NUEVE
El verano había llegado a la isla de Irlanda casi de repente, sin siquiera avisar con un día templado de por medio, y se iría de igual modo, en el mismo instante en que llegara una borrasca. El trasiego de turistas era constante en el Bowell’s Pub, nadie puede visitar Gallway sin acercarse a ver los Cliffs de Moher, y de camino, hay que tomar de forma casi obligada una Chowder, la popular sopa de pescado. El local de Paddy disponía de habitaciones y en aquella época del año, los viernes por la noche, había música en directo. Enda estaba recogiendo algunas mesas. Lo hacía con la misma delicadeza con que las servía. Pronto se marcharía a casa a descansar un rato, antes de volver para el turno de noche, como cada fin de semana. Ya no quedaban muchos clientes de la hora de la comida. Habían pasado por allí alemanes, italianos, españoles y franceses. El bueno de Paddy Bowell estaba contando la caja. Si no fuese por los meses de verano, un pub de pueblo como aquél no podría aguantar el invierno. Cuando se abría la puerta, a la salida de la gente que iba abandonando el comedor poco a poco, ya se sentía el fresco atlántico que visitaba cada noche la zona, desde primera hora de la tarde hasta la madrugada, aun en verano.
—La cuenta, por favor.
El viejo Paddy Bowell apartó la vista de los billetes por un segundo y vio a un hombre frente a sí, al otro lado de la barra. Su aspecto era el de un turista más pero había estado comiendo solo. No era muy normal ver a gente solitaria acercándose a visitar los Cliffs de Moher. Pensó que podía ser un periodista o un fotógrafo haciendo un reportaje.
—Veamos, ¿qué ha tomado exactamente? No veo su nota por aquí —dijo el dueño revolviendo unos papeles.
—Perdone, no hablo muy bien inglés. No le entiendo.
Paddy miró a aquel hombre y dejó de pensar que era periodista. Busco con la vista a Enda y la señaló. Go there, go there! She speaks spanish. Él obedeció sin más y se acercó a la camarera.
—Hola, querría pagar mi cuenta.
Enda le observó tan sólo un segundo y luego buscó con la mirada en qué mesa había estado sentado, que era la única que faltaba por recoger de las que estaban vacías. Ni tan siquiera recordaba haberle servido, había habido mucho trabajo. Se sudaba tan sólo un par de veces al año en aquel sitio, y aquélla había sido una de las dos. La camarera lucía los pómulos rojos y el cuello húmedo hasta el escote, que no dudaba en secar con una servilleta usada.
—Déjeme ver qué tenía… una Chowder, una beer, some bread and… una taza de café —arrugó los ojos y apretó los labios para contar de cabeza—. Son veintidós euros con cincuenta cents, por favor —su español parecía limitado pero su pronunciación no era tan mala. Extrañamente, mostraba un ligero acento catalán en alguna palabra.
—Tome, cóbrese —extendió su mano con un billete de cincuenta euros al tiempo que ella buscaba cambio en el bolsillo de su delantal.
Una vez tuvo las vueltas y mientras las guardaba en la cartera, dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta?
La camarera levantó la vista de nuevo y, por primera vez, miró los ojos de aquel extranjero. Eran marrones como las tardes de otoño y miraban de modo tierno, como lo hacen los niños.
—Go —dijo ella mostrando una leve sonrisa que descubría unos bonitos incisivos.
—¿Conoce usted a una mujer que vive por esta zona que se llama Enda Berger? Creo que suele venir por aquí, si no me equivoco. Mire —dijo mientras le mostraba una nota—, aquí tengo su dirección. ¿Me puede indicar cómo llegar?
Enda tardó sólo un segundo en relacionar su llamada de teléfono de días atrás con la presencia de aquel hombre allí. Entonces sintió que había deseado aquello desde que recibió aquel telegrama. Y al tiempo, sentía un miedo extraño a que se perturbase la calma en la que vivía.
—No hace falta que vaya a ninguna parte —dijo—. Joaquim, ¿verdad? Yo soy Enda Berger. ¿Qué le ha ocurrido a Artur?
Joaquim Ortells no pudo disimular su sorpresa. Aunque intentó parecer natural.
—¿Podemos tomar un café?
Las copas de los árboles indicaban la dirección del viento, que tres de cada cuatro veces sopla de oeste a este en esa parte de la isla. El cielo estaba despejado pero aquel sol distaba mucho de poder calentar algo. Aun así, su luz daba una sensación de confort que hacía pensar que era verano. Joaquim y Enda estaban sentados en una mesa de madera con bancos adosados que había fuera, junto a la puerta del pub. Sus tazas humeaban un aroma fuerte aunque el café era esa aguada infusión de grano que sirven en media Europa.
—¿Cómo ocurrió? —preguntó Enda mientras soplaba su taza.
—Fue por sorpresa. Un infarto. Tan sólo un segundo —Joaquim levantó la mirada y apuntó a ninguna parte en el horizonte—. Hace tres meses.
Enda sorbió un poco y apartó la boca del café, estaba ardiendo. Entre sus cuerpos, el aire parecía detenido, en silencio, tanto como ellos.
—¿Por qué me busca? ¿Le pidió él que lo hiciese?
—No exactamente. Artur no habló nunca de usted. Tan sólo aparece en sus últimas voluntades y era mi trabajo encontrarla y hacer lo posible para que esté presente en la lectura del testamento.
—¿Testamento? ¿Quiere decir que…?
—No sé nada. La lectura se hará tan pronto como venga conmigo y se reúnan las tres en la notaría.
—¿Las tres? ¿Estás buscando a dos más? —comenzaron a tutearse a partir de aquel instante.
—No, nada de eso. Ya lo hemos retrasado bastante contigo —se sonrió Joaquim—. Se trata de su mujer y su hija.
La cara de Enda acabó de arrugarse como un papel. Miraba a aquel forastero con pretendida desconfianza pero reconocía en él aspectos y dejes de Artur, y estaba segura de que habían pasado muchas horas juntos.
—No entiendo, si tenía mujer e hija, ¿por qué dejó un testamento?, ¿por qué se acordó de mí después de dieciséis años? ¿Estás seguro de que no es un error?
Joaquim se levantó para estirar las piernas.
—¿Eres Enda Berger, no? Pues no se trata de un error. Apareces en el testamento de Artur Font. Y créeme, no fue un descuido, lo revisó tan sólo cinco meses antes de fallecer. Lo hacía cada dos años, más o menos, y siempre te incluía, por lo que parece.
La vista de Enda se perdió en el aire, como lo haría un azor en vuelo bajo entre los árboles.
—No sé si quiero volver a enfrentarme a aquello, fue muy duro. Y, la verdad, no me interesa ninguna herencia rara de ningún pintor de arte con el que tuve una aventura hace casi una vida.
Joaquim abrió los ojos un poco más. Suponía que había habido algo entre ellos pero no por eso dejó de sorprenderse. Él tampoco comprendía gran cosa.
—Artur no era pintor de arte, Enda. Artur era escritor. ¿No lo sabías?
Ella le miró frunciendo el ceño.
—Lo era cuando yo le conocí. Y no escribía, que yo sepa.
—Pues lo hizo más tarde. Se ganaba la vida con ello, así que no lo hacía del todo mal.
Estuvieron allí un rato en el que alternaron grandes silencios y algunas preguntas. Cada cuál intentaba aclararle al otro cuanto podía pero ninguno de los dos tenía muchas respuestas.
—¿Vendrás conmigo, entonces? —preguntó Joaquim al fin.
—No lo sé. De momento tengo que ducharme y ponerme a servir cervezas. ¿Le has pedido a Paddy una habitación para pasar la noche? —preguntó señalando hacia adentro.
—Sí —respondió él al suponer que se refería al propietario.
—Estupendo. Mañana hablaremos con calma de todo esto.
Un viejo pub irlandés de pueblo en una carretera tranquila se puede convertir un viernes cualquiera en un enjambre de vecinos como no podemos imaginar. La música en directo se oía a quinientos metros pero probablemente no molestaba a nadie porque, a decir verdad, no quedaba un alma en sus casas. Los músicos no eran ningunos chiquillos pero hacían sonar Paranoid de Black Sabbath como la mismísima banda de Birmingham. Enda recogía las pintas vacías y prácticamente las sustituía, en el acto, por unas llenas. Una mano despistada le acarició el trasero.
—Harry, ¿quieres que se lo diga a tu mujer?
El viejo Harry se puso del color de los cuadros de su camisa, avergonzado, y Joe, el carpintero, casi se atraganta de la risa.
Paddy Bowell también contaba, los fines de semana, con la ayuda de su hija, que sólo tenía quince años, y de su mujer, Riona, a la que, después de tanto tiempo, todavía miraba con cierta curiosidad. Entre los cuatro manejaban como podían a la tripulación de aquel barco, por unas horas, a la deriva.
Joaquim se había duchado en su habitación y se había vestido de forma un poco especial. No sabía de qué iba aquello pero pensaba que la ocasión lo merecería, así que se había puesto una chaqueta y una corbata oscuras. Tardaron un rato en dejar de mirarle como a un tipo extraño para pasar a mirarle sólo como a un extraño. Y aun así, el calor de aquella gente de campo le hacía sentir como en casa. Cogió su cerveza Guinness y, con un bigote blanco por la espuma, como todos los hombres de aquel lugar, se dirigió al teléfono que había sobre la barra, en un rincón, y marcó un número que sabía de memoria. Tuvo que alzar la voz porque el barullo era considerable.
—¡Hola, Noelia!
—¿Joaquim? ¿Dónde estás? ¿Qué ruido es ése?
—Estoy en Irlanda —dijo dando voces—. La he encontrado.
—¿A quién has encontrado? No te oigo bien —respondió Noelia también a gritos.
—A la chica. La mujer del testamento. La he encontrado y vendrá conmigo de vuelta mañana.
Noelia pensó en ello un instante y sintió que ya tenía ganas de enterrar toda aquella historia.
—¿Mañana? ¿Crees que podremos solucionarlo todo el lunes?
—Hablaré con don Francisco, el notario, y te lo confirmaré, pero ya te adelanto que no creo que haya ningún problema. Te veo el lunes.
A eso de las doce la banda ya tocaba el par de baladas que se guardaban para rematar la actuación que cada viernes daban en un pub y un municipio diferentes. Algunas parejas de enamorados, y no por ello jóvenes exactamente, bailaban abrazados. La luz era más tenue y el ambiente mucho más sosegado. Medio pueblo se había marchado ya a dormir y el otro medio estaba borracho. Alguna vieja discusión, tanto como para haberse convertido en leyenda, se oía provenir de una de las mesas del fondo, donde tipos que parecían marineros recios y curtidos se emocionaban por estar entre amigos. Enda se acercó a Joaquim con un trapo colgado al hombro, ya había comenzado a recoger las sillas vacías. Él había tomado unas cuantas pintas y al verla acercarse se dijo para sí que su amigo Artur tenía muy buen gusto.
—Hola, forastero —dijo ella simulando apuntarle con un revólver.
—Hola, señorita Berger —dijo él sonriendo torpemente por el alcohol.
—Te oí decir antes, cuando hablabas por teléfono, que iba a marcharme contigo mañana. Has debido de emborracharte muy pronto para decir algo así.
Ella sonreía. Él intentó hablar serio aunque no dejaba de resultar cómico verle balbucir de aquel modo.
—No deberías escuchar las conversaciones privadas.
—Creo que hasta los chicos de la banda han podido oírte, gritabas más que ellos —dijo ella mostrando una sonrisa que él interpretó como muy sensual.
Aquella irlandesa le atraía, era diferente a todo lo que conocía. Y ella, al mismo tiempo, sentía atracción por lo que aquel hombre pudiera recordarle a Artur; aquella forma de hablar, de mover los brazos, la forma de pronunciar su nombre… Afortunadamente nada ocurrió, porque los besos nunca terminan, y cada uno que damos queda guardado y anida en sitios insospechables, y ninguno de los dos hubiera vuelto a ser el mismo después de aquello y, probablemente, lo hubiesen echado todo a perder.
—Ni siquiera tengo billete de avión y no creo que lo encuentre a estas horas, en caso de que puedas convencerme —replicó ella.
—Sí lo tienes. Lo compré antes de venir. Es muy sencillo; un billete de avión para Enda Berger, por favor.
Ambos sonrieron.
—¿Y cómo estás tan seguro de que voy a aceptar ir contigo?
—Porque mi mejor amigo se casó con una mujer tan fabulosa que cada día me cuesta un enorme esfuerzo no enamorarme de ella, y la quiso como a una reina y la cuidó cuanto pudo, pero aun así no te olvidó en dieciséis años. No sé de qué modo pero nunca dejó de tener un lugar para ti. Y quiero saber por qué.
Enda guardó silencio un par de segundos, echó un rápido pero tranquilo vistazo al local, y miró los vasos sucios que se amontonaban en la barra como un castillo de naipes y el barro olvidado que había bajo las mesas.
—¿A qué hora sale ese
vuelo?