DIECINUEVE
Enda había pasado toda la tarde y la noche del jueves perdida entre las páginas de la novela de Artur. Había llegado a no saber en qué hora del día estaba ni si había comido o no. Aquella historia la distrajo de sus cinco sentidos durante todo aquel tiempo. Y la vida, para Noelia y Efe, por unas horas, fue exactamente igual a como era antes de que ella llegara, porque ahora pasaba las horas en silencio aferrada a aquel libro, a excepción de cuando preguntaba el significado de alguna palabra que no entendía ni bajo contexto. A las cuatro de la mañana menos catorce minutos terminó con ella. La cerró y quedó mirando el techo de la habitación mientras pensaba. Los ladridos de Octubre la despertaron pasadas las nueve y media.
—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Efe ya en la cocina mientras se servía un café.
—Muy intensa —dijo—. La verdad es que Artur sabía cómo enganchar al lector.
—Eso decían de él —dijo Noelia.
—La historia está muy bien construida. La verdad es que te hace seguir leyendo sin parar y no decae el interés… Aunque no es el tipo de novela que yo compraría.
Las dos pusieron sus ojos de arena sobre ella.
—¿Ah, no? —se atrevió a preguntar la hija por las dos—. ¿Y qué tipo de novela compras tú?
—No tengo nada en contra de la novela negra, no me malinterpretes —se apresuró a aclarar en un tono de disculpa—, pero me gusta más algo diferente. Algo, no sé cómo decirlo, una literatura más abstracta, poética quizá, difícil.
—Sé lo que quieres decir —dijo Noelia—. Él también opinaba lo mismo de su propia obra, pero era su trabajo.
—Pues yo creo que os equivocáis —dijo Efe—. No hubiese vendido esa enorme cantidad de libros de no hacer aquello que se le daba tan bien.
—Quizá —dijo su madre—, pero nunca lo sabremos.
Noelia se puso a recoger las tazas sucias y ello puso fin a la conversación. Todavía no se sentía cómoda al hablar de Artur de forma tan manifiesta con aquella mujer.
A media mañana, Enda se acercó a Noelia, que estaba en el altillo que hacía las veces de estudio tecleando en uno de los ordenadores.
—¿Me prestas una brocha y un poco de pintura?
Noelia apartó la vista de la pantalla del ordenador y la miró a los ojos. Navegó unos segundos por aquel azul tan claro y ya no hizo falta preguntar nada.
—Sí, ¿por qué no? —dijo mientras cogía un bolígrafo—. Te apuntaré en un papel nuestro número de teléfono.
Caía el sol con toda su
bravura. Enda había aprendido la lección y se había untado
protector. Con el bote de pintura y la brocha en sendas manos,
atravesó la huerta junto a la balsa y continuó hasta la cerca de
madera. Esta vez, al cruzarla, tuvo una extraña sensación, como si
llegase a un lugar seguro, familiar. A fin de cuentas, pensó,
aquello era suyo. Una vez en el taller, cogió la brocha, abrió el
bote y la fue mojando en la pintura. Era de color negro, como las
noches sin luna ni amante. Intentando hacerlo lo mejor que pudo
pintó lo mismo en las cuatro paredes. Alguna letra quedó más
torcida que otra y los números parecían nacer del irregular pulso
de un niño, pero se entendía. Si alguien pasara a menos de cien
metros sabría que aquel viejo taller de bicicletas estaba en
venta.