DOS

 

[7 de junio de 2008]

 

La mañana se derramaba con fuerza por los extremos de las cortinas que la contenían afuera. A sus setenta y ocho años, y con una salud muy delicada, Enda Berger sentía cada día que había ganado la batalla que librada cada noche entre sus sábanas, las mismas que habían visto disputarse otras pugnas medio siglo antes. Pero ésas eran otras bregas, eran las del amor, las de los cuerpos de los amantes luchando entre latidos mojados y besos desbocados, como los caballos indomables. Todo aquello ya pasó mucho tiempo atrás, pocos años antes de que el corazón de la señora Berger se parase de pronto. Había dado tanto amor, pensaba su esposo, que se agotó su latido una tarde de otoño.

 

Alguien llamó a la puerta de la habitación al tiempo que se abría:

 

—¿Quieres que te ayude a vestirte ya, papá? ¿Estás despierto?

 

El señor Berger observaba a su hija que entraba por la puerta. Había heredado los rasgos de su padre, la tez clara, el pelo revuelto y las piernas fuertes pero llevaba el mismo defectuoso, delicado y bondadoso corazón que su madre dentro del pecho. Enda la miraba y reconocía en ella a la hermosa joven que lo conquistó en los años cincuenta. Casi la edad que Bridget tenía ahora.

 

En aquel momento sonó el timbre de la puerta principal, en el piso de abajo. Padre e hija se miraron, no solía llamar nadie a aquellas horas tan tempranas.

 

—Voy a ver, papá —dijo Bridget mientras le acercaba un batín con unos botones que se apreciaban rescatados de otro de diferente color.

 

Enda oyó una voz de hombre pero no distinguió lo que decía. A pesar de apresurarse todo lo que pudo, no consiguió asomarse a la barandilla a tiempo de ver quién estaba en la puerta de la casa hablando con su hija, y ésta ya subía con un papel entre las manos.

 

—Papá, ¿conoces a alguien en España? —preguntó un tanto turbada.

 

Él la miró con la misma cara y el mismo gesto de extrañeza, eran asombrosamente iguales.

 

—No, ¿por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Enda preocupado ante tanto misterio.

 

—Ha llegado esto para ti. Es un telegrama desde España.

 

Enda lo cogió pero enseguida se lo devolvió a su hija con cierta desconfianza.

 

—Yo no sé nada de España —dijo con voz delicada pero enérgica—. Nunca hemos ido a ningún sitio.

 

Eso bien lo sabía ya Bridget. Sus padres no tuvieron una vida muy holgada, por eso ella pudo estudiar y convertirse en la primera mujer de la familia Berger que trabajaba fuera de casa, como oficinista, que se solía decir, hasta que se casó y ya se dedicó a lo propio, según ella. Bridget miró el telegrama y pensó que debía de tratarse de un error. Sus padres nunca habían salido de la isla y mucho menos tenían amistades en España u otro país.

 

—Nada, papá, no te preocupes —resolvió—, se trata de una equivocación.

 

El hombre pareció quedarse más tranquilo. Bridget, ya calmada la situación, abrió el telegrama y lo leyó en voz baja, apenas produciendo un murmullo.

 

—¿Qué dice? —preguntó Enda Berger.

 

—Nada, papá, nada. Debe de tratarse de un error —dijo Bridget mientras arrugaba el papel y lo metía en el bolsillo de su bata con la intención de que lo viera su marido durante la comida y que él mismo certificase que se trataba de un equívoco—. ¿Qué quieres desayunar, papá? ¿Tienes hambre?

 

El hombre que arreglaba las bicicletas
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