—El puesto de control está detrás de esta curva —dijo Gienek, que iba al volante.

Yeser, en el asiento del copiloto, asintió. Intentaba concentrarse en el ruido del motor y el sonido de los neumáticos en el camino de tierra. Respiró hondo el aire, que le pareció sorprendentemente fresco y limpio, y trató de evitar que se le notara el miedo.

—Si no suben la barrera tendremos que pegarnos un tiro —le susurró al oído Kazimierz, sentado detrás—. Si nos detienen será peor, nos torturarán y luego nos ahorcarán.

—Nos dejarán pasar —dijo él en voz alta y agarrando con fuerza una metralleta que había encontrado en otro armario del almacén—. Poned rostros serios y todo irá bien.

Sin embargo, un escalofrío le recorrió la espalda cuando Gienek por fin salió de la curva y vieron, a unos ochenta metros, el control del perímetro exterior, el único obstáculo entre ellos y la libertad. Una pequeña torre de vigilancia, a la derecha del camino, hecha de madera y sobre la que había un SS armado con una ametralladora. Enfrente se ubicaba una garita pintada a rayas blancas y negras donde se apostaba otro soldado, sentado frente a una escueta mesa de campaña. En medio estaba la barrera, también a rayas blancas y negras y, como era de esperar, bajada. Tragó saliva. Un puesto de control tan ridículo como amenazante, y que significaba la diferencia entre la libertad o la muerte.

—No suben la barrera —masculló Gienek.

—Ve más despacio —dijo él.

El mecánico obedeció, levantando el pie del acelerador y reduciendo la marcha del Steyr a segunda. Este circuló más lento pero aproximándose de forma inexorable. Cuando faltaban unos cincuenta metros Kazimierz puso la mano sobre su hombro.

—¡Nos van a detener! ¡Tenemos que acabar con todo esto de una vez! —dijo, señalando la pistola que llevaba sujeta al cinto.

—Espera unos metros —dijo él, dándose la vuelta.

Al hacerlo contempló a Leon. Apenas le vio los ojos, ya que la visera de la gorra se los cubría para intentar disimular su edad. Miraba al frente, atemorizado. «No, esto no puede acabar aquí», pensó con firmeza. Se volvió hacia delante. Sabía que para los nazis las apariencias lo eran todo, así que apretó los labios y endureció la mirada. Faltaban solo veinticinco metros y el vehículo seguía avanzando, cada vez más despacio. Y esos alemanes obstinados no levantaban la barrera. El soldado de la garita, con su gabardina negra, se puso en pie y dio un paso en dirección al centro del camino. Aquello pintaba cada vez peor.

—Papá —oyó que decía su hijo—. Haz algo. Ahora.

Vio que estaba pálido. Sintió una intensa emoción atravesarle el pecho. Leon era su familia, era todo lo que tenía en este mundo. Y si no hacía algo, todo acabaría frente a esa barrera blanca y negra, a solo unos metros de la libertad. Como si tuviera un resorte en las piernas, se puso en pie. Aprovechando su conocimiento del alemán, gritó con furia auténtica.

—¡Maldita sea, insectos asquerosos! —dijo, haciendo aspavientos con los brazos—. ¡¿Ya no sabéis ni reconocer a un oficial en misión urgente?! ¡Levantad ahora mismo la barrera si no queréis que os mande al frente, escoria!

No tuvo que fingir la mirada de odio que lanzó al SS que estaba apostado frente a la barrera. Inspiró hondo y sus fosas nasales se dilataron. Cuando pensaba que les iba a dar el alto, el soldado volvió junto a la garita y tiró de una cuerda que sobresalía del extremo de la barrera. Esta, con un lento pero suave movimiento que le pareció de ensueño, comenzó a levantarse.

No se atrevió ni a mirar a sus compañeros. Gienek pisó el acelerador y él se sentó, intentando aparentar un porte ofendido. Al pasar al lado de los soldados ambos le saludaron. Él les devolvió el gesto alzando su mano derecha con condescendencia, pero manteniendo su rostro pétreo y poniendo una mueca de asco. Solo cuando hubieron recorrido casi cien metros, Gienek se atrevió a mirar por el retrovisor. Les anunció que la barrera había bajado de nuevo, ¡y que nadie les seguía!

—¡¡¡Sí!!! —exclamó el conductor, golpeando el volante—. ¡Somos libres!

—¡Lo hemos conseguido! —canturreó Kazimierz, palmeándole en el hombro y abrazando a Leon—. ¡Lo hemos conseguido!

Él sintió ganas de llorar de alegría. Se dio la vuelta y vio a Leon, que le miraba sonriente, lo que fue suficiente para hacerle pensar que merecía la pena luchar, llevar a cabo empresas como esa, aunque pareciesen una locura. Por primera vez desde que había comenzado la guerra, y especialmente desde que les habían delatado y detenido, se sintió feliz.

Ese sentimiento duró los escasos segundos que tardó en volver a ver a su hijo. Este había vuelto a perder el color del rostro y miraba hacia delante. Haciéndose daño en el cuello por la brusquedad del movimiento, se giró y sintió como si el mundo se abriera bajo sus pies. Un vehículo se acercaba de frente con varios oficiales nazis en su interior. Dos de ellos estaban de pie, apuntándoles con sus ametralladoras.