VEINTE
Una tarde más, la luz calabaza echaba las cortinas en aquel retal de costa. Los playeros, perezosos, recogían sus hamacas y sombrillas y comenzaba el aburrido ritual de quitarse la arena de los pies junto a los coches. Era viernes, y su noche no era como las demás. Enda Efe bajó de su habitación arreglada para irse. Se había pintado la cara con los colores de guerra. Llevaba una falda tan corta que sus piernas parecían no encontrarse nunca y unos afilados tacones la alejaban once centímetros del suelo. Seguro que Artur hubiese objetado algo inútilmente.
—Mamá, necesito que me lleves a la playa del Castell —dijo.
Noelia ni levantó la cabeza del ordenador. Llevaba allí trabajando todo el día.
—Perdona, ¿qué dices?
—Que tienes que llevarme. No pueden venir a recogerme.
—Eh… cariño, espera un momento. Estoy acabando una cosa.
Enda Berger estaba sentada en el sofá buscando palabras en un diccionario. Efe la miró con carita de gato.
—¿Me llevas tú?
Noelia ahora sí levantó la vista y arqueó las dos cejas.
—¿Sabes conducir por la derecha?
—Sí, claro. ¿Olvidas que viví en Barcelona?
—Todavía no me has contado esa historia —dijo con la voz herida de bala—. ¿Te importa llevarla? El camino es muy fácil, todo recto siguiendo la costa. La vuelta no tiene pérdida. Coged el BMW, hay que arrancarlo de vez en cuando.
Enda Efe no tardó ni tres minutos en darse cuenta de que aquella irlandesa no había conducido un coche con el volante a la izquierda en su vida. A punto estuvo de salirse del camino un par de veces.
—No tengo prisa. Prefiero llegar —le dijo.
—Muy bien. Iré más despacio —replicó ella sonriendo porque había sido descubierta.
La noche y sus sonidos se iban adueñando de todo el parque natural. Los focos del coche le arrebataban a la oscuridad algún sapo distraído o algún gato asilvestrado que buscaba algún sapo distraído.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Efe.
—Ya la has hecho, ¿no crees?
—No, en serio. Es muy personal, ¿puedo?
Enda Berger dejó escapar el aire de sus pulmones con gran sonoridad y comenzó a hablar en un tono de confidente de policía.
—¿Quieres saber si quería a tu padre? —se hizo ella misma la pregunta y se tomó unos segundos para continuar—. Llevaba dieciséis años sin saber de él, justo la edad que tú tienes, para que te hagas una idea, y a Joaquim le costó un par de horas convencerme para salir corriendo tras su eco. Tenía mi vida hecha, no era perfecta pero era una vida. Era casi feliz, y aunque eso no parezca demasiado, me costó lo mío y he pagado un precio muy alto, ningún hombre ha encajado en mis planes. Ningún abrazo me espera tras el trabajo con un té caliente, pero he aprendido a no necesitarlo, bueno, puede que un poco, pero tan apenas que ya no molesta.
Enda Efe escuchaba en silencio con los labios apretados para que no se saliese ninguna palabra que la pudiese interrumpir.
—Quería a tu padre más que a mi vida. Llevo todo este tiempo repasando mentalmente lo que pasó hace años y no consigo entenderlo. Y ahora, estoy aquí, con su mujer y su hija aceptando la limosna de su recuerdo porque es lo único que queda. Y me sabe a poco. Tan a poco que me falta el aire. Y todavía le quiero. Le quiero tanto que os quiero también a vosotras porque ahora sois lo único que queda de él.
Enda Efe nunca había sentido su garganta tan seca y muda. No sabía qué decir.
—¿Era eso lo que querías saber?
—No exactamente pero gracias por confiar en mí.
—¿No exactamente? —preguntó Enda sonriendo—. Fuck sick. ¿Cuál era tu pregunta?
—Nada, no importa. Déjalo. En otra ocasión.
Enda Berger dio un volantazo y paró el coche en la cuneta. El polvo que levantó en el camino llegó a entrar por las ventanillas.
—Go —insistió—. Puedes confiar en mí.
—De acuerdo —dijo Efe—. De mujer a mujer. ¿Has practicado alguna vez sexo anal?
La playa del Castell era la más habitada de todas las de la zona. Una primera línea de casas del siglo pasado le plantaba cara al mar, que en los últimos treinta años se había comido veinte metros de costa. Las olas rompían contra un viejo muro ya casi convertido en ribazo. Era lo que quedaba de lo que popularmente se conocía como el castillo pero que nunca fue tal, sino un cuartel militar de época republicana. Era la hora de la cena y la gente había tomado el paseo al asalto. Un par de locales a medio camino entre restaurante y merendero de playa estaban estacados en la arena, frente al mar. Efe dijo:
—Puedes parar aquí. Gracias por llevarme.
Enda Berger paró el coche junto a la playa.
—¿Cómo vas a volver? —preguntó.
—Me llevará una amiga. Adéu —dijo mientras daba un portazo.
Enda puso la mano sobre las llaves en el contacto y de pronto se detuvo. Miró hacia fuera. Aquel ambiente tan festivo y mediterráneo le recordaba a Artur, cuando solían ir a cenar a los merenderos de la Barceloneta. Sacó las llaves del contacto y salió del coche. Se acercó a uno de los locales; Casa Miquel, anunciaba un letrero mal pintado. Una vez dentro olía a sardina. Un par de camareros hacían cabriolas con bandejas llenas de platos y jarras de sangría. El lugar estaba animado. Enda se acercó a la barra y pidió una cerveza en botella. Dio un trago y apoyó sus codos en la tabla como lo haría un vaquero en un mal Western. Desde allí observaba todo el chiringuito. La única pared que no era de cristalera estaba llena de cuadros con fotografías. Con la cerveza en la mano, y dando continuos y regulares tragos, recorrió la pequeña galería de imágenes. Enseguida distinguió a Artur en una de las fotografías. En ella aparecía un grupo de hombres. Todos llevaban equipaje de fútbol. En las camisetas se podía leer Platja del Castell F.C. Eran todos mayores, él era de los más jóvenes y debía de tener ya más de cuarenta años en la imagen. Parecían personas sencillas, del terreno, gente humilde; labradores y pescadores. Estaban acalorados y tenían el aspecto de acabar de jugar un partido. En sus caras, estropeadas por el tiempo y el sol, se podían adivinar los suaves perfiles que habían tenido de niños, con los mismos ojos inocentes y la misma ilusión posaban para aquella foto. Artur se abrazaba con fuerza a los dos hombres de sus lados y éstos también se apoyaban en él, con fuerza, como si fuesen una escollera que tuviese que sostener la marea. Con orgullo, sus rostros parecían decir al mundo que ésos eran sus amigos, su gente, y eran capaces de todo por ellos.
No era la única fotografía donde aparecía Artur. Ni mucho menos. Enda olvidaba con facilidad que aquel hombre corriente y anónimo que amó una vez continuó siendo corriente pero dejó de ser anónimo, y seguramente para el dueño de aquel merendero era un honor, además de un reclamo para turistas, tener aquellas imágenes en la pared. Enda se fijó en que en todas las fotos que aparecía Artur, alguien le estaba rodeando con el brazo y él, a su vez, se abrazaba a alguien.
—¿Sabe quién era?
Enda se dio cuenta de que alguien se había detenido junto a ella. Era un hombre de unos sesenta años que llevaba la camisa desabrochada hasta el pecho. Le reconocía de una de las viejas fotografías que había observado en la que aparecía más joven.
—Sí —dijo ella—, creo que era un escritor famoso.
—No —repuso el hombre—,
era quien arreglaba las bicicletas.