15

A pues, Mosé desposó a Tiyi, princesa nubia, hija de Jefty. Su ejército remontó el Nilo hasta Iqen, pero aquel fue un desfile pacífico. Los festejos que reconciliaron al ejército egipcio y al pueblo de Kush fueron alegres, y tanto más animados cuanto que el miedo a los combates había sido enorme. El gran Ramsés tenía toda la razón: la paz era preferible a la guerra.

Con Tiyi, Mosé descubrió un sentimiento nuevo. Hasta aquel momento, con las muchachas que compartían su lecho no había sentido más que un afecto limitado al placer que le aportaban. Esta vez estaba enamorado. Y era correspondido. Mosé ponía a Aarón y Murhat por testigos de los incesantes elogios que dedicaba a su esposa. Ninguna otra mujer caminaba con tanta gracia ni tenía una voz tan dulce. Sus ojos eran del color del cielo, un caso muy raro entre los kushitas.

Tiyi tenía una fuerte personalidad. Además de su belleza, que despertaba la admiración de todos los hombres del entorno de Mosé, poseía una aguda inteligencia y una notable intuición. También conocía la magia de las plantas curativas, que un viejo brujo le había enseñado. Mosé comprendió enseguida que para él sería una valiosa aliada cuando llegase el momento de enfrentarse a su destino real. Porque estaba convencido, más que nunca, de que los dioses lo guiaban inexorablemente hacia el trono de Egipto.

Había elegido esposa sin pedir permiso ni al faraón ni a su padre. Generalmente, los príncipes y princesas de sangre se casaban siguiendo los deseos del soberano o de sus padres. Al casarse con Tiyi, había pasado por alto la voluntad real. Ciertamente, había obrado de aquel modo para sellar una alianza. Sabía que su padre le reprocharía no haber reducido a los nubios a la esclavitud, privando así a los Dos Países de un tributo guerrero importante. Del mismo modo, jamás aceptaría que Mosé considerara a Tiyi su primera esposa, que era justamente la intención del joven. Su matrimonio representaba un desafío a la autoridad paterna y una manera de afirmar su independencia.

Durante su estancia en la pequeña ciudad nubia, Mosé se dio cuenta de que los jefes de tribu lo trataban como si fuera el mismo rey de Egipto. Los obsequios que había recibido por su matrimonio eran dignos de un soberano.

Aunque la paz estaba firmada, subsistían algunos focos de resistencia. Diferentes hordas de saqueadores seguían acosando las aldeas aisladas, asesinando a los habitantes, violando a las mujeres, robando o matando rebaños. Durante varios meses, Mosé no les dio ni un segundo de respiro, y se dedicó a perseguir a los bandidos con una tenacidad implacable. Los nubios aliados le proporcionaron rastreadores gracias a los cuales pudo sorprender a varias bandas. Pero aquellos feroces guerreros preferían dejarse la piel antes que rendirse. Sabían que, de todas formas, la muerte los esperaba, ya fuera en la hoguera, ya fuera en las terribles minas de oro donde ni los más resistentes sobrevivían más de tres o cuatro años.

Finalmente, al cabo de cuatro meses, Nubia quedó enteramente desembarazada de aquellas hordas salvajes. Por el hecho de haberlos implicado en aquella victoria, y porque los trataba con dignidad, los kushitas simpatizaron con aquel príncipe egipcio diferente a los demás. Además, se había casado con una de los suyos. Por este motivo, sobre todo, lo tenían por algo más que un aliado. Era un amigo. Cuando Mosé reunió a los jefes para explicarles que, debido a su victoria, y por voluntad del faraón, pasaba a ser el nuevo gobernador de Nubia, el nombramiento fue recibido con entusiasmo.

Tras consolidar así la alianza firmada con los jefes nubios, Mosé pensó en regresar a Uaset. Dejó una parte de su ejército en el sur a las órdenes de Pan-Nefer, Neja y Nahu, a quienes confió la tarea de organizar la administración de su nuevo territorio. Confiaba en Pan-Nefer para mantener unas buenas relaciones diplomáticas con los jefes de tribu, y en los gemelos para solucionar con firmeza los problemas que ocasionalmente pudieran plantearse.

Mosé abandonó Iqen entre aclamaciones. Tiyi se llevaba consigo a una docena de guardias personales, unos gigantes duchos en el combate que se habrían dejado cortar a pedazos para defenderla. La seguían cuatro sirvientas, que habían sido también sus compañeras de juego en la infancia.

Mosé tenía planeado que su joven esposa bajara el Nilo en barco, para que no se cansara. Pero Tiyi le había objetado que se sentía capaz de caminar al lado del ejército. Él se dio cuenta enseguida de que le decía la verdad. Su gran resistencia física le permitía aguantar sin problemas el ritmo impuesto por los soldados. De noche, ella estaba más en forma que la mayoría de los hombres.

—Me gustaba acompañar a mi padre en sus cacerías —explicó la joven—. A veces caminábamos días enteros.

Gracias a aquel rudo entrenamiento, Tiyi poseía un cuerpo esbelto. Su musculatura firme y magníficamente esculpida la diferenciaba de las otras chicas de la corte, que tenían tendencia a engordar debido a que se pasaban el día comiendo golosinas. Mosé se consideraba el feliz esposo de una hermosa mujer, y se sentía muy orgulloso de ello.

En cuanto llegó a Uaset, su primera preocupación fue enviar un mensaje a Meren-Pta para informarle de su victoria.

A mediados del mes de Payni, segundo de Shemu, estación de las cosechas, recibió un mensaje del faraón en el que le pedía que regresara a la capital para celebrar las dos victorias obtenidas por las tropas egipcias, la del príncipe Nefersetrá en Per-Irer, y la de su hijo, el príncipe Masesaya, en el país de Kush. Encantado, Mosé aceleró los preparativos para la marcha. Una mañana, rodeado de Tiyi y de sus compañeros, Aarón, Murhat y Meri-Atum, embarcó en dirección al norte. El sol naciente inundaba el valle con una luz irreal, de un verde dorado, mientras el aire se llenaba de embriagadores aromas. Una vaharada de orgullo infló los pulmones de Mosé. La perspectiva de regresar a la capital como vencedor le colmaba de alegría. Había conseguido salir airoso de la trampa que su padre le había tendido y este debía de estar rabioso.

Unos días más tarde, tras un agradable viaje durante el cual todos los nomarcas locales quisieron recibir a aquel joven príncipe que había demostrado tan gran valor guerrero, Mosé y sus amigos llegaron a la región de Mennof-Ra, la ciudad de los muros blancos, antigua capital de los Dos Reinos. Allí, curiosamente, su entusiasmo se difuminó, sin que pudieran precisar por qué. Los cantos de los remeros se habían ido acallando hasta que el silencio se había impuesto sobre el río, normalmente muy animado en las inmediaciones de las grandes ciudades. Ya desde el día anterior Tiyi se sentía extrañamente nerviosa.

—Aquí ha ocurrido algo malo —susurró a Mosé.

Mientras la nave seguía la orilla occidental, Tiyi alzó el brazo hacia el cielo.

—¡Mira todos esos pájaros!

Señalaba unas bandadas de grandes aves rapaces negras, que planeaban por encima de la orilla occidental. Daban vueltas en círculos anchos y lentos. A veces, algunas se abatían sobre el suelo para posarse fuera de la vista de los viajeros. Mosé frunció la nariz. Un olor pestilente llenaba el aire matutino. Temió que se hubiera producido una invasión después de recibir al mensajero real, y una gran inquietud se apoderó de él.

Pero era una idea tonta. Por ninguna parte se detectaban rastros de un incendio. Los campesinos que habían ido viendo por las orillas desde el amanecer no parecían especialmente nerviosos. Decidió detenerse en Mennof-Ra. Le gustaba mucho aquella ciudad llena de vida, dedicada a Pta, el dios de hermoso rostro. Sus habitantes eran hospitalarios, joviales y demostraban una sabiduría que reflejaba la antigüedad de la ciudad.

El barco penetró en el largo canal que llegaba al puerto y que estaba repleto de naves de todos los tamaños, desde las modestas falucas de los pescadores hasta los imponentes navíos de transporte de piedras. La animación que reinaba en los muelles era tan grande como siempre, pero los habitantes ya no expresaban su habitual alegría. Las caras eran serias, casi hostiles. Y en todas partes reinaba aquella fetidez que se extendía por la ciudad como una amenaza invisible, pero omnipresente. Mosé y sus compañeros desembarcaron. La gente se apartó con respeto para dejarlos pasar. Intrigado, Mosé decidió ir a visitar al nomarca, Hekanefer. Este lo recibió de inmediato.

—Que Pta te sea favorable, noble Hijo del Sol —dijo con voz triste.

—¿Qué ocurre en tu ciudad? —preguntó Mosé—. ¿De dónde viene este olor nauseabundo?

—Son las consecuencias de la victoria del señor Nefersetrá. Pero creo que lo mejor será enseñártelo. Si quieres seguirme...

El gobernador llevó a Mosé y sus compañeros hacia las murallas occidentales. Más allá se extendía la vasta llanura sobre la que se habían construido inmensos monumentos a semejanza de la enigmática pirámide escalonada del buen dios Zóser, encerrada en su recinto sagrado desde el alba de Kemit. Jamás los saqueadores habían podido violar su misterio. El pequeño grupo rodeó el recinto y luego la pirámide del rey Unas. Más allá se extendía una sabana sobre la que el desierto iba ganando terreno cada año.

Allí, ante ellos, apareció un espectáculo alucinante. Tiyi apartó la mirada, horrorizada. Hasta donde la vista abarcaba, millares de cuerpos colgaban empalados en largas estacas, separadas unas de otras por varias decenas de codos. Los muertos eran tan numerosos que era imposible contarlos. Bandadas de buitres y marabúes de cuello descarnado volaban en círculo antes de caer sobre los cadáveres en descomposición y arrancarles la carne de los miembros, limpiar los huesos, picotear los ojos, las orejas, las mejillas y las entrañas de aquellos desdichados a quienes la vida había abandonado hacía ya tiempo.

—¿Quiénes eran esos hombres? —preguntó Mosé, asqueado.

—Tjemehus, mi señor. Los derrotados por el príncipe Nefersetrá en Per-Irer. Tradicionalmente, las tribus libias representan una amenaza para los territorios situados al oeste del delta. Aquí, en Mennof-Ra, hemos de repeler sus ataques cada cierto tiempo. En su gran sabiduría, el buen dios Ramsés, desde el inicio de su reinado, mandó construir un conjunto de fortalezas para proteger las pequeñas ciudades fronterizas. Estas ciudadelas nos han permitido mantener apartados a los libios. Pero es una lucha sin fin y frustrante. El enemigo ataca los pueblos aislados, saquea, mata y viola, y huye cuando el ejército lo persigue.

—Lo sé. Mi padre lucha contra ellos desde hace años.

—Con la desaparición de nuestro bienamado Usermaatrá Setepenrá, los tjemehus se han envalentonado. Un rey libio, el feroz Palmidi, consiguió reunir un gran número de tribus y se alió con los egeos. No atacó las fortalezas, pero las rodeó por la depresión de Qattara. Después hizo movimientos hacia los oasis de Bahariya y Fárfara, que saqueó a su paso. Luego, en el corazón de Shemu, la estación de las cosechas, dirigió su ataque hacia el Valle Sagrado. De inmediato, Su Majestad movilizó el ejército. Se dice que el faraón tuvo un sueño en el que vio a Pta en persona tenderle un puñal. Entonces confió los mandos del ejército a su glorioso hijo, el príncipe Nefersetrá, que lanzó sus tropas de élite contra el invasor. Quince días más tarde, el príncipe marchaba contra el enemigo, al que encontró en el nomo del Anca, junto a un pueblo llamado Per-Irer, el vigésimo tercer día de Pajons11 del Año Cinco del Toro Poderoso Meren-Pta, Vida, Fuerza, Salud. Se afirma que bastaron seis horas a las tropas del príncipe Nefersetrá para aniquilar las revueltas sanguinarias de Palmidi. Hubo seis mil muertos entre los libios e hicieron nueve mil prisioneros.

—¿Los muertos son estos a los que hizo empalar de este modo?

El nomarca bajó los ojos. Por fin se decidió a hablar.

—¡No, mi señor! Generalmente, los hombres capturados en las batallas se envían a las minas de oro de Kush o bien se regalan como esclavos a ricos señores. Algunos son liberados al cabo de determinado número de años de cautiverio.

—En efecto, esta es la ley de la guerra —respondió Mosé.

Hekanefer vaciló un instante y prosiguió luego con voz lúgubre:

—Esta vez, tu padre, el general Nefersetrá, no quiso hacer prisioneros. Trajeron a los nueve mil hombres capturados hasta aquí, a Mennof-Ra. El príncipe mandó cortar largas estacas afiladas. Ni yo ni mis administradores entendíamos qué quería hacer. Una mañana, plantaron esas estacas en el suelo a lo largo de millas de distancia. Jamás podré borrar de mi memoria lo que ocurrió a continuación. Todos los tjemehus, uno tras otro, fueron ensartados vivos. Es un suplicio infernal, pues la estaca se va hundiendo lentamente en las entrañas de la víctima por efecto de su propio peso; la tortura puede durar varias horas antes de que sobrevenga la muerte.

—¡Qué horror! —exclamó Tiyi.

—Es una práctica que el príncipe ha traído de Asia donde, al parecer, está muy extendida. Se llama el pal. Todavía oigo los interminables alaridos de dolor de esos desgraciados. Nefersetrá había invitado a todos los altos dignatarios de Mennof-Ra para asistir al siniestro espectáculo. Perdóname, mi señor Masesaya, pues se trata de tu padre, pero yo los vi, a él y a sus tenientes, reírse de los gritos que lanzaban los condenados. Esos hombres eran nuestros enemigos, claro que sí, y muchos de ellos fueron responsables de horribles matanzas. Pero no estoy seguro de que mereciesen semejante ignominia. Desde entonces, nada es igual en Mennof-Ra. La manera en que Nefersetrá trató a esos prisioneros ha asustado al pueblo. Mucha gente jura haber visto a los espectros de algunos muertos merodeando por las cercanías de la ciudad. Durante casi tres días oímos sus gritos de sufrimiento. Luego vinieron los gemidos, y luego nada. Solamente este olor espantoso y esas aves devorando los cadáveres.

El nomarca señaló las siniestras hileras.

—Más de tres mil de ellos están expuestos así alrededor de Mennof-Ra. Los demás los encontraréis por todas partes hasta donde vuestros pasos os lleven en dirección al Reino de Osiris. Las filas son tan cerradas que a veces tapan el horizonte.

—Pero ¿por qué ha cometido un acto tan repugnante? —preguntó Mosé, escandalizado.

Hekanefer hizo una pausa, y luego añadió:

—El propio faraón condenó los actos del general Nefersetrá, pero este argumentó que solamente el terror podía disuadir a los tjemehus de volver a atacar Egipto. Quizá tenga razón. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que, en la época del buen dios Ramsés, jamás se habría permitido semejante matanza.

Al día siguiente, Mosé y sus compañeros salieron de Mennof-Ra en dirección a la capital. No conseguía borrar las terroríficas imágenes de los cadáveres empalados. Tampoco él había demostrado gran clemencia con algunos de los jefes de tribu nubios. Había ordenado prender hogueras en las que habían perecido varias decenas de prisioneros. Pero se trataba de individuos que se habían dedicado a asesinar a aldeanos indefensos. Así los había castigado por sus crímenes. Jamás habría imaginado que se pudiera exterminar a tantos miles de enemigos, la mayoría de los cuales no habían hecho más que obedecer a sus jefes. Y, sobre todo, ¿por qué había practicado aquella espantosa tortura del pal tan cerca de Mennof-Ra? Nefersetrá había asustado más a los egipcios que a los tjemehus. Nada podía explicar aquello. Salvo que su padre hubiera querido afirmar así su poder y dar un ejemplo de lo que les esperaba a quienes se atreviesen a interponerse en su camino. Tanto si eran extranjeros como si eran... egipcios.

Tres días después, Mosé llegó a Pi-Ramsés, donde Meren-Pta, advertido por correo, lo estaba esperando. El joven estaba muy orgulloso de presentarse ante el rey ofreciéndole una victoria que no dudaba haber conseguido gracias al ardor de su ilustre abuelo. Para convencerse, le bastaba observar el entusiasmo con el que los habitantes de la capital lo aclamaban. Encontraba un gusto particularmente agradable en aquella popularidad, tanto más cuanto que, además de su triunfo, había logrado esquivar la perfidia de su padre.

Este lo acogió con una cara seria, en la que Mosé distinguió complacido el reflejo de unos intensos celos. Nefersetrá ya no era el único héroe de Egipto: su hijo le seguía los pasos. Si bien el pueblo se alegraba de tener a la cabeza del reino a dos personajes tan poderosos, no le pasaba lo mismo al presunto heredero, que no había olvidado la anécdota de la corona, quince años atrás. Pero tuvo que poner buena cara a Masesaya, mientras el joven caminaba con paso seguro hacia el trono antes de prosternarse ante Meren-Pta.

El rey levantó a su nieto y lo invitó a sentarse a sus pies, cerca del trono.

—Mi corazón se alegra de volver a verte, Masesaya. Eres un digno sucesor del valor de tu padre y de nuestro ancestro, el buen dios Usermaatrá Setepenrá. No hay duda de que ha sido él quien te ha inspirado para conseguir la victoria. Sé también que has conseguido restablecer la paz en Nubia. Por ello confirmo mi decisión de nombrarte gobernador de aquella provincia.

De ese modo, Masesaya se convirtió oficialmente en el señor de Kush, para mayor disgusto de su padre. Sin embargo, la ira de este no conoció límites cuando Mosé presentó a su mujer. Su hijo se había atrevido a tomar esposa sin ni siquiera consultárselo. Quizá lo había hecho por motivos políticos, pero eso no era una excusa. Mosé actuaba como si despreciara la autoridad paterna. Todo, en su actitud y en sus actos, revelaba que no admitía a otro señor que no fuera el rey. Aquella indisciplina era intolerable. Para colmo de males, Meren-Pta consideró adecuada a Tiyi y expresó su satisfacción a su nieto. En cuanto finalizó la ceremonia Nefersetrá desapareció sin tan siquiera saludar a su hijo.

Mosé sintió un fuerte alivio. Mientras los cortesanos, siguiendo a Meren-Pta, se dispersaban hacia los jardines, donde se habían montado unas mesas rebosantes de bandejas llenas de manjares, aves asadas, pasteles de miel y fruta de todo tipo, Mosé pudo por fin reunirse con su madre. Tajat lo estrechó largamente entre sus brazos. Hacía un año que no lo veía, desde que se había ido de la capital para lanzarse a su arriesgada expedición. Había temido que Mosé, aunque advertido de la trampa, se dejara cegar por la embriaguez del poder. Pero Tot lo había inspirado y había sabido desmontar las maniobras solapadas de Nefersetrá. Había temblado por él durante los últimos meses, temiendo siempre la llegada de los mensajeros procedentes del sur. Pero estos no habían traído más que buenas noticias: el príncipe Masesaya había aplastado a los nubios y había repelido las hordas enemigas hacia el sur, donde habían capitulado casi sin combatir, asustadas por la llegada de un guerrero tan valeroso.

Al principio, Tajat no vio con muy buenos ojos la presencia de otra mujer al lado de su amado hijo único. Tanto más cuanto que Tiyi era hermosa y poseía el rostro de una auténtica princesa. Aquella chica estaba hecha para ser reina. Era evidente también que Mosé la amaba profundamente. Pero el corazón de Tajat no era esencialmente celoso. Con su generosidad habitual comprendió que Mosé era feliz y que ella debía alegrarse de ver a su lado a una mujer con una fuerte personalidad, que sabría secundarlo y apoyarlo en las pruebas venideras. Porque para Tajat, la profecía del viejo príncipe hitita se estaba confirmando. A su hijo le esperaba un destino fabuloso. ¿Acaso no lo habían nombrado ya gobernador de Nubia?

Dos meses más tarde, Masesaya estaba de regreso en Yeb, esta vez oficialmente en calidad de gobernador. Su primer acto fue mandar grabar una estela conmemorando la victoria conseguida por Meren-Pta sobre los libios y los egeos. La asoció con su propia victoria, cuyos detalles hizo grabar en diferentes templos. El texto comenzaba así:

En el año 5, el primer día del tercer mes del verano, el valiente ejército de Su Majestad tuvo que intervenir para repeler al miserable jefe de los libios...

Masesaya se hizo representar arrodillado, rindiendo homenaje a su soberano. En cambio, aunque sabía perfectamente que los combates habían sido librados por su padre Nefersetrá, en ningún momento citó su nombre12.

Durante los cuatro años que siguieron, Mosé se interesó de cerca por la administración de su provincia. Lejos de presionar a los kushitas con nuevos impuestos, trabajó para consolidar la alianza que había firmado con ellos. El ejemplo que había dado desalentó a los saqueadores. Siempre seguido por su esposa, a la que vinculaba estrechamente a sus actividades, recorría incansablemente el país, remontando el río hasta Napata, en el extremo sur del país. Su popularidad era tal que muchos nubios solicitaron servir como soldados a sus órdenes. En efecto, Mosé seguía entrenando personalmente a sus guerreros y formando nuevos arqueros. Había revelado a Tiyi el secreto de la profecía del príncipe hitita Baal-Patjar.

—Debo reunir un ejército poderoso para el día que tenga que luchar contra mi padre.

Los oráculos habían informado a Mosé de que se enfrentaría con Nefersetrá en una terrible batalla. Perspicaz, supuso que aquella batalla solo se realizaría tras la desaparición de Meren-Pta, y hacía cuanto podía para prepararse.

Aquella profecía no agradaba demasiado a Tiyi. El soberano egipcio disponía de fuerzas muy superiores a las de su marido. Pero nada podía apartar a Mosé de su objetivo. Esperaba el enfrentamiento e, incluso, lo deseaba. ¿No había dicho Baal-Patjar que su nombre sobreviviría al del propio Egipto?

Con el fin de consolidar la alianza con las ciudades situadas en el norte, hacía frecuentes visitas a los nomarcas de Yeb, Ombos y sobre todo Uaset, donde contaba con numerosos amigos. Sus compañeros lo seguían a todas partes, cada uno al mando de una división de arqueros, cuya reputación había cruzado las fronteras.

En su sabiduría, Meren-Pta hacía cuanto podía por mantener a Nefersetrá y Masesaya alejados el uno del otro. Pero sus fuerzas comenzaban a decaer y sabía que se acercaba el día en que partiría al Campo de Juncos. Entonces, ya nada impediría que el hijo se levantara contra el padre. Y eso era inquietante para el porvenir de Egipto.

Hacia el final del noveno año de su reinado, Meren-Pta se vio aquejado por una fiebre maligna que no quiso abandonarlo, pese a los cuidados de los médicos, las invocaciones a Tot, a Imhotep el Mago, a Isis la Sanadora y a todas las demás divinidades. A los sesenta y seis años, el rey que había intentado por todos los medios proseguir la obra de su glorioso padre se extinguió.

Mosé recibió la noticia apenas veinte días después. Le invadió un profundo dolor. Sentía un afecto sincero por aquel soberano que también era su abuelo, aunque carecía del aura de Ramsés. Pero, más allá de la tristeza, un sentimiento extraño se apoderó de él: la profecía se estaba cumpliendo y ahora se las vería cara a cara con su padre.

Moisés, el faraón rebelde
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