Facultad de Neurociencias.
Stony Brooks, universidad pública de Nueva York

Mientras recogía sus cosas, Mike notó que su teléfono vibraba. En la pantalla apareció el nombre «Maxwell Brown». Su amigo hubiera encajado más en una película de polis de los ochenta que en la policía de Nueva York del año 2010. Solía llevar gabardina de color marrón. Sus hombros anchos (que había heredado claramente de su padre, el respetable Frank Brown) y su pelo, con incipientes canas y que llevaba bastante corto, servían para que en su rostro, anguloso y firme, destacaran sus ojos. Estos no eran especialmente grandes ni vivos, pero tenían esa mirada avispada, escrutadora, de los policías de antaño. Era ese tipo de mirada que siempre te hacía sentir como un posible sospechoso y que había curtido en la calle, que era donde le gustaba estar a su amigo. Algo que iba con sus métodos peculiares, en los que la tecnología y el «amaneramiento actual» —como él decía— de la policía de Nueva York no encajaban demasiado. Debía de ser así, pensó, a raíz de los problemas que estaba teniendo su amigo con sus superiores. Sin embargo, Max era de lo mejor que había en la policía de Nueva York. Su mejor arma era su instinto, que rara vez le fallaba. Gracias a él conservaba su trabajo, al menos de momento.

Rara vez su amigo le llamaba en horas de trabajo. Y menos en los últimos meses, en los que tampoco Max estaba pasando una buena racha tras el abandono de su mujer. Miró alrededor. Varios chicos esperaban impacientes para hacerle preguntas y él tenía una reunión a la que acudir en diez minutos. Dudó si descolgar pero, para decepción de los alumnos, se pegó el teléfono a la oreja. Con la otra mano les hizo una señal de paciencia mientras intentaba recoger su portátil.

—¿Qué quieres, Max? Me coges un poco…

—Necesito tu ayuda. Ahora.

—Max, estoy en la universidad y en diez minutos tengo que…

—Esto es urgente, necesito que vengas.

Negó con la cabeza. Su trabajo dependía de las becas que recibía la universidad para financiar sus trabajos y la reunión a la que tenía que asistir trataba precisamente sobre eso.

—No sé si podré, Max, tengo una reunión con mis jefes.

—Mike, ha pasado algo bastante extraño, solo tú puedes ayudarme.

Se sintió extrañado. No se trataba solo de ir a la comisaría: su amigo le estaba pidiendo que usara su «habilidad». Tenía que haberlo imaginado.

—Max, no puedo creer que me estés pidiendo que me ausente de mi trabajo para hacer algo que ni yo mismo controlo. ¡Ni siquiera sé qué es exactamente lo que soy capaz de hacer! —dijo, susurrando para que no le oyeran los chicos.

—Escúchame bien —insistió el detective—, no te puedo decir mucho por teléfono. Pero puede haber vidas en juego.

Algo se removió en su conciencia, más cuando esa afirmación procedía de su amigo. Supuso que podía llamar a la secretaria del decano y alegar que no se encontraba bien. Si lo que le esperaba en esa reunión eran malas noticias, nada cambiaría porque se las contaran al día siguiente.

—Vale, tú ganas —dijo, pensando ya en qué excusa dar—. Iré en cuanto…

—Ven inmediatamente, no dispongo de demasiado tiempo. Y… gracias.

Su amigo finalizó la llamada y Mike se quedó mirando la pantalla de su iPhone. La palabra «gracias» fue la que más le preocupó. El móvil sonó de nuevo. Convencido de que era Max de nuevo, descolgó sin mirar la pantalla.

—Ya voy de camino, ten un poco de paciencia, ¡antes tengo que arreglar lo de mi reunión!

—¿Mike Brenner?

El tono grave de la voz le hizo dar un respingo. Miró la pantalla pero no vio ningún número en ella.

—¿Quién es… usted?

—Eso no importa. —La voz, cavernosa, le hizo sentir un escalofrío—. Lo importante es el motivo de mi llamada.