23
Mosé y sus compañeros habían hallado refugio en los pantanos que bordeaban el delta del este. Ahí crecían juncos y papiros, algunos de los cuales alcanzaban hasta seis u ocho codos. Era un lugar salvaje, hostil al hombre, reino de todo tipo de aves, patos, flamencos rosas, garzas, martín pescadores, pelícanos. También se encontraban animales peligrosos, como cocodrilos, varanos, o hipopótamos y serpientes. Las nubes de mosquitos se cebaban en los fugitivos. Pese al calor, las mujeres y los niños se habían envuelto en ropa gruesa y se protegían la cara con velos. El segundo día, un hombre murió por la mordedura de una víbora de agua. Pero los pantanos presentaban la ventaja de que todas las huellas desaparecían tras su paso. En aquel universo líquido, era difícil que los perros y las hienas de caza de los guardias reales pudieran seguirles la pista.
El grupo pronto alcanzó la ciudad de Per-Amón19, la Morada de Amón. Una cierta efervescencia reinaba en el puerto. Al igual que en Pi-Ramsés, se veían muchos soldados circulando por las calles. Pero, aparentemente, todavía no habían sido alertados de la presencia de Mosé en los alrededores.
Dedicaron el tiempo justo para abastecerse de comida y agua dulce y emprendieron de nuevo la marcha. El joven príncipe había decidido seguir la costa en dirección a Palestina. Era la única manera de salir lo antes posible de los países sometidos a Egipto. Cruzaron dos o tres pequeñas aldeas de pescadores que encontraron pegadas a aquella costa interminable, como frágiles islotes de civilización perdidos en el límite entre el agua y la tierra gris y llana. Los pobladores los miraban pasar con miedo, incluso algunos huían hacia las dunas barridas por los vientos marinos. Mosé decidió contratar los servicios de un guía en el último poblado. Este aceptó ante la generosa recompensa que le ofrecía el joven príncipe. El hombre, que se llamaba Deneb, los condujo hasta un curioso lugar. De la costa partía una franja litoral, de apenas sesenta codos de ancho, que se extendía hacia el horizonte oriental hasta perderse de vista, entre el Gran Verde al norte, y una amplia extensión de agua salada, rodeada de altas plantas acuáticas, al sur.
—Esto es el mar de los Juncos, mi señor —explicó Deneb.
—¿Adónde lleva esta franja de tierra? —preguntó Mosé.
—Se dice que vuelve a encontrar la costa muy lejos hacia el este, a varios días de marcha. Pero es un camino muy peligroso, debido a las arenas movedizas.
—Seguro que nadie se atreve a aventurarse por ahí —apuntó Aarón, desconfiando.
—¡Oh, sí, mi señor! A un día de marcha hay una pequeña aldea de pescadores.
Efectivamente, contra toda expectativa, vieron que una especie de pista se internaba por la misteriosa lengua de tierra. Mosé dudó. La ruta que seguían las caravanas bordeaba la orilla sur del mar de los Juncos.
—Si seguimos la pista principal —dijo a Aarón—, los soldados no tardarán en atraparnos. En cambio, no se imaginarán que hayamos tomado este extraño camino. Algo me dice que estaremos más seguros yendo por ahí.
Aarón asintió. Avanzaron, pues, por la franja litoral que apenas se elevaba unos codos por encima del nivel del mar. Las incesantes olas rompían en el arenal oscuro, sobre el que también se abatían enjambres de aves migratorias, tan grandes que el cielo se oscurecía como cubierto por velos negros cargados de amenazas. Por el lado del mar interior, la tierra se transformaba en ciénagas y arenas movedizas. Hasta donde abarcaba la vista no era más que un campo de plantas marinas, en el que se refugiaban pelícanos y águilas pomeranas. Se veían también colonias de flamencos que, al oír llegar a los hombres, alzaban un vuelo ruidoso y majestuoso.
Los niños, pegados a sus madres, seguían valientemente a los adultos. Si bien, por una parte, había que racionar el agua dulce, por otra, los cazadores abastecían de carne fresca al grupo sin ningún problema. Las aves eran numerosas y estaban tan poco habituadas a la presencia humana que no desconfiaban.
Al término del primer día, llegaron a Gerrah, el poblado anunciado por Deneb. El centenar de habitantes los miró llegar con sorpresa y desconfianza. No obstante, aceptaron abastecerlos de agua a cambio de algunas piezas de tela. El pequeño puerto servía de abrigo a varias barcas de pescadores y podía recibir barcos mercantes de mayor tamaño. Pero no había ninguno. Era evidente que los autóctonos no habían oído hablar de la huida de un gran príncipe de Egipto disfrazado de beduino. Una vez pasados los primeros temores, dispensaron una buena acogida a Mosé y a sus compañeros. El alcalde del pueblo les confirmó que la franja litoral proseguía durante varios días de marcha hasta alcanzar el otro extremo del mar de los Juncos.
Más lejos se alzaba una fortaleza llamada Charu. Había sido reconstruida por orden del rey Seti I para prevenir los ataques de los pueblos del Mar. Sin embargo, su insólita situación la había mantenido apartada de las grandes batallas recientes y, en ella, solo un puñado de soldados esperaba indolentemente un hipotético relevo. No se interesaron por el grupo de Mosé más que por los trueques que pudieron efectuar.
El grupo siguió su avance a lo largo de la franja de tierra. A veces, esta se acercaba al nivel del agua y se podía pensar que iba a hundirse bajo el mar. Entonces chapoteaban en el líquido elemento, temiendo ver surgir de entre las plantas algún temible hijo de Sobek. Pero estos odiaban el agua salada y no encontraron ninguno.
El tercer día, la franja de tierra se ensanchó y se elevó formando una alta duna que debía de servir de punto de referencia a los marinos. A pesar de la violencia de los vientos procedentes del mar, los fugitivos tuvieron la satisfacción de poder descansar por un tiempo lejos de las aguas. A duras penas sobrevivía una vegetación formada por matorrales y arbustos. Hasta donde alcanzaba la vista, tanto al este como al oeste, no se veía más que aquella estrecha franja de tierra. Parecía unir los dos horizontes del sol, desde levante hasta poniente. Hacia el sur, a lo lejos, se adivinaba el reflejo de la otra orilla del mar de los Juncos, deformada por los vapores que subían de la laguna. Pero, cuando Mosé llegó al extremo oriental de la duna, descubrió que aquella orilla meridional se alejaba aún más hacia el sur, hasta desaparecer completamente. Y, recto hacia el este, la franja de tierra parecía perderse entre dos extensiones de agua infinitas.
—¿Estás seguro de lo que estamos haciendo, mi dulce señor? —preguntó Tiyi, inquieta—. ¿No se hundirá este camino bajo las aguas?
—Tu esposa habla con sabiduría —insistió Aarón—. Esta ruta me da miedo.
—Los habitantes de Gerrah y los soldados del fuerte han confirmado que por aquí se llegaba a la costa. Y yo los creo. Mirad el color de las aguas. Las del Gran Verde son mucho más oscuras. Las del mar de los Juncos son claras. Eso quiere decir que no son muy profundas.
—Hasta que empiecen a serlo —objetó el apiru.
—Bueno, siempre estaremos a tiempo de desandar el camino. Pero no tendremos que hacerlo.
Mosé experimentaba un curioso sentimiento. Tenía la extraña sensación de que no estaba pasando por allí por casualidad. Algo le había empujado a tomar aquella vía singular. Por supuesto, parecía el camino más fácil para escapar de sus perseguidores. Pero, detrás de aquella decisión, presentía otra razón, inexplicable, como si un espíritu invisible lo hubiera inspirado. Pese a las difíciles condiciones de su avance, pese a los mosquitos, las serpientes y el calor a veces insoportable, se sentía seguro. Especialmente en aquella colina perdida en medio del mar, como un extraño navío varado.
Aarón suspiró, pero dio la orden de reanudar la marcha. Pronto la alta duna no fue más que un recuerdo y volvieron a encontrar la larga franja de arena cenagosa, continuamente barrida por los vientos. Avanzaban penosamente, golpeados por las salpicaduras, la piel quemada por la sal y reseca por el ardor del sol. Si los adultos pasaban por momentos de desánimo y angustia, los niños, en cambio, mostraban un valor ejemplar. En el transcurso de las largas jornadas de marcha, los mayores tomaban a su cargo a los más jóvenes, llevándolos a hombros, distrayéndolos cuando estaban asustados. Por la noche, al acampar, ayudaban a montar las tiendas de pelo de cabra, ridícula muralla contra los vientos frescos y húmedos del mar. Mosé los admiraba y conminaba a los adultos a tomar ejemplo de su valentía.
Por la noche no era muy fácil dormir debido al estruendo incesante de las olas sobre la arena. Para combatir el frío, se apretaban unos contra otros, mientras los centinelas velaban.
Por fin, tras varios días, se dibujó de nuevo la orilla meridional del mar de los Juncos, y la vasta extensión se redujo progresivamente a una larga franja líquida que se perdió en pantanos infranqueables. Finalmente, la pequeña tropa volvió a encontrar tierra firme y la pista de las caravanas. No tardó en apoderarse de Mosé una sorda inquietud. Durante la travesía de la franja litoral se había sentido en paz. Ahora se arriesgaba a encontrar una escuadra enviada por el faraón en su busca.
El paisaje era triste y desolador. Hacia el sur, no había más que una extensión de dunas bajas, salpicadas de ocre y gris, arañadas por una vegetación marrón, seca por el sol de plomo. A veces, se distinguían manadas de dromedarios salvajes que huían al acercarse los hombres.
Poco a poco, sin embargo, la vegetación se fue transformando, hasta que el litoral se cubrió de palmerales. Más lejos, descubrieron un oasis donde ya se había instalado una pequeña caravana de mercaderes procedentes del Levante. Estos propusieron compartir su comida.
—Más al este se halla la ciudad de Rhinocorura —explicó el jefe—. Allí nos hemos cruzado con muchos soldados. Se dice que van en busca de un usurpador que se alzó contra el faraón hace algún tiempo.
—Nosotros los hemos visto en Per-Amón y Pi-Ramsés —respondió Mosé con aplomo—. Nos detuvieron para registrar la carga. Algunos dicen que ese usurpador viaja disfrazado de beduino. Es difícil de creer.
—¿Y adónde vais?
—Hasta Tiro y Biblos, para comprar púrpura.
Al día siguiente, el joven príncipe alargó cuanto pudo los preparativos de la marcha con el fin de dar tiempo a que los otros caravaneros salieran primero. Cuando estuvieron bastante lejos, Mosé, desconfiando aún, empezó a seguir la dirección de Rhinocorura. Pero, en cuanto los otros quedaron fuera de la vista, ordenó dejar aquella pista y penetrar en el desierto en dirección al sur.
—Seti sabe ahora que hemos huido hacia Palestina —explicó a Aarón—. Ha debido de enviar tropas a buscarme. Si seguimos en esa dirección, no tenemos ninguna posibilidad de escapar.
—Entonces, ¿adónde piensas ir?
—Hacia el sur, muy lejos, se extiende el país de Madián. Es un desierto poblado de pastores nómadas e independientes. Les pediremos asilo.
La pequeña caravana no tardó en llegar al cauce agostado de un río que iba en dirección a Madián. La marcha resultó más dificultosa aún que en el desierto el este de Uaset. El suelo no estaba cubierto de arena, sino de rocas y piedras cortantes. Por suerte, el río estacional había formado varios pozos, donde pudieron abastecerse. Contrariamente a lo que hubieran podido pensar, aquel lugar salvaje y despiadado cobijaba todo tipo de animales: onagros y hemíonos, avestruces, zorros rojos y zorros del desierto, algunas manadas pequeñas de gacelas, así como osos y leopardos, que merodeaban cerca del campamento, al caer la noche, atraídos por las cabras y las ovejas. Los centinelas tenían que redoblar la vigilancia.
El hecho de que aquel inhóspito desierto fuera capaz de albergar vida intrigaba mucho a Mosé. En varias ocasiones, se quedó observando los animales, jerbos y damanes, serpientes y lagartijas, insectos y escorpiones, todos perfectamente adaptados a la supervivencia. La escasa vegetación se componía de unas extrañas plantas de hojas resistentes y gruesas que retenían la escasa agua. En los huecos de las formaciones rocosas también crecían algunos árboles, como acacias de agudas espinas, sólidamente ancladas en el suelo en medio de una superficie aparentemente sin vida. Las palabras de Bakenjonsu regresaban a su mente: «Si quieres comprender a los dioses, observa la naturaleza...».
De noche, se pasaba largas horas en el campamento estudiando aquella naturaleza tan sorprendente. A veces, lo invadían emociones inexplicables. A pesar de la piel seca, quemada por el sol, a pesar de la sed que lo torturaba, a pesar de los pies despellejados por las duras piedras, Mosé se sorprendía experimentando una atracción por aquel desierto cruel y despiadado. A veces le parecía que nuevas ideas intentaban expresarse en él, imágenes difíciles de captar, que aparecían, fugaces, y desaparecían un instante después. Como si alguien le hablase, en lo más profundo de sí mismo, aunque no se pronunciase ni una palabra.
—¿Qué debo entender? —murmuraba Mosé, con todos sus sentidos alerta—. ¿Qué quieres decirme?
Ni siquiera sabía a quién le estaba hablando.
Poco a poco, el relieve se elevó y se hizo más difícil seguir el cauce del río, que se perdía entre barrancos que no conducían a ninguna parte. A veces había que superar auténticos obstáculos de rocas desprendidas. La vida era cada vez más escasa, pero se aferraba a cualquier rugosidad de la roca: musgos, líquenes, frágiles arbustos. Orientándose por el sol, Mosé intentaba avanzar hacia el sudeste. Debido a las rocas, no podían recorrer más de cinco o seis millas al día.
Al amanecer del sexto día, se alzó frente a ellos una pequeña aldea inesperada, construida en el corazón de un fértil oasis. Sus habitantes les ofrecieron hospitalidad. El jefe, un anciano de sonrisa desdentada, les informó de que el lugar se llamaba Qadesh Barnea y acogía a los nómadas que viajaban en dirección al país de Madián.
Tras hacerse con nuevas provisiones de agua, Mosé dio la orden de partida. El relieve siguió elevándose. Un calor infernal reinaba en el desierto transformado en horno. Animales y vegetales eran cada vez más escasos, hasta el punto de que se podía creer que la vida había desaparecido por completo. Sin embargo, aún subsistían algunas plantas de pequeño tamaño, líquenes resecos, donde vivía una multitud de insectos, escorpiones y minúsculos reptiles.
Un día, se alzó ante la pequeña tropa, en el horizonte, una barrera montañosa, iluminada de oro y sangre por el sol poniente. En su mole alargada se alternaban las zonas de sombra lilas, violetas o negras con el ocre y rojo de las laderas. Un cielo de un azul profundo la coronaba. Sin embargo, se avecinaban unas inquietantes nubes, empujadas por los vientos del norte. El olor de la lluvia que se aproximaba se mezclaba con los aromas de la roca y la arena. Los viajeros, con los pies desgastados por las asperezas de las piedras, se dirigieron penosamente hacia la montaña.
—¡Mira! —exclamó de pronto Aarón.
Señalaba unas curiosas piedras cubiertas de inscripciones sobre la superficie de roca rojiza. Simbólicamente, representaban íbices, escorpiones, hombres cazando. Una de ellas narraba incluso un parto.
—Son dibujos de los tiempos antiguos —señaló Mosé.
Observó detenidamente el entorno salvaje y desolado.
—Es increíble —dijo—. Unos hombres vivieron aquí, en el corazón de este desierto.
—Puede que todavía vivan en aquella montaña —conjeturó Tiyi, entregando su hijo a una criada.
—No creo —respondió Mosé—. No veo ningún camino.
Observó atentamente la montaña alargada, que debía de alcanzar más de dos mil codos.
—Esta montaña es un lugar sagrado —declaró—. Estas piedras son estelas destinadas a rendir homenaje a los dioses que viven ahí.
Sin embargo, al tiempo que pronunciaba estas palabras, le invadió una sensación desagradable. Había perdido su fe en las divinidades en las que había creído desde la infancia. El nombre de Amón no representaba ya nada para él. Su nombre se había perdido entre las arenas y las piedras del desierto, dejando tras de sí una especie de dolor impalpable, difuso, una mordedura angustiosa que le devoraba el alma inexorablemente. Evitaba reflexionar demasiado en todo aquello, pues, cuando lo hacía, tenía la impresión de estar caminando al borde de un abismo insondable, del que ni siquiera la muerte podría salvarlo.
Y sin embargo...
Sin embargo, paradójicamente, se sentía lleno de una extraña emoción, casi dolorosa, pero también cargada de esperanza. Algo le susurraba que la respuesta a todas aquellas preguntas se hallaba ahí, ante sus ojos, y que estaba demasiado ciego para verla.
Sacudió la cabeza y dio orden de reemprender la marcha. Amenazaba tormenta y era conveniente encontrar abrigo cerca de la montaña.
El frente nuboso avanzaba deprisa. Tuvieron el tiempo justo para llegar a las estribaciones antes de que se cubriera todo el cielo. Una extraña luminosidad bañaba el desierto. Montaron las tiendas a toda prisa. En unos instantes, la noche invadió la planicie rodeada de rocas en la que se habían instalado. De pronto los aullidos del viento se incrementaron, como si un monstruo colosal estuviera agazapado en el corazón de la montaña que los dominaba con su masa oscura e impresionante. Los viajeros se apretaron unos contra los otros. Tiyi, con su hijo de pocos meses dormido en su seno, se acurrucó contra Mosé. El joven príncipe notaba la inquietud de su esposa. Le hubiera gustado tranquilizarla, pero ni él mismo podía desprenderse de un miedo extraño e inexplicable. Tenía la impresión de haber provocado la cólera de un dios ignorado. Sin embargo, no era el primer huracán que veía.
Y ya no creía en los dioses...
Esperaban que cayese un diluvio de un momento a otro. Pero no llegaba. Las tinieblas se habían abatido sobre el mundo. Era inútil intentar encender hogueras debido a las ráfagas de viento. Mosé apenas distinguía la cara de Tiyi. Los niños habían superado los primeros instantes de miedo y no dejaban escapar ni un gemido, por temor a llamar la atención de la Criatura espantosa que andaba por allí. A tientas, las mujeres repartieron algunas tortitas de maíz y fruta que habían trocado con los habitantes de Qadesh Barnea.
Mosé experimentaba una extraña sensación. No cesaba de mirar hacia la cumbre, cuya enorme arista negra se adivinaba a lo lejos, recortándose contra las tinieblas del cielo. De pronto estalló la tormenta, y miles de relámpagos iluminaron las cimas. Curiosamente, excepto algunas gotas finas y tibias, apenas llovió. Mosé se levantó y contempló la montaña. De manera intermitente, unas luces de un azul intenso, contestadas cada vez por el formidable rugido de los truenos, inundaban la cresta. Las caras de su gente, preocupadas o asustadas, se le aparecían furtivamente.
—Hemos provocado la cólera de un dios —susurró un guerrero con voz temblorosa.
La mano de Aarón se posó en el brazo de Mosé.
—Cuando los ancianos hablan de nuestro dios, siempre hacen referencia a la tormenta —dijo—. Nos encontramos en la región de donde vinieron nuestros más lejanos antepasados. Quizá vive aquí, en esta montaña.
—Solo se trata de una tormenta muy fuerte —quiso tranquilizarle Mosé.
Al instante siguiente, una luz roja titilante inundó la cumbre.
—¡Es él! —exclamó Aarón, impresionado—. Hori tiene razón: hemos desencadenado su cólera.
—No —afirmó Mosé—. ¿No ves que un rayo ha incendiado la vegetación?
Pero, en el fondo, ya no estaba seguro de nada. La extraña impresión que había sentido desde que había descubierto la montaña se había ido acentuando. Recordó las palabras de la profecía, que afirmaban que un dios se aliaría con él. Desde que había salido de Uaset, no había querido volver a pensar en los dioses egipcios. Amón lo había traicionado. O eso había creído él al principio. Pero ahora consideraba que Amón no existía. Ni Amón ni los demás. Los dioses no eran más que una engañifa que los hombres se inventaban para explicar lo que no comprendían y tranquilizarse ante el carácter ineluctable de la muerte.
Respiró profundamente. No era, pues, un dios lo que se manifestaba en la cumbre de aquella montaña. No un dios en el sentido en que lo entendían normalmente los hombres. Era otra cosa. Quizá una simple tormenta de una violencia excepcional.
Mosé hubiera querido estar convencido. Pero no conseguía ahuyentar aquella peculiar sensación que no lo abandonaba desde hacía horas. Una fuerza desconocida lo atraía irresistiblemente hacia la cúspide de aquella montaña. A pesar del pavoroso estruendo de la tormenta seca, no sentía miedo alguno, ni angustia.
De pronto dijo a Tiyi:
—Mañana, en cuanto amaine la tormenta, subiré a esa montaña.