De San José a San Juan
En los pocos días que descansé en la capital de Chiquitos hice amistad con el corregidor del pueblo de San Juan, cuyo hijo tenía la concesión de abrir la picada de Santiago a las salinas. A este fin, los tres emprendimos viaje a Santiago, resolviendo dar un pequeño rodeo para pasar por San Juan, que dista 20 leguas de la capital, vía Dolores-Asunción.
Tal viaje fue delicioso, si se prescinde de las agujetas y de las sabandijas: una serie interminable de potreros y palmares, entre abras y cerros, con profusión de aguadas. La vegetación es exuberante: inflados taraboschis, maras corpulentas, ochoós floridos. En las cañadas apuntan los patujúes en flor y los garavatás de rojizas varas, que a una incisión echan un chorro de agua. Cada árbol es una pipa de miel; los senderos están empedrados de apetitosas tortugas.
El paisaje chiquitano es plácido. A no ser por lo pomposo de su fauna volátil y de su flora, creyérase uno en el Ática, o en la Calabria, o en Andalucía. Acostumbrado el viajero a la majestad salvaje de las selvas benianas y de los llanos de Mojos, la risueña visión de Chiquitos es un sedante que calma los nervios y avizora la imaginación.
En las horas de bochorno y al oscurecer diéronnos hospitalidad algunos ranchos, donde sólo encontramos mujeres y niños, pues los hombres estaban meleando, esto es, recogiendo miel en los bosques.
Esta ocupación es muy del agrado de los indios, pues además de la miel se les vienen a las manos puercos monteses, antas y otros mamíferos que les suministran perniles y tasajo. Hay temporadas en que los pueblos se quedan en cuadro, porque el vecindario indígena se fue a melear. Un cura de Chiquitos escribía al obispo de Santa Cruz de la Sierra que «se veía obligado a consumir el Santo Sacramento por no poder oficiar misa cantada, porque los indios cantores pierden dos meses en las meleas y desatienden el servicio religioso».
Causa de estas excursiones nómadas es la inclinación atávica del indio a los bosques, pero aún más la escasez de cultivos chacareros (hortícolas) en el país, hasta el punto que la vida en poblado es carísima. En la infancia de Chiquitos, allá por 1790, se dictó un reglamento para la provisión de frutos, según el cual se pagaba a los indios en chaquiras o abalorios. Así, por un pollo se pagaba 4 hilos; por un capón, 6; por dos libras de pescado, 1; por dos libras de plátanos, 2; por dos libras de yuca, 2, etc. Ahora, la escasez y la codicia piden por una gallina 2 pesos; la harina de yuca vale 2 reales la libra, y así en proporción.
En cambio cualquier mercachifle hace buen negocio en el país —y yo sin serlo me aproveché también— cambalacheando pólvora y fulminantes o espoletas por pieles de tigre, que se pagan en Corumbá de 60 a 100 pesos, según la pinta y que tengan o no cabeza.
El tigre o jaguar, abundante aquí, no ataca al hombre, a menos que se le acorrale. Cerca de San Juan un tigre arrebató de sus hamacas siete mozos, de nueve que iban con un comerciante cruceño. Como la noche era lóbrega y las escopetas estaban mojadas por un fuerte aguacero que cayera poco antes, ninguno pudo defenderse. Uno de los peones, de complexión hercúlea, se debatió brazo a brazo con el felino, hasta que cansado fue derribado por éste y despedazado. A otro que se encaramó a un árbol le persiguió por las ramas, hasta que a tiros de revólver ahuyentaron la fiera. He de repetir que el mosquitero, tan útil como indispensable en estos países, es un preservativo contra el jaguar, pues éste no ataca si no ve la cabeza de la víctima.
Los indios tigreros cazan el jaguar con perros amaestrados, vendiendo las pieles de 5 a 6 pesos.
En las trochas de Chiquitos, al revolver una curva o recodo del camino es frecuente echarse a la cara un hermoso jaguar, asentado como una esfinge, brillantes las pupilas y musgando las orejas. La impresión es terrible; la mula da un respingo y trata de volver grupas; el viajero se queda turulato y acaba por echar mano al rifle que va ter-ciado en el arzón; pero el hermoso animal se levanta, azota el suelo con la cola, y pausadamente, perezosamente, se interna en la espesura como aquel que de mala gana cede el paso por no armar quimera.
En algunos ranchos vi las célebres marquetas de Chiquitos, o sea la cera ya elaborada y puesta en moldes o marcos, la que, secada y forra-da en cuero, se destina a la exportación. Cada marqueta pesa 5 arrobas, y dos marquetas componen la carga de una mula.
Entre las industrias caseras a que se dedican los chiquitanos figura la del telar, que es el primitivo de mano o torno. Las hilanderas tienen el copo con la diestra en alto, manteniendo el husillo con la mano izquierda y volteándole entre los dedos del pie. Hombres y mujeres son muy hábiles en este oficio. Otros chiquitanos son torneros y hacen vasos, tazas y bastones del guayacán, utensilios muy estimados por la dureza, finura y aroma de la madera.
En todas partes las indias nos convidaban con chicha detotay. Al totay llaman por antonomasia el «árbol del viajero». Es una de las palmeras más significadas, pues a la elegancia de su penacho reúne la condición de que la pulpa de su fruto maduro es dulce como el dátil, siendo también alimenticia la fécula o medula del tronco. Destila, además, un agua que a las veinticuatro horas fermenta por sí sola, convirtiéndose en una especie de cerveza natural, algo agria, pero sana y refrescante. Es la chicha a que me refería la bebida nacional de los chiquitanos.
La bondad del clima permite cocinar al aire libre, sirviendo de horno uno de esos hormigueros enormes como montículos y duros como la piedra que fabrican los tarirus, como llaman aquí a las termi-tes, tantas en número que sirven de alimento al tamandúa u oso hormiguero.
El bocado de más enjundia que en estos ranchos se come es el que proporciona el anta o tapir, animal frugívoro que vive a inmediaciones de los ríos, a los que sale siempre por una misma senda, en donde le espera el cazador a las horas de la madrugada o en las noches de luna, momentos que el tapir prefiere para bañarse o solazarse en losbarreros o salitrales de las márgenes.
Es un cuadrúpedo del tamaño de un ternero de un año, de patas cortas, cabeza porcina y de labio superior en forma de trompa flexible. Su piel de paquidermo y esta jeta prominente sirven al animal para cortar la maleza de las orillas a manera de cuña, y aun para librarse del tigre, vecino peligroso de los lugares en que vive el tapir, pues cuando aquél le acomete se dispara el anta a lo más enmarañado de la espesura con tal ímpetu, que herido el jaguar por las espinas y despuntes de los palos, se ve obligado a soltar la presa.
Algunos indios amansan el tapir de cachorrito, y es tan dócil que se le ve seguir al amo como un perro, aunque a paso lento y pesado, como de paquidermo.
En dos jornadas llegamos los tres expedicionarios al pueblo de San Juan. El primer cura que sucedió a los jesuitas abandonó la Misión para estar más cerca de los brasileños y poder venderles su ganado, y trasplantó el pueblo donde ahora está. Por sus inmediaciones corre el río Tucubaca, que, reunido más arriba de Santiago con el Agua Caliente, forma el renombrado Otuquis, río navegable por el que entraron desde el Paraguay los fundadores de Santa Cruz de la Sierra, ruta que hoy espanta a todos a causa del Chaco, y por lo tanto abandonada.
En el archivo del corregimiento me entretuve en hojear unos libra-cos, por los que desfilan las tres épocas históricas que siguieron al Chiquitos misionero: la de los curas, hasta 1788; la de los administradores laicos de las temporalidades comunarias, y la Administración boliviana, con la libertad política de los indios y el libre comercio de la provincia. Vi curiosas noticias sobre la extracción de la cera; copias de Reales órdenes y autos de la Audiencia de Charcas, de la que dependía Chiquitos, y dos impresos oficiales de 1802, adheridos a una margen, remitidos desde Madrid, dando instrucciones para la práctica de la operación cesárea y de la vacuna. Sabido es que en igual fecha España despachó de Cádiz varias fragatas con facultativos a los virreinatos y capitanías generales de América y un número suficiente de niños a bordo para propagar en el Nuevo Mundo la vacuna (recién descubierta por Genner). Las listas de electores y de votaciones llenaban los años de la Independencia.
La documentación más curiosa es, sin duda, la de los curas sucedáneos de los jesuitas. A fuer de párrocos y administradores de los pueblos, en los libros aparecen en amigable consorcio casamientos, bautizos y entierros de indios, estados de ganadería, cuentas de marquetas de cera, etc., etc. Más que libros parroquiales, parecen libros de cuentas de una estancia.
Realmente esos curitas cruceños, que no tenían la disciplina, y menos el celo apostólico de los misioneros, fueron más estancieros que párrocos.
Eran tan pocos los que cumplían con su deber, que la Real Audiencia hubo de estimular a los curas enviados a estos pueblos, ofreciéndoles al término de su misión el plus del sínodo, capellanías de libre colación, atenderles en los concursos para los primeros curatos o proponerlos al rey para canonjías de merced.
Los indios, que en más de cincuenta años de tutela misionera no habían aprendido a contratar por sí mismos, se iniciaron bruscamente como ciudadanos para tributar directamente y cumplir los demás deberes políticos, bajo la subsiguiente curatela de magistrados ignorantes.
Una de las más transcendentales consultas que el cura y el corregidor de un pueblo chiquitano elevaron a la Audiencia de Charcas fue sobre a cuál de los dos correspondía la presidencia al sentarse a una mesa. La Real Audiencia, en un rasgo de buen humor, decretó que se emplearan mesas redondas, estimando que las dos autoridades se aplicarían de por sí la sentencia de Don Quijote: «Donde yo me siento está la cabecera».
En la fecha que visité estos lugares no pude ver al vicario de la provincia del Sur ni en San José ni en San Juan, porque estaba en el campo recolectando ganado para Santo Corazón. De su antecesor me contaron horrores: era tan aficionado a la pesca, que un día, olvidándose de quitarse de la oreja el sabañón o gusano de cebo, se presentó con este aditamento a decir misa. Creía, además, en la metempsícosis de los indios en tigres, víboras, etc., etc. A pesar de todo, regentó el curato treinta años.