EPÍLOGO
Apretando los dientes para contener el dolor, Tiyi abrió la urna en la que habían recogido las cenizas de Mosé. Invitó a Séfora a sostener el ánfora junto con ella. Cayó un polvo blanco, que los fuertes vientos se llevaron de inmediato.
Alrededor de ellas estaban los dos hijos mayores, Nebamón Meri-Maat y Gersón, sus esposas, la joven Isisnefert y los demás hijos, ocho en total. Detrás de ellos esperaban las criadas de Tiyi y sus guardias personales. Luego se situaban los fieles arqueros y sus familias, todos los que no habían abandonado nunca a aquel a quien siempre habían considerado su señor.
Sobre el desierto se cernía un cielo plomizo, de un color tan sombrío como el de sus corazones. Cuando la última mota de polvo blanco salió volando, Tiyi y Séfora dejaron caer la jarra al suelo, donde se rompió en mil pedazos. En aquel preciso instante, se levantó un viento huracanado que barrió la llanura. Le siguió un auténtico diluvio. Sobre la cumbre de la montaña sagrada empezó a caer una tromba de agua que obligó al grupo a buscar refugio. Lo encontraron en el hueco de un saliente rocoso donde crecía un magnífico arbusto. En el suelo se distinguía levemente la huella de una antigua herida provocada por un incendio, pero nadie lo notó.
Una sorda angustia, acentuada por los rugidos de la tormenta, les encogía el corazón. Mosé no tendría una tumba a la que pudieran ir a rezar. Una duda espantosa se esbozó en la mente de todos. Tanto las creencias de los apirus como las de los egipcios afirmaban que el cuerpo volvía a la vida después de la muerte. ¿Cómo podría sobrevivir Mosé ahora que su cuerpo había sido destruido?
Pero esta angustia no duró mucho. Arrastradas por las aguas, las cenizas de Mosé se esparcieron definitivamente por la montaña. Cuando por fin amainó la tormenta, el huracán ahuyentó las nubes y trajo un sol resplandeciente. Del suelo se desprendían efluvios incomparables, y el nuevo calor reconfortaba a los compañeros de Mosé. Una extraordinaria sensación de paz se instaló entonces en el corazón de todos, y la pena se desvaneció.
Mosé había ido a reunirse con aquel dios infinito y eterno que había creado el universo y la vida. Y en adelante velaría por ellos tal como había hecho durante su vida terrenal.
Con un amor infinito...