19

Mosé había temido que su padre atacase inmediatamente. Su ejército, reforzado por los guerreros enviados por los jefes nubios pero formado en gran parte por hombres jóvenes e inexpertos, no era capaz de enfrentarse al del norte, que contaba en sus filas con soldados curtidos y habituados al combate en condiciones difíciles. Por eso cobró nuevas esperanzas cuando constató que Seti permanecía acantonado en el Bajo Egipto. Esta actitud podía explicarse por el miedo de su padre causado por la profecía. Pero tal vez sus tropas no eran tan potentes como se decía.

Así que decidió atacar él primero. Sus compañeros estaban de acuerdo. Aarón quería conquistar Pi-Ramsés con el fin de liberar a los apirus del yugo del tirano. Los gemelos Heja y Nahu, que acababan de volver de Nubia con guerreros recién reclutados, ardían de impaciencia. No soñaban más que con vengar a Tajat, por quien sentían una auténtica adoración. Cuando se habían enterado de que Seti la había golpeado hasta matarla, no habían tenido más que un deseo, tener al rey del Bajo Egipto en la punta de su espada y hacerlo pedazos. Meri-Atum, aunque no era partidario de la violencia, se había puesto de su lado. El mismo Murhat, normalmente más mesurado, juzgaba que había que aprovechar el desconcierto del enemigo para ir a desalojarlo. Varios ricos propietarios se habían rebelado contra la tiranía de Seti. Si conseguían aliarse con los señores sublevados, la balanza se inclinaría a favor de Mosé.

Siempre y cuando esos nobles consiguiesen reclutar tropas en número suficiente, replicaba Pan-Nefer para refrenar los ímpetus de sus amigos. Había desplegado una red de espías que lo mantenía informado de la magnitud de las tropas de Seti y de las actividades del delta. Había advertido a Mosé de que las divisiones de su padre eran más numerosas y estaban mejor entrenadas que el ejército del Alto Egipto, pese a los refuerzos recibidos de Nubia.

—En estos momentos —decía—, Seti se ve obligado a hacer frente a las incesantes invasiones de los pueblos del Mar y a los ataques de los tjemehus. No puede volver sus armas hacia ti. Pero es de temer una ofensiva en cuanto haya triunfado sobre sus enemigos. Nuestras tropas son menos poderosas que las de tu padre. Atacarlo ahora sería una locura. Sus divisiones de reserva de Mennof-Ra y Bubastis bastarían para plantar cara a tu ejército. Sus efectivos son idénticos a los nuestros, pero sus guerreros conocen mejor el delta que nuestros soldados. Es más prudente aprovechar el respiro que los tjemehus y los egeos nos están dando involuntariamente para reforzar nuestra defensa. Así estaremos listos cuando Seti nos ataque.

Tiyi coincidía con la opinión de Pan-Nefer; consideraba que la ausencia de reacción de Seti podía ser una nueva trampa.

Para gran decepción de los demás, Mosé fue del parecer de su esposa y de Pan-Nefer. No olvidaba los términos de la predicción que afirmaba que aunque su nombre perduraría mucho más allá del propio Egipto, primero tenía que sufrir una grave derrota. Aquella perspectiva lo inquietaba. ¿No sería posible desmentir aquella profecía? Siguió reforzando sus tropas, formando él mismo a nuevos arqueros, soldados de infantería y aurigas. Por desgracia, le era difícil conseguir madera en cantidades suficientes para fabricar nuevos carros. La materia prima, procedente del Levante, tenía que pasar por el delta y ahora, desde que él se había proclamado faraón, todo tráfico comercial por el río había quedado interrumpido. Hubo que traer árboles de la lejana Nubia, pero su calidad no igualaba la de los cedros de Palestina y, sobre todo, eran mucho más caros.

La actividad de los artesanos del Alto Egipto se orientó hacia la guerra. Confeccionaron escudos de piel de hipopótamo y fabricaron grandes cantidades de lanzas, flechas y espadas de bronce.

Mosé recorría incansablemente el valle para lograr el apoyo de los nomarcas y reclutar nuevos soldados. Sin embargo, no podía movilizar a todos los hombres válidos. La siembra y la cosecha exigían abundantes brazos.

Las tribus kushitas, capitaneadas por el padre de Tiyi, le mandaban regularmente obsequios, oro, marfil, mirra, pieles de felinos, de búfalo, rebaños de bovinos, así como maderas preciosas, ébano y ocume, riquezas que iban todas a engrosar el tesoro real. Pero la preparación de una guerra era muy cara.

Durante los dos años que siguieron, esperaron en vano a las tropas de Seti. Excepto algunas escaramuzas en los nomos del Medio Egipto, en la región de Fayum o de la ciudad de Unt, la separación de Egipto en dos reinos independientes no tuvo apenas consecuencias militares. Mosé a veces pensaba que su padre había aceptado la división de los Dos Países.

Aquella separación desazonaba a Mosé. Egipto era doble e indisociable. Solamente los períodos de grandes turbulencias lo habían visto dividido y presa del caos. Por lo tanto, tarde o temprano, tenía que volver a estar unido.

Aunque se mantenía siempre vigilante, Mosé aprovechó la falta de reacción de Seti para desempeñar plenamente su papel de soberano. Recogió las riendas de las obras iniciadas por su abuelo Ramsés II y proseguidas en el reinado de Meren-Pta. Su popularidad se extendió rápidamente más allá de Uaset, en las ciudades situadas al norte. Conocía a la mayoría de sus nomarcas, con los que se entrevistaba regularmente en cada uno de sus viajes a la capital. Muchos de aquellos gobernadores locales habían sufrido enormes aumentos de impuestos exigidos por Seti, y no había tenido ninguna dificultad en convencerlos para que lo reconocieran como rey. Su reino se extendía así hasta la altura del nomo del Segundo Cetro, justo antes de la región de Fayum. En aquel lugar había concentrado dos divisiones de dos mil hombres, con la misión de contener una eventual invasión.

Dado que la ruta comercial del delta estaba cerrada, impulsó las caravanas que se dirigían a las orillas del mar Rojo y a Eritrea. El tráfico era más lento, ya que había que atravesar el desierto y enfrentarse a los ataques de los bandidos, pero reservó una parte de sus fuerzas a la protección de aquellos convoyes que resultaban indispensables. Así, el comercio no sufrió demasiado la ruptura con el norte. Desgraciadamente, las cosechas no fueron muy provechosas aquellos dos años. Las crecidas demasiado abundantes habían anegado los campos y algunos rebaños perecieron ahogados.

Asimismo, Mosé desempeñaba concienzudamente sus funciones sacerdotales, tal como se las había enseñado Bakenjonsu. Cada mañana, penetraba en la naos para realizar ofrendas a Amón. Acompañado por el gran sacerdote y sus acólitos, abría el altar que contenía la estatua del dios, disponía fruta, verduras y trozos de carne sobre la mesa, y alzaba ante él una figurilla que representaba a la diosa de la justicia y la armonía, Maat. Esta antiquísima ceremonia le llegaba a lo más hondo del corazón.

Con el tiempo había llegado a sentir una profunda adoración por el dios invisible y misterioso que reinaba sobre Egipto desde hacía siglos, hasta el punto de que ahora consideraba secundarias a las demás divinidades. A su parecer, no eran más que una prolongación del poder absoluto e infinito de Amón. También adoraba a la diosa Maat. Desde su más temprana edad había recibido la influencia del espíritu de su madre, que odiaba la injusticia. Había heredado ese rasgo de ella. Por eso concedía mucha importancia a las quejas que le transmitían. No tenía en cuenta la posición social de las partes presentes e intentaba reparar los agravios cometidos por los poderosos hacia los más débiles. Reformó la justicia y nombró a nuevos jueces. Los más viejos, procedentes de la administración de Meren-Pta, tenían tendencia a aprovecharse vergonzosamente de sus privilegios. Este saneamiento le valió la gratitud del pueblo.

Amón-Masesa se ocupó también de su morada de eternidad, cuyas obras fueron dirigidas por Murhat en el Valle de los Reyes. Encargó asimismo dos estatuas con su efigie, que se emplazaron en la gran sala del templo de Amón, en Uaset. En la pierna izquierda de la segunda, mandó grabar un pequeño fresco que representaba a Tajat, con sus títulos y su condición de «madre del rey»16.

Otro acontecimiento acrecentó aún más esta popularidad y Mosé tuvo la sensación de haber dado un nuevo paso hacia el trono de Egipto. A finales del Año Uno de su reinado, la Gran Esposa Tiyi dio a luz a un hijo, Nebamón Meri-Maat, un precioso niño de piel maravillosamente dorada que el joven rey presentó con legítimo orgullo ante la corte.

Durante este período ocurrió un asunto al que Mosé no concedió gran importancia en su momento, pero que tiempo después tuvo enormes consecuencias. En Uaset, las obras del templo de Amón estaban dirigidas por el capataz Nefer-Hotep. Este maestro de obras había adoptado a un hijo llamado Paneb. Era un gigante dotado de una fuerza sobrehumana, que él aprovechaba para cometer todo tipo de pequeños delitos y, sobre todo, para abusar de las mujeres de los obreros. Antes de morir, en los primeros tiempos del reinado de Amón-Masesa, consumido por una fiebre maligna, Nefer-Hotep nombró a Paneb su sustituto. Una vez desaparecido su padre adoptivo, la audacia y la arrogancia de Paneb no conocieron límites. Debido a su fuerza excepcional, que nunca dudaba en usar, nadie se atrevía a plantarle cara.

Un día, sin embargo, un jefe de obras, Amennajt, acusó a Paneb de diversos hurtos, de ejercer violencia sobre algunos canteros, de robar comida y de pervertir a varias mujeres: a Tuy, esposa de Qenna; y a Hel, esposa de Pendua. Por último, lo acusaba de haber violado a una jovencita llamada Ubejet, a la que después había obligado a entregarse a su hermano mayor, Aapehte.

Ahora bien, Paneb dependía de un arquitecto que antiguamente había trabajado para el buen dios Ramsés. Este anciano, consumido por los años y con unos ojos que nunca miraban directamente a sus interlocutores, parecía permanentemente reconcomido por un oscuro rencor. Los jueces no quisieron descontentar a aquel alto personaje y desestimaron la queja de Amennajt. Es más, lo condenaron a recibir cien bastonazos por difamación17.

El caso habría quedado ahí si no hubiera llegado a oídos de Mosé.

Cuando la «Boca del Faraón», el juez supremo de Uaset, le habló del juicio, el joven se escandalizó.

—¿Qué clase de justicia es esa? —exclamó—. ¿Por qué administrar bastonazos al demandante? Es un obrero honesto, mientras que el capataz se aprovecha de su fuerza y posición para pervertir esposas. ¿No le van a castigar por sus crímenes?

—Perdona a este tu servidor, mi señor. Pero ese hombre, Paneb, es el capataz preferido del señor arquitecto. No queríamos descontentarlo por culpa de un estúpido obrero que nunca ha podido probar los robos de los que lo acusaba. En cuanto a esas mujeres, no le debió de costar mucho seducirlas. Esas hijas de campesinos no esperan otra cosa.

—Quiero que me traigas a ese Amennajt, a Paneb y a su hermano Aapethe, así como a las mujeres de las que abusó.

Cuando Mosé hubo escuchado las versiones de las víctimas, no tuvo dificultad alguna en desenmascarar al culpable, que fue condenado a dos años de prisión. Pero el arquitecto no aceptó el juicio y se quejó amargamente. El joven rey montó en cólera:

—¡Silencio, anciano! Quería ahorrarte el castigo por respeto a tu avanzada edad. Pero has protegido a un individuo cobarde y despreciable. Tu corazón es injusto y malo. Por lo tanto, no deseo verte trabajar para mí.

El arquitecto bajó la cabeza y se fue. Al día siguiente salió de Uaset en dirección al norte. Cuando informaron de su marcha a Mosé, no lamentó la desaparición de aquel viejo que nunca le había gustado.

Sin embargo, no podía ahuyentar un extraño malestar. El nombre de aquel viejo arquitecto le sonaba vagamente. Quizá le habían hablado de él, mucho tiempo atrás, pero no conseguía recordar en qué circunstancias. ¿Cómo habría podido acordarse de un personaje llamado Merihor, mezclado con un acontecimiento que había tenido lugar antes de su nacimiento?

Contrariamente a lo que esperaba Mosé, Seti no había renunciado a desembarazarse de aquel hijo maldito que le había robado la mitad de su reino. Hacía dos años que los impuestos del Alto Egipto se le escapaban, y sus finanzas se resentían de manera acusada.

Las dificultades lo espolearon a lanzar todas sus fuerzas contra los egeos, a los que aplastó una vez más en la región de Sais. Siguieron nuevas matanzas. A lo largo del río florecieron las hogueras, que ardieron durante días enteros. Las siniestras hileras de palos se extendieron a lo largo de las fronteras occidentales, bajo la mirada aterrada de las poblaciones autóctonas. Con los ojos brillantes, Seti recorría las riberas del Nilo, orgullosamente erguido en su carro tirado por dos caballos negros, su coraza de bronce centelleando por el fuego de las macabras hogueras.

Esas batallas despiadadas habían exigido esfuerzos considerables por parte de la población del Bajo Egipto. Los campesinos, agobiados por los impuestos, se habían enrolado a la fuerza en el ejército. En muchos lugares, las mujeres, los ancianos y los niños se veían obligados a realizar las labores de los campos. El hambre era una amenaza por todas partes. Las reservas de grano, almacenadas prudentemente por Meren-Pta imitando a su padre Ramsés, se agotaban inexorablemente. Se gestaba la rebelión. Varios grandes propietarios pidieron al faraón que liberara a los campesinos reclutados contra su voluntad, so pena de ver las cosechas gravemente comprometidas. Pero Seti no les hacía caso. Es más, para dejar bien clara su autoridad, mandó detener a una decena de ellos, cuyos bienes confiscó en beneficio del palacio. Más que nunca los cortesanos temblaban ante él.

Con su nueva victoria su carácter hubiera debido mejorar. Sin embargo, se agrió aún más. Pues, además de verse privado de una parte de sus rentas por la separación del Alto Egipto, no podía aceptar el desafío que le había lanzado Mosé. Seti no era más que un bloque de odio, un odio incrementado aún más por aquella estúpida predicción que afirmaba que su hijo sería la causa de su muerte. La advertencia era clara: él no podía ponerse al frente de sus ejércitos para invadir el Alto Egipto.

No había que contar con repetir la tentativa de Kanetotés. Mosé estaba protegido demasiado eficazmente por su entorno. Pidió consejo a Menjerrá, el general en jefe de sus ejércitos, una especie de gigante cosido de cicatrices que solo se sentía bien inmerso en la batalla. Despiadado, insensible a los gritos de angustia de los vencidos, él era quien había traído de Asia el suplicio del palo. De una crueldad refinada e insaciable, era temido tanto por sus enemigos como por las poblaciones a las que supuestamente debía proteger. Eran innumerables las cabezas que había cortado, las hogueras que había encendido con sus manos, contemplando los sufrimientos de sus víctimas con una sonrisa terrible en los labios. Este terrorífico verdugo recogía su fuerza del dolor de los demás. Encontraba la justificación de sus abyectos actos en su devoción por el faraón. Era a los enemigos del Toro Poderoso, hijo de Amón, a los que aniquilaba y torturaba. Así pues, actuaba por el Bien.

Sin embargo, aunque sediento de sangre, Menjerrá no dejaba de ser un fino estratega.

—Mi señor —dijo—, debes desconfiar. Según las informaciones de nuestros espías, el ejército del sur, aunque menos importante que el nuestro, es capaz de plantarnos cara. En su territorio será difícil vencerlo. Sería mejor hacer que ese perro usurpador invadiera él mismo el Bajo Egipto.

—¿Quieres que nos ataque?

—Sobre todo hay que conseguir que se vaya de Uaset. Allí sus defensas están muy bien preparadas. Hasta con la totalidad de nuestras fuerzas, correríamos el riesgo de fracasar.

—Lleva dos años sin intentar nada. ¿Por qué cambiaría de pronto sus planes?

—Ha apostado dos divisiones en Uab Sep-Meri, en el Segundo Cetro. Si las destruimos, no tendrá más remedio que reaccionar.

—Debe de haber previsto esta posibilidad.

—Es probable. Pero tengo en reserva un ejército secreto.

Moisés, el faraón rebelde
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_000.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_001.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_002.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_003.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_004.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_005.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_006.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_007.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_008.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_009.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_010.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_011.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_012.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_013.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_014.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_015.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_016.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_017.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_018.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_019.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_020.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_021.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_022.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_023.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_024.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_025.xhtml
notas_a_pie_de_pagina_split_026.xhtml