A bordo de un batelón

Agradeciendo a los Padres de Yotaú su fina hospitalidad durante el mes y medio que estuve en Guarayos, pude al fin embarcarme con mi compañero el ginebrino en el batelón Patria, que con rumbo a la Aduana de Villa-Bella (Beni-Mamoré), y tripulado por doce remeros guarayos, partió del puerto de Yotaú, al mando de un almirante suizo, quiero decir de un mercader suizo-alemán, dueño de la embarcación, cargada con 500 arrobas de productos de las Misiones: quesos, tarros de manteca, azúcar, café, charque, panes de sal y sombreros de paja, hamacas, mesas de tijera, sillas de lienzo, catres de campaña, etc., más veinte latas de alcohol del ginebrino; cargamento de fácil realización y de positivo lucro. Por mi persona pagué 50 bolivianos de pasaje.

La navegación estaba calculada en un mes, teniendo a nuestro favor el ir siempre «de bajada», o siguiendo la corriente de todos los ríos que habíamos de encontrar en la travesía. Pero antes de referir los lances de esta odisea fluvial, bueno es que el lector tenga una idea de lo que son las embarcaciones menores que surcan los ríos americanos.

Para esto copiaré al P. Armentia:

«Las embarcaciones que se usan en el Oriente de Bolivia son de casco plano, dándoles la forma de botes. Se clasifican, según su tamaño, en canoa, de fácil manejo, aunque de poca capacidad; montería, que carga hasta 38 quintales; garitea, que carga hasta 75, y batelones, hasta 200 y algo más. Una montería tiene de 6 a 8 varas de largo y de 2 a 3 de ancho; la garitea, de 8 y 11 por 2 y 3 de ancho, y el batelón, 12 y 14 por 3 y 4.

»El casco de la canoa, como más sencillo, se labra de los árboles mapojo o toco; los demás del tronco de una mara, palo maría o taúba, que es la madera más estimada por su elasticidad y duración, cavándola por dentro, y después se abre con fuego, colocada a tres cuartos o una vara sobre el suelo. De este modo, cuando el fuego es vivo y bien dirigido, a las dos horas el casco está completamente blando, pudiéndosele dar las formas convenientes.

»A este fin se ponen de banda a banda algunos palos, con objeto de que la madera no se encoja al enfriarse. Después se acaba de labrar con la azuela, procurando que el ángulo de proa sea lo más agudo posible, para que corte bien el agua, y que la popa y proa sean bien levantadas, para que la embarcación no peligre en las fuertes olas que se levantan en los ríos. A falta de brea, sirve de calafate cera, algodón silvestre o cualquiera otra estopa que suministra el monte.

»El calado de estas embarcaciones nunca excede de una vara o tres cuartas, lo preciso para la cabida de la carga, procurando que quede una tabla sobre la línea de frotación. Las tablas se trabajan con hacha y azuela, de modo que de un tronco cualquiera sólo se sacan dos tablas y a veces una, porque la madera de construcción abunda a pocos pasos del astillero.

»Consta, pues, una embarcación, ya sea garitea, montería o batelón, del casco, tablas, dos rodelas de proa y popa, codos o barrotes, que llevan para mayor solidez, quilla y timón.»

La tripulación ordinaria es de cinco a quince hombres. Uno maneja el timón y los demás reman. El remo no excede de vara y media de largo. Se rema mirando a la proa, sin punto de apoyo, es decir, sin regatón ni toletes, «a pulso»; al contrario de remo de boga. Primero, porque como se va casi siempre aguas arriba, buscando la menor corriente posible, chocaría el remo en las orillas, barrancos o troncos; segundo, porque el modo de colocar la carga no deja espacio suficiente a los tripulantes para el manejo de los remos de boga.

Los remeros se colocan pareados en los costados de la embarcación, y para punteros se escogen los más diestros. Estos van delante y tienen por obligación vigilar cuándo hay troncos u otra clase de obstáculos, que no ve el timonel por la altura de la carga; ayudar a éste en el manejo de la embarcación cuando alguna corriente imprevista, el choque contra un tronco, etc., ladea y hace variar la dirección; ganchear, esto es, echar un palo largo con un gancho a los troncos de la orilla, a modo de bichero, y tirar de él cuando alguna corriente no puede ser vencida a remo.

Los pasajeros se acomodan en un pequeño espacio a popa, llamado enfáticamente camarote, resguardado del sol y la lluvia por una concha de hoja de palma cubierta por un cuero de buey. Excuso manifestar lo agradable que resultará un viaje de un mes encerrado en tan reducido espacio, más reducido aún por las maletas de mano y el petate de cada pasajero.

Detrás del camarote queda una reducida plataforma donde elcapitán o timonel maneja el timón, siempre de pie en toda la jornada.

Mucho me extrañó que en un país de lengua castellana como es Santa Cruz, casi todos los términos navales sean portugueses: leme, por timón; correntesa, por corriente; purón, por el fondo; encostar, apalancar y aun portabalayo, al cajón de víveres de mano. Esto se explica por el roce de los cruceños con los brasileños, desde que todos sus ríos van a parar a las grandes arterias fluviales del Brasil.

La alimentación, por lo regular, se reduce a arroz hervido en charque y provisión de conservas, a menos que se pierda tiempo cazando en la travesía. El café que se toma a bordo es el llamado «taborga», preparado en agua hervida, y que se sirve en cuanto ha posado lo suficiente.

Más que los indios, las víboras y el naufragio, lo más temible para el viajero en estas latitudes es el sol, la fiebre y la disentería. Contra estos tres enemigos hay el sombrero de paja, el agua hervida y el cinturón de lana y franela.

No hay que exponerse al sol con la cabeza descubierta, porque bajo un cielo caliginoso y un clima húmedo el sol es mortal. En los altos o pascanas no hay que acostarse nunca en tierra, que es más caliente que el aire y os emponzoñaría con sus miasmas. Debe uno descansar sentado en una silla de tijera, y mejor que nada, colgar la hamaca.

No se debe empezar jornada en ayunas, ni beber más que agua hervida con té o café, agregando a la infusión unas gotas de licor. Por sed que se tenga, nunca es conveniente tomar agua natural, y menos agua detenida, por limpia que parezca. La ebullición del agua con mezcla de té, café, coca o cualquiera otra hierba aromática, al par que purifica la bebida, os librará de muchas enfermedades. Sabido es que si el té se ha generalizado en el Celeste Imperio, es por la aversión que tienen los chinos a las aguas corrompidas de su país, casi todas provenientes de desagües de arrozales y pantanos, como sucede en estos países que describo.

Si no se está en vena de preparar té o café lo más práctico es tomarlo a lo gaucho, es decir, echar una cucharadita como de azúcar en un vaso con agua caliente, y sorberlo con «bombilla».

La creencia de que las bebidas alcohólicas son convenientes en países cálidos, es tan disparatada como decir que un veneno líquido es una bebida saludable.

Para evitar los enfriamientos de vientre, y en su consecuencia la disentería, lo mejor es llevarlo abrigado con un cinturón de franela.

Esto es lo que se debe hacer.

Lo que no se debe hacer bajo ningún pretexto, es abusar de líquidos espirituosos ni hartarse de frutas, que aun cuando halaguen al paladar, causan estragos y funestos accidentes.

Siguiendo estas recomendaciones, es casi seguro que hay nueve probabilidades contra una de conservar la salud. Yo de mí puedo decir que habiendo viajado por ríos y florestas de este riñón de la América Ecuatorial, sin grandes comodidades y casi sin preservativos, no he tenido ni un mal dolor de cabeza ni una descomposición de vientre siguiendo estas prescripciones.

La fiebre es la enfermedad más terrible de por aquí, por ser endémica. Contra ella sirve la siguiente receta: no madrugar ni trasnochar, no fatigarse, no abusar de los baños y tomar quinina en dosis convenientes, según se emplee como preservativo o para atacar algún síntoma febrífugo. La quina es el todo. «Dios —tengo apuntado en una cita— ha puesto la fiebre en Europa y la quina en América para hacer-nos comprender en qué consiste la solidaridad de los pueblos».

Otro mal terrible en estos parajes es la espundia (el uplán americano), parecido al grano de Alepo.

Una herida, un rasguño, que en otra parte sería cosa baladí, aquí, si se descuida, si se deja al descubierto, se convierte en úlcera mortal.

La humedad y más que todo el agua de los pantanos inoculan en la sangre los microbios de la espundia, que se van extendiendo como asquerosa lepra. Al principio se la puede atacar con ungüento de azufre y manteca, tintura de ácido fénico o con cataplasmas de tabaco; más adelante no tiene cura, y no queda sino la amputación del miembro cancerado. Mis compañeros los suizos me dicen que sirve de preservativo secarse bien el cuerpo cada vez que éste haya recibido un baño imprevisto. Creen algunos que la espundia es un derivado de la sífilis, pero no debe ser así, porque ésta ataca únicamente al hombre y al perro, mientras que la espundia se extiende a bueyes y caballos.

Factible es, por consiguiente, preservarse de estos males mayores, a los que hay que agregar la viruela, que es el azote de la indiada; lo que es imposible evitar son otras plagas que no por ser más livianas dejan de ser mortificantes si se descuidan.

El pitay, por ejemplo. Es una afección herpética con acompañamiento de granos y de mucho escozor, que se apodera del cuerpo a consecuencia de cortarse la respiración de los poros, por cualquiera causa. El pitay se alivia con baños repetidos o con ácido fénico si aquéllos no bastaran.

Igual receta sirve para librar el cutis de un parásito minúsculo que llaman aputamo o japutamo (Philaria dermathermica; Silva), animálculo casi invisible que pulula en la hierba, por lo que también se llama piojo de la hierba. Produce un vivo escozor que, acompañado de prurito, origina una enfermedad cutánea: la filiarosis. El aputamo se introduce en las vesículas de la piel, y el prurito que ocasiona, obligando al enfermo a rascarse, origina la rotura de las vesículas, derramando sobre la piel los animálculos y sus huevecillos. De esta enfermedad no se escapa ninguno de los que huellan las selvas tropicales, pero se combate con lociones de agua fenicada o fricciones de alcohol o agua florida. Las latas del ginebrino sirvieron admirablemente para el caso.

Interminable sería la lista de plagas que infestan estos lugares, de citarlas todas, porque a medida que avancemos en el camino la lista ha de aumentarse con nuevos parásitos y sabandijas. Añadiré, sin embargo, la nigua opique (Pulex penetrans), que se introduce en las uñas de los dedos del pie, y hay que arrancar con un alfiler antes que desove; el boro o sotuto (díptero de la familia Estridos), que se introduce en la carne sin hacerse sentir y a los pocos días llega a criar unos pelos muy duros que causan atroces dolores, no habiendo más remedio que matarlo por asfixia o arrancarlo «manu quirúrgica»; el sapacala, especie de vampiro que muerde, cuando uno está dormido, en la nariz y en los pies, llegando a causar una segunda sangría, etc., etc.

De manera que es imprescindible el uso de desinfectantes benignos para pasarlo regularmente en estos países que llaman privilegiados y paradisíacos los que no los conocen sino por descripciones retóricas y optimistas. «Otra cosa es con guitarra», como dicen los criollos.