Las pampas de Mojos

Tras esta descripción general del país, vamos a salir de Trinidad, de vuelta a Santa Cruz de la Sierra, escoltando unas carretas de guaraná, a través de los llanos de Mojos. Éstos son inconmesurables: abarcan ellos solos 13.750 leguas cuadradas de superficie, casi la cuarta parte de la Península Ibérica, y se extienden desde las orillas del Itenes, al Norte, hasta los bosques de Chiquitos, al Sur. A trechos se presentan vastas llanuras pobladas de pajonales y hierbas, sin un árbol, sin el menor relieve en la superficie. En esto se parecen a la pampa platen-se, y mejor aún, a los llanos del Orinoco.

Estas planicies corresponden a depresiones de terrenos. Se inundan con las crecientes de los ríos y próximas lagunas, quedando convertidas por mucho tiempo en barrizales y lugares pantanosos de difícil tránsito, por lo que en el país los llaman «bajíos». A orillas de estos lagos adventicios de agua o de verdura, según la estación en que se los vea, y a pequeñas altitudes sobre el nivel de los campos, están los montes de tupida vegetación, algunos de una y más leguas de contorno, con todas las proporciones de una selva; otros, reducidos a una piña de árboles, a un altozano, que por quedar libre de las inundaciones llaman isla.

En estos altozanos o terraplenes se erigen las estancias. En no pocos de ellos se descubren vestigios de sepulturas o huacas quichuas, correspondientes a las colonias militares fundadas por los incas del Perú, desde la famosa expedición a que hice referencia al hablar del Beni.

Aludiendo a la estación de las aguas (octubre, noviembre y diciembre) y a la consiguiente inundación, se dice en Mojos que de los doce meses del año llueve trece. El nivel de las aguas sube hasta el punto de convertir el país en un mar, pudiéndose navegar por los ríos con el mismo número de remeros, lo mismo aguas arriba que aguas abajo. Los pueblos se convierten en pequeñas Venecias, y los habitantes, o se quedan en casa, o han de andar en canoas. Entonces es cuando los chacareros vienen en chalupa a oír misa, navegan a campo traviesa y amarran la embarcación al poste de la casa donde semanas antes ataban el caballo.

Otro medio de viajar en esa época es en carreta tirada por bueyes, resguardándose de la humedad a favor del cuero en que uno va «empelotado» entre los adrales; así que cuando acontece que bueyes y armatoste nadan en el agua, el viajero o conductor va a flote en el pellejo o pelota.

En la estación lluviosa, hombres y animales se convierten en anfibios. Las casas de campo son habitaciones lacustres de troncos de palma con barbacoas o chapapas de cañas a una altura conveniente, a las que se sube por una escalera portátil. La vida en estas moradas es insoportable, a menos de pertrecharse uno de víveres, de quinina, de mosquitero y de paciencia.

Los ganados vacuno y caballar viven en esta época desparramados, buscándose la vida a chapotazos en los campos, royendo las hojas y cortezas de los árboles, y cuando bajan las aguas, comiendo las puntas de las hierbas que sobrenadan y escarbando las que están pegadas al suelo. De noche, el ganado se refugia en las islas, adonde acuden también los jaguares para echar la zarpa a novillos y terneras. El hambre hace tan osado a este felino, que en pleno día asalta la plaza de los pueblos y arrebata alguna mamona que allí pasta a la vera de las casas.

En atrevimiento y voracidad compite con el tigre el asqueroso caimán, sobre todo en tiempo y lugar que vigila su nidada. Entonces acomete con saña al jinete que por allí pasa, mutilándole el pie o amputándoselo de una dentellada: horroroso asalto que un estanciero me contó haber sucedido a uno de sus peones. El furioso saurio le había mordido en el talón, cortándoselo casi a cercén, e imprimiendo en la herida una sección de grumos y jirones de carne, cual si fuera hecha con un serrucho. Este caso no es único. Sé de otro criado que durmiendo en la hamaca al pie de la casa, el caimán le agarró de una pierna que colgaba y se la mutiló horriblemente.

Esta es ocasión de dar a conocer la admirable sangre fría con que los mojeños cazan el caimán.

Varios son los medios que la imaginación les ha sugerido para esta que pudiéramos llamar su fiesta cinegética; pero los más en boga son por la trampa y a lazo.

En ambos casos, el anima vilis es el perro, animal sobre el que el caimán se lanza a ciegas, como el toro a un trapo colorado. Por el sistema de la trampa se hace una valla de estacas bien apretadas a inmediaciones de alguna caimanera en río o pantano, atando el perro a uno de los palos. A los aullidos del can sobreviene el lagarto, a cuyo tiempo el cazador, encaramado convenientemente, deja caer verticalmente una trampa, que encerrando al monstruo en una división del cerco, permite rematarlo a golpes de estaca.

La caza por el lazo es mucho más interesante. Cerca también del río o laguna se hinca una percha larga y gruesa, a manera de palo de cucaña. Al pie de ella átase al perro, y no bien se acerca el caimán, el cazador desde arriba lo enlaza hábilmente, atando el otro cabo de la soga a un árbol para no ser vencido por los tirones de la fiera. Acuden en seguida los demás cazadores a rematar el saurio, que brama y se defiende con furiosos coletazos y abriendo tamañas fauces, hasta que herido en un ojo se vuelve panza arriba y muere.

Otros indios acostumbran enlazarlos sin tanto argumento; bástales cubrirse de hierbas y arbustos, avanzar hasta el pantano sin que lo note el bicho, y enlazarlo así que le tienen a tiro. Caza tan atrevida parece que la acometen los canichanas de San Pedro, llamados «come caimanes» por los demás mojeños, porque se alimentaban antes de esta carne.

No menos audaces son los indios de Mojos con las reses bravías procedentes de las vacadas importadas al país por los Padres jesuitas.

El ganado vacuno es lo único que ha prosperado en la provincia, por igual causa que en otros distritos de América: por haberse alzado y reproducido en libertad. Las inundaciones, la falta de alambrados o cercos en los campos y la escasa vigilancia del ganado, todo esto ha contribuido a que éste se haya vuelto montaraz y cimarrón.

Hay estancieros, sin embargo, que mañana y tarde vaquean, así para que el ganado se acostumbre a la presencia del vaquero y tome querencia al puesto, como para ver si algún accidente mermó la hacienda. Pero no todos pueden vaquear, y menos hacer el rodeo o junta de ganado en la estancia para acorralar vacas y amansar novillos; y no lo pueden hacer por la falta de caballos, originada por el muer-mo y la epizootia, sin que haya veterinario que ataje la peste. Lo que no es de extrañar, porque singular privilegio sería esto de que los animales de Mojos tuviesen quien los curara, cuando las personas se mueren sin asistencia.

Abundan, pues, los animales alzados, toros pujantes y bravíos que se plantan ante jinetes y carretas, no habiendo otro remedio que bolearlos para abrirse paso. La lámina de estas reses mojeñas evoca la de los toros jarameños y andaluces de nuestras dehesas ganaderas.

Y no se crea que este alzamiento del ganado haya coincidido con la expulsión de los jesuitas: existía en tiempo de las Misiones, como se insinuó al hablar de los curas sacadores y desebadores. De aquí que los indios de Mojos se hayan habituado a todos los lances del toreo, a fuerza de luchar con el ganado en pampas y corrales. No solamente enlazan admirablemente al toro, sino que hacen aquellas lindezas a que nos tienen acostumbrados los toreros gimnastas de las Landas y nuestros capeadores, con un sencillo cuero a modo de capote, hasta que cansado el animal se acercan a él y lo derriban, tomándolo de las astas.

Les he visto hacer una suerte que para estos indios no es habilidad, sino cosa del oficio: montar un novillo para acostumbrarle a la silla. A este fin, enlazan uno de pocos años y le derriban; le perforan la nariz, por la que atraviesan una anilla con una soguita, a manera de rienda, y cabalgando rápidamente al tiempo que le desligan, se aguantan con raro vigor y equilibrio, a pesar de los saltos y corcoveos del bicho, que a los pocos ensayos se deja montar y gobernar, relegándosele entonces a la humillante condición de buey-caballo o cabestrillo.

El ganado mojeño es muy corpulento, pero su carne deja mucho que desear a los estómagos europeos. No tiene la sustancia ni los elementos nutritivos de la carne bovina de otros países, deficiencia originada tal vez de la calidad de los pastos, de la incuria en que se cría el ganado y del rápido desarrollo de los animales, tanto que a los dos años una ternera está paridera. Hay, además, en Mojos un bejuco, el cutuqui, de un hedor insoportable que se comunica a la res que lo come, inficionando la carne. Así sucede que de entre una tropa de vacunos no se puede carnear en ocasiones ninguno, porque todos huelen a ajo, olor al que más se parece el del cutuqui.

En los demás casos la carne de los toros alzados se asemeja en gusto a la del tapir o anta.

El ganado mojeño se exporta a Chiquitos y a las barracas del Beni, arreándole en tropas o exportándole disecado en forma de tasajo o charque. Un animal vacuno da por término medio de 3 a 5 arrobas de charque y 10 arrobas de grasa. El valor de una res gorda y mansa no pasa de 8 pesos febles o 6 bolivianos con 40 céntimos (unos 3 duros).

Hago hincapié en que la res sea gorda y mansa, porque la mayor parte de los ganaderos ricos ni saben el ganado que tienen, por lo que dan de balde al comprador las reses cimarronas, sin más que a prorrateo, una por otra; es decir, que el comprador agarra todas las que puede, repartiéndolas por mitad con el dueño de la vacada, el cual todavía sale beneficiado, porque faltándole medios de recobrar sus animales y de marcar las pariciones nuevas, viene a encontrarse con la mitad de lo que tenía perdido.

Esta es la razón por que el viajero en Mojos mata una res en campo abierto, únicamente para comer un asado y a veces para cortar lonjas de cuero, dejando el sobrante a los gallinazos. Esto se hace tan a mansalva, que si por acaso el dueño sorprende la carneada, se le convida al asado y queda contento y hasta agradecido.

En la infancia del Beni, allá por los años de 1860, una res valía de 4 a 8 reales. Este era el tiempo también en que los comerciantes compraban una arroba de cacao, que vale ahora un boliviano, por una vara de cinta, que todo lo más valdría 2 reales; revendiendo luego el cacao a 5 y 6 pesos en el interior de la República, por el que piden ahora 20 y 21 pesos.

Calcúlase en millón y medio el número de cabezas de ganado de asta existente en Mojos. Los jesuitas entregaron 54.345 vacunos y 26.372 de raza caballar. Hasta mucho tiempo después de la expulsión de la Compañía, toda esta riqueza pecuaria fue propiedad del Estado, el cual, si bien no la atendía como debiera, la repartía entre los pequeños propietarios indígenas y cruceños establecidos en la provincia.

Después, por público remate, ha pasado a los grandes propietarios.

Así son famosos aún en el país, Fresco, ganadero de San Pedro, que tuvo 10.000 vacunos; Suárez, de Trinidad, con otros tantos, y el chiquitano Wenceslao Añez, que tenía diez estancias en Mojos, cada una con su hacienda de ganado de distinto pelaje: negro, gateado, bamba (de color uniforme con churrones blancos), anatuyo (overo con manchas colosales), barroso, etc. En conjunto, más de 10.000 vacunos.

Muerto Añez, animales y vaqueros se desbandaron a orillas del Verde y Paraguá. Aun quedan hacendados, como Becerra y la viuda de Fie-rro, con más de 15.000 cabezas de ganado de asta cada uno.

El monopolio de estos y otros ganaderos ha perjudicado el interés público. Resulta ahora que el Estado perdió la propiedad de estos ganados, y que los actuales ganaderos o estancieros rurales tampoco sacan el debido provecho, por el escaso personal de que disponen y por la desidia en la cría y remonta de las reses.

Me ha sucedido pasar por una estancia dueña de más de mil vacas, y no encontrar ni un quesillo ni un vaso de leche.

—¿Pero qué hacen ustedes de las vacas? —preguntaba al mayordo-mo.

—Señor, andan campeando muy lejitos y no hay cómo acorralarlas.

Así me respondía un mocetón, balanceándose muellemente en la hamaca y chupando caña como un niño, y riéndose en sus adentros de mí porque en una estancia y a hora prima le pedía un vaso de leche. En cambio cuando acorralan las vacas hay leche en tanta abundancia que uno puede bañarse en ella.

Cuando los campos empiezan a secarse, se procede a la recolección y al arreo del ganado vacuno. En estas expediciones los vaqueros de Mojos se muestran tan sufridos como valientes. Cada faena de esas dura un mes entero. Hay que acorralar al ganado en las estancias y luego conducirlo a los pueblos, salvando sinnúmero de ríos, quebradas y atolladeros. Los arreadores reciben el tapeque o avío diario y un peso por cabeza que hacen llegar a su destino, sin que se les impute la pérdida de las reses muertas en el viaje por una u otra causa.

El episodio más divertido de la recolección es cuando, por permitirlo todavía la inundación de los campos, enlazan las reses desde una canoa. Rodean para esto una isla, en la que está refugiado el ganado, al que asustan con gritos y detonaciones. Entretanto, unos a pie firme, otros embarcados en canoas ocultas en los pajonales, tiran el lazo a los cornúpetos, llevándoles a remolque. Por este medio cazan también los mojeños ciervos, avestruces y tapires, no siendo raro tropezar en sociedad con estos animales algún jaguar, allí sitiado por las aguas.

Cuando hay que arrear las boyadas a través de los bosques de Chiquitos y Santa Cruz, se hace por el procedimiento de que hablé en el Monte Grande.

Resumiendo: «La pampa —dice un escritor argentino— es el primer criadero de bifes del globo terráqueo». Mojos pudiera serlo no sólo de bifes, sino de solomillos, rosbifes y demás enjundias vacunas y ovinas; entretanto se limita a ser exportador de charque y de unas cuantas tropas. Mucho le falta todavía para competir en riqueza ganadera con Buenos Aires, Norte-América, Australia, Colonia del Cabo, etc., y cuenta que en los campos de Mojos hay pastos para millones de rumiantes. Si el ganado menor no se ha aclimatado en la provincia, es sin duda por estar expuesto, más que el mayor, a anegarse en las inundaciones, aunque el mal tendría remedio cuidando los rebaños más de lo que se cuidan, bastando para ello hacer alambrados o mangas, e implantando lamesta o viajes trashumantes a dehesas y campos muy apartados de los ríos. Pero esto sucederá el año 2000; hasta entonces conste que en Mojos no hay un solo rebaño de ovejas, ni siquiera las 25.000 llamas que D’Orbigni contó en Caupolicán, ex provincia del Beni, perteneciente hoy al departamento de La Paz.