TREINTA Y SEIS

 

Hay veces en la vida que actuamos de una forma simplemente porque sí, no hay motivos, sabemos que las cosas han de ser de un modo y que nosotros tan sólo somos actores. No podemos evitar que ocurra, simplemente podemos decidir si nos queremos ver involucrados o preferimos que sean otros los protagonistas. Enda Efe no era de esas personas que viven en un segundo plano. Ésas que son el público en esta función. Ella era más bien una actriz de reparto cuando no una artista principal. Y las artistas se sacrifican, todo el mundo lo sabe. Era sábado. Podía ser que el último con buen tiempo del verano. Llevaba unos días sin salir y sin ver a sus amigas. Tan pronto abrió los ojos supo lo que tenía que hacer. Subió a una silla y palpó en la parte superior del armario ropero. Encontró algo. Lo cogió. Era una vieja caja de chocolatinas de hojalata. Recordaba perfectamente cuando su padre se la regaló y la sellaron con pegamento. Luego le hicieron una hendidura en la parte superior y desde aquel día habían ido metiendo las monedas que aparecían por casa. Ésas que no tienen dueño, se localizan generalmente sobre la lavadora, junto al cenicero del coche o bajo los cojines del sofá. Ella sabía perfectamente que su padre se encargaba de que siempre apareciesen más monedas de la cuenta en ese tipo de sitios. Ahora necesitaba aquel dinero. Su madre no confiaría en darle un solo euro sin justificar en qué lo gastaba, después del incidente de la playa. Cogió un bolígrafo metálico y destrozó la boca de aquella hucha casera. Fue sencillo, tan sólo era hojalata. Contó los euros. Había más de doscientos pero no necesitaría tanto. Cogió sólo cien.

 

—Mamá, me voy a dar una vuelta en bicicleta. A lo mejor voy hasta casa de Esther a bañarme en la piscina —dijo alzando la voz sin saber muy bien desde dónde la escucharía su madre.

 

—Muy bien, pero si no vienes a comer, avisa —dijo Noelia desde la cocina, donde estaba leyendo la prensa que no había podido leer antes.

 

Enda Efe salió de la Alquería Julieta y tomó el camino en dirección norte. Pedaleó unos veinte minutos y se detuvo. El marjal ya comenzaba a mudar sus colores como un perro que muda el pelaje de verano y se prepara para que salga el de invierno, mucho más poblado y grueso. Al llegar a una casa rodeada de pinos, se detuvo, bajó de la bicicleta y llamó al timbre. Un hombre sin camisa, medio calvo y con la tripa que parecía que escondiera una sandía, salió a contestar.

 

—¿Quién es?

 

—Hola, ¿está Santi?

 

Santi era uno de los chicos de la playa, amigo de Marc Goterris. El hombre hizo un sonido gutural y se marchó para adentro. Al poco, apareció Santi. Al verla se quedó de piedra e instintivamente se dio media vuelta para ver si su padre salía tras él. Parecía que no había peligro. Al llegar hasta la valla la abrió muy poco, casi con miedo de dejarla pasar.

 

—¿Qué haces aquí? —preguntó con cierto temor a que pudiese decirle algo a sus padres.

 

—Hola, Santi —dijo ella en un tono sensual—. He venido porque quiero más.

 

Él se puso del color de la sangre que probablemente se le acumuló en la cabeza.

 

—Es una broma, tonto. Ya sé que están tus padres. Oye, que a ver cuándo quedamos para volver a la playa y eso…

 

Él la miraba desconcertado. Le costó un poco llegar a creer que hablaba en serio. Que no estaba enfadada por el modo en que la habían dejado allí tirada, desnuda y durmiendo colocada.

 

—Bueno, no sé —dijo él avergonzado—. Ya nos veremos por ahí.

 

Ella continuó en un tono muy convincente.

 

—Oye, Santi, necesito unos tripis. Unas amigas van a dar una fiesta y les he prometido llevarlos. Además, si queréis venir, estáis invitados.

 

—¿Qué amigas… Esther y todas ésas? ¿Dónde es la fiesta?

 

—No, son unas amigas del pueblo. De L’Horta del Mar. No las conoces.

 

El chaval pensó un segundo.

 

—¿Cuántos tripis quieres? No me quedan muchos. Los vendí casi todos anoche. Pero tengo MDMA.

 

—No, quieren tripis, nunca han probado el LSD.

 

—Vale, ahora salgo. Pero sólo me quedan cinco. Aunque si no sois muchas, con eso tenéis de sobra; son muy buenos.

 

—Bien, genial. Gracias.

 

Santi tardó sólo un par de minutos en salir.

 

—Ya que nos invitas a la fiesta, dame sesenta euros y ya está.

 

—Vaya, precio amigo —dijo ella levantando el pulgar en señal de aprobación—. Me encantas, Santi.

 

Aquello consiguió volver a ponerle colorado.

 

—Otra cosa, quiero decirle a Marc lo de la fiesta y todo eso y lo de irnos luego a la playa pero quiero que sea una sorpresa —dijo esto al tiempo que se arrimaba a aquel chico tanto que consiguió producirle una erección—. Necesito que le llames tú y quedes con él en Casa Miquel, ahora mismo, para tomar algo. Así ya le digo yo lo de la fiesta y le doy un susto.

 

Santi desconfió un poco y se apartó. Ella, al ver que no lo tenía nada convencido, le metió la lengua hasta la garganta. Un minuto después Santi ya había llamado a Marc, quedaron en verse antes de comer en la playa del Castell.

 

Cuando llegó Enda Efe, Marc Goterris ya estaba sentado.

 

—Hola, Marc —dijo ella—. ¿Qué tal estás?

 

Él miró hacia todas partes antes de contestar.

 

—Bien, esperando a Santi. Tiene que venir enseguida.

 

—¿Puedo sentarme? —preguntó ella con un hilo de voz.

 

Él titubeó. En otras condiciones le hubiese dicho que no pero sabía que no había estado bien lo de la playa y fue su modo de compensarla.

 

—Voy al lavabo —dijo él para hacer tiempo y que los viesen a solas cuanto menos mejor.

 

Enda pidió dos carajillos de ron quemados.

 

—Estoy bebiendo cerveza —objetó él al volver, para no tomar aquello.

 

—Venga, que ya lo he pedido y así nos despedimos del verano juntos.

 

Él se sentía muy incómodo.

 

—Vale, pero voy a llamar a Santi a ver dónde se ha metido —dijo mientras se levantaba nervioso de la silla.

 

Entonces fue cuando Enda Efe cogió los cinco tripis, los puso en el café de Marc y revolvió con garbo durante casi medio minuto. Luego los sacó y los tiró al suelo. Ya habían dejado su poso en el carajillo. Él volvió justo a tiempo de no sorprenderla.

 

—No contesta. Este tío es imbécil. Llevo prisa, me tengo que ir.

 

—Sí, ya lo sé. Los sábados vas a comer a casa de Rebeca con sus padres —dijo Enda.

 

Él la miró sorprendido de que ella supiese aquello.

 

—Tómate el carajillo conmigo, por favor —dijo Enda.

 

Él rebuznó pero se sentó de nuevo. Le dio unas vueltas a la cucharilla y se lo bebió de un trago.

 

—Me voy que llego tarde —dijo.

 

—Adiós, cabrón —musitó ella.

 


 


 

Durante el trayecto en moto comenzó a sentirse extraño. La vista le pesaba pero su corazón palpitaba mejor que nunca. De repente, tuvo la sensación de que se podía comer el mundo si quisiera. Aquel árbol nunca había sido tan verde, pensó. Era el árbol más verde de todos. Seguramente saldría por televisión en un documental porque era asquerosamente verde. Qué verde era pero que bonito, también. Y el aire que le daba en la cara era el más puro de todos. ¡Dios, qué bien le sentaba aquel aire! Era el mejor momento de su vida gracias a él. Aquel aire era lo mejor de todo el verano. Pensó en pasar por allí mismo cientos de veces para disfrutarlo al máximo… Pero pronto se olvidó del aire y del árbol. Estaba llegando a casa de Rebeca Edo. Dejó la moto en el parking, junto a los coches. La familia de Rebeca al completo estaba allí; los abuelos, su hermana mayor con los niños… todos estaban reunidos en torno a la piscina mientras su padre preparaba la paella. A diferencia de lo que era habitual, ellos se reunían en sábado y no en domingo porque su hermana y el marido venían desde Valencia para pasar el día. Siempre era así. Marc llegó en pleno subidón.

 

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó Rebeca.

 

—Sí, claro.

 

Si ella hubiese estado más atenta quizá hubiese notado que su novio no estaba como siempre. Pero ella no destacaba por su agudeza. Él apuró la cerveza de un trago. Hacía tanto calor. Nunca había hecho tanto calor. De hecho, lo mejor sería tirarse a la piscina. Y lo hizo. Se lanzó vestido. Rebeca, su hermana, el marido y su madre, que tomaba el sol en una tumbona, le miraron extrañados. No era habitual aquel comportamiento. De hecho, aquel joven acostumbraba a ser muy correcto en todo momento. Él, lejos de rectificar, chapoteó en el agua y consiguió lanzar agua y salpicar a sus observadores. Cuando parecía que todo iba mal le entró la risa. Comenzó a reír como nunca le habían visto hacerlo. Ante tanta tensión, aquello fue liberador y la risa se hizo contagiosa. Es muy simpático, pensó la madre disculpando un comportamiento que para nada era propio de él. Entonces, cuando la cosa estaba más calmada, ocurrió… Marc, desde el agua ya se había sacado de encima la ropa mojada y se había quedado en bañador. Todo volvía a ser casi normal. Pero entonces se fijó en ella. Nunca antes le había llamado la atención pero allí estaba, en bañador, tumbada al sol como una sirena con dos colas. Se fijó en su pechos, que sobresalían por todas partes de aquel bikini tan pequeño. ¡Dios, si hasta se le notan los pezones!, pensó. La madre de Rebeca observó que Marc la estaba mirando fijamente y se preocupó por él, aquel chico no estaba normal. Él la miraba. Aquella mujer madura nunca le había parecido tan atractiva. Todo su cuerpo es un instrumento de deseo y su marido seguro que no sabe cómo domarla, pensaba. Además, me está mirando, se está poniendo a cien, seguro. Ella advertía algo extraño y, avergonzada tan sólo de pensarlo, se reubicó el bikini por si se le escapaba algo y aquel chico la estaba mirando por eso. Aquello ya fue la gota que colmó el vaso. Se estaba tocando. Le estaba provocando. Un volcán de deseo comenzó a hervir en aquella piscina, donde Marc se mantenía erguido sin dejar de mirar a la madre de Rebeca y ajeno por completo a todo lo demás que le rodeaba. Comenzó a imaginarse los labios genitales de aquella mujer, que le parecía una fuente inagotable de deseo. Ella estaba tan caliente como él. Quizá a partir de entonces podrían ser amantes. El corazón le iba a mil por hora y aquel tórax era una precaria jaula para hacer cautivo un latir tan intenso. El bombeo de sangre era casi de vértigo. Su pene había llegado a un punto de tiesura tal, que sólo el roce del agua era ya un placer sin límite. No podía más. Sacó aquel miembro a punto de reventar y comenzó a agitarlo bajo el agua. Parecía un animal. Ningún celo conocido era equiparable a aquel deseo y aquel estado de enajenación. En unos pocos segundos todo había terminado. Cuando reaccionó, la madre de su novia se tapaba con una toalla y le gritaba a su hija mayor que metiese a los niños en casa. Rebeca estaba junto a la piscina llorando y profiriendo insultos como: violador, pervertido, enfermo. El marido de su hermana le gritaba desde la otra parte de la piscina, en un tono muy amenazador, que saliese del agua. Pero quien realmente le hizo reaccionar fue el padre de Rebeca, que tal como venía del paellero le sacudió un puñetazo que lo tiró al suelo.

 

—Márchate —dijo—. Y voy a llamar a la policía y a tus padres.

 

Marc, ajeno aún a todo aquello, se puso la camiseta y salió disparado en su moto. No se le volvió a ver aquel año. Sus padres lo tuvieron un tiempo apartado de sus amigos y del pueblo en general. Les costó mucho, pero acabaron convenciendo a los padres de Rebeca Edo para que retiraran la denuncia que habían interpuesto por agresión sexual. Mucho tiempo después, Marc Goterris volvió a aparecer en escena, pero su nombre ya no estaba escrito en mayúsculas como antes.

 

El hombre que arreglaba las bicicletas
titlepage.xhtml
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_000.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_001.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_002.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_003.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_004.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_005.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_006.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_007.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_008.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_009.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_010.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_011.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_012.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_013.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_014.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_015.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_016.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_017.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_018.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_019.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_020.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_021.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_022.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_023.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_024.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_025.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_026.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_027.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_028.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_029.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_030.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_031.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_032.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_033.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_034.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_035.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_036.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_037.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_038.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_039.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_040.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_041.html
CR!4E31DB1QBN3DX1AYBABKBJ9QDCT6_split_042.html