Sur del Bronx, Nueva York
—Hola, soy Amy.
—¿Eres policía? —preguntó el chaval.
Tendría unos seis años y una costra de moco reseco bajo la nariz. Amy sintió el impulso de acariciarle el rostro, pero pensó que el gesto podría asustarle. En la academia no la habían preparado para eso. Ella había entrado en la policía con tan solo veintidós años y tras superar las pruebas físicas, médicas y psicológicas, demostró que no necesitaba la ayuda de su influyente padre, Frank Brown: fue la número uno de su promoción y se incorporó a la comisaría de Pitt Street, en el distrito siete, la misma en la que su hermano Maxwell estaba destrozando su carrera de detective. Lo hizo pensando en que al estar cerca podría ayudarle.
Desde su llegada ella solo había patrullado, frustrada porque no le asignaran misiones de mayor calibre, algo que sí hacían con sus compañeros de promoción, que no dejaban de revolotear al lado del comisario y de su hijo. Quizás era porque era una chica o porque (según decían) tenía un buen cuerpo (la verdad, pensó, era que se machacaba en el gimnasio, dada su tendencia a ganar peso) y unos irresistibles (y también duros) ojos penetrantes y de mirada inteligente, algo que solía asustar a los hombres. El caso es que nadie en esa comisaría parecía confiar en ella, así que en su tiempo libre había empezado a estudiar para ser forense.
Sin embargo, esa mañana el capitán la había asignado a la investigación de unas hipotéticas desapariciones de niños. Le había parecido extraño lo de «hipotéticas». «¿Han desaparecido o no?», había preguntado ella. Pero la respuesta fue que eso era precisamente lo que tenía que averiguar. Unos minutos después leía dos vagas denuncias de vecinos que creían haber visto cómo se llevaban a niños, aunque no estaban seguros. Así que tras la emoción inicial vio que ahí no parecía haber caso. Y entonces comprendió por qué se lo habían asignado. Aun así, dispuesta a no dejar pasar ninguna oportunidad, decidió investigar sobre el terreno.
—Sí, soy policía —dijo Amy, sonriendo.
Los otros chicos, más o menos de la edad del que tenía delante, permanecieron sin abrir la boca. Parecían esperar a ver la reacción de su «líder», si es que se podía llamar así a un niño de seis años que tenía un moco pegado a la cara.
—¿Vas a encontrar a mi hermana?
Amy estuvo a punto de caerse sobre su trasero. Se había acercado a hablar con el primer grupo de críos que había encontrado en la dirección de la primera denuncia. Le resultó demasiado casual que hubiera ido a dar con el hermano de uno de los secuestrados. Quizás estaba equivocada, se dijo.
—¿A qué… te refieres? —dijo—. ¿Se ha perdido, acaso?
—Los hombres malos se la han llevado… —dijo el chico, con los ojos húmedos.
Sintió un nudo en el estómago. Estaba segura de que el niño debía estar diciendo la verdad, pero en la comisaría nadie le creería. Era imposible tener tanta suerte. «A menos que me esté tomando el pelo o que los secuestros sean más numerosos de lo que pensamos.»
—¿Puedo hablar con tus padres?
—No, no quiero volver a casa… —El niño dio un paso atrás—. Tengo miedo, me he escapado.
Amy sintió que el corazón le latía con fuerza. Si todo aquello no formaba parte de un macabro juego entre los chicos —que también podía ser—, estaba ante algo gordo.
—Espera, puedo ayudarte, cielo —dijo ella, intentando contenerlo—. ¿Cómo te llamas?
—Daniel —dijo el niño—. Pero no le puedes contar a mis padres que te lo he dicho…
—Tranquilo, Daniel, no le diré nada a tus padres —dijo, arrepintiéndose de inmediato de su mentira—. ¿Cómo se llama tu hermana?
—Se llama Ann…
—¿Y cómo es? —preguntó ella, sacando una libreta del bolsillo de su camisa.
Daniel se quedó en silencio. Amy reaccionó.
—Me refiero a qué cosas me puedes decir, para que cuando la vea sepa que es ella. Por ejemplo, ¿cuántos años tiene?
—Tiene ocho años, el pelo amarillo y una pupa en la frente.
—¿Una pupa? —preguntó Amy extrañada—. ¿Te refieres a una herida?
—No —dijo Daniel—. La tiene desde que era pequeña.
Amy se señaló un lunar que tenía en su brazo.
—¿Como esta?
—Sí, ¡como esa! —exclamó el chico, sonriendo. Amy anotó «posible lunar en la frente».
—¡Lo estás haciendo genial! —dijo, sonriéndole—. Y… ¿viste al hombre que se la llevó?
La escasa alegría que había aparecido en el rostro del chico se esfumó.
—Sí. Es malo, me escapé cuando él estaba en casa.
Amy se sintió afligida. Esa historia parecía cierta, un chaval no podía fingir esa expresión. Tenía que ganarse su confianza para que le dejara acompañarle a casa y comprobar esa historia.
—No te preocupes, cogeremos a ese señor y le castigaremos. —«Y no sabes cuánto», pensó—. ¿Sabes decirme cómo era ese hombre?
—Daba… miedo. Era muy grande, ¡más que mi papá! Y era negro.
—¿Te refieres a que su piel era de color negro? —dijo ella, sin parar de anotar.
Daniel la miró extrañado.
—La cara y las manos del hombre —insistió—, ¿eran de color negro?
—La cara no… —cuando ella se disponía a escribir «piel blanca» en su libreta, el chico añadió— pero las manos sí.
—¿Llevaba guantes?
—¡Sí, como los que me pone mi mamá cuando hace frío! Y llevaba un abrigo negro, ¡daba miedo!
—Lo estás haciendo fenomenal —dijo ella con sinceridad.
—Entonces, ¿no me vas a castigar?
El nudo llegó a su garganta.
—Claro que no… ¿Por qué iba a hacerlo?
—Porque mi madre siempre dice que si me porto mal llamará a la policía para que me lleve. —Amy suspiró al ver el rostro del niño—. Y yo no le he pegado al hombre malo y se ha llevado a mi hermana… ¡pero es que me ha dado miedo y he salido corriendo! —añadió con los ojos llorosos.
—Tranquilo —dijo ella, sintiendo una opresión en el pecho—, él era mucho más grande que tú. ¿Te acuerdas de algo más?
—¡Sí! —exclamó el chico, con los ojos de par en par—, ¡tenía bigote!
—¡Muy bien, cariño! —le dijo, acariciándole la cara. Tenía una descripción: alto, fuerte, abrigo negro, con bigote. Bastante más de lo que había esperado sacar del chico. A lo mejor sí que había caso, pero para ello necesitaba algo más. Miró al niño de nuevo—. Escucha, encontraré a tu hermana. Pero para eso necesito hablar con tus padres. ¿Por qué no vamos a tu casa y…?
Amy supo que había metido la pata al ver la mirada de Daniel: no se debía romper nunca una promesa a un niño. Y ella se había ganado su confianza diciéndole que no hablaría con sus padres. Durante unos segundos el chico la miró fijamente. Luego se llevó las manos a los párpados y comenzó a llorar de esa forma desgarradora que solo puede hacer un niño. Sintió que algo se le retorcía por dentro. Sin pensarlo rodeó al pequeño con sus brazos pero, para su sorpresa, este la empujó. Perdió el equilibrio y cayó sobre su trasero, mientras veía al grupo salir disparado hacia el otro lado del callejón.
—¡No, parad! —gritó ella, incorporándose.
Corrió tras ellos, pero al llegar a la esquina solo vislumbró vehículos, algunos vagabundos empujando carritos y decenas de hispanos zanganeando, que intuyó no iban a serle de ayuda. Ni rastro de los chavales. Había sido burlada por una terrible banda de niños de seis años. Iba a ser el hazmerreír cuando volviera a la comisaría. Sin embargo, eso no le hizo cambiar lo que pensaba: creía a ese chico, estaba segura de que esos secuestros eran reales. Y se juró que iba a atrapar al responsable.