ÚLTIMO CAPÍTULO

 

Enda Berger recorría la playa caminando descalza. En la mano llevaba unas viejas zapatillas de lona. Las olas acariciaban sus pies y la fría espuma se escurría entre sus dedos. El viento jugaba travieso a despeinarla pero nada puede despeinar a una irlandesa. Caminaba en dirección sur. Nunca antes lo había hecho por aquella playa. Era lunes, treinta y uno de agosto. Para los niños, los amores estivales y los malos estudiantes, oficialmente, se acababa el verano. En efecto, a unos doscientos metros vio la casa de Thomas, una vieja caravana yacía muerta junto a ella, y un pino tan alto como esmirriado reflejaba lo duro que era enraizarse en aquella arena protegida por la Ley de Costas y los insectos. Para algunos extranjeros también lo era —enraizarse, me refiero—, pero no para él, el apuesto y viejo nudista con aires de actor de cine. Lo vio ya desde lo lejos sentado en una vieja mecedora. Al acercarse dijo:

 

—Gracias a Dios, Thomas, estás vestido.

 

Él levantó la vista.

 

—Tan sólo llevo un taparrabos —dijo cogiendo por un costado el calzoncillo que le cubría el sexo.

 

—Es suficiente —añadió ella sonriendo.

 

—Es esta maldita mecedora, me pican los huevos si los apoyo en ella.

 

Enda dejó que una pausa terminase con aquella conversación tan indiscreta y aprovechó para tomar asiento junto al viejo, en una silla de paja.

 

—¿Has venido para despedirte? —preguntó el hombre.

 

Ella obvió la pregunta.

 

—Esta mañana ha venido una pareja. Querían dejar sus bicicletas. Una está pinchada y la otra no frena bien. Habían estado fuera medio año y las han encontrado así. Llegaron ayer y no saben lo ocurrido pero tampoco creo que conocieran a Artur personalmente.

 

El viejo comenzaba a ponerse nervioso. La arena que levantaba el viento se arremolinaba en el porche como un animal que buscase protegerse.

 

—¿Y qué les has dicho? —preguntó acariciándose aquella barba tan enredada como una mata de zarza.

 

Enda le miró a los ojos. Y él se temió la respuesta.

 

—Les he dicho que pasen mañana por la tarde, que estarán arregladas.

 

Thomas bajó la mirada al suelo y por un momento siguió con la vista el recorrido de aquella arena que se escurría huyendo por las rendijas de la madera. Él no podía hacer lo mismo.

 

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.

 

—No había muchas alternativas, y tú eras el único que sabía que Artur pasaba todas esas horas pintando; solamente tú podías arreglar las bicicletas, él no tenía tiempo. Seguramente, os reuníais allí los dos y mientras él trazaba lienzos en los que aparecía yo, tú arreglabas todas aquellas bicicletas. Y mientras, charlabais y reíais. Y seguramente, más de una vez, os enfadabais.

 

—Sí, es cierto. Era muy fácil discutir con él.

 

—Así que eras tú… Tú eras quien arreglaba las bicicletas, y la gente le quería a él. ¿Por qué? ¿Por qué no decir que eras tú quien lo hacía? Toda esa gente debería saberlo. Le están muy agradecidos, y el mérito es tuyo.

 

El viejo germano se levantó de la mecedora y miró hacia el mar como si su amigo pudiese escucharle y deseando que lo hiciese.

 

—¿De verdad crees que toda esa gente le quería por arreglar sus bicicletas sin cobrarles por ello? ¿Puedes realmente pensar eso? Esa gente le quería porque podían contar con él, explicarle sus problemas… porque era de esos hombres que sufren cuando lo hace un amigo, que se preocupan por ayudar a los suyos, y no huyen como una maldita cucaracha cuando la desgracia se ceba en sus vecinos sino que les buscan en el lodo, se meten hasta la cintura y tiran de ellos. Porque hombres así hay muy pocos y aquí han tenido la suerte de tener uno, y por eso nunca le olvidarán.

 

Sus párpados actuaban como diques para contener la emoción.

 

—Y si para ellos es el hombre que arreglaba las bicicletas eso no va a cambiar ahora.

 

Enda ya no tenía más palabras. El alemán encendió una vieja pipa y escupió sobre la arena. Ella comenzó a caminar despacio. Pensaba que era afortunada de haber sido amada por un hombre así y que valía más la pena aquello que tener de otra forma a cualquier otro. Pero todavía era joven, y Joaquim era un buen tipo, a lo mejor se debía a sí misma una oportunidad. A los pocos metros se dio media vuelta y gritó:

 

—Mañana al mediodía quiero que esas bicicletas estén arregladas.

 

El viejo sonrió mientras sujetaba la pipa con los dientes. Su barba parecía un vergel.

 


 


 

FIN

 
El hombre que arreglaba las bicicletas
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