TREINTA Y SIETE
Enda Berger se perdió en las páginas de aquel manuscrito desde el mismo momento en que Noelia lo puso en sus manos. Había leído La mujer del comisario con el comprensible interés de haber estado dieciséis años separada de Artur, a quien todavía amaba, pero este manuscrito iba más allá, era la gran historia de amor de su vida, y el final, se lo había perdido como quien se duerme en un cine e intenta saber cómo acaba el film observando, aún absorto y confundido, las letras de crédito. Sobra apuntar que la protagonista no conservaba su nombre ni su aspecto físico al completo, aunque sí algunos matices, quizá los que más cautivaron a Artur. Pero el romance que vivían aquellos dos jóvenes en Barcelona era muy similar al suyo, cuando no un calco. Buscando intimidad y también, quizá, por no estorbar en un ambiente en el que comenzaba a no sentirse cómoda, optó por refugiarse en su palacio privado, el taller de bicicletas. La única propiedad que tenía en el mundo y que había sido el altar de un amor del que ella fue ajena. Abrió una vieja hamaca, la misma en la que Artur veía salir el sol las madrugadas de insomnio, que eran muchas, le quitó el polvo acumulado en medio año y se sentó en el porche de aquella caseta de playa convertida en hospital de bicicletas. Estuvo leyendo con el afán con que una quinceañera enamorada leería un mensaje de texto de más de doscientas páginas. Sus pupilas recorrían los renglones con un ansia tal, que parecía que los borraban al hacerlo. Y de ese modo, nunca nadie más volvería a leer aquello que tanto le pertenecía. Un poco antes del mediodía ya llevaba ochenta páginas vencidas. El sol calentaba pero ya no lo hacía como una esfera incandescente de casi un millón y medio de kilómetros de diámetro, sino más bien como lo que es en realidad, una simple yema de huevo. Enda estaba hipnotizada por la lectura y no le vio llegar.
—Hola, joven. ¿Qué tal te va? Veo que no te has marchado todavía.
La irlandesa levantó la cabeza y vio a Thomas, el alemán. Como de costumbre, no llevaba nada puesto encima. Sus genitales, cansados y probablemente inútiles, eran el pellejo más lánguido de aquel cuerpo en desuso que una vez seguro fue objeto de muchas miradas. Su cara todavía rescataba atributos de aquel galán que se adivinaba fue, pero Enda no se acostumbraba a verlo desnudo.
—Hola, Thomas —dijo intentando mirarle a los ojos.
—¿Has decidido quedarte? —preguntó él mientras se hacía de visera con la mano para cubrirse los ojos.
—No, pero mañana vienen a ver la caseta. Si les interesa y cerramos un trato, me iré muy pronto.
El alemán miró hacia dentro a través de los cristales. Parecía que algo continuaba preocupándole.
—¿Buscas algo? —preguntó Enda con retintín.
—No, claro que no —respondió él con la seriedad y solemnidad con que sólo un germano puede hacerlo.
—¿No estarás buscando los cuadros, verdad? Ya los he encontrado. Están arriba, en su sitio.
—No sé de qué cuadros me hablas —dijo el hombre cuya barba parecía un vergel.
—¿Ah, no? Yo creo que sí.
—Tengo que marcharme —dijo—. No te vayas sin despedirte de mí. Tan sólo tienes que seguir caminando por la playa hacia el sur unos doscientos metros y verás mi alquería. Hay una vieja caravana con matrícula alemana fuera, es la que me trajo hasta aquí, se murió en este mismo punto y decidí echar anclas. De eso hace ya casi veinte años.
—No te preocupes, Thomas. Nunca le contaré a Noelia lo de los lienzos. Ello no nos reportaría nada bueno a ninguna de las dos. Aunque ésta fue su forma de serle infiel durante todo este tiempo, los dos sabemos que, a su manera, a ella también la amaba muchísimo.
—No sabes cuánto —remató él antes de darse la vuelta y marcharse sin despedirse.
Enda estuvo un rato
pensando en ello. Para ella que había sido incapaz de amar a nadie
más en toda su vida aparte de Artur, le resultaba muy difícil
llegar a comprender que él pudiese haberlas querido a las dos al
mismo tiempo. Aquellos pensamientos se hundieron en la arena como
cangrejos y ella continuó leyendo al ritmo habitual. La novela era
una medicina perfecta para recordar al detalle todos los
acontecimientos que les rodearon los días antes de la desaparición
de Artur. A veces, una niebla tan melancólica como deleitosa
anidaba en sus ojos y, por momentos, no podía continuar porque no
eran más que borrones lo que veía. Esperaba unos segundos y luego
se los enjuagaba justo antes de proyectarlos al mar para sondear
alguna respuesta en las olas, que nunca llegaba. Pero las páginas
pasaban aprisa y cada vez estaba más cerca. Continuó leyendo sin
tregua. No probó bocado hasta las seis de la tarde, y lo hizo sin
dejar de arrastrar sus pupilas por los renglones, como perros
sabuesos buscando un rastro. A media noche, ya en su cuarto y con
el viento profanando una vez más aquella soledad en la que vivía,
cerró el manuscrito. Ya tenía respuestas. Y no iba a pegar ojo en
toda la noche.