Escenas fluviales

A pesar del calor canicular, que en estas latitudes es calor de Capri-cornio, nuestros guarayos reman sin parar en todo el día, salvo dos o tres horas en que tocamos tierra para acampar y hacer la comida.

Lo admirable de estos remeros es que lo hacen sin toldo ni reparo ninguno contra el sol y la lluvia, aguantando con estoica resignación un trabajo más duro y fatigoso que el de los galeotes. Siquiera los indios mojeños que luego encontraremos visten convenientemente, llevan pantalón, camisa, blusa y sombrero de paja; pero nuestros guarayos andan destocados y no usan otra vestimenta que el taparrabos o «christi-pannus», según convenimos en llamarlo. De noche, sin embargo, cuando saltamos en tierra para dormir, cubren su desnudez con la ropita que llevan en sus panacús, para preservarse del relente y de las sabandijas, a cuyas sangrías su cobriza epidermis es tan sensible como la nuestra.

Tanto es así, que entre los indios se conoce una afección cutánea, con arabescos blancos y violáceos, llamada caraté, originada por las picaduras de los insectos.

El primer día de viaje sucedió un caso que a poco no da al traste con nuestra navegación.

Probando uno de los rifles que llevábamos tendidos en el camarote, se le disparó un tiro al dueño del batelón, con tan mala suerte, que hizo blanco en el pobre guarayo que gobernaba el leme (timón). El infeliz no hizo más que llevarse una mano al ombligo y caer en nuestros brazos, muriendo instantáneamente.

Los guarayos, por más que comprendieron lo casual del accidente, disgustáronse, como es natural, y empezaron a refunfuñar y mostrar-se de mal talante. Con algunas copas de aguardiente y con buenas razones logramos tranquilizarlos, y como ya atardecía, encostamos, atracamos a la orilla para pasar la noche.

¡Vaya una nochecita! Los guarayos velando al difunto, puesto en su hamaca, rezándole las oraciones enseñadas por el misionero, y los tres europeos haciéndoles compañía a la luz de los cerotes y hachas de viento que iluminan siniestramente aquel claro de la selva. Con el alba reembarcamos todos con el cadáver, y a las pocas horas llegamos a Ascensión, capital de Guarayos. Vimos al Padre de la Misión, contósele lo ocurrido, logró convencer a nuestros tripulantes, que se negaban a continuar el viaje que empezaba con tamaña desgracia, y porque Dios quiso seguimos adelante, no sin entregar 50 bolivianos en concepto de indemnización a la viuda del infortunado capitán.

Desde este puerto de Ascensión (San Pablo) empieza verdaderamente el viaje fluvial que me propongo referir.

Los ríos que iremos surcando son: el San Miguel, en que nos encontramos; el Itunama, que acaba en Itenes; el Itenes, que se junta al Mamoré, y el gran río Mamoré, que los absorbe a todos, y confluyendo en el río Beni forma el Maaera, frente a la Aduana boliviana de Villa-Bella, adonde vamos.

A partir del puerto de San Pablo no hay más puertos que el de Magdalena, en el Itunama, y el del Príncipe Beira, en el Itenes, aparte uno que otro fondeadero a orillas de chacos y estancias mojeñas, donde las embarcaciones se proveen de yucas y plátanos, que son el pan de las comidas.

El río San Miguel es el camino fluvial de Guarayos y Chiquitos a Mojos. Es el San Julián que ya encontramos, y se alimenta de unos diez afluentes, algunos ya conocidos del lector (Quísere, Sapocó, Limones), para perderse en la laguna del Carmen, de donde vuelve a salir con el nombre cambiado de Itunama. Por él navegamos siguiendo un cauce más o menos estrecho, como de río europeo de segundo orden, de corriente turbia, entre barrancos que apenas sobresalen un metro del nivel del agua. Ambas orillas están cuajadas de tupido monte.

A causa de las avenidas, o más bien por los curiches de que se alimenta este río, arrastran sus aguas gran número de plantas acuáticas, agrupadas en pelotones o camalotes, aquí llamados taropes, que al tropezar con tacuaras y troncos de árboles desprendidos de las barrancas forman palizadas o barreras infranqueables para las embarcaciones.

En este caso, la tripulación, con agua hasta el cuello o nadando, tiene que abrir un canal con el hacha o el machete, para que soltándose los taropes de sus amarras, sigan bogando a merced de la corriente, hasta enredarse en otra palizada. Obstáculos así se reproducen a cada torno o codo del río, con lo que se manifiesta la ruda faena de los tripulantes, que han de hacer de remeros, de buzos y de leñadores, el fastidio de los pasajeros y el peligro constante que corre el batelón, expuesto a perder el leme, a volcarse o a varar repentinamente en una de estas barricadas.

No es éste el único inconveniente de estos ríos estrechos. Como hay parajes en que se entrelazan los corpulentos árboles de una y otra banda, hay que tener cuidado en ir cortando ramas y bejucos para que no vuele el camarote, que es lo que más sobresale de la embarcación, o que suceda cosa peor, como sería el inundarse el batelón de agua, con detrimento de la carga que en medio va amontonada, sin más defensa que una cubierta de lona.

Bejucos hay de tanto vigor y resistencia, que parecen cables aéreos puestos a propósito de orilla a orilla. El güembé, por ejemplo, es tan fuerte, que en Misiones se aprovecha para amarrar y colgar objetos tan pesados como vigas y campanas, con la particularidad de que es incorruptible. Otro árbol hay ribereño, aunque también de monte adentro, de triste recordación para el viajero que con él tropiece: es el palo santo de hormigas, una bombácea de tronco leñoso, hojas grandes lanceoladas y de hermoso color verde, pero de tronco hueco con ramificaciones a la corteza y a las ramas, por cada uno de cuyos nudos salen unas hormigas grandes y rojas, no bien se toca el árbol. Así que, cuando la cabalgadura en el monte o el batelón en el río, en uno de sus rumbos forzados, tropieza con uno de estos árboles, cae una lluvia de hormigas que muerden rabiosamente y le hacen desnudar a uno para librarse de ellas. Por eso se llama el árbol «palo santo», porque no se le puede tocar.

No obstante que la época de este viaje fue en abril, que corresponde a octubre en el hemisferio boreal, los árboles conservaban su verdor, y apenas uno que otro amarilleaba o se deshojaba. Por entre los tacuarales de las márgenes o en las ramas de los arbolones vense uno que otro huésped del monte: monos, antas y capiguaras; loros, garzas y tucanes. Alguna que otra vez hacemos parar la embarcación y apuntamos a alguna capiguara que se para a poca distancia de la proa; pero el tiro es difícil, porque hay que hacerlo entre dos aguas.

El tapir (anta) es lo que más comemos, porque los guarayos se pasan las noches de luna espiando con el arco tendido o con nuestras escopetas el momento en que baja el animal al río, aunque el tiempo mejor para cazarlo es a la madrugada. La tupidez de la floresta, los claroscuros del agua y la actitud del cazador indio, no menos que su entusiasmo cuando hace blanco en la presa así que la sorprende en un remanso iluminado por la luna o por los albores matinales, es cuadro que holgara reproducir un pintor, cuanto más que saborearía el original de la víctima, de carne apetitosa para quien guste de la de cerdo.

La noche en que caía un anta a tiro de fusil o de flecha, nuestra embarcación volaba al otro día a impulso de los remeros, ahitos y satisfechos.