Interior del block 10.
Campo de Auschwitz-Birkenau

—¡Que no se mueva y que no hable! —ordenó Mengele—. ¡Que no os mire siquiera!

Los dos soldados se colocaron detrás del chico y le apuntaron con sus armas. Mengele supuso que si no les miraba a los ojos no podría hacer nada. Pero ni siquiera estaba seguro de eso. Pensó en avisar a más hombres, pero desechó la idea. No quería llamar la atención, era fundamental mantener aquello en secreto.

Intentó respirar despacio y asimilar lo que acababa de experimentar. Arrugó la nariz al oler su propio sudor, algo tan repugnante como poco frecuente. En todo el tiempo que llevaba en Auschwitz solo recordaba haber sudado en otra ocasión, tres años antes, con el prodigioso hallazgo de la familia Ovitz. Llegaron en uno de los trenes en mayo de 1942. Supervisor habitual de las selecciones, se quedó boquiabierto al ver bajar a ocho enanos de un vagón. Eran judíos procedentes de Transilvania. Más tarde supo que eran una familia de afectados de pseudoacondroplasia, una enfermedad rara que impedía el crecimiento de los brazos y las piernas.

El padre, un rabino, la había transmitido a sus siete hijos antes de morir, y estos se ganaban la vida en un espectáculo ambulante que recorría Europa y que se hacía llamar «La Banda de Jazz de Lilliput». El 17 de mayo de 1942 los Ovitz se encontraban en Hungría y fueron delatados. Siempre caían en esa trampa, pensó Mengele, pues tanto el delator (confiado de que se iba a salvar gracias a la delación) como los delatados solían terminar en el mismo tren. Pero era la naturaleza de esos seres inferiores, se dijo. Unas horas después el delator y los Ovitz viajaban en un camión de la Wehrmacht y varios días después llegaron al campo.

Él necesitaba gemelos para sus experimentos genéticos. Con ellos podía permitirse experimentar con uno y comparar los resultados con el otro. Así que encontrarse con ocho deformes, siete de ellos hermanos, supuso para él un vuelco en sus investigaciones y se puso a trabajar con ellos de inmediato: le extirpó trozos del útero a las mujeres, inyectó colorante en los ojos de los varones y les extrajo sangre, líquido cefalorraquídeo y todos los fluidos posibles con el fin de compararlos entre sí. Todos los días se levantaba ilusionado, con la cabeza pletórica de nuevos experimentos, pero en el laboratorio empezaron a temer por las vidas de unos especímenes tan valiosos y recibió hasta una advertencia de Berlín para que los preservara. Para entonces todos estaban mutilados y varios de ellos ciegos, así que bajó el ritmo de los experimentos.

Durante esos periodos de «reposo» de los Ovitz, Mengele los llevó a conferencias donde exponía sus hallazgos. Sus colegas se quedaban boquiabiertos cuando hacía entrar a la familia, todos desnudos, para explicar detalladamente sus trabajos durante horas. Goebbels y hasta su amigo Himmler habían acudido a algunas de esas charlas. El propio Führer seguía su trabajo con especial interés, y él le había prometido grandes descubrimientos. Y aunque el tiempo pasaba y estos no llegaban, no estaba dispuesto a defraudarle.

Pero en ese momento el hallazgo de los Ovitz le pareció casi ridículo. Tratando de recuperar la compostura, se acercó al lavabo del laboratorio, se lavó la cara y se secó, pero el sudor frío apareció de nuevo. En el espejo vio su rostro, pálido y despeinado. Aspiró de nuevo el olor de sus axilas y, frustrado, descargó el puño contra el cristal, astillándolo. Pensó que se había cortado la mano, pero no se molestó ni en mirársela. Respirando hondo se sentó en una silla. Nunca se había sentido así. Se levantó de nuevo y se dirigió a su mesa. Abrió un cajón y sacó una pastilla de jabón francés y un bote de la mejor colonia. Se lavó la cara, el cuello y el pecho y poco a poco volvió a ser él mismo. Se peinó y miró el resultado entre las grietas del cristal. Por fin respiró satisfecho.

Se giró y contempló la colección de ojos que tenía colgada de la pared ubicada tras su escritorio. Se los había extirpado a prisioneros judíos y estaban ordenados por colores. Ese mural formaba parte de su trabajo sobre la búsqueda de los rasgos puros de la raza aria. Experimentos fallidos, se dijo, pero esta vez no iba a ser así. Esta vez era distinto. Cogió una pluma y una hoja de papel y empezó a escribir.

De: Josef Mengele

A: Rudolf Höss

Alto Secreto

Se acordó del sargento que había descubierto al chico. Se había convertido en un peligro para el Reich ya que podía comprometer el hallazgo, tanto si los aliados lo apresaban como si se iba de la lengua en un prostíbulo de Berlín (algo bastante más probable, pensó). Respirando hondo, dedujo que lo más prudente sería acabar con él. Se encargaría personalmente, pero de momento necesitaba a alguien que vigilara de cerca al niño, y nadie mejor que quien había comprobado en persona lo que ese monstruo era capaz de hacer. Así mataría dos pájaros de un tiro, se dijo, satisfecho. Nervioso, apoyó de nuevo la pluma sobre el papel y escribió:

Realizado hallazgo científico que puede cambiar el transcurso de la guerra. Prioritario informar al Führer.

Craig irrumpió en la sala de interrogatorios y Amy miró su reloj: había tardado nada menos que veinte minutos. Aun confiaba en que el interrogatorio no se prolongara demasiado. Sin embargo, cuando vio el rostro de Craig vio que este respiraba agitado, tenía la mandíbula contraída y los ojos fuera de sí. De allí no podía salir nada bueno, pensó mirando al detenido. Este, sentado en una de las tres sillas disponibles, miró horrorizado al sargento.

—Comencemos —dijo Craig, en tono furioso.

Amy le leyó los derechos al detenido y le preguntó su nombre.

—Daniel… Suárez —dijo este—. Aunque todos me llaman Danny.

Amy frunció el ceño. Ese tipo parecía haber dudado al decir su apellido.

—Dígame, señor Suárez —dijo ella—, ¿qué ha ocurrido?

Vio que el detenido miró hacia Craig de reojo.

—Estaba haciendo un porte urgente… Si lo entregaba a tiempo me ganaba una propina. Lo siento, por eso iba con prisa. Necesito el dinero, tenemos problemas económicos en casa.

La mesa retumbó y tanto Amy como Danny dieron un respingo.

—¿Y eso justifica que hayas intentado atropellarme, hijo de puta? —exclamó Craig.

—¡Le juro que lo siento! ¡No ha sido mi intención, he perdido el control de la camioneta!

Amy alzó las palmas pidiendo tranquilidad, a pesar de que sintió su corazón cabalgando dentro de su pecho. Una vez más pensó que la academia se quedaba corta: le enseñaban a interrogar a detenidos violentos pero no a controlar a compañeros violentos.

—Señor Suárez —dijo, intentando aparentar una serenidad que no encontraba—, ¿puede por favor decirnos para quién trabaja, qué es lo que transportaba y a quién iba dirigido?

—¡Habla, cabrón! —vociferó Craig, golpeando de nuevo la mesa y levantándose de la silla.

Amy se fijó en que el rostro del detenido palideció. No supo si había sido por su pregunta o por la nueva demostración de testosterona de su compañero.

—Tra… —balbuceó—, trabajo para Industrias Takana Corp, una empresa de material sanitario. Llevaba un aparato de diálisis al Downtown Hospital. Y de acuerdo, he metido la pata hasta el fondo con lo del accidente… Pero si no entrego ese equipo esta misma mañana me despedirán, ¿lo entienden? Necesito el dinero, no puedo dejar que me despidan… Ya saben la crisis que hay, mi familia se moriría de hambre. ¿Es posible que si arreglamos este asunto pueda seguir mi camino? Estoy dispuesto a pagar la multa, a disculparme frente al agente. Yo…

—Todo a su debido momento, señor Suárez —dijo Amy, pensativa; parecía sincero, pero algo no le cuadraba en esa historia, empezando por el titubeo al decir su apellido—. Pero antes necesitaría saber otra cosa… Esas heridas en su rostro, ¿son consecuencia del accidente?

Casi sintió un frío glacial en la mirada que Craig lanzó al detenido. Más que mirarlo, pareció atravesarle con sus ojos, azules y amenazantes. Danny pareció encogerse por momentos, balbuceó unas cuantas sílabas inconexas y a Amy no le gustó nada lo que estaba presenciando. Sin embargo, Craig no solo era un compañero, sino que encima era su superior, así que no podía pedirle que abandonara la sala. Se dio cuenta de que había sido absurdo hacer esa pregunta en su presencia.

—Sí… —dijo Danny, sin apartar la mirada de Craig—. Son… fruto del accidente. Ha ocurrido todo… muy rápido.

Amy apretó los labios.

—Veo que está usted dispuesto a cualquier cosa con tal de irse de aquí —dijo—. Bien, por mí no hay más preguntas. Su historia parece coherente, así que…

—Así que la comprobarás —le interrumpió Craig, cogiéndola del brazo.

Amy sintió miedo. Había deseo en sus ojos, pero también algo más, cercano a la locura. Y lo más preocupante era que, al mismo tiempo, esos ojos también parecían mirar a un lugar lejano. De hecho, llegó a dudar de si Craig realmente la estaba mirando a ella o a algo que solo existía dentro de su cabeza.

Xenon Kolesnikiewicz levantó la cabeza al ver que la puerta se abría. Supo quién era: solo Bielik, su lugarteniente, se atrevería a entrar sin llamar. En pocos segundos su fuerte olor corporal impregnaría el aire del cuartucho que hacía las veces de despacho. Pero no fue eso lo que le preocupó, sino su gesto contrariado.

—¿Qué sucede? —dijo, arrojando el bolígrafo sobre la mesa.

—La policía ha llamado… Han preguntado por Takana Corp.

Respiró hondo, inhalando un aire que era consciente que estaba impregnado de feromonas y de células muertas de Bielik. Claro que Takana Corp no existía, al igual que varias empresas más que habían sido asignadas a otros hombres de la operación. Estos pensaban que eran una tapadera para un caso de apuro, pero en realidad suponían una forma de averiguar quién tenía problemas o, en el peor de los casos, quién había sido apresado: un puñado de páginas web casaban las empresas ficticias con números de teléfono reales que eran atendidos amablemente a pocos metros de su despacho. Lo paradójico de ese sistema es que era la propia policía quien les alertaba al realizar la llamada. Un finísimo temblor dominó sus dedos por un instante. Respiró hondo tres veces y logró controlarlo sin problema. Solo entonces habló.

—Danny Thompson, destino Manhattan, Zona Zero.

Encendió un cigarro y miró fijamente a los ojos de Bielik. Vio que el sudor de su frente había aumentado. Era algo que le sucedía a todo el mundo. Sabía que su mirada era afilada, acerada, y que estaba cargada de odio y determinación. Rasgos que destacaban aún más cuando se sentía furioso, como en ese momento. La gente detectaba todo eso (y mucho más) con solo verle. Y le gustaba.

—Lo reclutaste tú —añadió, sin apenas saborear el cigarro.

—Es el tío que combatió en Afganistán —replicó el matón—, el que largaron del ejército por follarse a unas moras. Lo fichamos porque piensa como nosotros, ya sabe… —dijo, señalándose el tatuaje de una esvástica en el brazo—. Nos habíamos asegurado de que cumpliera ¡Joder, no sé cómo ha podido dejarse trincar! Pero lo arreglaré, jefe. Tan solo déjeme que…

Xenon inhaló el humo, que al menos mitigó en parte esa peste que durante horas no abandonaría el cuartucho. Los balbuceos de Bielik le enfurecieron, conocía la historia perfectamente. Habían cogido a ese paleto en el último momento por culpa de las detenciones preventivas que siempre hacían cuando se acercaba el aniversario del 11-S, pues habían perdido a varios de sus hombres. Era el problema de usar a tipos fichados. Y uno de ellos era el que debía conducir esa camioneta. Así que tras su detención tuvieron que sustituirlo con Danny, que había llegado hasta ellos suplicando un trabajo. Dijo que estaba preparado para ese en concreto. Y él en persona se había encargado de visitar a su familia para asegurarse de que efectivamente iba a cumplir. ¿Y qué mejor que llevarse a su hija para ello? Lo que Danny no sabía era que aunque cumpliera con el encargo no volvería a ver a su niñita. Danny no era de fiar y Xenon no podía correr riesgos, pensó aplastando el cigarro contra la mesa.

—Me encargaré personalmente —dijo en un susurro.

—¿Está seguro, jefe? —dijo Bielik, visiblemente sudoroso—. Deje que yo lo resuelva, usted no puede permitirse…

Xenon fue rápido, como siempre. Cuando Bielik miró hacia abajo él ya había introducido quince centímetros de la hoja de acero de su cuchillo, tan afilado que uno apenas notaba cómo penetraba la carne, en el lateral de su abdomen. Notó cómo la sangre caliente y densa le empapó la mano. Bielik le miró con una expresión de horror en los ojos. Sin apartar la mirada, tiró de la hoja hacia arriba un par de centímetros. La piel y el músculo de su lugarteniente se abrieron como si fueran mantequilla derretida.

—Por llevarme la contraria. Y la próxima vez será en el estómago.

El matón asintió ligeramente. Xenon le mantuvo la mirada unos segundos tras los cuales sacó la hoja con un gesto rápido. Despacio, la limpió con un trapo sucio que colgaba del mugriento lavabo que había en una esquina. Bielik, con el rostro empapado de sudor y respirando profundamente, comprimía ambas manos sobre la herida. Había sido un corte limpio y sin riesgo. Se repondría sin problemas en cuanto alguien de fuera se la cosiera. Él sabía herir, mutilar y matar de mil formas diferentes y solo había querido avisar a su hombre. Esos avisos solían ser bastante eficaces.

—No quiero más fallos.

—Sí… señor… No volverá a suceder.

—Por supuesto que no —dijo, guardándose el cuchillo—. Necesito un vehículo un tanto especial y unas cuantas cosas que espero no tengas problema en encontrar.

Le relató lo que quería. Bielik escuchó, comprimiendo la herida mientras la sangre manaba lentamente entre sus dedos, pero sin abrir la boca hasta que él hubo finalizado.

—En diez minutos tendrá todo preparado…

—Que sean cinco —dijo sin mirarle—. Ah, y una cosa…

—Dígame… jefe.

—Cuando te cosan la herida, pínchate un antibiótico. —Señaló el lavabo, donde reposaba el paño que había usado para limpiar el cuchillo.

—Sí… jefe.

Xenon pasó por delante de él sin mirarle. Antes de salir de su despacho, en el que ya no se podía respirar debido a la mezcla del olor a sudor y a sangre de su hombre, se puso su abrigo. Era largo y de cuero. Concretamente, de cuero negro.

Amy colgó el teléfono. Estaban en una estancia contigua a la sala de interrogatorios. Durante la llamada había sentido los ojos de Craig clavados en su trasero. Se giró y le miró a la cara. Él, lejos de captar el mensaje, sonrió.

—En Takana Corp confirman el relato del hombre —dijo.

Hizo una pausa, dudando si hacer la pregunta que tenía en mente. Craig se relamió, mirándola. Ella sintió la sangre hervir en las venas.

—Craig —preguntó en tono severo—, ¿estás seguro de que ese hombre ha… intentado atropellarte?

—¿Qué insinúas?, ¿acaso pones en duda… —avanzó un paso— mi versión?

—No, espera —dijo Amy, intentando que su voz sonara calmada—. Me fío tan poco como tú de cualquier sospechoso —mintió, dando un paso atrás—, y menos aún la víspera de un aniversario del 11-S tan especial con esa polémica historia de la mezquita, el anuncio de la quema de copias del Corán, las manifestaciones… Estamos todos con los nervios a flor de piel, algo que puede hacer que interpretemos de forma incorrecta los hechos.

—¿Adónde quieres llegar… cielo?

Amy tragó saliva, intentando contener la furia que le generaban ese tipo de expresiones.

—A que sería peligroso dejar escapar un potencial terrorista —dijo, intentando apartarse—. Pero también sería grave retener sin motivo a un repartidor que tiene que entregar una máquina de diálisis al Downtown. Podría ser urgente.

Craig se acercó, pasándose la lengua por el labio. Ella sintió asco al oler su after-shave, que apenas escondía su fuerte olor corporal mezclado con el del sudor que manchaba su camisa y el de los restos de sangre del accidente.

—Tienes mucho que aprender aún, muñeca… —Amy no pudo evitar resoplar—. Y tienes delante a la persona adecuada para enseñártelo. Creo que voy a solicitar que trabajes conmigo, a lo mejor así alguien de la familia Brown puede hacer carrera en esta comisaría…

Solo de pensarlo el asco se transformó en arcadas. Si no salía pronto de esa habitación estaba segura de que terminaría vomitando el desayuno.

—Sí, bueno… —dijo, tragando—. El caso es que ahora estoy con lo de los secuestros de los niños y…

—¿Los secuestros? —dijo Craig, echando el cuerpo hacia delante—. ¿Pero no te das cuenta de que esa historia es una patraña inventada por cuatro harapientos sin techo con el fin de llamar la atención justo antes del aniversario de mañana?

Un sentimiento de ira se apropió de Amy.

—¡Esos secuestros son reales! —dijo sin moverse, a pesar de que Craig estaba a escasos centímetros—. ¡El hecho de que esa gente apenas tenga recursos no significa que podamos olvidarnos de ellos! ¡Y menos aún reírnos!

—¿Y cómo narices sabes que esos secuestros son reales? ¿Qué es lo que yo no sé, cariño?

Algo se revolvió en sus tripas.

—Bueno, estoy… casi segura de ello. Tengo que comprobar una llamada… interrogar a…

Los ojos de Craig brillaron y Amy se dio cuenta de que había metido la pata.

—¿Interrogar a quién, muñeca?

—No… —dijo ella, y notó cómo la voz le temblaba—. Quería decir que estoy a la espera de encontrar… algún testigo.

Craig chasqueó la lengua y mascó algo que tenía entre los dientes. Estaba demasiado cerca, podía apreciar los poros de su piel. Y lo que era peor, oler el aire que salía de sus fosas nasales.

—Veo que no tienes muchos argumentos… —dijo, acercándose aún más—. Quizá yo pueda enseñarte técnicas efectivas para interrogar testigos.

Aspiró su aliento, una mezcla de tabaco y de falta de higiene dental. Dio un paso atrás pero Craig se adelantó y la aferró por la cintura. Sin pensar en lo que hacía soltó el brazo. Se dio cuenta demasiado tarde —y con horror— de que le había dado una bofetada a su sargento. Este la miró con la perplejidad dibujada en el rostro. De repente sintió un brusco latigazo en la boca del estómago y un cohete de ácido ascendió por su esófago. Vomitó en el suelo, sintiéndose débil e impotente. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando oyó las carcajadas de Craig. A pesar de tener los ojos inundados en lágrimas alzó la vista, desafiante.

—Eres un hijo de puta… —dijo, sintiendo la boca sucia—. Jamás me pondrás un dedo encima.

Craig dejó de reírse y cerró el puño. Amy cerró los ojos instintivamente y oyó un retumbar sordo. Cuando volvió a abrirlos vio restos de piel y de sangre (de los nudillos de Craig, dedujo al ver su mano) pegados a la pared. El grito de «¡Zorra!» precedió al portazo que dio el sargento al salir de la habitación.

Danny estaba sudando a pesar de que sentía un frío glacial. «Seguro que ellos lo arreglan», se dijo por enésima vez. Esa gente no dejaba nada al azar, lo tenían todo previsto, hasta un maldito accidente. «Por culpa de una jodida manifestación de moros…», pensó, exhalando el aire lentamente. Antes de recoger la «carga» le habían explicado que si tenía algún problema diera el nombre de Takana Corp y eso había hecho, así que solo faltaba esperar a ver qué ocurría. «Saben dónde estás, vendrán a por ti…», pensó, palpando el objeto duro bajo la cicatriz de su brazo izquierdo. Recordando que podían estar observándole, apartó su mano de ahí.

Dio un respingo cuando la puerta se abrió. Una parte de su cerebro liberó un puñado de endorfinas solo de pensar en poder completar su misión y rescatar a su familia. Pero esas endorfinas se diluyeron al ver aparecer al policía de dos metros. El chiflado parecía completamente fuera de sí. Antes de que pudiera pestañear se le echó encima.

—¡NO, NO, NO, NO, NO, NO, NO…! —gritó, intentando levantarse de la silla y cubrirse con los brazos.

El suelo tembló —o al menos eso le pareció— con las pisadas del agente. Intentó retroceder pero estaba atenazado por el dolor y el miedo, y su pie derecho se enganchó en la silla. Trastabilló y cayó de espaldas, y el golpe contra el suelo sonó como si un huevo se cascara. Cuando abrió los ojos vio el azul de la camisa de ese loco. Sintió cómo el agente le agarraba del cuello y le levantaba como si apenas pesara. Parpadeó y se encontró a escasos milímetros de su rostro. Un hilo de saliva asomaba de la comisura del labio del rubio, como si fuera uno de esos locos de Alguien voló sobre el nido del cuco.

La mezcla de olor a after-shave barato y sudor le resultó repulsiva, pero apenas tuvo tiempo de apreciarla, ya que un grito acompañó una extraña sensación en la que le pareció que la habitación se desplazaba hacia delante. Supo que era él quien había sido lanzado contra la pared cuando un latigazo en la espalda —y un horrible crujido— le dejaron paralizado. Abrió la boca pero fue incapaz de emitir ningún sonido. Lo que había oído debía de ser su columna. Se deslizó hacia el suelo y un dolor lacerante le recorrió las piernas. «Eso es bueno —le dijo una voz en lo más hondo de su cerebro—, si duelen es porque las sientes.» A pesar de ello tuvo miedo de intentar moverse y no poder hacerlo. Alzó la vista justo a tiempo para ver la bota de policía. Todo se volvió negro cuando recibió el impacto.

El motor del Volvo tosió varias veces antes de detenerse frente a la escalinata de la comisaría de Pitt Street. Max fue a retirar la llave del contacto pero se quedó sosteniéndola, pensativo. Craig siempre había sido un idiota, pero la reacción que había mostrado antes había rebasado todos los límites de estupidez. En circunstancias normales hubiera ido a dar parte al capitán, pero este era el padre de Craig y encima uno de sus mayores enemigos. Sacó de un tirón las llaves. Desde que los Farrow habían llegado a esa comisaría su vida se estaba yendo por el retrete.

—¿Qué haces ahí, murmurando?

Alzó la vista y vio a Amy, que tenía una sombra de pesadumbre en su rostro. Apenas capaz de cuidar de sí mismo, intentaba hacer lo posible por proteger a su hermana, más desde la muerte de la madre de ambos. Una muerte inesperada y en circunstancias extrañas, de la que su padre aún no había logrado reponerse.

—Estaba pensando, aunque veo que no soy el único preocupado.

—Vale, touchée, deberíamos mantener una conversación. Pero tendrá que ser luego —dijo ella, mirando su reloj—, ahora no puedo entretenerme.

—¿Es por el almuerzo que te ha organizado papá? No te preocupes, a mí me hizo lo mismo en su día y mira el partido que le he sacado…

—Sabes que odio esas cosas, pero ya le conoces, me ha pedido que lo haga por el recuerdo de mamá… Jamás admitiría un «no» a una comida a la que van a asistir el alcalde —torció el gesto— y el capitán, ese cerdo.

Asintió, ya que sabía lo que suponía pasar por eso. Con él ese tipo de cosas no habían funcionado ya que prefería patear la calle (y los culos de los delincuentes) a calentar sillones en los despachos. Tampoco tenía reparo en rebasar algunos límites cuando se trataba de atrapar a un asesino o a un violador. Lo único que le sacaba de sus casillas eran los malditos chupatintas, esos que infestaban las comisarías últimamente. A la cabeza de todos ellos estaba Duncan Farrow, el padre de Craig. Un inmenso (en todos los sentidos) inútil que se parapetaba detrás de su escritorio.

—¿Y qué es eso tan importante que tienes que hacer ahora? —dijo, haciéndose oír por encima del chirrido de la puerta del vehículo.

—Tiene que ver con esos secuestros de niños en los que nadie parece creer. Es una pista que no puedo dejar pasar, por eso me urge. Luego te lo explico, quizá puedas echarme una mano. Eso sí, hay algo que me preocupa bastante ahí dentro —añadió, señalando al interior de la comisaría.

—¿El qué? —dijo él, encendiéndose un cigarro.

—Se trata de Craig.

«Estupendo», pensó.

—Un completo imbécil con un jodido mal día, ¿qué ha hecho ahora?

—Ha detenido a un tipo, al parecer ha chocado con él y luego habría intentado atropellarle. Al menos eso dice. Pero no sé, ha reaccionado de forma exagerada con ese hombre. Le he visto casi enloquecido ahí dentro, me preocupa que…

Max no necesitó saber más para arrojar el cigarro al suelo.

—Un tipo al que ha «interrogado» ese loco esta mañana ha acabado en el hospital. Craig está fuera de sí —dijo, comenzando a caminar en dirección a la comisaría.

—¡Oh, Dios mío! ¡No he debido dejarlos solos!

—Yo me encargo —dijo él, salvando en dos zancadas los escalones que conducían al interior de la comisaría.

Pensó que lo último que necesitaba un pobre desgraciado era cruzarse en el camino de ese saco de testosterona pasada de revoluciones.

—Buenos días —le saludó el joven agente ubicado en el mostrador de la entrada. Uno de los lameculos de Craig y del capitán—. He oído que ha tenido bronca con…

—Vete a la mierda, Fulham —dijo sin detenerse.

Vio con el rabillo del ojo cómo el chico le enseñó el dedo medio, pero no tenía tiempo para detenerse. Si algo le quedaba de policía era el olfato. Y este le gritaba que debía encontrar a Craig cuanto antes.

Nada más abrir la puerta de la sala, Max vio a Craig de espaldas a él y frente a un tipo de unos treinta años arrinconado en el suelo. Su rostro apenas era visible por los hematomas y de sus labios hinchados goteaba sangre. Un gemido de súplica salió de esos labios. Sintió cómo su visión se teñía de rojo y avanzó hacia Craig. Apenas reconoció como suyos los brazos que arrojaron al gigante rubio a un lado.

—¡Estás loco! —oyó, aunque esas palabras realmente habían salido de su garganta.

El final de la frase coincidió con el retumbar de la espalda de Craig contra la mesa de interrogatorios. Max se acercó a él, dispuesto a estamparle su dura cabeza contra el mueble. Sin embargo, su campo de visión, obnubilado y enrojecido, no le permitió darse cuenta de que su objetivo había encogido las piernas. Cuando sintió el impacto en su entrepierna su furia se transformó en dolor y se contrajo, incapaz de coger aire. Antes de que pudiera recobrar el resuello sintió un objeto duro impactar contra su rostro. Cayó de espaldas, pero tuvo tiempo para atisbar que lo que le había golpeado era el puño de la bestia de cien kilos que tenía delante. Como si le llegara desde lejos y entre dos pitidos que le destrozaban los tímpanos, oyó su voz.

—¡Ahora sí que la has cagado, hijoputa! —dijo Craig, frotándose los labios con la manga.

Los pitidos de sus oídos aumentaron cuando el armario se abalanzó sobre él. Max no conocía técnicas de lucha orientales ni ninguna de esas chorradas, pero sí otras mucho más prácticas que había aprendido en la calle. Se encogió y se lanzó a los pies de su rival. Supo que la treta había funcionado cuando oyó un alarido del gigante, que cayó contra el respaldo de una de las sillas.

Craig cayó al suelo y, sin darle tiempo a moverse, Max estiró sus piernas con toda la fuerza que pudo, clavando sus gastados zapatos en los testículos del sargento. «Empate a uno», pensó cuando oyó el aullido del sargento, aunque parte de su cerebro le dijo que probablemente acababa de firmar su sentencia de muerte. Y no solo laboralmente, dedujo mientras el grito de Craig se transformaba en llanto. Un rugido a su espalda confirmó sus temores.

—¡Brown, deténgase ahora mismo!

No necesitó girarse para reconocer la voz del capitán Duncan Farrow. Su jefe y —para su desgracia— también el padre de la persona a la que acababa de machacarle las pelotas. Duncan tenía el rostro colorado y le aleteaban las fosas nasales al respirar. El comisario miró con los ojos fuera de las órbitas a su hijo, que se retorcía de dolor.

—Yo… —empezó a decir, levantándose.

No se le ocurría nada que pudiera explicar lo que el capitán acababa de contemplar. Antes de que pudiera añadir nada más, un balbuceo procedente del detenido que había estado golpeando Craig le hizo detenerse.

—Mi familia… —pronunció el tipo, escupiendo sangre mezclada con saliva—. ¡Todos van a morir! —Un silencio sepulcral flotó durante unos segundos en el aire. El hombre estiró un brazo—. ¡Necesito… salir de aquí! Si no… ¡mañana moriremos!

Amy detuvo el vehículo patrulla frente al 462 de la calle 137 Este, un edificio de viviendas sociales del sur del Bronx y cercano a Harlem. Aunque la seguridad había mejorado en los últimos años, esa no era la mejor zona para una agente de policía. Menos aún si era novata y había tenido la genial idea de ir sola. Intentó animarse pensando que era de día. Sin embargo, la desértica calle y el desportillado edificio insinuaban que allí eso daba igual.

De forma inconsciente revisó su equipo: dos cargadores de quince balas, espray de pimienta, esposas, linterna… y las dos capas de Kevlar de su chaleco antibalas, que ningún agente dejaría de llevar en aquel barrio. Palpando su arma bajó del coche patrulla. Pasó junto a un contenedor en cuyo fondo reposaban muebles rotos, colchones desgarrados y bolsas de basura de las que rezumaban grasa y otros líquidos de olor nauseabundo. Subió los escalones que conducían a una puerta de metal, oxidada y descascarillada. La escalera de incendios parecía a punto de desprenderse sobre ella.

No le sorprendió que la puerta se abriera sin esfuerzo. Ascendió las escaleras en dirección al tercer piso. Como siempre ocurría en esos edificios, los recodos de las escaleras parecían vertederos. Las paredes estaban manchadas —había aprendido a no pegarse a ellas para que los insectos no se le metieran en la ropa— y en una de ellas vio la huella de una mano de color rojo. Difícil saber si era sangre, pensó. Oyó los sonidos de los televisores mezclados con voces en italiano, en español y en decenas de otros idiomas junto a ruidos de cacharros de metal chocando entre ellos. Un golpe sordo le hizo detenerse. Agitada, se llevó la mano a la pistolera, pero enseguida se oyeron otros sonidos parecidos, mezclados con las conversaciones, las cacerolas entrechocando y los aparatos de radio y televisión. Nerviosa, apretó el paso. Pasó por encima de unas ampollas de cristal rotas (seguramente de crack) que había en uno de los descansillos y logró encontrar la puerta que buscaba.

Con el corazón acelerado, reunió fuerzas para llamar. Escuchó atentamente pero no oyó nada. O mejor dicho, pensó, sí que había oído algo: el sonido de un televisor, algo más nítido que antes de golpear con los nudillos. Quizás alguien se había callado y por eso oía mejor el aparato. Acercó la oreja a la puerta (sin tocarla) y se dio cuenta de que el sonido del televisor cesó de repente.

—¡Policía de Nueva York! —dijo, llamando de nuevo.

Su propia voz le sonó insegura. Esperó unos segundos, en los que decidió que estaba actuando de forma irresponsable: el enfado del capitán sería lo de menos si se metía en un lío en aquel barrio. Decidida a darse la vuelta, se detuvo al oír unos pasos. El sonido de varios cerrojos descorriéndose le aceleró el pulso. Con un chirrido se abrió la puerta. Solo unos centímetros, los suficientes para que percibiera el aire impregnado de tristeza y humedad que salía de esa casa. El ojeroso rostro de una mujer de unos cuarenta años (o quizás unos treinta mal llevados) se asomó por detrás de una cadena. Era delgada y tenía el rostro terriblemente pálido. Hebras de pelo le caían sobre la cara, algunas de ellas apelmazadas por el sudor que le cubría la frente.

—¿O… ocurre algo? —dijo la mujer de rostro cadavérico—. No hemos… llamado a la policía.

Amy entornó los ojos. Esa mujer parecía aterrada.

—Siento interrumpir, solo estoy haciendo una comprobación rutinaria. ¿Es usted la señora Thompson?

Los ojos de la señora parecieron alarmarse aún más.

—Sí, pero… no he llamado a la policía, ¿qué hace usted aquí?

—Ya sé que usted no nos ha llamado, solo es una comprobación: un vecino suyo denunció hace unos días la presencia de unos tipos merodeando por el edificio, dijo que uno de ellos podría haberse llevado a uno de sus hijos… concretamente una niña. —La mujer abrió los ojos de par en par—. ¿Hay algo de cierto en esa historia?

—¡No, en absoluto, este barrio está lleno de gente que ve cosas raras! Siento que haya perdido el tiempo. —Empujó la puerta—. Si me disculpa, debo dejarla.

—Señora Thompson —intentó asomar la cabeza—. ¿Se encuentra usted bien? Parece enferma.

La mujer miró fugazmente hacia su derecha.

—Estoy perfectamente, llevo unas cuantas noches durmiendo mal… eso es todo. Mi marido está trabajando fuera y con los niños una sola, ya sabe…

—¿Le importa si paso a echar un vistazo? —le dijo, mirándola a los ojos.

La mujer palideció y un segundo después comenzó a gritar.

—¡Sí, sí que me importa! —dijo, empujando la puerta con más fuerza—. ¡Aquí todo está perfectamente, yo no le he llamado y tengo que preparar a mis hijos para el colegio! Si no llegan a tiempo tendré problemas. ¡Así que por favor márchese!

Amy parpadeó. Fuera lo que fuese que allí estuviera sucediendo, esa mujer no estaba dispuesta a dejarse ayudar. Estaba segura de que así era como sucedían los casos de maltrato. Furiosa, por un fugaz instante pensó en entrar en la casa, con o sin el permiso de la señora Thompson. Pero enseguida se dio cuenta de que si hacía eso se metería en un lío. La mujer aprovechó su titubeo y cerró la puerta mientras farfullaba algo sobre «que lo sentía mucho». Lo último que vio, antes de que la puerta hiciera temblar el marco, fueron sus ojos. Creyó ver en ellos una mirada de súplica.

Ann-Mary Thompson sintió el corazón a punto de reventar. Por la mirilla vio que la agente titubeaba unos segundos y rezó para que se fuera. Con los dedos crispados por fin comprobó que sus plegarias surtieron efecto. La policía con pinta de novata se volvió y desapareció de su vista. Una lágrima comenzó a caer por su mejilla en el momento en que el hombre que había a su derecha bajó el cañón de la pistola con la que le había estado apuntando.

—Muy bien, zorra… —masculló el hombre, a la vez que mascaba algo—. Pero si vuelve, te vuelo la tapa de los sesos.

Ann-Mary se volvió. Sus hijos estaban sentados frente al televisor, al que ella había bajado el volumen. Los abrazó y comenzó a rezar. Lloró con fuerza, apretando a sus hijos entre sus brazos. Especialmente a Daniel, que, tras huir cuando esos desgraciados se habían llevado a su hermana, por fin había vuelto, asustado. Una voz interior le dijo que sus rezos eran en vano, que de quien realmente dependía para salir de aquella pesadilla era de su marido. Una idea que de por sí le ponía la piel de gallina.

Max tuvo la sensación de que todo giraba a su alrededor: la sala de interrogatorios, Craig retorciéndose en el suelo, el capitán gritando y en una esquina el detenido, ensangrentado, que acababa de decir eso que le había dejado paralizado.

—¡Deténganlo! —oyó la voz de Duncan.

Max se quedó estupefacto al ver que el capitán le señalaba.

—Capitán… —dijo, mostrando las palmas.

—¡He dicho que estás detenido!

Vale, pensó, la había fastidiado, había golpeado a Craig delante de las narices de su maldito padre. Dejando a un lado la idea de que probablemente acababa de perder su empleo, las últimas palabras del detenido le seguían martilleando el cerebro.

—La has jodido a base de bien —dijo Duncan señalando a su hijo, al que dos compañeros estaban ayudando a levantarse—. ¡Ni tu padre logrará salvarte el pellejo!

—Señor, si me permite… —musitó uno de los agentes—. Su hijo ha… golpeado al detenido y Max los ha separado. Las cámaras de seguridad —señaló al techo— estaban encendidas. Debería tener eso en cuenta.

El rostro de Duncan se tornó carmesí. Max se apenó del pobre agente que acababa de decir lo de las cámaras, pero le había echado un buen cable. Un pobre novato que se pasaría meses patrullando los peores barrios. Suspiró, anhelando un cigarro.

—Capitán —dijo—, no sé si ha oído lo que el detenido ha dicho acerca de…

—¡Me importa una mierda lo que haya dicho esa escoria! —bramó Duncan señalando al hombre, encogido en su esquina—. ¡Quiero que tú desaparezcas de mi vista, Maxwell! ¡Que te vayas a tu maldito puesto en Zuccotti Park y que te encargues de tu jodida misión, velar porque mañana no le ocurra nada al presidente! ¡Y después te haré picadillo! ¡Acabas de darme carta blanca para joderte los pocos días que te quedan como policía!

Sintió cómo la vista se le nublaba: ¿es que ese idiota seboso no pensaba prestar atención a lo que acababan de oír? Respiró hondo, sacó un cigarro del bolsillo y se lo colocó en los labios. Duncan abrió los ojos de par en par. Indiferente, cogió su caja de cerillas y frotó una contra el lomo. El olor a fósforo le relajó.

—Pero, ¿¡es que eres idiota!? —bramó Duncan.

Caminó hacia la puerta. De reojo vio a Craig, y su mirada no le presagió nada bueno.

—¡Acabarás durmiendo envuelto en cartones, Maxwell! —rugió Duncan a su espalda—. ¿Me estás oyendo? ¡Solo, en la calle y cubierto por unos miserables cartones!

Max exhaló el humo sin detenerse. Su carrera estaba muerta, pero las palabras del detenido no dejaban de machacarle y su instinto nunca le fallaba. Dio una nueva calada al cigarro. Tenía que hablar con ese tipo a solas, pero no parecía el mejor momento. Además tenía orden expresa de volver a la maldita Zona Zero. «A la mierda», pensó exhalando el humo, hablaría con él. El problema era que aunque encontrara la oportunidad de hacerlo apenas iba a tener unos minutos. Y en ese tiempo no podría sonsacarle una mierda. Necesitaría un interrogatorio largo para asegurarse de si lo que había dicho podía ser cierto. No era fácil escarbar en el coco de un tío que acababa de recibir una paliza. Sin embargo, al pensar en lo de «escarbar en el coco», una luz pareció encenderse en algún lugar de su cerebro. Sujetando el cigarro con los labios buscó su móvil.

—Aquí no se puede fumar —le recriminó un compañero.

—Vete a la mierda —contestó, sujetando el cigarro en la comisura mientras buscaba en su agenda de bolsillo un número de teléfono. Instantes después oyó la voz de su interlocutor.

—¿Qué quieres, Max? Me coges un poco…

—Mike, necesito tu ayuda. Ahora.