Siete años después.
29 de octubre de 2008, 2:58 horas. Nueva York.

—Mike, soy Max.

La voz del detective de homicidios de la policía de Nueva York y también amigo de la infancia resonó en el teléfono. El corazón de Mike Brenner se disparó. Miró la hora: las tres de la madrugada. Confundido, intentó reaccionar. Max nunca le llamaría a esas horas si no fuera…

—Se trata de tus padres.

Mike atravesó de un plumazo la neblina del sueño. Sus padres estaban durmiendo, se dijo mirando de nuevo la hora. Habían salido a cenar pero ya habrían vuelto. Tenían que estar durmiendo, se repitió sintiendo un intenso frío.

—¿Qué… ocurre?

—Han tenido un accidente —fue la escueta respuesta de Max.

Sintió como si el corazón se le detuviera. Sus padres le habían dado todo, hasta eso que él llamaba «su habilidad», aunque ellos nunca la habían manifestado. Ni nadie más en su familia, que supieran. Claro que sus abuelos estaban muertos, según le habían contado cuando era pequeño, así que tampoco habían podido investigar demasiado cuando Mike comenzó a mostrarla durante su adolescencia.

Esa «habilidad» les hizo acudir a decenas de médicos, que se mostraron convencidos de que se trataba de un tumor cerebral, ya que lo que hacía no podía ser real, les decían. Pero las pruebas fueron negativas. El tiempo pasó y no apareció ninguna masa. Mike enfocó sus estudios hacia su problema y, aconsejado por sus tutores, se licenció en neurociencias. Hacía tan solo un año que se había independizado de sus padres.

En ese momento trabajaba en un proyecto de investigación que costeaba con una beca anónima que se había ganado gracias a sus publicaciones. Hacía poco que le habían prometido una plaza de profesor, sería uno de los más jóvenes de la Stony Brooks, la universidad pública de Nueva York. Era uno de los mejores, le había dicho el decano, y sus padres lloraron de emoción cuando se lo contó. «¡No, no, no, no!», pensó con el estómago encogido, ¡sus padres tenían que estar bien!, y un pensamiento le golpeó.

—Entonces, ¿ellos…? —Las lágrimas le empezaron a escocer en los ojos.

Alguna parte lejana de su cerebro razonó que Max seguramente se habría enterado por sus compañeros del depósito. El apellido Brenner le habría llamado la atención. Conocía a sus padres. «Y ahora es posible que estén…», se dijo, incapaz de pronunciar la palabra. No, no podía usar esa palabra referida a ellos. No pudo hablar, apenas lograba contener la sensación de ahogo que le atenazaba. El nudo del estómago estalló y comenzó a llorar, aferrando el teléfono contra su oreja como si la voz de Max fuera a rectificar en cualquier momento («¡No, qué va, era broma, están bien! Menudo susto te has llevado, ¿eh, colega? ¡Estas son las bromas que nos gastamos en la policía de Nueva York!»).

—Mike, lo siento —oyó. Apretó el teléfono, sintiendo que algo se retorcía en su estómago—. Amigo, voy para allá, no te muevas. —La voz de Max le sonó lejana.

Dejó caer el teléfono y sintió una opresión en el pecho. Imágenes, sonidos y olores inundaron sus sentidos: su madre limpiando un desayuno derramado por él; su padre terminando un castillo de arena en la playa; recogiéndole en el instituto un día lluvioso; su madre regañándole para que hiciera los deberes; el viaje a Disney World… Y ahora ya no estaban. Solo había unos cuerpos enfriándose en algún sitio. Los dedos de su madre ya no volverían a acariciarle el pelo, no volverían a envolverle un sándwich. Su padre no volvería a acompañarle a comprar un ordenador… A partir de ese momento estaba solo.