Depósito municipal de vehículos de la calle Veintinueve,
Nueva York
Con cuidado, Jeremy Bentham dobló los bordes del papel hacia dentro. Solo quedaban un puñado de migas del pan de molde de su almuerzo, pero era importante que ninguna cayera al suelo. Acercó el paquete a la alambrada que rodeaba el recinto del depósito de vehículos. Despacio, esparció el contenido al otro lado. Retrocedió unos pasos y contempló satisfecho cómo varias docenas de palomas se acercaron a las migas. Era una rutina que venía practicando desde hacía casi cuarenta años en todos los puestos en los que había trabajado. Suspiró, sintiendo una punzada de dolor en su rodilla derecha. Su artrosis le recordaba que su jubilación estaba ya cerca. En solo unos meses dejaría de vestir el azul de la policía de Nueva York, un color que amaba por encima de cualquier otro. Después solo le quedarían las palomas, como recuerdo de su larga carrera.
Alzó la vista, cansado, y dejó que el sol le calentara el rostro. Sonrió y pensó en su mujer Carlota y en sus dos hijas. Sus dos «pequeñas» en realidad ya eran dos mujeres adultas. Había necesitado muchos turnos extras y no pocos sacrificios para costear sus estudios. Pero gracias a ello se habían abierto paso en el competitivo mundo universitario primero y en el laboral después. Ambas estaban trabajando, una en un bufete de abogados de Manhattan —que con la crisis se estaba haciendo de oro— y la otra en una de esas empresas modernas de Internet. Una de un chico judío que se había hecho millonario de la noche a la mañana y que también tenía un logotipo azul, algo que supo era un buen presagio cuando su hija se lo mostró.
Echó un nuevo vistazo alrededor. El desvencijado depósito, con su enorme explanada llena de vehículos y su alambrada de espino alrededor, estaba igual que el primer día que había llegado allí: solitario, desolado y con un aspecto algo tétrico. Al principio no le había gustado el que a la postre iba a ser su último destino, pero con el tiempo le había ido cogiendo cariño a ese sitio que muchos neoyorquinos no llegaban a saber ni que existía.
Se quitó la gorra, y una gota de sudor le resbaló por la frente. «Bebe agua, que el sol aún pega fuerte», le recordaba Carlota todos los días. Siempre había bebido mucha agua, pero últimamente se le hinchaba demasiado el estómago. Había leído que las personas mayores se volvían reticentes a la hora de ingerir líquidos. Suspirando, se resistió a pensar en él mismo como «una persona mayor». Decidido a no serlo se encaminó a paso lento hacia la garita. Allí guardaba una botella de agua mineral en la nevera. Sin saber que era la última vez en su vida que iba a ver las palomas, se despidió mentalmente de ellas.
En el momento en el que entró en la garita, cojeando ligeramente por la artrosis y pensando en beber agua para así hacer caso a su mujer y que esta no le regañara al volver a casa, un pulso de luz blanca lo inundó todo. En décimas de segundo su cuerpo quedó carbonizado. Y Jeremy Bentham, casi cuarenta años al servicio de la ciudad de Nueva York y próximo a jubilarse, dejó de sentir, de pensar y de existir.
Si hubiera podido verlo habría contemplado satisfecho cómo sus queridas palomas levantaban el vuelo asustadas por el fogonazo, el ruido y la onda expansiva que se les vino encima. Aunque unas pocas cayeron heridas o muertas por el estampido, la mayoría pudieron salvarse. Tampoco sintió ningún dolor. De hecho, murió sin llegar a oír siquiera la explosión que no solo había acabado con su vida, sino que prácticamente desintegró su garita. Tampoco oyó el resto de explosiones que se produjeron en diferentes puntos del depósito casi al mismo tiempo que la que había acabado con su vida. En definitiva, Jeremy Bentham no tuvo ni la oportunidad de saber que había muerto.
Xenon oyó la alarma de su reloj y miró por el retrovisor, donde vislumbró el primero de los cuatro fogonazos que se sucedieron casi a la vez. Cuando le alcanzó la onda expansiva el vehículo apenas la notó. Sonrió al ver el pandemónium de humo que se había formado detrás de él. Había colocado cargas explosivas en la caseta del vigilante —dejar cabos sueltos no iba con su estilo— y bajo tres vehículos. Era importante retrasar al máximo el que esos malditos polis averiguaran qué vehículo era el que faltaba y nada mejor que un poco de caos para distraer la atención. Para cuando se dieran cuenta de que faltaba uno probablemente tendrían problemas mucho mayores de los que ocuparse, se dijo sonriendo.
No había sido una tarea fácil y menos a plena luz del día, pero el depósito estaba en un lugar solitario y el vigilante era un viejo, más pendiente de las palomas que de sus monitores de vigilancia. Con bastante habilidad —y mientras ese inútil mordisqueaba su almuerzo— había colocado los explosivos de forma que aquello pareciera un acto terrorista perpetrado por extremistas con pocos recursos. Los explosivos eran rudimentarios —miles de páginas en Internet explicaban cómo fabricarlos— y había dejado memorias USB con manifiestos islámicos esparcidos por el suelo. Suponía que eso entretendría a los polis durante al menos veinticuatro horas.
Más enfadado pensó en que, como siempre, al final se tenía que encargar personalmente de arreglar los desaguisados. Menudo imbécil, el tal Danny. Ese palurdo había estado a punto de estropear todo el plan. Esa camioneta era fundamental y Bielik no debía habérsela confiado a un paleto, por muy neonazi que fuera y por mucho que tuvieran a su familia como rehenes. La gente como Danny solo servía para hacer trabajos sencillos —«Y a veces ni eso», pensó—. Las misiones con responsabilidad las tenían que asumir personas con ideales auténticos, pensó rascándose el tatuaje que llevaba bajo el brazo izquierdo con su grupo sanguíneo, como el de los oficiales de las Schutzstaffel. Tras la guerra, desgraciadamente esa marca había servido para identificar a muchos de ellos a pesar de su intento de camuflarse entre la Wehrmacht, las tropas regulares alemanas.
Afortunadamente la historia había sido justa, ya que la mayoría de los miembros de las SS, muchos de ellos custodios de los campos de concentración, no fueron ni juzgados. De los más de siete mil oficiales que en algún momento estuvieron en Auschwitz, tan solo ochocientos fueron enjuiciados, y lo mejor es que muchos fueron absueltos y volvieron a casa con sus familias. Prácticamente todos disfrutaron de un aceptable retiro gracias a lo que habían «requisado» a los asquerosos judíos.
Él estaba convencido de que en Auschwitz no ocurrió todo lo que se decía. Nadie había podido demostrar realmente la existencia de los crematorios, tal y como probaban algunos documentales que se podían encontrar en Internet. Estaba seguro de que esas historias de los exterminios en masa eran bulos que habían corrido de boca en boca, propagados por los americanos a instancias de los propios semitas. Habían muerto algunos judíos, sí, pero no había existido un exterminio como se pretendía hacer creer al mundo. Él estaba convencido de que los nazis solo habían cometido un error: no haber llevado a cabo realmente lo que el mundo creía que habían hecho.
Se detuvo en un semáforo y oyó las primeras sirenas acercándose. Sonrió. Ahora tenía en sus manos cambiar la injusticia de aquella inmerecida derrota nazi. En pocas horas podría devolverle al nacionalsocialismo lo que la historia le debía. Pero antes tenía que encargarse de varias cosas: la primera, llevar esa furgoneta a su destino. Y luego, del cadáver del inútil de Danny.
El semáforo cambió a verde y arrancó a la vez que un vehículo de la policía pasaba por su lado a toda velocidad. La gente señalaba la columna de humo que se alzaba a lo lejos. En ese maldito país de blandengues se estremecían por cualquier cosa. Pensó en las caras que pondrían al día siguiente cuando vieran lo que iba a suceder. «Mañana, Manhattan sí que va a llorar… de nuevo.»
Leon sintió cómo el aroma del chocolate se desvanecía por completo al ver, frente a él, un tanque de un metro y medio de altura. Estaba lleno de agua, sobre la que flotaban pedazos de hielo de diferentes tamaños. Al lado, un prisionero judío de unos veinte años estaba completamente desnudo. Se le marcaban los huesos y su piel parecía la tela de un saco. Lo peor eran sus ojos, tan oscuros que parecían dos pozos negros. Un poco más abajo, los pómulos se le marcaban como si debajo tuviera dos cantos afilados. Y en vez de mejillas había sendas depresiones. Tolce le había explicado que perder la grasa de esa zona era un signo de inanición extrema.
Dos ayudantes de laboratorio manipularon algo metálico en el extremo de un largo tubo de goma negro, que salía de un aparato que mostraba varios diales. Parecían medir datos como la temperatura.
—Hoy vamos a estudiar los efectos de la hipotermia en los soldados —dijo Mengele, apoyando una mano sobre su hombro—. ¿Sabes lo que es la hipotermia?
Leon no conocía la palabra que había utilizado el médico: unterkühlung.
—La temperatura normal del cuerpo humano es de unos 37 ºC —dijo, señalando uno de los diales de la máquina—. Cuando baja es cuando hablamos de hipotermia. En el frente ruso, o cuando un piloto cae al mar, los soldados se ven inmersos en situaciones de frío extremo. Si mitigamos el efecto de este, la efectividad en combate en Rusia o la probabilidad de supervivencia si son derribados en el canal de la Mancha serán mayores.
Intuyó que el prisionero no entendía ni una sola palabra de alemán. En caso contrario hubiera preferido correr y que lo acribillaran a tiros a pasar por lo que supuso que iba a sucederle. Como confirmación de sus pensamientos Mengele dio una indicación a sus hombres y estos obligaron al preso a agacharse sobre una camilla, dejando sus nalgas a la vista. Uno de ellos le apuntó con una pistola a la cabeza mientras el otro, tras ponerse dos sucios guantes de goma negros, le palpó el ano. Sin mediar palabra el soldado de los guantes cogió el extremo de metal del tubo con una mano y lo introdujo en el ano del prisionero. Escuchó perfectamente el sonido de desgarro antes de que el preso aullara de dolor.
—La parte metálica del extremo de la goma es una sonda de temperatura —le aclaró Mengele—. Se fija en el recto gracias a un anillo expansible que se abre dentro.
Leon contuvo las ganas de salir corriendo de allí. Uno de los dos ayudantes tiró de una varilla que discurría paralela al tubo de goma. Sin embargo, esta no cedió y el oficial repitió el gesto varias veces.
—Ese es el mecanismo que abre el anillo —dijo el médico—, a veces se atasca.
El soldado insistió, pero al ver que no lo conseguía tuvo que pedir ayuda a su compañero. Este se acercó y agarró la varilla con fuerza. Encogió el brazo y dio un tirón brusco que le puso el vello de punta. Supo que la varilla había cedido al oír un nuevo aullido del prisionero, acompañado de un lastimero llanto. Vio un pequeño reguero de sangre caer por la cara interna de su muslo. Procedía del ano.
A pesar del llanto y de la grotesca postura del hombre, los dos oficiales lo levantaron en peso de la camilla y lo depositaron en el suelo. Con cada movimiento el preso aumentó los sollozos. Leon tuvo la sensación de que él era el único que oía esos terribles quejidos, ya que el resto no les prestaron la más mínima atención. De pie en el suelo, los soldados vistieron al judío con un uniforme de las fuerzas aéreas. Luego le conminaron a que caminara en dirección al tanque de agua helada.
Sollozando, el prisionero avanzó dando pequeños pasos, en cada uno de los cuales retorcía la cara y aumentaba la hemorragia que le caía por los muslos y le empapaba el uniforme. Apreció que el tubo negro salía de una de las perneras del pantalón y llegaba hasta el aparato de los diales. Mengele apremió a sus hombres y estos empujaron al prisionero para obligarle a introducirse en el tanque.
Al principio el tipo apenas se dio cuenta, probablemente por el dolor que estaba padeciendo. Pero cuando el líquido le llegó a la cintura pareció reaccionar. Horrorizado, empezó a tiritar de frío. Sus mejillas habían perdido cualquier color que pudiera recordar al de la piel de un ser humano, parecía más un cadáver recién exhumado. Consciente de lo que estaba sintiendo ese hombre y cuál iba a ser su tarea, deseó que sufriera lo menos posible y muriera rápidamente. Cuando obligaron al judío a sumergir los hombros, su rostro ya estaba azulado y los dientes le castañeteaban tanto que comenzó a rechinar unos contra otros.
—El ser humano suele fallecer cuando la temperatura baja de los veinticinco grados —explicó Mengele—. Gracias a estos tanques conseguimos bajar la temperatura del cuerpo a menos de treinta grados. Cuando eso suceda le aplicaremos un método de recuperación. Hoy probaremos el de irrigación interna. Es de mi invención —añadió—, tengo mucha fe en él.
El preso miró fijamente a Leon. Él intentó apartar la mirada pero no pudo. Entonces se dio cuenta de que el agua se estaba tiñendo de rojo.
—Precisamente, en esa parte final, cuando esté al borde de la muerte —añadió Mengele— es donde necesito que me ayudes. Ya sabes cómo.
Mike salió a la calle y alzó la vista. La fachada recubierta de cristal negro del edificio se le antojó aún más amenazante que al entrar. Caminó unos pasos y se sentó en uno de los bancos de la Grand Army Plaza. Aspiró el aire, algo más fresco por la proximidad de Central Park, y se relajó escuchando el susurro de las hojas de los árboles frutales. El murmullo del agua de la Pulitzer Fountain contribuyó a calmar sus nervios. Unos cuantos jóvenes bailaban y algunos viandantes les dejaban monedas. Al fondo vislumbró el enorme e icónico cubo de cristal sobre el que colgaba el famoso logotipo de la manzana mordida. A su derecha, una mujer de raza negra y ya entrada en años sostenía un libro.
La contempló con envidia. Parecía una novela —en español, por el título— de un tal Loureiro. Le resultó una coincidencia, él también estaba leyendo a otro autor español. No recordaba su nombre pero sí el de la novela, The Traitor’s Emblem. Suspiró, pensando que iba a tardar en retomar su lectura. En ese momento tenía otros problemas, como la entrevista con Wurt Candel, que le había dejado completamente desconcertado.
Repasó mentalmente lo sucedido después de que Wurt introdujera la contraseña —seis dígitos que ahora conocía, ya que su curiosidad innata le había hecho fijarse en las pulsaciones que había realizado el anciano en su teclado—. Tanto la luz roja como el zumbido de la alarma desaparecieron, de forma que todo volvió a estar como unos segundos antes, la iluminación se transformó en acogedora y los monitores volvieron a iluminarse.
El anciano debía de estar mal de la cabeza. O quizá fuera un genio, pensó. Normalmente estos aglutinaban ambas características junto con un inquietante poder de convicción. Rememoró los múltiples textos que había leído sobre Hitler. A pesar de su carácter retraído tenía la extraña capacidad de llegar a un sitio hostil y, solo con su dialéctica, meterse a la audiencia en el bolsillo. Eso explicaba que tras un golpe de estado frustrado terminara llegando al poder mediante la vía democrática, encandilando al pueblo alemán de posguerra. Había oído que personas como Steve Jobs tenían ese extraño poder, distorsionaban la realidad de forma que los que estaban a su alrededor terminaban creyendo que era posible hacer lo que él imaginaba. Lo curioso es que solían conseguirlo, creando una realidad semejante a esa que solo habitaba en sus cabezas. Una extraña variante del fenómeno Pigmalion, se dijo. Locos como Hitler o genios como Jobs lo habían conseguido, con fines muy diferentes.
Y Wurt Candel poseía ese extraño don de persuasión, admitió mientras el susurro del aire fresco, la música de los chicos del parque, el agua corriendo y el murmullo del tráfico neoyorquino de la Quinta Avenida penetraban en sus conductos auditivos. Minutos antes de entrar en ese inquietante edificio él jamás se hubiera planteado trabajar en una corporación que, aunque fabricaba tecnología médica, se lucraba vendiendo sus productos a una élite dispuesta a pagar cualquier precio para seguir aferrada a este mundo. Había oído que Candy Systems solía amortizar los costes de desarrollo con esas primeras y cuantiosas ventas. Pero cuando iniciaba la producción en masa mantenía los precios elevados con la excusa de amortizar unas inversiones que muchos sospechaban ya estaban más que recuperadas. Esa era la peor cara de un mercado liberal. Sin embargo, todas esas creencias se habían venido abajo tras veinte minutos de conversación con el anciano. Fue cuando este le propuso luchar contra las drogas sonoras. Wurt había pulsado varias teclas y en uno de los monitores había aparecido una simulación en tres dimensiones que mostraba un cerebro expuesto a dos sonidos.
—Con esas drogas se puede simular cualquier sensación imaginable —había dicho Wurt—. Lo hemos certificado en humanos. ¿Sorprendido? —le había preguntado al ver su expresión—. Sí, Mike, hay mucha gente dispuesta a ofrecerse voluntaria, si uno sabe cómo captarlos.
—¡Pero esos estudios son peligrosos! —había protestado él—. Nadie sabe si los núcleos olivares de cada hemisferio cerebral…
La mano del anciano le había interrumpido. Vio cómo tecleaba de nuevo y los monitores se llenaron de tablas, gráficos de colores y, para su sorpresa, vídeos en los que aparecieron personas aparentemente dormidas. Todas tenían puestos unos auriculares.
—El problema no son los sujetos de prueba, ellos se encuentran perfectamente —había dicho el anciano haciendo un gesto despectivo con la mano—. El problema son los resultados —había añadido, señalando unas tablas que se materializaron en uno de los monitores más grandes.
Mostraban registros que comparaban los electroencefalogramas de los sujetos sometidos a las drogas de sonido con los de otros individuos que habían consumido sustancias físicas, como heroína o cocaína. Al fijarse en las complicadas líneas de los electroencefalogramas se quedó boquiabierto. Eran idénticas.
—¡Dios mío, es lo que llevo años intentando demostrar!
El anciano le había confirmado lo que eso implicaba.
—Sienten los mismos efectos que si estuvieran consumiendo heroína, hachís, o incluso haciendo el amor. En definitiva, es posible simular cualquier sensación mediante ondas binaurales.
Sus ojos habían saltado de un monitor a otro a una velocidad febril. Una serie de tablas le habían llamado la atención. Las señaló.
—Pero veo que también consiguen que se hagan dependientes de ellas más de la mitad de los sujetos de prueba, ¡y con solo un par de dosis!
—Precisamente por eso estás aquí —había dicho Wurt, entrecruzando los dedos—. Imagina lo que podría ocurrir si alguien hace lo mismo que nosotros pero con otros fines. El primero en aprovecharlo de forma masiva tendrá en sus manos el dinero y el destino de cualquier desgraciado que se atreva a probarlas y se enganche con ellas. Y por cierto —había señalado un monitor en el que él no había reparado—, no se necesitan dos dosis para hacerse adicto. Según qué combinación de frecuencias utilices, con una puede ser suficiente. Lo hemos comprobado.
—Pero, ¡es mucho peor de lo que pensaba! —había exclamado, saltando de una imagen a otra—. ¿Han pensado cómo actuar frente a eso? Señor Candel, tiene en sus manos la posibilidad de salvar al mundo de…
Wurt había levantado su mano derecha, señalándole.
—La posibilidad la tienes tú. A mí ya no me queda mucho tiempo, por eso te he llamado. Quiero que nos ayudes a desarrollar un antídoto frente a la adicción que generan. Y con esto no quiero lucrarme, ya he ganado mucho, estaría dispuesto a dar la solución gratis. Ya he convencido al consejo de administración, imagina lo beneficioso que sería eso para la imagen de esta empresa. Quiero que ese sea mi legado y que tú dirijas el proyecto. A mí me recordarán por ponerlo en marcha y a ti, por culminarlo.
Una paloma arrulló cerca de su pie y Mike volvió a la realidad. La señora del libro había desaparecido. Una ambulancia aceleró con sus sirenas sonando. Nueva York seguía en marcha, como siempre, indiferente a sus problemas y a los del resto de sus habitantes, aunque eran estos los que le daban vida a la ciudad, paradójicamente. Suspiró resignado. Odiaba las corporaciones y no soportaba a las personas como Wurt Candel. Pero este le había ofrecido la posibilidad de luchar contra las drogas binaurales utilizando sus vastos recursos. Era una oportunidad que no se iba a repetir jamás. Y si se negaba, Wurt probablemente retiraría los fondos que aportaba a la universidad. Al fin y al cabo no tendría sentido seguir sufragando unos estudios de los que no iba a obtener nada. Supo que se enfrentaba a un crudo dilema en el momento en que su móvil sonó. Con la imagen del anciano en la cabeza, deslizó el dedo por la pantalla.
—Mike, tengo que hablar contigo —dijo la voz de Max—. Es urgente.
Frank Brown contuvo a regañadientes las ganas de estampar su móvil contra la pared de su despacho. Melinda, la empleada a la que había encargado vigilar la entrada de la oficina de Wurt acababa de llamarle. Mike Brenner había ido a ver al viejo. De hecho, al salir se había sentado en un banco justo al lado del que ella ocupaba fingiendo leer. Había permanecido allí unos veinte minutos, parecía preocupado. En el momento en que ella decidió alejarse para no levantar sospechas oyó que el móvil del chico sonaba. Tras una conversación de apenas unos segundos, Mike abandonó la Grand Army Plaza a toda prisa. Cuando ella le preguntó si quería que le siguiese, Frank le dijo que no era necesario. Ya tenía la información que buscaba.
Se pasó la mano por la frente y la sintió pegajosa, fruto de los nervios. «Si no fuera porque necesito a ese carcamal…», masculló. El viejo había urdido un plan de locos por motivos que solo él alcanzaba a comprender. Lo único que le importaba a Frank era la inmensa fortuna y sobre todo el poder que iba a conseguir gracias a la locura de Wurt. Este tenía el dinero necesario para financiar ese «pequeño holocausto», como él lo llamaba. Pero le faltaban una serie de recursos a los que él sí tenía acceso, como sus mercenarios y hampones. Pero había algo más: si no fuera por Wurt, pensó, estaría en la cárcel. Cogió una botella de whisky de un mueble bar de su despacho. La noche en que Myka murió supo que su vida estaba hipotecada, recordó mientras se servía un par de cubitos y un largo chorro que se llevó a los labios inmediatamente.
Ese día aparecía una y otra vez en sus pesadillas: volvía a casa tras una reunión con el viejo que había finalizado antes de lo previsto. En el trayecto de vuelta se detenía para comprar una botella de vino para darle una sorpresa a Myka, hacía tiempo que la notaba distante. Pero al llegar no vio a nadie en la planta baja. Pensando que ella estaría arriba, subió al dormitorio sin hacer ruido. Parte de su mundo saltó en pedazos cuando vio a su mujer en la cama, de espaldas a él y a horcajadas sobre un hombre del que solo pudo ver unas musculosas piernas y unos fuertes brazos que sujetaban las nalgas de su esposa.
Durante un tiempo que se le hizo eterno fue incapaz de moverse. Solo pudo ver cómo Myka se arqueaba una y otra vez, abandonada a los poderosos músculos de ese hombre al que no podía ver el rostro. Por los gemidos, crecientes, supo lo que estaba a punto de suceder. Algo pareció estallar en ese momento dentro de su cabeza y dinamitó su parálisis. A partir de ahí una nebulosa envolvía las escasas y fragmentadas imágenes que a duras penas recordaba. Según le había explicado Wurt padecía una amnesia parcial, producida por las benzodiacepinas que le habían tenido que suministrar más tarde. Era consciente de haber abierto el cajón del despacho de su casa para coger la Glock de 9 milímetros que guardaba bajo llave. Su siguiente imagen se ubicaba de nuevo en la puerta del dormitorio. Cuando oyó a su esposa alcanzar el orgasmo, levantó el arma.
Ni siquiera recordaba haber disparado, pero sí vio a Myka caer como un muñeco de trapo hacia un lateral de la cama. Luego sabría por la autopsia que la bala le había seccionado la médula cervical, matándola en el acto. En ese momento él solo vio que el tipo que estaba bajo ella se movió con rapidez. Su propio despertador de sobremesa voló hacia él y le impactó en la cabeza, provocándole un estallido de luz y luego una inmensa negrura.
Su siguiente recuerdo era estar palpándose la frente, manchada de sangre. Al alzar la vista vio a su mujer, caída hacia un lado de la cama, completamente desnuda y con los ojos abiertos. Durante una hora lloró desconsolado y, abrazado a ella, le pidió perdón mil veces. Estuvo a punto de dispararse a sí mismo en varias ocasiones, prefería morir a vivir en la cárcel y soportar la idea de haber matado a su propia esposa. Al final la vergüenza de que sus hijos supieran lo que había hecho pudo con su determinación. Aún sollozando, llamó a la única persona que podía ayudarle a salir de aquel embrollo.
En menos de una hora un grupo de hombres de confianza de Wurt Candel, enfundados en trajes estériles de laboratorio, habían limpiado y organizado todo de manera convincente para que pareciera un robo: forzaron la cerradura de la entrada y la del cajón de su escritorio. Revolvieron el despacho y el dormitorio e hicieron desaparecer dinero y un puñado de joyas. Unas cuantas huellas de zapatos simularon el recorrido del supuesto ladrón primero al despacho y luego hacia el dormitorio, para volver a huir de nuevo por la salida principal. Como era de esperar esos zapatos desaparecieron, junto con el resto de personal y el equipamiento de los hombres de Wurt. El propio anciano estuvo allí, supervisando.
Dos horas después el futuro capitán de la comisaría del distrito siete, Duncan Farrow, juraba a Frank que pondría todo su empeño en encontrar al asesino. La versión oficial fue que habían sido víctimas de un desgraciado robo. Alguien había entrado en su casa y registrado el despacho, había encontrado la pistola y con ella había disparado a Myka por la espalda, al encontrarse fortuitamente con ella en el dormitorio. Fin de la historia.
Con los ojos humedecidos apuró el whisky y arrojó el vaso contra la pared. Enterró la cabeza entre las manos y comenzó a gemir. Nunca había tenido del todo claro que Wurt no tuviera ningún papel en aquel suceso. Siempre le había parecido demasiada casualidad que la reunión se hubiera acortado. Esa mañana por fin había decidido dar un paso en esa dirección, algo que antes no se había atrevido a hacer por miedo al viejo. Pero desde que había llegado a su vida, esta se había transformado en un infierno: la muerte de Myka, su hijo a punto de ser expulsado de la policía y él, bajo el auspicio de ese loco.
Se limpió el rostro y respiró profundamente. En caso de confirmarse sus sospechas, lo que acababa de contarle Melinda sobre Mike Brenner podía ser esencial para su venganza.