Las cachuecas del Mamoré

A medida que el Itenes se va acercando al Mamoré, el río se ensancha más y más, mostrando algunas islas de seductora apariencia y de espléndida verdura. En medio de ellas levantan su erguido talle palmeras no vistas hasta entonces: el asahí (Euterpe Edulis. Martius) y el marayahú (Bactris maraya. Jacquin), que la vista ejercitada del viajero distingue perfectamente de las otras.

En las dos jornadas que se emplean hasta la boca del Mamoré no hay sino dos lugares altos donde se pueda acampar, de suerte que el viajero que no esté avisado no tiene más remedio que amarrar la embarcación a uno de los árboles de la orilla, cocinar a popa y pasar la noche como mejor se pueda. En una de estas paradas, los guarayos se encaramaron a los árboles, tendieron las hamacas en el ramaje y así esperaron el nuevo día.

Llegamos por fin al Mamoré, soberbio río del que nada diré aquí, por destinarle capítulo aparte a la vuelta del Beni, camino de Mojos, limitándome ahora a relatar el paso de sus cachuelas.

¡Las cachuelas! Horrible nombre que todos llevamos en la imaginación con el prestigio de lo desconocido; pesadilla de todo el viaje; sirte en que naufraga el viajero a la vista del puerto; carrera de obstáculos, en fin, que hay que franquear y que a un tiempo se desea y se teme salvar.

Hétenos ya al frente de ellas, aunque sin verlas todavía, por los tornos del río, pero oyendo sus pavorosos mugidos desde la barraca llamada de Guayara-Merí, propiedad del práctico que ha de guiarnos por entre aquel dédalo de escollos y arrecifes.

Mientras se hacía el contrato del pasaje, regateando algunos pesos de los 200 bolivianos que pedía el práctico para pasarnos a Villa-Bella, y se arreglaba convenientemente la estiva del batelón, a fin de que éste aguantase la «maresía» o marejada de las cachuelas, vínose la noche encima, la cual pasamos en la disposición de ánimo del héroe cervantino la víspera de la celebrada aventura de los batanes.

Amaneció, y con el práctico de timonel y dos «punteros» de confianza con que reforzó nuestra tripulación guaraya, se emprendió la marcha.

Cachuela es palabra derivada del portugués «cachoeïra» con la que se designa a los rápidos y rompientes de estos ríos. Hasta verlas, todo el mundo se imagina una sucesión de cascadas y cataratas, peligrosas sin duda, pero agradables a la vista. La desilusión no puede ser más completa.

Figúrese el lector un hacinamiento de peñas graníticas a flor de agua, como conchas de galápagos; rocas puntiagudas, bieladas o hendidas, lamidas por el agua, como los arrecifes por la resaca; una corteza de rompientes, en suma, en que cada arista es el borde de un pre-cipicio, cada bulto el cuerpo de una cascada.

En ciertos sitios la rapidez de la corriente, unida a la turgencia de la ola, indica el paso de una angostura o estrecho: es el canal por donde el práctico enfila la embarcación.

Los viajeros del Oriente, haciendo la anatomía de estos monstruos fluviales, distinguen en las cachuelas cabeza, cuerpo y rabo. Cabeza: en donde apuntan las primeras crestas de las rocas, las primeras dislocaciones de la masa del río, y es donde empieza el desnivel. Cuerpo: el de la cascada tapada por el agua, un peñón hecho jirones en que el río rebota en espumas. El rabo: donde se pierden las últimas rocas y la superficie del río va amansándose como las palpitaciones de un pecho fatigado que vuelve al descanso.

El lecho pétreo de estas cachuelas está cimentado y en parte cubierto por un conglomerado de greda y pedrogrullos de dolorit con óxido de hierro, lleno de cavidades y agujeros que le dan el aspecto de una esponja. La extensión de esta formación, que llaman «Piedra Canga», se presenta desde este punto del Mamoré hasta Manaos, en el Madera, en una extensión de 12º de latitud, según informe de la Comisión brasileña, año 1867. En muchas de las rocas de todas las cachuelas se encuentran vetas de cuarzo blanco que, sin duda, contienen oro, y aún asegura Palacios que en la próxima Bananera hay gran número de vetas de plata.

La primera cachuela de Guayara-Merí (roca pequeña en el río) la pasamos casi sin advertirlo, a causa de estar tapada por la corriente del río.

A pocos metros vimos los espumarajos y remolinos de la Guayara-Guazú (roca grande), la segunda cachuela, en cuya cabeza entramos resueltamente haciendo roncar los remos para no dejarnos arrastrar por la impetuosa corriente y ganar el «varador» o término de cada cachuela, en que se cobran ánimos para el asalto de la siguiente.

Ya que «encostamos», se oye la voz del práctico, que avisa desembarcar a los pasajeros con sus maletas de mano, «por si acaso».

Por evitar este acaso, salté a tierra, a cuyo tiempo, desatracando el batelón a toda carga y a todo remo al cuerpo de la cachuela, enfiló por uno de los canales practicables que las piedras dejan junto a las orillas.

Este paso por el canal es el más crítico del pasaje. En un segundo el batelón atraviesa el hervidero de espumas y remolinos de aquel infierno, con agua hasta las bordas, obediente al timón hábilmente manejado por el piloto, que se mantiene erguido a popa, mientras los punteros, también de pie, están preparados «espía» o soga en mano para atracar en la virada. Es un instante, el resplandor de un relámpago, el tiempo de ver pasar una flecha, pero momento angustioso y de fortísima emoción. Una guiñada del leme, la rotura de la caña, un choque imprevisto, un poco menos de esfuerzo en los remos, cualquiera de estas cosas, es bastante para que la embarcación, siguiendo la caída de la cachuela, vaya vertiginosamente a estrellarse contra uno de los acantilados. Ver de pasar de la secante a la tangente es todo el secreto para evitar el naufragio, que aquí es la muerte segura.

La destreza del timonel y el fuerte «churcar» de los remos consiguen llevar el batelón a un remanso de la orilla, en donde, siguiendo la costa, me incorporo.

Y en seguida a pasar el «rabo». La expresión aquella de «aun queda el rabo por desollar» hubo de inventarse para este caso. Es verdad que el peligro ya no es tan inminente, y que se navega aprovechando los remansos de la corriente, pero también es la ocasión de que la pérfida onda haga volcar la navecilla contra el pico de una roca tapada por el río.

Salvada Guayara-Guazú, sigue el Mamoré su curso ordinario hasta descubrir la formidable cachuela Bananera, como una barricada levantada en toda la anchura del río, que hay que asaltar precisamente por una brecha o canal que queda a mano izquierda. La dificultad no estriba solamente en enfilar bien este paso, sino en dispararse rápidamente, como saeta al blanco, al varadero de una isleta frontera, procurando no dejarse llevar por cualquiera de las dos corrientes en que se bifurca el Mamoré, y que llevan a la muerte.

La isla a que arribamos, y que llaman «la Covacha», tendrá una legua de contorno, toda ella poblada de altos árboles y abundante en ipecacuana y butúa medicinal o especie de bejuco contra los cólicos.

Por los años de 1864 se estableció aquí una barraca, que fue abandonada a los pocos meses. Ahora sirve de campamento obligado de los que pasan las cachuelas.

En una explanada inmediata al varadero, la piedad de los deudos y la caridad cristiana han emplazado fúnebres recuerdos a la memoria de los náufragos que perecieron en las cachuelas. Los más sobresalientes son un túmulo de hormigón con tapa de madera, tamaño natural, en la que se lee tan sencilla como melancólica leyenda:

IOANNA

ROGAI POR NOS.

25-V-1885

A los pocos pasos, clavada en el tronco de un robusto árbol, hay una cruz sobre una lápida de mármol con el siguiente epitafio:

OFRENDA PARA EL SEPULCRO DE VÍCTOR BALLIVIÁN

18 de febrero de 1893

El céfiro vago dormido en las palmas

arrulla entre aromas tu eterno sopor;

y en tanto el recuerdo despierto

en las almas,cual céfiro vago que gime en las palmas,

no quiere que duermas, reclama tu amor.

¡Descansa!, te dicen hoy aves y frondas;

¡Despierta!, fe, y gloria, y amor, y ambición;

la muerte no quiere que dócil respondas,

y arrullan tu sueño hoy aves y frondas,

y ahoga en silencio su voz la oración.

R. V.

LA MADRE Y HERMANOS

Este pedazo de mármol y el trágico recuerdo que una familia consagra a su muerto querido, impresiona dolorosamente el corazón y trae a la memoria la catástrofe del joven Ballivián y compañeros, que con el ardor de la juventud y la sonrisa en los labios lanzáronse imprudentemente por esta cachuela, pereciendo miserablemente.

A pesar de tan fúnebres trofeos, en este campamento, que bien pudiera llamarse de la muerte, encontramos a otros patronos de embarcaciones que iban de subida, detenidos allí alegremente en jugar a la pinta o a los dados y vaciar algunas botellas de licor, en tanto que la peonada sudaba la gota gorda trasbordando la carga de un varadero a otro. Aves desplumadas y un pernil de joche o puerco montés colgados sin miramiento de los brazos de la cruz mortuoria, eran presagios de un festín de Camacho, que no se hizo tardar, y al que fui invitado, sirviendo de mesa el bajo túmulo de la joven portuguesa.

Tal profanación, lejos de preocuparme, la encontré muy natural en semejante sitio y entre aquella gente. Estábamos entre Sicilia y Caribdis; habíamos rifado la vida ayer y hoy y la íbamos a rifar mañana. ¿A qué engolfarse en cálculos y probabilidades de vida o de muerte al paso de las cachuelas, que no hay Compañía de seguros que corra con el riesgo de semejante trayecto?

No es maravilla, pues, que entre comerciantes, gente de ordinario positivista y despreocupada, prive la moral epicúrea, y que en el campamento mortuorio se coma y beba, diciendo a su manera: ¡Carpe diem!

Pasó la noche oyendo el formidable estruendo de la Bananera, parecido a gruesas descargas de artillería, con extrañas repercusiones de ecos plañideros y tristes. Muy de mañana, los guarayos pasaron el batelón vacío a la sirga, dando la vuelta a la isleta, hasta llegar al otro varadero, en donde reembarcamos carga y tripulantes.

En el mismo afán anduvimos en las sucesivas cachuelas de Palo Grande y Lajas o Layo, que pasamos sin novedad.

La de Palo Grande hay que atravesarla de orilla a orilla. En la banda boliviana —pues no hay que olvidar que el Mamoré sirve de frontera entre Bolivia y el Brasil—, junto al desemboque del riachuelo Yata, por el que desagua el lago Rogo Aguado, vese una importante barraca gomera del brasileño Maciel, muy conocido en esta reglón, hasta el punto de llamarse «goma Maciel» al caucho, por haber sido un Maciel el primero en explotarle. Anteriormente se había establecido en el mismo sitio el cruceño D. Santos Mercado, el primero que en 1864 fundó una barraca gomera en estos parajes.

La banda brasileña, poblada de espeso bosque, está desierta y a ella hay que arribar para acometer el paso de Layo. En una laja del rabo de Palo Grande se ven grabados, a modo de jeroglíficos, ciertos signos con una cruz en medio de dos R.X.P.-R.X.P. Asegura la tradición que junto a ella hay un tesoro enterrado por los jesuitas a su salida de Mojos; lo más probable es que sean señales de algún pueblo primitivo.

El ingeniero Keller, hablando de los jeroglíficos que también se encuentran en las rocas de las cachuelas Theutonio y Riverón (Madera), manifiesta que estos rasgos no son fruto de la ociosidad, y que ellos tendrán alguna significación, formando un paralelo con la tosca representación de astros y animales en las rocas del Orinoco, que describió Humboldt. Crevaux y Brown, al hablar de los rápidos de Esse-quito con inscripciones, también atribuyen a éstas significación religiosa.

En saliendo de Layo, última cachuela mamoreana, a los pocos golpes de romo, y al doblar un torno del río, se presenta a la vista la empinada Aduana de Villa-Bella, tema del capítulo siguiente.

Cinco días empleó nuestro batelón para salvar las 32 leguas que hay de Guayara-Merí a Villa-Bella, a causa de las malditas cachuelas.

Daré una ligera reseña de estudios y proyectos para canalizar éstas y las otras del Madera, que, por parecerse al infierno, hasta se le parecen en estar empedradas de buenas intenciones.

El sabio D’Orbigni, que según parece fue el primero en llamar la atención sobre ellas, en previsión de lo futuro, ya había aconsejado abrir canales laterales para el paso de embarcaciones de algún calado; pero como ello no corría prisa, Bolivia y el Brasil olvidaron el asunto hasta mediados del siglo XIX, en que el comercio de la goma llamó la atención sobre estos lugares.

Las tres únicas insuperables del Madera, que obligan a llevar el batelón por tierra en gruesos rodillos, son las de Riverón, Girao y Theutonio, siendo el mayor declive de la primera apenas un medio por ciento. (Exploración del río Madera en la parte comprendida entre la cachuela de San Antonio y la embocadura del Mamoré, por los ingenieros brasileños José y Francisco Keller).

Como se ve, la canalización, aunque larga y costosa, no es imposible, cuando precisamente en nuestros días mayores o parecidos obstáculos se han removido para la navegación del Danubio. Sin embargo, la mayoría de los ingenieros, como Keller, Pinkas y Minchín, han opinado por la construcción de un ferrocarril ribereño de San Antonio a Guayara-Merí, que no excedería en mucho de 150 millas de extensión a lo largo de la orilla brasileña. Los Keller presupuestaron además en 450.000 francos la obra de allanar las cachuelas del Madera por el sistema de planos inclinados (Mortonas).

Esto se me antoja lo más práctico, pues la vida del Beni depende de la vía franca al Océano.

Deseosa de llegar a una solución, Bolivia, por la concesión otorgada al coronel norteamericano Church (Las rompientes del Madera, Church. En esta obra hay datos muy curiosos sobre el comercio comparado de Bolivia), se comprometió a garantizar un empréstito de dos 248 millones de libras esterlinas para el ferrocarril, no obstante hacerse la obra en territorio del Brasil.

Pero tantos cálculos y esperanzas no han pasado del estado embrionario, y el problema de la viabilidad de las cachuelas va muy despacio.

«Esta expresión de las cachuelas es casi una pesadilla de triste recordación para Bolivia. Tememos que alguna vez los bolivianos decreten pena de muerte contra el que hable de las cachuelas, como los atenienses decretaron en su tiempo contra el que hablaba de Sala-mina. Tales han sido los agravios, los fiascos, las burlas y los perjuicios que la República ha arrostrado inútilmente con motivo de ellas.»

(R. MENDOZA.)

Parece, no obstante, que se llegará a un resultado con los sucesores de Mercado, Ballivián y C.ª, para el camino de hierro Madera-Mamoré y navegación del Guaporé o Itenes. Según informes de los periódicos de Manaos, que recogí en el Beni, la Empresa había abierto 100 kilómetros de carretera, sobre poco más o menos la tercera parte del total del ferrocarril proyectado. Éste debe partir desde la cachuela San Antonio, orillar el Madera hasta el punto «La Parada», cortar la selva virgen en un trayecto de 10 kilómetros, yendo a parar a la cachuela Guayara-Merí.

Los concesionarios debían tener concluido el camino el 6 de febrero de 1899, y el ferrocarril a los ocho años de ser aprobados los estatutos del trazado. Estamos en 1911, y aún se calcula en dos años más la llegada de la locomotora a Guayara-Merí.

Mientras tanto, los monstruos siguen engullendo víctimas y diez-mando tripulaciones, que en vez de emplearse en el «fábrico» de la goma, de la que naufragan cargamentos enteros, pierden el tiempo por estos ríos largos y penosos.

Tan inminentemente es la avería, que el seguro de la goma beniana que se expide a Europa, vía Manaos Pará, es con el premio de 1 ¼ por 100.

Quéjanse todos por aquí de la falta de braceros para los gomales, pero nadie se cuida de ahorrarlos; claman los industriales contra los precios exorbitantes de las mercaderías importadas; lo cierto es que ninguno de ellos contribuiría con un centavo a la voladura de las cachuelas, que les pone a más distancia del mercado europeo que Pekín de Londres.

Verdad es también que sin las cachuelas la inmigración se desbor-daría en este nuevo Eldorado y los negocios serían menos lucrativos.

Los barraqueros, a lo menos los principales, son los «burgraves»

del Beni; encastillados en sus barracas, serán la rémora eterna que impida desatar ese nudo gordiano que cumple a los Gobiernos cortar con la espada de Alejandro, invocando la suprema Salus Populi.