta eléctrica, especie a la cual no parecía pertenecer la presente. Sin embargo, en este momento apenas pensaba en el hecho de que los relámpagos cruzaban frecuentemente el campamento.

Sus pensamientos se dirigían a la inigualada acción de Texas Joe y Pan Handle, que iban en sus caballos a través de la tormenta a imponer un tremendo castigo a los ladrones. Debía de ser una idea original la de adentrarse en el equipo de Hite en medio de la lluvia furiosa, el ensordecedor ruido de truenos y el centelleante fulgor del relámpago. Por el valor de acero que se requería no tenía igual entre los recuerdos de hazañas difíciles realizadas a sangre fría. Estos hombres estarían ahora empapados hasta los huesos, cegados por la lluvia penetrante y los relámpagos, a punto casi de ser arrancados de sus sillas por el viento, en peligro inminente de ser arrollados por un hato espantado y, finalmente, de ser tiroteados por los hombres que habían partido con intención de matar.

Por la extraña luz verde, Brite calculó si él podría o no tirar con puntería en tales condiciones. Los relámpagos duraban lo suficiente para una vista aguda y una mano ligera. De todos modos, a él no le hubiera gustado medir sus facultades físicas y mentales con unos perseguidos en una noche como aquélla.

Tardó una hora, o más, en pasar el centro de la tormenta; después, el viento, la lluvia y algún relámpago intermitente disminuyeron en volumen. Lo que el destino hubiese tenido deparado, había pasado ya. Brite no dudaba de su resultado mortal. Con todo, ello implicaba una excesiva confianza en sus tiradores. No tenía nada seguro en que apoyarse. Ross Hite era un experto forajido, y según los informes que tenía Brite, podía igualarse a Texas Joe. ¡Pero no a Pan Handle Smith! Pan Handle podía ser comparado con el gran matador tejano de aquella década.

Reddie se había enrollado en sus mantas y dormía, según Brite pudo descubrir al disminuyente fulgor de los relámpagos. Brite hizo su propio lecho, cansado, sumido en una calma extraña, fijo, en cierto modo, en su sentido de la victoria.

No era de día aún cuando un ruido le despertó de su sueño ligero. Sin embargo, cierta claridad grisácea revelaba ya por oriente, la llegada del alba precursora del día. Estiró la mano para estrechar la de Reddie, pero el objeto oscuro que había tomado por ella era su lecho. Moze estaba también en pie, partiendo leña. Brite se apresuró a levantarse a fin de ayudar en algo.

Hacia las cuatro galeras sonaban voces ásperas. Oscuras siluetas de hombres pasaban de un lado a otro ante aquella luz gris.

―Pete, tenemos que engrasar el carro ―dijo Williams con aspereza. La voz clara y alta de Reddie entró flotando en el aire. Tenía la remuda en movimiento. Uno a uno, los vaqueros fueron apareciendo junto al brillante fuego del campamento, fríos, entumecidos, mojados, silenciosos y lentos. Ackerman no se hallaba presente, de lo cual dedujo Brite que había ido con Reddie a buscar la remuda. La conjetura resultó exacta. Cuando los mesteños hubieron entrado, siguieron el cortante silbido de cuerdas mojadas, el golpeteo de pequeños cascos, el resonar de duros tacones y tal cual gruñido o reniego de un vaquero. Hecho esto, los jinetes se apiñaron en torno a Moze, pidiendo de comer.

Se iluminó la aurora. Ackerman llamó al vehículo de Hardy.

Miss Ann, ¿está usted despierta?

―Vaya si lo estoy ―fue la respuesta.

―¿Qué tal se encuentra?

―Sin novedad, Mr. Deuce, pero bastante mojada.

―¿Cómo está su padre?

―Hijo, todavía estoy vivo y coleando ―contestó el propio Hardy.

―¡Me alegro! Miss Ann, será mejor que salga a secarse y tomar algo caliente. Pronto nos pondremos en marcha. Hash Williams marchó a paso largo hasta la hoguera, abriendo sus manos enormes.

―Ha escampado por completo. Todo indica que tendremos un gran día para caminar.

―¿Crees tú que caminaremos? ―inquirió Brite.

―Me atrevería a apostarlo ―repuso ásperamente el cazador.

―Williams, ¿te parece que nos pongamos en marcha? ―preguntó Ackerman.

―Pronto. Tú conducirás el carro de Hardy lo mismo que ayer. Pete guiará nuestra galera. Yo iré con los muchachos. Vamos a ver, así seríamos seis. Puede quedarse un jinete con vosotros.

―Está bien. Rolly, tú seguirás aquí con nosotros.

Cinco minutos después, los cinco estaban montados en mesteños impacientes, formidable quinteto a la pálida luz de la mañana.

―Tirad por el sendero, y seguid adelante hasta que nos deis alcance. No temáis que nos olvidemos de vosotros.

Partieron rápidamente, en grupo apretado, hecho que puso de manifiesto a los ojos de Brite la incertidumbre de su misión y el modo en que había sido emprendida.

―Buen día, Ann ―dijo Reddie saludando a la otra chica, cuando ésta apareció desgreñada y mojada, pero alegre y expresiva―. ¿Has oído la tormenta?

―Buen día… ¡Oh, fue terrible!, ¿no? ¡Y pensar en esos dos que partieron solos! No pude dormir.

―No ha sido una noche muy agradable, miss Ann ―dijo Brite―. Acérquese al fuego. Moze, venga nuestro desayuno. No debemos perder tiempo.

Estaban en camino al hacerse día pleno, cuando el llano acababa de despertar y todas las lejanas señales del camino aparecían envueltas en la bruma. Pero el cielo era claro, el oriente se enrojecía y el aire era fresco y suave.

Rolly Little marchó a la cabeza para explorar el camino; los vehículos siguieron, uno cerca del otro; y la remuda, al final, conducida por Brite y Reddie. Todos los caballos iban descansados. Iban al trote sobre la tierra dura, chapoteando a través de los pequeños charcos. Entre tanto, el rojo del oriente se tornaba rosa, y el rosa se abría para dar paso a un sol glorioso, ante el cual las sombras y las nieblas, los misterios de la lejanía y la oscuridad de barrancos y ciénagas se disolvían y pasaban.

Cinco millas más allá, Rolly Little se salió del sendero y parecía buscar algo. Cuando la remuda llegó a nivel de este punto Brite se apartó para hacer un ligero reconocimiento. Descubrió el lugar donde había acampado Ross Hite. Fardos, sillas y utensilios abandonados junto a un mojado lecho de cenizas, daban testimonio de que los ladrones habían partido precipitadamente. Un largo grito atravesó los oídos de Brite, sobresaltándole. Little agitaba la mano allá delante, a cierta distancia. Pero su acción parecía más bien el resultado de excitación que de alarma. Brite, lleno de emoción y curiosidad, galopó hacia él; sin embargo, antes de que llegara al sitio, Little señaló un objeto en el suelo y siguió adelante.

Brite no tardó en percibir un hombre muerto, boca arriba, los brazos extendidos, con el revólver en el suelo, espectáculo elocuente que subrayaba la ley de la llanura. Brite trazó un círculo imaginario y se salió del sendero para tropezar a poco con otro cadáver del equipo de Hite, yerto y horrible, con la mitad de la cara volada por el tiro y la abierta camisa ensangrentada. Más adelante, siguiendo el círculo, Brite vio un caballo y dos hombres muertos, todos en un grupo. Brite no cerró el círculo; saliéndose de él cortó hacia la remuda.

Reddie le echó una temerosa y chispeante mirada.

―¡Ah, parece increíble! Cuatro hombres del equipo de Hite tendidos a lo largo del sendero, en un círculo. Yo no llegué sino a la mitad de ese círculo.

Reddie tragó saliva con dificultad y se quedó callada. Siguieron adelante, ahora con los ojos fijos en la ondulada y engañadora distancia de la llanura. Los búfalos aparecían a trechos formando parches oscuros sobre el verdor, fuera del sendero. Las colinas de púrpura se alzaban como señales, y detrás de ellas descollaban, borrosas en el aire claro, las montañas de Wichita. A la derecha, la llanura se iba inclinando hasta fundirse en el horizonte. Y las que parecieron horas de ansiedad fueron pasando con el girar de las ruedas, el trote de los caballos y la labor de los conductores apremiando a la morosa remuda hacia delante.

―¡Mirad allá delante! ―gritó Reddie, con voz chillona.

Smiling Pete se levantó sobre su galera, agitando su sombrero. Sus enérgicos movimientos podían ser atribuidos tanto a la alegría como a la alarma.

―¡Reddie! Pete ve a nuestros compañeros con la manada… O bien una banda de comanches. ¿Cuál de las dos cosas será?