20

Uab Sep-Meri, unos días después...

En los últimos dos años el capitán Zebti había tenido que repeler varios ataques esporádicos procedentes del norte. La fortaleza que estaba a su mando en las orillas del Nilo no tenía dificultades en mantener a distancia a un enemigo que no daba muestras de ensañamiento. Desde hacía algún tiempo los ataques se habían espaciado, y había acabado por creer que el faraón del Bajo Egipto había renunciado a sus derechos sobre el sur. Tal vez los dos soberanos habían llegado a un acuerdo para enfrentarse a los invasores.

Aquella noche, como las demás, había hecho la ronda en compañía de sus fieles lugartenientes. Por pura precaución. Nada hacía presagiar que fuese a producirse un ataque inmediato. Cuando estuvo seguro de que todo iba bien, se despidió de sus compañeros y se retiró a descansar un poco.

Apenas había cerrado los ojos cuando un centinela excitadísimo corrió a despertarlo.

—¡Capitán! ¡Ocurre algo raro!

De un brinco, Zebti se puso en pie. Siguiendo al soldado, se dirigió al camino de ronda. En dirección al norte, las estrellas parecían haberse posado en la orilla del río. Su número crecía de segundo en segundo, dibujando una especie de barrera de fuego que avanzaba hacia la pequeña fortaleza en medio de un silencio casi absoluto. De pronto, un extraño zumbido se empezó a oír.

Un guerrero, con la voz teñida de angustia, declaró:

—Ese tipo de gritos no los pueden emitir unos hombres.

—No lo sé. Pero hay que alertar a la guarnición. Tengo la impresión de que el faraón Seti ha decidido atacar a nuestro buen rey Amón-Masesa.

—¡No podemos quedarnos aquí, capitán! —exclamó otro—. No somos más que veinte contra varios miles.

El soldado tenía razón. Zebti dio inmediatamente la orden de replegarse hacia la ciudad.

Unos instantes después, las dos guarniciones de Uab Sep-Meri estaban alertadas. Los soldados se prepararon para el combate a toda velocidad, sorprendidos por lo repentino del ataque. Se presentaron ante el enemigo, decididos a resistir. A lo lejos, la barrera de fuego se desplegaba con una lentitud inquietante. El zumbido iba creciendo a medida que el invasor se acercaba. El miedo se propagó poco a poco entre los defensores. Aquel zumbido no tenía nada de natural. Algunos guerreros avanzaron la hipótesis de que Seti había sellado un pacto con los affrits.

A lo lejos, la marea de antorchas se detuvo. De repente, sonaron unos silbidos agudísimos; luego el extraño ruido aumentó y estalló, mientras en el suelo resonaba el martilleo de cientos de golpes sordos. La barrera de fuego no se había movido, pero una vaga sombra avanzaba muy rápidamente en dirección a los defensores, como una marea asesina de la que surgía un concierto de rugidos en el límite de lo soportable.

—Pero ¿qué es eso? —gritó la voz enloquecida de un soldado.

—No lo sé, ¡pero apesta! —señaló otro.

Cuando por fin comprendió lo que ocurría, el capitán Zebti murmuró:

—¡Por los dioses, estamos perdidos!

—¡Hienas de combate! ¡Qué miserables! —exclamó Mosé cuando se enteró de la aniquilación de las dos divisiones de Uab Sep-Meri.

—Las hordas de Set atacaron de noche, por sorpresa. De los dos mil soldados, solamente un centenar ha podido huir para dar la alarma —explicó Murhat—. Los supervivientes estaban aterrorizados. Prefirieron saltar al río y enfrentarse a los hijos de Sobek antes que ser despedazados por las fieras.

—Desde entonces —prosiguió Aarón— el enemigo avanza hacia nosotros quemando sistemáticamente todos los pueblos que encuentra. Y pobres de los que caen en sus manos. Unos marineros han visto hogueras y filas de palos. Se dice que se ensañan tanto con los campesinos como con los soldados.

—Uab Sep-Meri, Het Benun, capital del Gavilán Volador, y Kasa, en el nomo del Chacal, han sido arrasadas por completo. Seti quiere extender el terror para atemorizarnos.

El ejército del norte avanzaba con deliberada lentitud, con la finalidad de dar tiempo a los que huían delante de él para encontrar refugio en Uaset. Al llegar a la capital, los supervivientes contaban, con voz temblorosa, los horrores cometidos por el enemigo. En la capital meridional, se propagaba la idea de que una serpiente monstruosa reptaba hacia la ciudad, y nada podría detenerla. La imagen de Apofis, la espantosa criatura de Set, estaba presente en todas las mentes.

Las ciudades situadas río abajo caían una tras otra. Los habitantes huían antes de que llegara el invasor. Remontaban el Nilo en dirección a Uaset, único lugar donde tenían la seguridad de hallar protección. Pero a menudo las hordas de hienas los atrapaban y destruían sus rebaños. Algunos preferían enfrentarse al desierto y a las bandas de saqueadores. A Mosé le referían casos a cual más atroz.

—En la ciudad de Unt capturaron al nomarca —contó un soldado—. Le ataron las extremidades a cuatro carros que luego hicieron correr al galope. Todavía oigo los gritos de mi señor. Creí que a mí me tenían reservada la misma suerte, pero me liberaron para que viniera a contarte lo que había visto.

Se echó a los pies de Mosé.

—Perdona a este servidor tuyo, Toro Poderoso, ¡pero los que han podido hacer eso no son hombres! ¡Es el dios Set mismo quien los dirige!

Al día siguiente, Mosé recibió personalmente a varios navíos rescatados del nomo del Lebrel. Un anciano le dio algunas precisiones sobre la persona que dirigía los ejércitos enemigos.

—Es gigantesco y lleva un casco de bronce que refulge con el fuego de las hogueras. En Shashetep ordenó arrestar a nuestro bienamado nomarca, Ueni, y a toda su corte. También capturó a campesinos, hombres, mujeres, niños y ancianos. Luego montaron horcas y encendieron fuego debajo. Colgaron a los desgraciados por los pies y se divirtieron haciéndolos balancear de manera que la cabeza les pasase continuamente por las llamas. Y cuanto más gritaban las víctimas, más reían los soldados. El gigante del casco de bronce dijo que esa era la suerte que tenía reservada —perdona a este servidor tuyo, mi señor— para el usurpador de Uaset. Por la mañana las cabezas habían desaparecido y solo quedaban los troncos chamuscados. Un espantoso olor a carne quemada flotaba sobre Shashetep. La ciudad fue arrasada, los templos saqueados y los sacerdotes degollados.

El conocimiento de aquellas matanzas tuvo consecuencias preocupantes. Si bien entre la mayoría de soldados despertó terroríficas oleadas de odio, también provocó deserciones entre los jóvenes reclutas asustados por lo que contaban los refugiados. Rápidamente corrió un rumor que confirmaba que era el dios Set en persona quien mandaba las hordas del norte. ¿Acaso no llevaban su nombre?

Sin embargo, Mosé se enteró de que no era su padre quien dirigía las tropas enemigas.

—Es su general en jefe —indicó Pan-Nefer, informado por sus espías—. Se llama Menjerrá. Es un hombre cruel y despiadado.

—¡Seti te tiene miedo! —exclamó Murhat—. Los oráculos dijeron que tú serías la causa de su muerte y no quiere enfrentarse a ti directamente. ¡Es un cobarde!

—Entonces, ¿qué hacemos? —explotó Nahu—. No podemos dejar que nuestros aliados perezcan sin intentar socorrerlos.

Heja, Aarón, Meri-Atum y Murhat estuvieron de acuerdo.

En un principio, Mosé había pensado esperar al ejército de su padre en Uaset, donde había organizado una defensa eficaz. Creía que las tropas enemigas no harían más que atravesar los nomos situados en el norte. Ni por un instante pensó que Seti pudiera cometer tales atrocidades contra el pueblo egipcio. Cada nueva ciudad aniquilada aumentaba la cólera de Mosé. Pero no se dejaba engañar. Aquella estrategia formaba parte de una trampa destinada a sacarlo de su fortaleza. Día a día veía cómo crecían las filas de refugiados. Solo un puñado de ellos aceptó ponerse bajo la bandera de Amón-Masesa. Los demás, aterrorizados por lo que habían visto, preferían huir hacia Nubia.

Cuando fue invadido el nomo de la Serpiente, Mosé declaró:

—¡Esto ya es demasiado! Vamos a salir al encuentro de esos monstruos.

Un clamor de entusiasmo le respondió. Pero una sorda angustia encogió el corazón de Tiyi. Un terrible presentimiento la ahogaba, pero se lo guardó en su interior para no sembrar la duda en el espíritu de su marido.

El enfrentamiento tuvo lugar a principios de la estación de Peret, la siembra, en el nomo llamado el Rayo de Min, cerca de la ciudad de Apu. Mosé, al frente de su ejército, daba vueltas a sus negros pensamientos. La estrategia de Menjerrá había surtido efecto. Había conseguido sacarlo de su fortaleza. Por los espías de Pan-Nefer sabía que el enemigo había recibido refuerzos, en especial nuevas jaurías de hienas amaestradas.

Naturalmente, habría sido más prudente esperar a las hordas de Set en posiciones preparadas con antelación. Mosé había resistido tanto como había podido. Pero también tenía el deber de prestar auxilio a los nomarcas que le habían jurado fidelidad. Ahora muchos de ellos habían perecido, incluso los que habían abierto sus puertas de par en par al enemigo esperando su clemencia. Menjerrá no hacía distinciones. El pillaje era la única retribución que daba a sus soldados, y estos no tenían reparos. Poco les importaba matar a egipcios.

La predicción de Baal-Patjar perseguía al joven soberano. Estaba escrito que tenía que sufrir una derrota. Y, en el fondo de sí mismo, una voz le gritaba que se acercaba el momento. Una rabiosa impotencia le retorcía las entrañas. De ningún modo dejaría la victoria en manos de un padre que ni siquiera tenía el valor de enfrentarse a él en persona.

La mañana del decimotercer día de farmuti, mes consagrado a Renenuete, la diosa serpiente de las cosechas, los dos ejércitos se encontraron cara a cara. Un silencio impresionante se extendió por la llanura que bordeaba el Nilo hasta que el invasor soltó varios centenares de hienas en dirección a los defensores. Pero Mosé estaba preparado para el ataque. Dos líneas de arqueros tomaron posiciones, unos con la rodilla en el suelo y los otros de pie, con la orden de disparar alternativamente. Mosé sabía que sus arqueros constituían su principal baza.

La oleada de fieras se precipitó sobre ellos en medio de un estrépito infernal. Una lluvia de flechas se descargó sobre las bestias, que se desplomaron entre chillidos. Las dos líneas disparaban sus saetas asesinas sin descanso. Pese a ello, más de un centenar de hienas llegó hasta los arqueros, que tuvieron que retirarse. Los lanceros los reemplazaron de inmediato, pero el ataque había sido suficiente para desorganizar la defensa. Los invasores aprovecharon esta dispersión para lanzarse al ataque. Una rugiente ola se lanzó en dirección a los soldados de Mosé.

El choque fue terrible. Durante horas, espadas y mazas golpearon una y otra vez, sin cesar, derribando hombres en ambos bandos, el vientre abierto, el cráneo partido, un brazo seccionado, una mano cortada. Los gritos de los heridos y los agonizantes se mezclaban con los rugidos de los hombres aún en combate. De un extremo a otro de la llanura se repetían escenas atroces, inhumanas; en ambos campos, las acciones valerosas iban de la mano de la más terrible barbarie, atizada por el odio y el miedo.

Montado en su carro, Mosé recorría el campo de batalla para enardecer a sus tropas. Su ejército estaba bien preparado, sus hombres se habían formado rigurosamente para el combate. Había depositado grandes esperanzas en sus arqueros, pero el terreno no le permitía utilizarlos eficazmente. Por ello Mosé los había reagrupado en la retaguardia, para proteger un posible repliegue. Fue esta disposición la que lo salvó del desastre al término del primer día. Tras ofensivas y contraataques, las tropas de Menjerrá habían conseguido tomar ventaja sobre las de Mosé. Sus hombres eran más numerosos y estaban mejor entrenados gracias a los años de lucha contra el invasor externo. En cambio, los únicos enemigos con los que los hombres de Masesaya se habían enfrentado eran los nubios, a los que habían vencido muy rápidamente.

Hacia última hora de la tarde, Mosé había perdido la mitad de sus carros de combate. Él mismo había sido herido y, si estaba vivo, era solo gracias a la aguerrida intervención de los gemelos Heja y Nahu. Los soldados de infantería habían pagado el mayor tributo a la batalla, puesto que casi la tercera parte estaba fuera de combate. Al darse cuenta de que iba a quedar desbordado, Mosé dio orden de replegarse. Disciplinadamente, las filas de arqueros se apartaron para dejar pasar a los huidos, y volvieron a cerrarse inmediatamente después. Menjerrá cometió el error de creer que tenía asegurada la victoria. Lanzó a sus guerreros tras los soldados de Mosé. Embriagados por la idea de la matanza que iban a cometer, las hordas del Norte se precipitaron vociferando en dirección a los huidos.

Pero las filas de arqueros los recibieron de nuevo, parando en seco su ímpetu. Las andanadas de flechas asesinas los dejaron clavados. Decenas de hombres se desplomaron, con el pecho o los miembros traspasados. Viendo que corría el riesgo de perder su ventaja, Menjerrá tuvo la prudencia de ordenar el repliegue. Sus hombres estaban exhaustos.

Los guerreros de Mosé pudieron por fin respirar y auxiliar a los heridos. Con la garganta reseca por el polvo, el joven rey pidió de beber. Un oficial le acercó un casco lleno de agua extraída del Nilo. Mosé se llevó el improvisado recipiente a los labios. Pero escupió al instante: el agua sabía a sangre.

Por la noche, Mosé regresó al campamento, exhausto. Dos de sus amigos habían hallado la muerte en el curso de los combates. Pan-Nefer el silencioso había sido sorprendido por un ataque relámpago lanzado por uno de los tenientes de Menjerrá. Según uno de los pocos soldados sobrevivientes de aquella escaramuza, había plantado cara valientemente, pero un hombre le había clavado en la espalda un violento hachazo.

—Se cayó del carro e intentó seguir el combate —contó el hombre—. Pero el otro le arrancó el hacha y le partió la cabeza antes de que pudiera reaccionar.

Uno de los gemelos, Heja, también había perecido al atacar al propio Menjerrá. Según los testigos, había sido un combate terrorífico, pues los dos hombres eran prácticamente de la misma estatura. Heja había querido terminar él solo con el general en jefe del enemigo para ofrecerle su cabeza a Mosé. Pero el otro era un guerrero astuto y mejor entrenado. Había disfrutado rematando en persona a su joven adversario a golpes de maza. Aislado, Nahu no había podido socorrer a su hermano. Desde entonces, estaba postrado, con los ojos perdidos en el vacío. De vez en cuando lanzaba un terrible alarido de furia, pero luego se echaba a llorar y volvía a caer en su abatimiento.

Comenzó una noche larga y dolorosa, durante la cual Mosé esbozó diferentes estrategias, que desembocaban todas en el mismo resultado: el ejército enemigo era dos veces más numeroso que el suyo y siempre terminaría venciendo. No podía esperar contenerlo con sus líneas de arqueros, por muy eficaces que fueran.

El joven soberano intentó dormir, pero le resultó imposible. Algo se había roto en su interior. ¿Cómo podría dar la vuelta a la situación? Mañana su ejército no resistiría mucho tiempo ante el de Menjerrá. Este no cometería dos veces el mismo error ante los arqueros. La derrota predicha por la profecía se produciría y Mosé no podía hacer nada para evitarla. ¿Cómo luchar contra la voluntad de los dioses?

¡Pero también estaba escrito que al final conseguiría la victoria! ¿Cómo sería posible si el ejército del Sur quedaba aniquilado? Aunque consiguiese repeler las hordas de Menjerrá, ya no disponía de suficientes combatientes para lanzar una contraofensiva sobre el Bajo Egipto. Desamparado, Mosé cerró los ojos y dirigió fervientes súplicas a Amón.

—¿Por qué me has abandonado, tú, el más grande de todos los dioses? ¿Es que no he llevado suficientes ofrendas a tu mesa? ¿Acaso no estoy destinado a subir al trono de Egipto?

Mosé siempre había encontrado consuelo dirigiéndose directamente al rey de los dioses. Siempre había estado convencido de que algún día luciría las Dos Magas y se convertiría así en la encarnación de Amón. Pero ahora ya no sentía la presencia misteriosa y tranquilizadora de aquel dios en el que siempre había creído con la mayor sinceridad. Un vacío insoportable había empezado a crecer en su interior, como la sensación de una terrible traición, de la que él era en parte responsable. ¿Podía haber estado ciego hasta ese punto?

Tenía la impresión de que se ahogaba. Había querido creer en la predicción de Baal-Patjar porque alimentaba su amor propio. Desde luego, profetizaba una derrota, pero al final triunfaba, puesto que le había dicho que su nombre perduraría mucho después del hundimiento del mismo Egipto. Pero ¿cómo creer en el triunfo tras un desastre de tamaña magnitud? Había perdido la mitad de sus hombres y no veía con qué milagro lograría enderezar la situación. Ninguna fuerza aliada acudiría a prestarle apoyo. Si mañana no moría en el combate, Menjerrá le perseguiría sin descanso hasta llevar su cabeza a Seti.

Entonces, ¿qué tenía que hacer? ¿Combatir hasta la muerte por su honor? ¿Y regalarle a Seti una victoria definitiva? ¿Huir mientras aún estaba a tiempo, para —tal vez— encontrar la manera de cambiar la situación en su favor? Apenas lo creía posible. Pensó en regresar a Uaset junto a Tiyi y su hijo. Tenía que salvarlos a los dos.

Sin embargo, decidió quedarse en el lugar para intentar resistir. Quizá Amón acudiría en su ayuda, como lo hizo con su abuelo en la batalla de Qadesh, mucho tiempo atrás. Si había que creer a los frescos de los templos, Ramsés, aislado en medio de las tropas enemigas, con gran peligro de su vida, había implorado la ayuda del dios misterioso, y este había oído su llamada. Mosé recordaba los textos grabados en los muros:

Apelé a ti, padre mío Amón, cuando estaba en medio de multitudes que no conocía. Estaba solo, mi numerosa infantería me había abandonado, mis carros no me buscaban. No cesé de llamarlos, ninguno de ellos me oyó.

Recé en los confines de los países extranjeros y mi voz llegó a la ciudad de Iunu. Encontré a Amón cuando lo llamé. Me llama detrás de mí, como si estuviéramos los dos solos:

Estoy contigo, soy tu padre, mi mano está contigo, soy más útil que cientos de miles de hombres, ¡soy el señor de tu victoria!

Se sabía aquellas palabras de memoria. Tantas veces las había leído y releído cuando no era más que un estudiante. Veía en ellas la prueba de la esencia divina de su antepasado. Amón había respondido a la llamada de Ramsés. Entonces, ¿contestaría a la que Mosé le dirigía aquella noche, para que le concediese la victoria?

Moisés, el faraón rebelde
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