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... golpearás en la roca y saldrá de ella agua y el pueblo beberá.
ÉXODO 17,6
Los apirus habían acampado al pie del monte Horeb. Cuando reconocieron a los guerreros, las mujeres y los niños salieron corriendo a su encuentro acompañados de Aarón. Este estrechó a Mosé en sus brazos.
—¡Has vencido, hermano! Jaho estaba contigo, no lo dudaba.
Y emitió un enorme suspiro.
—Estaba contigo, pero tengo la impresión de que a mí me ha olvidado un poco. Desde que te fuiste, los ancianos no han parado de quejarse.
—¿Qué les pasa ahora?
—¡Oh! No tardarán mucho en decírtelo.
La alegre multitud de mujeres y niños se aglutinó alrededor de Josué y de los guerreros que exhibían orgullosamente a los prisioneros y el botín. El joven capitán enarboló el estandarte de tela blanca y declaró:
—El Señor nos ha regalado esta victoria. Por eso daremos su nombre a este estandarte.
Lo recibió un clamor entusiasta. Pero, tras la dicha del reencuentro con los vencedores, un grupo de ancianos, dirigido por Eliab, se llevó a Mosé aparte.
—¿Quieres que muramos de sed? —gimieron—. Hace dos días que estamos sin agua.
—¿No se os ha ocurrido buscar un pozo?
—¿Cómo podría haber un pozo en este desierto de piedra y roca? ¡Nos tomas el pelo!
Mosé miró a Eliab directamente a los ojos.
—Y tú, ¿cómo te atreves a dudar de Dios? Él vela continuamente por vosotros. Pero si esperáis a que Él lo haga todo, terminará por cansarse. Podríais haber hecho un esfuerzo para buscar un manantial.
—¿Insistes en que aquí hay agua?
—¡Por supuesto!
Desconcertado por la seguridad del joven príncipe, el anciano retrocedió. Mosé cogió su cayado y se dirigió hacia la montaña. Los viejos lo siguieron rezongando, acompañados de Aarón que se reía entre dientes. Moisés les iba a ofrecer otro de sus trucos. Pero ¿cuándo terminarían de gimotear aquellos viejos intransigentes? Seguían sin aceptar obedecer a un egipcio. Aarón admiraba la paciencia que Moisés tenía con ellos. En su lugar, él ya los habría abandonado en mitad del desierto para que se las apañaran solos. Pero su amigo no era como él. Vivía en contacto permanente con Dios. Pese a ser aún joven, daba muestras de mucha más sabiduría que los ancianos. Estos se comportaban como unos niños caprichosos e indisciplinados, pero Moisés los trataba con gran indulgencia.
Divertido, Aarón siguió a los ancianos a los que Mosé conducía hacia las laderas de la montaña. De pronto, el joven príncipe se detuvo y cerró los ojos. El joven apiru asió a Eliab del brazo y lo obligó a retroceder.
—¡Moisés está hablando con Dios! ¡No lo interrumpas con tus monsergas!
El anciano lo miró con cara escandalizada, pero accedió.
Mosé respiró profundamente. Al cabo de pocos instantes entró en comunión total con la naturaleza y penetró en las fuerzas ocultas de la montaña circundante. Enseguida distinguió, bajo la roca, los caminos secretos seguidos por el agua, y los lugares en los que afloraba a la superficie. Cuando abrió los ojos, dio unos pasos en dirección a una roca a cuyo pie se adivinaba el cauce de un torrente seco. Pero Mosé sabía que el agua estaba ahí, justo debajo. Dio un golpe en el suelo con su cayado. Pronto empezó a fluir un hilo de agua. Algunos ancianos cayeron de rodillas. Eliab balbuceó:
—Dios te ha hablado, Moisés. Él es quien te ha mostrado este manantial.
—En ese caso, ¿por qué dudáis de Él? Id a buscar a los hombres jóvenes, que vengan a agrandar esta fuente y a llenar los odres.
Al día siguiente, tras abastecerse de agua, los apirus rodearon el monte Horeb y se dirigieron hacia el país de Madián. Varios días después llegaron al pueblo de Jetro. A pesar de su agotamiento, debido no tanto a las fatigas del camino como a las incesantes querellas de los ancianos, Mosé aún encontró fuerzas para correr cuando vio a sus dos esposas y sus hijos. No tenía bastantes brazos para toda su familia. Jetro también lo abrazó con afecto.
—¡Ah, amigo mío! Creí que no volverías nunca más. Cada día tenía que consolar a tus esposas y a tus hijos. Y además me aburría, porque no tenía a nadie con quien compartir este excelente vino de Dakla. Alabado sea el Señor, que te ha permitido regresar.
—¡Y no lo sabes todo! —intervino Aarón—. Con la ayuda de Dios, Moisés ha vencido al faraón él solo. El ejército de Egipto ya no existe.
Como todo el mundo hablaba al mismo tiempo y cada cual quería contar su versión de los hechos, se formó una alegre algarabía. Al final se tomaron un tiempo para organizarse. Había que encontrar un sitio donde instalar el campamento de los apirus y montar las tiendas. Sacrificaron un cordero en honor a Dios y Jetro organizó una gran fiesta para celebrar el regreso de Moisés.
Mosé estaba de nuevo con sus dos esposas y sus hijos. Durante varios días no quiso atender los problemas que los apirus iban a consultarle continuamente. ¡Tenía tantas cosas que contar a sus compañeras, y tanta ternura que prodigar a sus hijos! También volvió a ver a los amigos que lo habían seguido en su exilio. Constituían su verdadera familia, su clan de incondicionales. Disfrutó compartiendo con ellos algunas comidas donde hablaron de animales, de las caravanas, de los cultivos que algunos se habían animado a iniciar alrededor de los oasis. Recordaron las incursiones de los bandidos, a los que Hori y sus arqueros habían conseguido repeler. Aarón narró con detalle las hazañas de Mosé y los prodigiosos acontecimientos que habían desembocado en la destrucción del ejército egipcio.
Hacía mucho tiempo que Mosé no era tan feliz. De día se dedicaba a sus hijos. De noche, tras pasar la velada con sus amigos, compartía innumerables instantes de placer y ternura con Tiyi y Séfora. Poco antes del alba se levantaba y se dirigía al borde del desierto, con el fin de dirigir unos pensamientos de gratitud a aquel dios infinito que permitía al hombre vivir momentos tan maravillosos y tan exultantes.
Le habría gustado quedarse en Madián. Con la ayuda de Dios, había salvado a los apirus de las garras de Seti. Ahora ya podían preparar su regreso al país de sus antepasados. Sin él.
Pero los apirus veían las cosas de otro modo. Según ellos, Mosé debía seguir guiándolos. Reconocían que se merecía un poco de descanso y, por eso, últimamente habían procurado no molestarlo. Pero era evidente que nunca llegarían a la Tierra Prometida sin la ayuda de Moisés, el elegido de Dios.
No obstante, las cosas no eran tan sencillas, ya que Mosé no pertenecía al pueblo apiru. Eliab y sus partidarios se negaban a considerarlo como jefe suyo. El joven príncipe lo había entendido perfectamente. Por este motivo, desde que regresó a Pi-Ramsés, había utilizado a Aarón como portavoz suyo. Este se había convertido tácitamente en el jefe oficial de la tribu. Pero nadie se llamaba a engaño, pues todo el mundo sabía que las decisiones las tomaba Mosé, el hombre que hablaba directamente con Dios. Era solo una manera de ablandar a los más intransigentes. Estos, sin embargo, seguían criticando todas las iniciativas de Moisés, aunque resultasen ser beneficiosas. Estos cascarrabias, reunidos en torno a una decena de sacerdotes dirigidos por Eliab, solo representaban una pequeña fracción de la población, pero era, por desgracia, muy activa.
Al principio, estos detractores se vieron obligados a guardar sus reivindicaciones para sí mismos, puesto que el jefe de los sacerdotes de Madián no era otro que Jetro, quien consideraba a Mosé como un hijo suyo y no admitía que nadie le perjudicara.
Eliab y sus compañeros mantuvieron, por tanto, un silencio forzoso. Pero pronto su mal humor se vio alimentado por un fenómeno inesperado. Como muchos apirus consideraban que Mosé era un sabio, acudían a él para que intercediera en las disputas que con frecuencia los enfrentaban. En la época en que había reinado en Nubia y el Alto Egipto, había impartido justicia en varias ocasiones. Entraba dentro de sus atribuciones reales. Así que aquí también había aceptado hacerlo. El sentido común con el que resolvía los casos difíciles provocó que cada vez fuera más y más solicitado. La gente prefería acudir a él antes que a los sacerdotes de Eliab, que eran los que se ocupaban habitualmente de aquellos asuntos. Pero, para gran descontento de los sacerdotes, los apirus no confiaban mucho en ellos. Poco a poco, Mosé se convirtió en el juez de la tribu, un papel privilegiado reservado normalmente a los reyes en los tiempos más antiguos. Aunque empezó ocupándose de uno o dos casos al día, su número aumentó con rapidez. Al final le confiaban todos los problemas. A menudo, Mosé dedicaba toda la mañana a recibir a los pleitadores.
Un día Jetro fue a hablar con él:
—Amigo mío, si sigues así, te pasarás la vida impartiendo justicia.
—Me han visto realizar tantos prodigios que creen que es Dios quien me inspira las sentencias. Esta es la razón por la que todos quieren que yo les juzgue, incluso para temas insignificantes.
—Y se pasan todo el día esperando su turno. Mientras tanto, no hacen nada, excepto crear ocasiones para nuevas disputas. Conozco bien a los apirus. Somos primos, y tenemos el mismo dios. Les encantan los pleitos. Si les das cuerda, no tendrás ni un momento libre.
—Pero ¿qué puedo hacer? Ellos confían en mí.
—Escoge a unos cuantos hombres con buen juicio y que sean insensibles a la corrupción. Les dirás que ha sido Dios mismo quien te ha ordenado actuar así. De este modo, se sentirán responsables ante Él. Les encargarás juzgar los casos menos graves y deberán consultarte únicamente para los casos importantes. Créeme, todo el mundo saldrá ganando.
—¿Cómo no se me habrá ocurrido? Eres un hombre muy valioso, Jetro.
A partir del día siguiente, Mosé siguió el consejo de su suegro y nombró a los primeros jueces apirus. Pero esta decisión planteó nuevas dificultades, pues estos jueces no sabían sobre qué leyes basar sus sentencias. Mosé comprendió que el verdadero problema era más profundo.
En el momento en que habían salido de Egipto, los apirus todavía formaban un conjunto de tribus diferentes, dispuestas a enfrentarse las unas a las otras por los motivos más triviales. Pero tras las fantásticas aventuras que habían compartido, se había ido tejiendo un vínculo de complicidad y respeto entre los diferentes grupos. Los matrimonios entre clanes también habían contribuido a forjar esta nueva unidad. Sin embargo, este nuevo pueblo no poseía ni estructura ni ley. Se perfilaban algunos jefes, como Aarón o Josué, pero ninguno poseía suficiente autoridad para ponerse al mando. Por esta razón, aunque fuera egipcio, los apirus deseaban que Mosé siguiera al frente de ellos. Solo él era capaz de dirigirlos, y lo sabían. Sin embargo, pertenecía a un pueblo que, en una época reciente, los había considerado como esclavos. Y esto explicaba la reticencia de los sacerdotes. Su principal preocupación era saber si era verdaderamente su dios, Jaho, quien lo inspiraba. Temían que en realidad fuera un demonio quien actuase detrás de él y los arrastrase a la perdición. Por ello lo sometían a múltiples pruebas, esperando una flaqueza que lo traicionase.
A pesar de su gran paciencia, Mosé se cansaba a veces de aquella incesante lucha. Aquellos sacerdotes no eran más que unos orgullosos ingratos. En esos momentos pensaba en abandonar a los apirus a su suerte y dedicarse exclusivamente a su familia. Pero con muchos de ellos había creado unos lazos de amistad tan sólidos que no podía decidirse a desentenderse de su porvenir. Los apirus, incluidos los sacerdotes, lo esperaban todo de él. Por lo tanto, ¿podía abandonarlos ahora? Su intuición le decía que no tenía derecho a hacerlo. Había tomado el destino de aquella gente en sus manos y debería llegar hasta el final de la misión que se había fijado sin realmente quererlo: conducirlos a Canaán.
No tardaría en surgir otro problema: el valle de Jetro no era tan rico como para alimentar a seis mil personas más, y eso estaba creando ya conflictos entre los madianitas y los apirus.
Un día u otro, tendría que llevar a aquel pueblo turbulento a otra parte, a aquella tierra «de leche y miel» prometida a sus antepasados.