17

Jamás habría creído Mosé que se pudiera sufrir tanto. Le parecía que el mundo se había hundido a su alrededor, que incluso el aire iba cargado de un dolor impalpable y lacerante que agostaba sus fuerzas. A veces unas violentas náuseas le retorcían el estómago y tenía la sensación de que iba a ahogarse. Tenía ganas de gritar, de chillar hasta que los pulmones le reventasen, para así negar la abyecta verdad, para rechazarla. Se despertaría, y entonces iría a esperar el barco de Tajat que estaba al llegar. ¿Acaso no empezaba pronto la estación de Ajet? Su madre pasaría todo el período de la Inundación con él, y podría contarle su campaña de Nubia con detalle, decirle lo bien que se sentía con Tiyi...

Pero la pesadilla no se borraba. En el Nilo no aparecía ninguna nave real. No vendría ninguna más. Nunca más...

Una sorda culpabilidad le reconcomía las entrañas. ¿Por qué había dejado que Tajat se fuese después de los funerales de Meren-Pta? ¿Por qué no había sido capaz de protegerla de la brutalidad de Nefersetrá? Durante varios días se encerró en sus aposentos, negándose a ver a nadie. Solamente su esposa, la dulce Tiyi, podía acercársele todavía. Pero ella se sentía impotente ante el intenso dolor de su marido. Aquel sufrimiento duró diez días. En la mañana del undécimo se reunió con sus compañeros, que lo aguardaban con ansiedad. Su rostro se había endurecido. En sus ojos se reflejaba una nueva determinación, una voluntad implacable.

—Debo ir a Pi-Ramsés —declaró.

Aarón quiso intervenir, decir que su padre podía tenderle una nueva trampa, pero Tiyi le lanzó una mirada resignada. Aarón permaneció en silencio. Mosé quería participar en los funerales de su madre, y nada ni nadie podría hacerle cambiar de opinión.

Al día siguiente, su barco zarpaba de Uaset. Del río emanaban unos fuertes olores anunciando la próxima crecida. Pero Mosé no los percibía. Tiyi, a su lado, disimulaba su inquietud. No tenía ninguna necesidad de preguntarle para adivinar sus pensamientos. No sabían cómo había fallecido Tajat. Tal vez había muerto de unas fiebres malignas. Eran frecuentes en aquella estación. Sin embargo, y aunque nada lo probaba, Mosé no podía dejar de pensar que su madre había sucumbido a los golpes de Nefersetrá. Y Tiyi temía que el ímpetu y el odio de Mosé lo llevasen a enfrentarse a su padre, a provocarlo incluso.

Hacía cuarenta días que los sacerdotes estaban realizando el ritual de la momificación, que duraría unos setenta en total. Masesaya debía quedarse, por tanto, un mes en Pi-Ramsés, a la espera del cortejo funerario que conduciría a Tajat hasta la Gran Llanura, al oeste de la ciudad de Amón. Tiyi temía que el encuentro entre padre e hijo fuera tempestuoso. Pero sus temores no se confirmaron. El rey Seti había salido de la capital. El gran visir, May, al recibir a Mosé, lo informó de que el faraón se había ido a combatir a unos nuevos invasores procedentes de las islas lejanas, y que no asistiría a los funerales de la Gran Esposa. Encargaba a su hijo, el príncipe Masesaya, que le representase y cumpliera con los ritos funerarios en su lugar.

Mosé se guardó el asombro y el disgusto para sus adentros. Nefersetrá ya había evitado asistir a los funerales de su padre. Esta vez, se mofaba sin vergüenza de la tradición establecida desde la noche de los tiempos que exigía que el marido acompañase a la esposa hasta su morada de eternidad. No obstante, nadie parecía molesto por ello en Pi-Ramsés. Para May y los demás, él era el amo absoluto y solo él decidía lo que convenía hacer. Mosé detectó, detrás de las azoradas explicaciones del ministro una especie de incomodidad, un malestar provocado por el miedo. Seti había instaurado una atmósfera de terror en la capital.

La ausencia de Seti tranquilizó a Tiyi. Sin duda había que interpretarla como la manifestación del miedo del rey, que no había olvidado las palabras del oráculo anunciando que Mosé sería la causa de su muerte. Era una razón más para desconfiar. El faraón solo debía de anhelar una cosa: ver desaparecer a Mosé. Pero este era demasiado impulsivo para recelar una traición. Por ello, Tiyi encargó discretamente al fiel Pan-Nefer que redoblara la vigilancia.

Mosé aprovechó el tiempo que le dejaba el ritual de la momificación para volver a ver a Miriam, Jokebed y Amrán. Encargó a Aarón que fuera a buscarlos al barrio apiru. Estos, muy felices por su invitación, fueron a palacio de inmediato. Intimidados, se prosternaron ante él. Mosé corrió a levantarlos y los abrazó con afecto. Miriam se había convertido en una preciosa mujer. Amrán se había encorvado un poco bajo el peso del trabajo y el cabello de Jokebed se había teñido de gris. Pero, estando con ella, era como si Tajat regresara un poco. Las dos mujeres habían estado unidas por una profunda amistad que había proseguido mucho después de que Mosé partiera para Uaset.

Sin embargo, la alegría del reencuentro estaba empañada por las circunstancias. La sombra de la Gran Esposa vagaba junto a ellos, provocándoles lágrimas furtivas.

—Tu madre era la mejor de las mujeres, mi señor —dijo Jokebed con dulzura—. Mi vida fue más hermosa gracias al afecto que ella me tenía.

—Tajat todavía era joven. ¿Cómo murió?

Mosé percibió al instante la ligera vacilación de su nodriza.

—Se dice que últimamente sufría del vientre —respondió evasivamente.

—No sabes mentir, Jokebed.

La mujer bajó los ojos, luego lanzó una mirada asustada a su alrededor.

—No puedo decir nada —susurró—. El peligro acecha a quienes hablan demasiado.

—¡Explícate!

—Se dice que aquí, en palacio, la gente muere por haber visto lo que no debería haber visto, u oído lo que no debería haber oído.

—Conmigo no corres ningún peligro —aseguró el joven príncipe.

—Me gustaría que fuera cierto, Mosé, pero hay quien afirma que el faraón tiene un pacto con los espíritus invisibles. Mediante ellos, sabe todo lo que se dice, lo oye todo, lo ve todo, y ¡ay de quien ose oponerse a él!

—¡Los espíritus no me dan miedo! —protestó Mosé.

Tomó la mano de Jokebed.

—La ha matado él, ¿verdad?

La nodriza estalló en sollozos. Mosé la apretó contra su cuerpo.

—Perdóname, Jokebed. Pero tengo derecho a saber qué ha ocurrido realmente.

Ella recuperó el aliento y empezó a hablar con voz apenas audible.

—Tu madre siempre me honró con su amistad. Con el tiempo me convertí en su confidente. Jamás me ocultó las palizas que le daba tu padre, sobre todo cuando había abusado del vino de los oasis, como sucedía con frecuencia. Ella lo soportaba todo sin quejarse, pues creía con toda su alma que llegaría el día en que tú te alzarías contra él para derribarlo. Entonces él la golpeaba hasta que caía al suelo. Los criados asistieron a varias de esas escenas, asustados. Pero la última vez...

Un largo sollozo sacudió a Jokebed.

—Mi princesa no se levantó.

La anciana apretó los puños y sus ojos reflejaron un odio inconmensurable.

—Ese perro la había golpeado hasta matarla.

Una oleada de ira y dolor inundó a Mosé. Deseó correr en busca de Seti para partirle la cabeza. Pero el faraón estaba ausente y Mosé habría firmado así su condena de muerte. Tenía que ser paciente. Haciendo un gran esfuerzo, consiguió dominarse.

—¿Por qué tuvo que ensañarse con mi madre hasta ese punto? —rugió sordamente.

—Le persigue el oráculo que predijo que tú serías la causa de su muerte. Debéis enfrentaros en una terrible batalla, cuyo resultado no consigue adivinar ningún mago. Algunos afirman que ningún general es lo bastante poderoso para oponerse a Seti y que él destruirá a todos sus enemigos. Pero otros apuntan —con prudencia— que han visto una derrota espantosa, en el curso de la cual perderá a todo su ejército. Estos han añadido que deberá desconfiar del agua. El rey es muy supersticioso. No sabe qué creer, pero considera que quienes predicen su victoria lo hacen para halagarle. Así que está convencido de que los que toman tantas precauciones en confesarle sus visiones son los que están en posesión de la verdad. Esta es la razón de su ausencia, Moisés. Te tiene tanto miedo que evita encontrarse contigo.

—¿Que me tiene miedo?

—Todos los oráculos coinciden en un punto: tú gozas de la protección de los dioses. Por eso te tiene miedo. No quiere enfrentarse a ti directamente. Tu madre lo sabía y, varias veces, algunos criados la oyeron emplear este argumento para asustarlo. Decía que tú la vengarías. Pero entonces... la golpeaba con más fuerza todavía.

Jokebed meneó lentamente la cabeza.

—Debe de estar realmente preocupado. Aquí, en el delta, sus guerreros, las hordas de Set, son más numerosos y más peligrosos que una nube de langostas. Los campesinos tienen que darles refugio y comida. Cuando se marchan, no queda nada, ni siquiera los rebaños. Este ejército se cierne sobre los Dos Países como una amenaza, más maléfica aún que un enemigo llegado de fuera. Allí por donde pasa, se suceden las escenas de violaciones y saqueos. Y, sin embargo, a pesar de la fuerza de este ejército, te tiene miedo, pues sabe que nada puede oponerse a la voluntad de los dioses.

—¡Es absurdo! —exclamó Mosé—. Aquí no tengo ningún guerrero, apenas algunos criados que serían incapaces de defenderme contra la guardia real si se le antojase asesinarme.

—Jamás se arriesgará a atacarte directamente —respondió la nodriza—. La posible venganza divina le da demasiado miedo. Aun así, deberás extremar la prudencia. No dudará en provocar un accidente para hacerte desaparecer. No cometas el error de provocarlo, Moisés. Finge que ignoras lo que todo el mundo sabe. Mientras no seas lo suficientemente fuerte para enfrentarte a él, no despiertes su furia.

Jokebed cogió las manos del joven Mosé entre las suyas y añadió:

—Seti es un monstruo. Tú eres nuestra única esperanza, Moisés.

Apretó los dientes. No podía ahuyentar de su mente la imagen de su madre siendo golpeada hasta la muerte. Pero la nodriza tenía razón: no debía oponerse a su padre. Aún no. Bakenjonsu le había enseñado a tener paciencia. Esperaría, pues, el momento favorable.

Mientras duró el ritual de momificación, se mantuvo alejado de palacio. Seti se había ido a luchar al delta occidental, pero Mosé temía que regresara repentinamente si conseguía una victoria, pues ello le daría más seguridad.

Como si quisiera acentuar más la tensión que reinaba en Pi-Ramsés, el tiempo se comportaba de manera extraña. Tras una serie de violentas tempestades procedentes del Gran Verde se habían producido unas terribles tormentas de arena. El aire crujía y una fina película roja recubría la ciudad. Mensajeros llegados del lago de Sobek afirmaban que jamás los vientos procedentes del desierto de los muertos habían soplado tan fuertes. Los tejados habían volado, las casas se habían desmoronado. En algunas aldeas, profetas surgidos de no se sabía dónde predecían catástrofes aún más graves y el hundimiento de los Dos Reinos.

Mosé ordenó que se capturase a uno de aquellos individuos, pero desaparecían en cuanto distinguían la sombra de un guardia. Incluso entre los sacerdotes y los escribas se decía que se trataba de affrits que venían a aterrorizar al pueblo.

El joven príncipe creía que aquellos hombres solamente encarnaban el miedo que se había adueñado del Bajo Egipto ante las hordas de Set, las insólitas tormentas y las cosechas desastrosas.

Por fin terminó la momificación y, en medio de una atmósfera irreal, se cargaron los sarcófagos de la Gran Esposa en el barco funerario. Las nubes de arena eran tan densas que apenas se distinguía la otra orilla del río.

La víspera de la partida, Mosé se disponía a reposar unos instantes con Tiyi cuando Murhat entró en sus aposentos.

—Mi señor, unos hombres solicitan verte.

—¿Quiénes son?

—No han dado su nombre, pero afirman que su petición es de la mayor importancia.

Un poco desconfiado, Mosé dudó. Por prudencia, respondió:

—¡Que esperen! Y di a Aarón y Pan-Nefer que vengan.

Unos instantes después, sus dos compañeros se reunían con ellos. Murhat hizo pasar entonces a una docena de hombres todavía jóvenes. El que parecía dirigirlos se prosternó ante Mosé.

—Que Amón extienda sus bondades sobre ti, mi señor Masesaya, nieto del buen dios Ramsés. Mi nombre es Penrá. Todos nosotros somos hijos de altos funcionarios y hombres de fortuna. El objetivo de nuestra petición quizá te parezca extraño, pero helo aquí: no deseamos permanecer en Pi-Ramsés y quisiéramos que nos aceptases a tu lado.

—¿Por qué razón?

Penrá vaciló antes de proseguir:

—Aquí ocurren demasiadas cosas extrañas.

—¿Qué cosas?

—Perdona a este servidor el modo en que te va a hablar, mi señor, pues sabe que eres el hijo del faraón. Pero varios señores allegados a la Gran Casa han muerto en circunstancias inquietantes. Se murmura que han sucumbido a una maldición por atreverse a alzarse contra la voluntad del faraón. Pero es cierto que los tiempos han cambiado desde que el buen dios Meren-Pta partió hacia el Campo de Juncos. Vivimos sumidos en el temor de las iras del rey. Estallan de pronto, sin el menor motivo, como una tormenta inexplicable en un cielo sin nubes. Y tenemos miedo, mi señor. Tú eres el único a quien el rey teme. Lo sabemos. Jamás pronuncia tu nombre. Y las pocas veces que lo hace aparece en sus ojos una mezcla de cólera, odio y miedo.

Mosé no respondió. Los jóvenes nobles lo miraban con esperanza. Penrá no hacía sino confirmar lo que Jokebed le había comunicado. Seti reinaba mediante el terror y suprimía a cuantos se alzaban contra su voluntad. Después de todo, aquellos hombres podían resultar excelentes reclutas para el ejército que estaba empezando a formar.

—Está bien. Acepto que nos sigáis a Uaset.

Penrá se lanzó de nuevo a sus pies, imitado por sus compañeros.

—¡Gracias, mi señor! No tendrás otros siervos más fieles que nosotros.

Al día siguiente, el cortejo fúnebre salió de Pi-Ramsés. Durante los quince días que duró el viaje, Penrá y sus compañeros se integraron muy deprisa en la pequeña corte que se había constituido alrededor de Mosé. Cada uno de ellos había tenido que padecer la maléfica personalidad de Seti y estaban dichosos de abandonar Pi-Ramsés.

Curiosamente, uno de ellos se mantenía apartado de los demás. Se llamaba Kanetotés. Su rostro reflejaba una dureza poco común. Nunca hablaba de sí mismo y sus compañeros confesaron que no sabían mucho de él. No pertenecía a la aristocracia de la capital. Había dicho ser oriundo de la lejana Saú13, en la parte occidental del delta. Desconfiado, Pan-Nefer lo vigiló discretamente. Aquel Kanetotés podía ser un espía a las órdenes de Seti, infiltrado entre los recién llegados.

Penrá esperó a que el convoy fúnebre regresara de la Gran Llanura para hablar con Mosé. Le confesó entonces que muchos otros señores de la corte soportaban cada vez peor la tiranía de Seti. Muchos deseaban unirse al príncipe Masesaya para proponerle luchar contra el rey y hacerse con el trono.

Mosé respondió con evasivas. Su ejército no era lo bastante potente para enfrentarse al de Seti. Sin embargo, no podía evitar pensar que una vez más el destino lo guiaba hacia el trono de los Dos Reinos. Si conseguía reunir suficientes señores a su alrededor, entonces sí sería tan poderoso como para enfrentarse a Seti. La Casa de las Armas de Uaset ya estaba de su lado, así como, probablemente, las de las ciudades del Alto Egipto. Pero no disponía de ningún espía en el delta. El faraón había asentado su poder en los ejércitos de Mennof-Ra y Pi-Ramsés. ¿Las tropas que pudieran aportarle unos cuantos señores del Bajo Egipto serían lo bastante grandes para contrarrestar aquel poder?

—Debo reflexionar sobre todo esto, Penrá —dijo al fin—. Hacer la guerra a mi padre significaría dividir los Dos Reinos. Sería una oportunidad que los enemigos del exterior de Egipto no dejarían de aprovechar. Conviene ser prudentes.

Penrá puso mala cara.

—Nos hemos puesto a tu lado para luchar, mi señor. Yo he seguido el entrenamiento de la Casa de las Armas. Sé cómo dirigir soldados.

Una carcajada recibió la declaración de Penrá. Kanetotés.

—Nunca has participado en un auténtico combate, Penrá. Ignoras qué es una verdadera batalla.

Ofendido, Penrá se volvió hacia él.

—¿Y tú? ¿Tal vez tú has luchado alguna vez?

—Sí. Y cada día doy gracias a los dioses por estar vivo todavía.

—¿En qué circunstancias? —preguntó Mosé.

Kanetotés se encogió de hombros, pero no contestó. El joven príncipe se acercó a él. Pan-Nefer lo siguió de inmediato. No le gustaba demasiado la desenvoltura de Kanetotés.

—Te he hecho una pregunta —insistió Mosé.

El hombre emitió un suspiro, y luego masculló:

—No tengo muchas ganas de hablar de ello, mi señor.

—Si quieres servirme, necesito saber más sobre ti.

—Bien. Ocurrió no lejos de Saú, donde mi padre poseía una de las más bonitas propiedades del nomo del Blanco del Norte14.

Siempre vivimos en paz bajo los reinados de los buenos dioses Usermaatrá y Meren-Pta. Pero el rey Seti les sucedió. Durante la estación de las simientes, llevó a cabo una campaña contra los pueblos del Gran Verde. Uno de sus generales, Menjerrá, pasó por Saú. Exigió que nuestros campesinos diesen de comer a sus soldados. Estos se comportaron de manera atroz. Violaron a mujeres y niños, mataron a cuantos se negaban a servirlos. Mi padre pidió audiencia a Su Majestad. Seti no quiso recibirlo. Le hizo saber que le debía obediencia total. Mi padre insistió. Entonces vinieron los guerreros de Menjerrá. Incendiaron nuestra casa. Todavía oigo los gritos de mi madre y mis hermanas, atrapadas entre las llamas. Yo conseguí huir. No podía luchar solo contra los soldados. En cuanto a mi padre, encontraron lo que quedaba de él al día siguiente. Le habían cortado los brazos y las piernas antes de dejarlo morir lentamente, bañado en su propia sangre. ¡Así, así es como Su Majestad trata a los egipcios!

Apretó los dientes. Su mirada lanzó destellos de un odio feroz, pero se calmó y precisó:

—Esta es la razón por la que deseo combatir a tu lado, mi señor Masesaya. Si me aceptas, claro está.

—Pronto tendrás la ocasión de hacerlo, compañero —respondió Mosé, conmovido.

Moisés, el faraón rebelde
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