Zuccotti Park, próximo a la Zona Cero.
Nueva York
Dos horas antes de que Mike comenzara su clase, Maxwell Brown detuvo su desvencijado Volvo 850 de los años noventa color marrón junto al cordón de seguridad policial. Pensó una vez más en el rimbombante nombre de su misión: «Apoyo para la seguridad de la ceremonia del aniversario del 11-S.» Una burda excusa para rematar su carrera, ya que su cometido era garantizar que no había «brechas de seguridad». El problema es que en esos eventos siempre había alguna maldita «brecha de seguridad». Y su capitán le haría responsable hasta de que una paloma se cagara en el atril. Fastidiado, encendió un cigarro. Desde que Kate le había dejado ya ni contaba los que se fumaba a lo largo del día.
—Aquí no se puede aparcar. Ni fumar.
El sonido de esa voz irritante se mezcló con el de la cerilla y el aroma a Marlboro. Max exhaló el aire lentamente y respondió sin mirar.
—Ponme una multa, gilipollas.
Cerró la portezuela del vehículo y esta amenazó con desprenderse. Su interlocutor, el sargento Craig, era un saco de dos metros, noventa kilos de músculo y apenas unos gramos de cerebro. Esto último era lo que demostraba que el capitán Farrow era su auténtico padre. Desde luego por el físico no lo hubiera supuesto nunca, pensó dando una nueva calada.
—Se rumorea que tu puesto de detective va a quedar vacante… —dijo Craig—. ¿Sabes quién se va a presentar para ocuparlo?
—¿Tú? —dijo Max, arrojando el cigarro al suelo—. Así que es cierto que van a crear una unidad de parapsicología. —Craig frunció el entrecejo—. Y tú eres el fantasma que andaban buscando para ella.
El rostro de Craig se tiñó de rojo.
—¡Tu mierda de carrera está acabada! No como la de tu hermana… —añadió con una sonrisa retorcida—. Ella todavía puede tener un futuro, si sabe con quién juntarse.
Como tantas veces le había ocurrido —y tantos disgustos le había costado—, la visión de Max se nubló. Con un rápido gesto agarró a Craig de la pechera de la camisa, dispuesto a estrellarlo contra el lateral de su Volvo, de ahí los numerosos bollos que presentaba el vehículo. Pero una voz a su espalda le hizo detenerse. Un agente se acercaba con paso rápido.
—Perdonen —dijo el joven, alternando la mirada entre ambos—, pero tenemos un sospechoso.
Max resopló y miró a Craig.
—No te acerques a mi hermana… —le dijo a escasos milímetros de su rostro, y le soltó.
Craig dio un paso atrás, enjugándose la boca con el brazo.
—Qué lástima, Max… qué poquito ha faltado para que acabaras de una vez con tu carrera. Voy a disfrutar cuando te vea en la calle.
Por un segundo estuvo tentado de sacar la pistola y volarle la tapa de los sesos a ese gilipollas. Apretó los dientes, conteniéndose. Resoplando, sacó un nuevo cigarro del paquete. «Menuda mierda», pensó mientras lo encendía. Intuyó que ese día iba a ser bastante largo.
Craig sintió la grava crujir bajo sus pies y fantaseó con que ese sonido fuera el que hacía el cuello de Max al retorcérselo. Ese cabrón le había cogido desprevenido. Sí, eso había sido, se dijo. «Ese tío está loco —pensó—, ¡habría que hacerlo desaparecer del mapa!» Una fina sonrisa se dibujó en sus labios al imaginarse algunas de las formas en que eso podría ocurrir. La sonrisa se esfumó al alcanzar la parte trasera del camión que utilizaban como puesto provisional. Al abrir la puerta se dio cuenta de que las manos le temblaban.
Max ya le había fastidiado la mañana. Algo fácil, dado que últimamente no se encontraba demasiado bien. Por algún motivo le venían constantemente a la cabeza recuerdos de las palizas que su padre le había propinado de joven, especialmente cuando estuvo a punto de ser denunciado por forzar a una chica a acostarse con él. Se defendió argumentando que ella también quería, algo que era cierto… en parte, ya que omitió que invitó a varios de sus amigos a unirse a la fiesta, algo por lo que la muy zorra no quiso pasar. Al final salió indemne en el instituto, pero no de las manos de su padre, obsesionado con ascender en la policía. Eso explicaba sus ataques de ira cada vez que le había sorprendido fumando marihuana o escondiendo éxtasis.
No era el único que recibía las «atenciones» de su padre. Muchas noches, en su cuarto, lloraba tapándose la cabeza con la almohada intentando no oír los golpes que venían de la habitación contigua, el dormitorio de sus padres. Su madre le quería, o al menos eso le pareció durante un tiempo. Luego se recluyó en la televisión y en la botella. Y cada vez que Craig llegaba a casa y la veía en camisón y con el vaso en la mano sabía que era mejor encerrarse en su cuarto. Ahí aprendió lo útil que era «colocarse».
Tendría unos quince años cuando su madre comenzó a ausentarse. Por aquel entonces su padre pasaba casi todo el día en comisaría. Craig empezó sospechar lo que estaba ocurriendo y a preocuparse cuando su madre comenzó a volver poco antes que su padre, apenas con tiempo para darse una ducha y meterse en la cama alegando una jaqueca. Un día, rabioso por lo que estaba haciendo ella, se atrevió a preguntarle de dónde venía. El bofetón no le dolió tanto como su cara de desprecio. No volvió a preguntarle nada más.
Al final sucedió: una tarde su padre llegó a casa antes que ella. Fueron tan solo unos minutos, pero suficientes para que atara cabos cuando la vio llegar con el rímel corrido, el pelo suelto y la ropa mal ajustada. Craig apenas sintió nada cuando oyó los gritos primero y los golpes después. El llanto de su madre se transformó en sollozos cuando una hora después su padre se largó. El último recuerdo que tenía de su madre fue viéndola entrar en el baño, tambaleándose y con la cara ensangrentada. Le gritó algo y él se encerró en su cuarto. La oyó hablar por teléfono y poco después oyó el ruido de la puerta de la calle.
Su padre la estuvo buscando durante meses. En una de sus noches etílicas (que a esas alturas eran casi todas) le contó que lo que realmente le preocupaba eran las mentiras que ella pudiera contar. Craig asintió, había aprendido a no llevarle la contraria. Por aquel entonces recibía dobles palizas, las suyas y las de su madre ausente. Unos años después su padre lo arregló todo para que entrara en la academia de policía. Le costó superar toda esa mierda de pruebas psicológicas, psicotécnicas y demás gilipolleces. Al final comprendió que probablemente nunca sería capaz de trabajar en otra cosa y se esforzó en aprobar. Las palizas de su padre, cada vez más viejo y gordo, desaparecieron. Y él encontró aficiones como el gimnasio, acostarse con tías buenas y las drogas de diseño… hasta que descubrió la web de DemonSound.
Su cuerpo se estremeció de placer con solo pensar en lo que llevaba almacenado en su reproductor MP3. Tenía unas cuantas dosis compradas, en espera de ser gastadas (ya que al escucharlas lamentablemente se borraban, ahí estaba el negocio de esa gente). Sin embargo, hasta que no terminara con ese jodido interrogatorio no podría escuchar ninguna, se dijo malhumorado. Entró en la pequeña estancia que hacía de improvisado cuartel, decidido a hacer hablar rápidamente al sospechoso, un tipo de aspecto árabe custodiado por dos de sus hombres. Uno de ellos se le acercó.
—Dice que se llama Ahmed y que estaba por aquí dando una vuelta. Sin embargo, llevaba estos carnets de conducir falsos y mil pavos en efectivo.
Era justo lo que estaba deseando escuchar. Su cuerpo chorreaba adrenalina por culpa del cabrón de Max. Necesitaba liberarse de ella y una buena dosis de sonido. Tendría que resolver aquello por la vía rápida, se dijo. Dando dos zancadas se plantó frente al tal Ahmed, un árabe flacucho de piel oscura y enormes ojos que tendría unos veinte años. Sin mediar palabra lo empujó, estampándolo contra la pared del habitáculo. El sonido de sus huesos contra el metal le resultó placentero. Casi tanto como su expresión de sorpresa.
—¡Me vas a decir quién cojones eres y para quién trabajas! —gritó, haciendo crujir su propio cuello—. ¿O quieres que acabe contigo aquí mismo?
—Soy… ¡americano! —gimoteó el árabe—. ¡Vivo aquí! ¡Yo… legal!
Craig sintió un profundo odio. Por tragarse historias como esa habían ocurrido desgracias como el 11-S.
—¡¿Es que me has tomado por imbécil?! —gritó, soltando el puño hacia el plexo solar del hombre—. ¡Una mierda legal!
Sintió cómo el abdomen del árabe se hundía. El supuesto Ahmed se dobló sobre sí mismo, paralizado y con una expresión de horror y ahogo en sus ojos.
—¿Qué hacías aquí y para quién coño trabajas? —insistió.
Vio cómo el hombre movía los labios pero sin emitir ningún sonido. Las lágrimas le surcaban el rostro. Afortunadamente él estaba preparado para no caer en esa burda trampa. Ese tío era un terrorista entrenado y dar lástima formaba parte de su farsa. A él no le iban a tomar el pelo esos cabrones de Al Qaeda.
—¿Qué, me sigues tomando por gilipollas?
Ahmed no contestó y Craig hizo lo que pensaba que era su deber. Agarró la cabeza del hombre y la estampó contra la pared. Sintió en sus dedos el dulce sonido de su cráneo al chocar. Nada más rebotar por el impacto vio la mancha de sangre y pelos sobre el metal. El hombre por fin gritó. Al mismo tiempo Craig oyó otra voz a su espalda.
—¡Suéltalo o te vuelo la cabeza, hijo de puta!
Se volvió y apenas pudo dar crédito a lo que estaba viendo. El cabrón de Max le estaba apuntando con su arma. Sintió algo en su brazo derecho. Estuvo a punto de girarse y golpearlo, pensando que era el terrorista, pero vio que era uno de sus hombres.
—Será mejor que lo deje, sargento. Creo que el inspector Brown está en lo cierto…
¿Se habían vuelto todos locos o qué?, se preguntó, respirando agitado.
—¡Este tío tiene la palabra «terrorista» escrita en la cara! —gritó, señalando al sospechoso.
—No, Craig… —respondió Max, en voz baja y sin dejar de apuntarle— ese hombre es un vulgar carterista. Si tú y tus hombres no fuerais tan inútiles habríais visto en el suelo, viniendo para acá, las carteras que ha robado y de las que ha sacado el dinero y esas licencias de conducir —dijo, mostrando un puñado de carteras en su mano izquierda—, y que por cierto son auténticas. Tus hombres no sabrían distinguir una falsificación ni viendo un billete de tres dólares.
Craig se sintió hervir por dentro. Estaba seguro de que Max le estaba engañando. Aquello era una trampa.
—Yo… americano —oyó que sollozaba el árabe—. No trabajo, no dinero… Familia hambre… Yo no daño a nadie… Por favor… ¡yo nunca robo más!
—¿De verdad vais a creerle? —gritó zarandeando al prisionero—. ¡Haré que os enchironen! ¿Me habéis oído?
—El único que va a irse a comisaría —le dijo Max sin bajar el arma— eres tú. Es una orden. Los chicos se harán cargo de él. Suéltalo inmediatamente, o te vuelo la tapa de los sesos.
Craig vio el rostro de los agentes, estaban pálidos. Ese cabrón le estaba ridiculizando delante de ellos. Y lo que era peor, dándole crédito a un maldito árabe. Necesitaba su chute, y la mejor forma de conseguirlo era acabar con aquello. «Este hijoputa se va a salir con la suya», pensó. Ofuscado por la rabia soltó al maldito Ahmed, que cayó como un fardo. Max bajó el arma y él caminó hacia la puerta. Al pasar al lado del detective, este le puso la mano en el pecho, deteniéndole.
—No es un terrorista, Craig.
—Pero tú sí eres un cadáver… Eres un puto fiambre. Y me encargaré de hacerlo yo mismo.