TREINTA Y UNO
La tarde caía sobre Barcelona como una hoja más de tantas que se precipitaban de los árboles que ya no las nutrían con su savia. Un tímido aire todavía no muy fresco les servía de ayuda para soltarse a volar y morir convertidas entre todas en una gran alfombra que le adjudicaba a la calle una imagen un tanto publicitaria. Enda esperaba junto a Via Laietana, en la esquina con la Catedral, donde habían acordado encontrarse. El reloj pasaba ya de las ocho y la calle estaba a rebosar de gente. Sábado de otoño. Miles de hormigas buscando migas de pan. Barcelona es así a veces. No estaba segura de poder reconocerlo inmediatamente, tan sólo habían estado juntos unos minutos. Y lo cierto era que su pelo moreno no era un rasgo muy diferencial. Ya comenzaba a pensar que no volvería a ver su bicicleta cuando oyó un timbre. Era Artur montado en ella. Mostraba una sonrisa de satisfacción que bien valía la pena la espera. Llevaba la camisa arremangada, las manos sucias de grasa y el pelo revuelto, una vez más. Daba la impresión de haber estado toda la tarde arreglando aquella bici en la que iba montado.
—Hola, Enda —dijo él como si tuviesen una gran confianza—. Ya está arreglada.
Enda le echó un vistazo a la bicicleta teatralizando un poco la cara de asombro.
—Vaya —dijo—. No pensé que pudieses hacerlo.
—Bueno, no ha sido tan difícil —repuso él.
Pero la verdad es que aquel freno había conseguido sacarle de sus casillas. Lo había desmontado por completo y luego no sabía cómo volverlo a montar. Así que estuvo dándole vueltas durante horas.
—Gracias —dijo Enda—. Me gustaría pagarte.
Su cabello rubio se descolgaba sobre sus hombros y algún mechón inquieto acariciaba sus senos. Artur supo en aquel instante que amaría a aquella mujer toda su vida.
—¿No creerás que voy a coger tu sucio dinero irlandés, verdad? —dijo.
Ella dejó escapar una carcajada que a él le sonó hermosa, como todo lo que aquel divino ser que tenía delante hizo desde aquel momento.
—Ok. Déjame, pues, que te invite a una cerveza —insistió ella.
—Por supuesto. Eso no te lo voy a discutir.
Y fueron a tomar una
cerveza. Y luego otra y otra. Y charlaron como dos personas que
apenas manejan el idioma del otro pueden hacerlo; apuntalando las
frases con las manos, convirtiendo los silencios en vocales
inventadas, en palabras, sonriendo, mirándose a los ojos. En tan
sólo unas horas, se habían confiado secretos que apenas conocían
sus mejores amigos. Pasaron de la risa al llanto y del llanto al
amor, saltando de piedra en piedra ese río que nos separa los unos
de los otros, en poco más de un rato. Era media noche entrada
cuando ella se apoyó en uno de los arcos de la Plaça Reial. Le miró
a él en silencio. Ninguno dijo ya nada. Habían hablado bastante. No
lo volverían a hacer en toda la noche. Ni una miserable palabra que
estropeara aquel silencio tan lascivo y sofocante, aquel amor tan
intenso que los engulló como muy pocos amantes en el mundo saben
que se puede amar. El primer orgasmo no llegó hasta varias horas
más tarde. Eso ocurre a veces, el amor es una cosa y el sexo otra
muy diferente.