TREINTA Y CUATRO
Los días pasaban sin apenas detenerse como si fuese el andén de una estación donde los vagones van pasando, y cada uno era un poco más corto que el anterior, a medida que el tiempo alejaba el solsticio de verano. Así eran los días. Aquel extraño verano de 2008 en que dos mujeres y una adolescente aprendieron a enfrentarse al dolor comenzaba a enfriarse. Enda Berger y Joaquim tenían algunos encuentros. Habían vuelto a acostarse en un par de ocasiones. Noelia observaba en silencio aquel noviazgo desentrenado. Y Enda Efe solía hacer comentarios y bromas al respecto. Parecía que había recuperado su buen humor y tras unos días de sombras volvía a ser una adolescente. En unas semanas volvería a emborracharse, drogarse y acostarse con chicos mayores que ella sin ningún problema; y, paradógicamente, ello significaría que todo iba bien. Habían comido una paella excelente. Cuando Artur vivía, siempre era él quien la preparaba. Es más que una ley no escrita el hecho de que los hombres cocinen la paella. Generalmente, es lo único que saben preparar y aparte de ello no serían capaces de ninguna otra intrusión en los fogones. Pero lo cierto es que la paella suele ser cosa de hombres. A pesar de ello, Noelia siempre la preparó mejor. Y aquel día no habían dejado sobrar mas que unos trozos de carne para Octubre. Efe ya se había levantado de la mesa y había subido a su habitación. Noelia y Enda apuraban una segunda botella de vino. La primera cayó casi antes de sentarse a comer.
—Nunca me has dicho en qué trabajas —dijo Enda—. ¿Eres escritora tú también?.
—No, darling, lo mío es menos glamuroso. Soy editora de textos. Trabajo para la universidad. Corrijo las publicaciones y las maqueto. Pero lo hago aquí, en casa. Cuando estaba Artur era una vida casi perfecta. Podíamos estar horas sin hablarnos pero compartiendo el mismo lugar de trabajo. Por eso hay dos ordenadores en el estudio. Y cuando no escribía, se pasaba las horas allí —dijo apuntando hacia la playa—, en el taller de bicicletas.
Las dos sabían que había llegado el momento. La conversación sólo podía continuar de una manera y ninguna de las dos tenía fuerzas ni ganas de seguir esquivando aquella herida que las separaba.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Noelia. No necesitaban más preámbulos.
—No lo sé. La verdad. Nos habíamos enamorado —lo dijo de una vez y sin ensañas, como quien tira de un esparadrapo—. Todo iba muy bien, yo era nueva en Barcelona y él también. Así que nos pilló por sorpresa aquel romance. Nos dejamos llevar. Barcelona era una ciudad propensa para soñar. Acababa de vivir los juegos olímpicos y era la ciudad europea por excelencia. Además, en la calle se vivía una explosión cultural underground. Barcelona era el centro del mundo. Y en medio de todo aquello estábamos nosotros…
Enda cogió un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa y lo encendió, aunque llevaba años sin fumar. Noelia escuchaba conteniendo la respiración.
—Yo había ido a Barcelona para aprender español. Me acababa de licenciar con unas notas magníficas pero todavía no sabía qué hacer con mi vida. Y en esos casos, una ciudad así es la mejor selva donde perderte. Y me perdí y encontré a Artur.
Noelia bebió de su copa. No le resultaba grato oír hablar de aquello. Pero llevaba semanas esperando comprender qué hacía aquella mujer allí, por qué su vida pasada había cambiado para siempre. Por qué su marido la había hecho sufrir de aquel modo una vez muerto.
—Así pasamos el invierno. Dentro de aquella habitación de artista tapados con el edredón.
—¿Cómo terminó? —preguntó Noelia con la vista perdida en el mar.
—Era primavera. El mes de abril. Yo había solicitado una serie de becas, más por no oír a mi familia que por querer hacer algo diferente a estar en Barcelona. Estaba bien como estaba. Daba unas pocas clases de inglés y eso era suficiente para vivir. El caso es que me contestaron a una de las solicitudes. Les había impresionado mi expediente y me ofrecían una beca de investigación en un laboratorio de Frankfurt.
En aquel momento, Noelia pareció reaccionar. Dejó de tener la vista perdida y miró a Enda con cara de pasmo.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Continúa —respondió Noelia.
—Nada más. Eso es todo. Una tarde llegué a casa y Artur no estaba. Había desparecido con todas sus cosas. Los compañeros de piso no sabían nada de él. Al principio creí que era una broma. Ya sabes, Artur era capaz de cosas así. Pero no, no lo era. Ni un adiós, ni una nota, ni tan siquiera dejó el dibujo que me hizo con la bicicleta. Nada. Desapareció para siempre.
—¿No intentaste encontrarlo?
—Antes no era tan fácil. Acuérdate de cómo era la vida hace tan sólo unos años. No teníamos teléfonos móviles ni correo electrónico. Cuando alguien se quería perder, se perdía para siempre. Además, ahora, tiempo después, puede parecer que tenía sentido salir corriendo tras él a buscarlo pero lo cierto es que hubiese sido una reacción bastante neurótica venir persiguiéndolo hasta aquí.
—Sí, es cierto —dijo Noelia.
—De todas formas, yo tampoco tenía muy claro de dónde era con exactitud. Él tan sólo decía que había nacido en la costa mediterránea. Alguna vez habló de su pueblo pero yo, por supuesto, olvidé el nombre; los primeros meses no entendía gran parte de lo que decía.
—Pues sí. Vino aquí, descubrió mi estado y se casó conmigo. Ya sabes que yo estaba embarazada de Enda mientras él estuvo en Barcelona.
—Lo he pensado, sí. Eché cuentas.
El vino había comenzado a agriar sus paladares y decidieron tomar café. Continuaron su conversación de pie en la cocina.
—¿Por qué crees que Artur te ha hecho venir hasta aquí? —preguntó Noelia.
—No lo sé. Pero todo esto resulta muy duro también para mí. En estas últimas dos semanas he conocido la vida que podría haber llevado.
Enda se detuvo y observó la reacción de Noelia.
—Entiéndeme —dijo.
—Sí, sé a qué te refieres.
—Ésta podría haber sido mi casa, mi playa, mis amigos, mi vida los últimos dieciséis años. Y no me gusta descubrir lo que me he perdido. Porque lo que he vivido ha sido mil veces peor que esto. Y no entiendo por qué Artur me ha hecho venir hasta aquí para verlo.
—Lo que es evidente es que él tampoco te olvidó —Noelia hacía muy bien de fiscal.
—Sí. Pero te escogió a ti. Me dejó y nunca sabré por qué.
Noelia guardó silencio. Ella no se mostraba ya tan intrigada. Parecía tener alguna ventaja en el conocimiento de cómo se habían desarrollado los acontecimientos. Tras unos minutos sin añadir nada ninguna de las dos, la conversación se dio por acabada.
A las dos de la
madrugada Enda todavía no había conseguido dormirse. Hacía calor. Y
no dejaba de darle vueltas; Artur la había hecho ir para
convertirla en beneficiaria de la herencia. Le dejaba un taller de
bicicletas donde solía pasar las tardes arreglando los pinchazos y
desperfectos de los vecinos. No tenía mucho sentido.
¿Qué pasaba con aquel taller de
bicicletas? Antes de pensarlo dos veces ya estaba
hurgando en la cocina en busca de una linterna. Encontró una en el
último cajón. La probó pero no tenía pila. Descolgó un reloj de la
pared y le vació las tripas, ya tenía linterna con pila. Tomó el
camino de la balsa y una vez más pasó junto a ella, atravesó la
cerca pisoteando la puerta, como siempre, y llegó hasta el taller.
Llevaba días sin acudir allí. Prácticamente, apenas había entrado
desde que lo visitó por primera vez. Tan sólo cuando utilizaron las
bicicletas. Abrió la puerta y se quedó alumbrando desde fuera. ¿Qué
buscaba? Una carta. Un mensaje. Puede que Artur le hubiese descrito
los motivos que le llevaron a abandonarla, en una nota. Y aquella
nota debía de estar allí. En el taller de bicicletas. Revolvió por
los cajones y entre los recambios, pero no vio nada. Entonces miró
la escalera que llevaba al altillo. Nunca había subido hasta allí.
Lo hizo. A simple vista no vio nada. La linterna tan sólo iluminaba
más recambios, ruedas y herramientas
muy ordenadas. Iba a comenzar a bajar cuando se fijó en algo, junto
a la pared, había un bulto tapado con una vieja manta. Tenía forma
rectangular. Parecía como si escondiese un mueble; una cajonera o
algo así. Se acercó y destapó un poco la manta. Eran
lienzos. Debía de haber más de veinte. Enda sintió que el corazón
se le encogía en aquel momento. En el primero de ellos, que quedaba
a la vista, pudo verse pintada. Era un cuadro bastante tosco. No
rebosaba técnica alguna y tenía muchas carencias artísticas, era
obra de Artur, sin duda. Pasó los cuadros uno por uno como si
fuesen las páginas de un poema. Un poema de amor escrito durante
años. En todos aparecía ella retratada. Era sobrecogedor. Artur la
había estado pintando durante todo aquel tiempo. Había continuado
aquella pasión suya por la pintura seguramente a espaldas de todos
porque no había ni un sólo cuadro pintado por él en toda la casa y
ni siquiera Joaquim tenía la menor idea de que lo hiciese. En
aquellos lienzos debía de haber invertidas miles de horas, porque,
aunque pintar no era lo suyo, se notaba que habían sido fruto de
mucha dedicación y se apreciaban detalles muy elaborados. Enda
estuvo horas allí observando cada uno de aquellos cuadros. Eran
fruto del amor que Artur sentía por ella y, eran a la vez, una
señal de que la había seguido amando. Era gratificante, pero hora
todo tenía menos sentido incluso que antes.