El Mamoré
De Villa-Bella a Trinidad
Hay una región al Oriente de la República, que bien pudiera llamarse la Mesopotamia Boliviana, por los mismos motivos que De Moussy aplicó al delta del Paraná tal nombre, popular en la Historia Sagrada, y que en buen romance significa «Región de los ríos». De todo el sistema fluvial amazónico perteneciente a los departamentos de Cochabamba, Chuquisaca y Santa Cruz, es el Mamoré la arteria principal que, recibiendo en su curso las aguas de los nevados cochabambinos, de la vertiente de la altiplanicie chuquisaqueña y de los lagos y lagunas de Mojos y florestas cruceñas, las lleva en un curso de 500 millas al Madera, afluente principal del gran Amazonas, que en el seno de Atlante se desata.
Con sobrada razón los indígenas de Mojos, llenos de veneración por su patrio río, dieron a éste el poético nombre de Mamoré o «Madre de las aguas». Formado por la reunión del Sara y del Chaparé, encuentra en el corazón de Mojos, arrullando con sus ondas o alcanzando, siquiera en sus rebalses, los pueblos de Trinidad, Loreto, San Pedro, San Javier, Exaltación y Santa Ana, la comarca aquella a la que el buen sentido administrativo de los jesuítas diera el nombre de «Partido del Mamoré». Sabido es que los otros dos partidos restantes en que habían dividido el país de Mojos eran «Las Pampas y Baures».
Tales denominaciones son tan racionales y geográficas, que todavía se conserva entre la gente de Mojos, a pesar de las modernas divisiones administrativas.
El Mamoré, como el Nilo, está sujeto a crecientes y menguantes periódicas, fertilizando con el limo de sus aguas un territorio que sin tal fenómeno, y no obstante las lluvias torrenciales que en él caen, sería otro desierto del Sahara enclavado en el centro de la América del Sur. ¡Tan fuerte es el sol de Mojos y tanta la sed de la pradera! Por la estación de las aguas comienza en el Mamoré la creciente franca del río, estacionándose en febrero y marzo en su mayor altura de 8 a 10 metros, meses en que se desborda hasta 3 y 4 leguas por la abierta llanura de Mojos. Y acontece entonces el extraño fenómeno que tanto llama la atención de los viajeros: una vasta región, más grande que una nación europea (Mojos tiene una superficie aproximada de 13.750 leguas), resecada por un sol de fuego, surcada por hilos de agua que apenas sirven para calmar la sed de labrantíos, plantas y animales, y que lenta y progresivamente van cubriendo las aguas, hasta convertirse la llanura en mar, en islas los altozanos, los animales en anfibios, las casas en habitaciones lacustres y los hombres en balseros y navegantes: un facsímil de lo que debió acontecer cuando las aguas del diluvio comenzaron a invadir la tierra; sólo que en Mojos no se trata de un castigo infligido por la cólera celeste, sino de una irriga-ción espontánea y natural y, en tal guisa, sujeta a peso, número y medida.
A peso, número y medida está sujeto, por consiguiente, el soberbio Mamoré, y en tal concepto ha podido precisarse el máximum de sus crecientes con tanta exactitud como el de sus bajantes.
El río, que en aguas bajas arrastra 835 metros cúbicos por segundo, lleva en aguas crecidas 7.024 (Keller). No es de extrañar, por tanto, el asombroso desnivel entre su corriente en tiempo de las menguantes y la línea de ascensión de las aguas en las crecientes, señalada en los gigantescos árboles de las barrancas por la húmeda huella que en pos de sí dejó el líquido elemento; desnivel que alcanza a 10 y 15 metros, con lo que se explica el desborde del Mamoré por las abiertas márgenes de la región toda, a la que fertiliza con sus sedimentos, paseando consigo cardúmenes de peces que se enredan en los pajonales, en donde pastaban las toradas, refugiadas ahora en las alturas oislas; bufeos o delfines de río que se solazan dando resoplidos sobre llanuras por donde iban chirriando los pesados carretones, y caimanes que acechan a las gallinas en los árboles que sombrean los ranchos mojeños. Este es el tiempo en que los habitantes mojeños truecan el caballo por la canoa; en que los tigres, hostigados por el hambre, se presentan osadamente en las plazas de los pueblos, y en que la gente de los campos y suburbios vive encaramada en las chapapas o tablados de madera de palma a guisa de piso alto, echando el anzuelo al cuarto bajo. Es la época, en fin, de la metamorfosis topográfica y biológica a que antes hice referencia.
Por abril empieza la bajante, cuyo mínimum es en julio, hasta que de nuevo los raudales de los Andes originan nuevos crecimientos.
Debido a este fenómeno de expansión y dilatación del Mamoré es que la profundidad de su cauce no corresponde al volumen de agua que arrastra. El máximum de su profundidad en la junta con el río Beni, frente a Villa-Bella, es de 10 metros; antes de enriquecerse con sus grandes tributarios tiene de 20 a 42 pies de profundidad, y su curso es tan regular que sólo avanza de media a dos leguas por hora, y en su declive entre Exaltación y Villa-Bella, de 3: 2.014 (Keller y Palacios).
El benemérito explorador boliviano D. José Agustín Palacios ha sido el primero en demostrar la practicabilidad de la navegación a vapor del Mamoré. El diario de su viaje (1844 a 47) demostró a sus coetáneos que este río era navegable en todo tiempo; que su navegación desde Exaltación hasta Belén (Pará) no era tan dilatada como se creía; y finalmente, que las cachuelas Mamoré-Madera no son insuperables con los recursos de la moderna ingeniería, pudiéndose por lo pronto limpiar los canales laterales que algunas de ellas tenían ya abiertos.
Actualmente consta a todos que el Mamoré es francamente navegable en todo tiempo para vapores de poco calado, desde la junta del Chaparé y Sara hasta la cachuela Guayara-Merí, y que es la arteria fluvial por la que no ha de tardar en inyectarse en el Oriente boliviano la sangre nueva de la inmigración, para desde allí irradiar en todas direcciones del país, supuesto que, siendo también navegables el Guapay o Río Grande, el Chaparé y el Sécure, afluentes del Mamoré, este poderoso río viene a reunir los departamentos de Cochabamba, Chuquisaca, Santa Cruz y el Beni.
¿Se han dado cuenta los bolivianos ilustrados, los estadistas sobre todo, de lo que esto significa? ¿En qué se ha beneficiado el país con este «camino que anda», según la tan sabida definición de los ríos por Pascal?
La década del 39 al 49 ha sido la edad de oro de las exploraciones bolivianas. Bajo los auspicios del general Ballivián, D’Orbigni dio a conocer al mundo científico la opulencia del Oriente de Bolivia; el paceño Palacios preparaba la exploración de Mojos y Beni, y el Gobierno de Belzu reclamaba del Brasil la libre navegación del Itenes y del Mamoré. Después, nada. La indiferencia oficial sombreaba como el manzanillo la vasta comarca del Beni; Mojos bostezaba en sus praderas, dejando alzarse sus ganados, olvidando sus industrias; alguna que otra canoa platanera y montería de fiesta se deslizaban únicamente por el lomo del Mamoré, acostumbrado a tan suaves caricias desde el régimen patriarcal de los jesuitas. Vinieron después ráfagas de vida del Norte, pregones estruendosos de la riqueza de un árbol mágico, la seringa, que diz destilaba libras esterlinas a una simple incisión hecha en su corteza, y mojeños y benianos acudieron al país encantado del Pará y del Amazonas, expatriando brazos y capitales en tal guisa, que el camino del Mamoré fue el de la despoblación de Mojos, pudiendo aplicarse al río lo que del Ebro dicen los navarros: «¡Río traidor! Naces en Castilla y fertilizas Aragón».
Propicio el destino, evitó la ruina total del Beni levantando el velo de las riquezas forestales de la región, y al hallazgo de los gomales del Alto y Bajo Beni, del Madre de Dios y Orton, inicióse el éxodo de mojeños y cruceños a las regiones del Noroeste de la República, éxodo tan numeroso en proporción a la densidad de los departamentos emigrantes, que ha llamado la atención de los hombres de gobierno, interesados, como es natural, en evitar la despoblación y ruina industrial de las comarcas vecinas al país de la goma. Mientras tanto, al Mamoré le es aplicable la paráfrasis del Ebro, y seguirá siéndolo hasta que se convierta en vehículo de una inmigración que devuelva al Oriente la sangre y elementos de trabajo que le ha arrebatado y sigue arrebatándole.
La navegación de un río hacia su desembocadura causa cierta impresión penosa; día a día, de legua en legua se le ve morir, hasta que se aniquila y se confunde en otro recipiente mayor, llámese con-fluente, lago o mar. De antemano se sabe el desenlace. La impetuosa corriente, semejante a un caballo desbocado, acelera su marcha para precipitarse ciegamente en un abismo, y ella evoca también aquellas coplas tan sabidas de Manrique:
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en el mar.
Por esto es que, aun cuando he navegado el Mamoré en épocas distintas, ora aguas arriba, ora aguas abajo, prefiero llevar al lector conmigo en un viaje de arribada, desde la junta del río con el Beni en Villa-Bella, hasta Trinidad por el Ibari.
En Villa-Bella hay agentes de las embarcaciones a vapor, que desde Guayara-Merí, la primera cachuela que se presenta al paso del río, van a Trinidad, Chaparé, La Estrella y Cuatro Ojos, según la estación y las necesidades del servicio.
La flotilla disponible se compone, entre otras, de la lancha Sucre, de la Casa Suárez; la Inambari, de Vaca Díez; la Guapay, de Cronen-wold, y el vapor Mamoré, de Chaves Hermanos, armadores o propietarios, los dos primeros benianos y los otros dos cruceños, quienes a la vez que sirven a sus intereses, han hecho un bien positivo al país con las facilidades que prestan al comercio de Mojos, Cochabamba y Santa Cruz.
Los cruceños gozan fama de indolentes, pero hay que conocerlos en el Beni para estimarlos en lo que valen como hombres activos y de empresa. Ellos son los que explotan las regiones del Noroeste, los que han recogido en Mojos la herencia de los jesuitas, y ellos también los que con capital propio han emprendido la navegación a vapor del Beni y Mamoré.
Este servicio fluvial no tiene todavía itinerario fijo, ni por el momento es dable exigirlo, tratándose de un camino tan variable en sus accidentes y de un tráfico comercial asimismo sujeto a alternativas; pero es un gran adelanto eso de que los comerciantes sepan que días más, días menos, pueden llevar sus mercaderías al Beni en transportes seguros, y visitar ellos mismos el mercado con comodidad y rapidez relativas. ¡Buena diferencia hay entre un viaje en batelón, en el que se va incrustado en un nicho de cañas y hojas de palmera, llamado pomposamente camarote, oliendo a todas horas, sin poderlo remediar, el charque, el sebo y la manteca de a bordo, sufriendo el sol y las sabandijas y expuesto a los caprichos del loco Mamoré, a un viaje en vapor o en lancha, en el que uno va cómodo y seguro, llevando la carga bajo cubierta! Y, sobre todo, buena diferencia en el andar de uno y otro: lo que va de la progresión aritmética a la geométrica.
La tarifa de fletes y pasaje en la flota mamoreana es sumamente cara, sucediendo al respecto un fenómeno singular, del que no hay que maravillarse, ya que el Beni es el país de las anomalías... y de las maravillas. Es ley económica que la competencia abarate los precios.
En el Beni sucede lo contrario, a lo menos en el caso concreto a que me refiero. Cuando el vapor de la Casa Chaves era el único que recorría la línea, sus precios eran equitativos; luego, con la concurrencia de las lanchas, los encareció, poniéndolos al nivel de los establecidos por sus novísimos rivales. Lo que demuestra que los negocios del Beni son pingües, supuesto que no se repara en un puñado de plata más o menos, y que el comercio se siente tan beneficiado que no regatea a los fleteros la tarifa que a éstos plugo establecer, y les dan las gracias por añadidura.
La tarita de pasaje desde Villa-Bella hasta Trinidad (viaje de subida), comprendiendo el paso de las cinco cachuelas del Mamoré, en batelones de la Casa, oscila entre 120 a 130 bolivianos. Desde Trinidad hasta Cuatro Ojos, de 80 a 100 bolivianos. Estos precios se reba-jan en una tercera parte en viaje de bajada. Por flete de carga se paga 3 bolivianos por arroba desde el puerto de Cuatro Ojos (fuentes del Piray y Río Grande o Guapay) hasta la misma Aduana de Villa-Bella, aunque hay lancha que cobra este precio hasta Guayara-Merí, dejando aquí al pasajero frente a las cachuelas, que se las componga como pueda para pasar adelante él y su carga.
El trayecto que ha de recorrer, como queda dicho, es desde o hasta las cachuelas, porque el paso de éstas es insuperable para embarcaciones mayores. Ni por el Madera ni por el Mamoré es posible, por consiguiente, arribar en vapor a Villa-Bella.
El vapor Mamoré era en mi tiempo el más cómodo para el viaje.
Tenía una fuerza de 40 caballos y 50.000 kilogramos de capacidad.
Era, en consecuencia, el Leviatán del río. El modelo de su arquitectura naval es idéntico al de los vapores que surcan el Misisipi; como que fue construido en los Estados Unidos, vino desarmado por el Madera y fue vuelto a armar en el Mamoré en 1889. Mientras la lancha Sucre, por ejemplo, en poco más de un año ha hecho seis viajes redondos, el vapor ha necesitado ocho años para hacer el mismo número de viajes, y esto menos por el trabajo que ha costado quitar a cruceños y benianos la rutina de la locomoción en batelones o carretas, que por la desidia de sus armadores. Y como los muebles semovientes necesitan, como los animales, del ejercicio para su buena conservación, de ahí que el vapor Mamoré esté convertido en un pontón necesitado de un fuerte gasto para su estética, y también para su estática. Así y todo, es aceptable para la navegación fluvial; anda 6 millas por hora, y como sobre la cubierta donde va la maquinaria tiene una plataforma espaciosa que permite pasearse y colgar la hamaca, por lo que no se utilizan otros camarotes que los de baño y jardín, y se come en mesa redonda, y hay, en fin, cómo moverse y tertuliar, uno se cree huésped en un palacio encantado, máxime cuando desde el alto bordo echa una mirada desdeñosa a las embarcaciones a remo que se atraviesan en el camino, pues hay gente para todo, además que no siempre es dable aprovecharse del vapor para los viajes.
Dije ya que el itinerario, así del vapor como de las lanchas, no es fijo; sucede muchas veces que el viajero tiene que detenerse días mortales en Guayara-Merí hasta que se completa el equipo de la nave, y por cierto que son días que hacen salir canas verdes al pobre pasajero, que, ansioso por escapar del Beni, se ve estacionado en una playa medio desierta, sin más vista que el río y el tupido monte de ambas orillas, comiendo charque de Villa-Bella y yéndose a digerirlo dentro de la toldeta o mosquitero a la hora en que se acuestan las gallinas, porque en los ríos del Beni no caben esas contemplaciones nocturnas a que nos tienen acostumbrados los poetas cuando del cielo estrellado de los trópicos nos hablan. Entre mosquitos y murciélagos no revolotean silfos ni gnomos.
Pero llegó la hora de la marcha: el armatoste empieza a vomitar humo, a respirar trepidante; mueve sus enormes ruedas y rompe al fin la marcha, dejando a buena o regular distancia las malditas cachuelas, de las que informé páginas atrás. Poco después suena la campana de a bordo, y los pasajeros, como buenos benianos, atacan valientemente al charque o al majado, regándolo con un buen vaso de agua turbia del Mamoré. Esto porque el vino y la cerveza van caros a bordo, ¡los precios del Beni!, y todos llevamos nuestras letritas sobre Santa Cruz.
Lo que no impide para que de sobremesa se tire un cacho para las copas de soborno, y en seguida venga una ilustración con exhibición de libras, que por traerlas como recuerdo del Beni se han comprado a 12,50 y 13 bolivianos.
Los menos viciosos se entretienen en diversiones cinegéticas, en balear caimanes y hacer matanza inútil de patos, porque el vapor no se ha de detener para recoger el botín de cada cazador. Las aves acuáticas son en tanto número, que literalmente cubren las playas que muestra el río en época de bajante; las garzas y gaviotas, especialmente, están tan apretadas, que parecen una nevada, y al acercarse el vapor levantan el vuelo con atronadores gritos, dejando al descubierto en la arena millares de huevos, que son la golosina de los vigilantes caimanes. Tales diversiones se vienen a la mano, supuesto que el vapor, para contrarrestar la corriente, sigue una de las orillas del río, cruzando a la otra a cada torno o recodo que emboca, manera como se maneja en todo el Beni cuando se va aguas arriba.
Cuando cierra la noche el vapor abre sus válvulas de escape, se para; y a esta señal los mosquitos hacen su irrupción a bordo. Pero las toldetas están ya atirantadas y cada pasajero entra suavemente en la suya, dejando a los cínifes que hagan la ronda afuera sonando su trompetilla, hasta que los ahuyenta el frío de la madrugada. Las noches de luna se suele aprovecharlas para ganar camino; pero como las playas del río son tan extensas, sucede que al menor descuido encalla el vapor, perdiéndose, no solamente el tiempo que se quería ganar, sino el combustible y la paciencia para sacarlo del atolladero.
Porque esto se consigue a fuerza de voltear las ruedas en la arena, con lo que se logra ahondarla; pero en la maniobra se consumió la leña, y hay parada forzosa de todo un día para resarcirse del combustible y seguir avante. La leña es bastante cara, no obstante de encontrarnos en la región de los bosques. Los contratistas la suministran en lugares determinados de las barrancas al precio de 20 bolivianos las mil hachas o astillas de 60 centímetros de largo por un grosor proporcionado. Cada haz se compone 10 astillas, y el vapor engulle 2.000 de éstas por día.
Cosa de 6 millas desde Guayara-Merí se destaca en la orilla brasileña el cerro de Pacanova, punto terminal de la sierraDos Vertientes de Matto Groso. En todo este trayecto hasta la confluencia del Itenes o Guaporé, 28 leguas más arriba, es decir, en la extensión de más de un grado geográfico, el Mamoré corta entre la selva amazónica, inmensa mancha de verdura que cubre las tres cuartas partes de la América del Sur, guarida de bárbaros, fieras y alimañas, y cuyas riquezas forestales llaman la atención universal.
Las ondas del Itenes contrastan notablemente con las cenagosas del Mamoré, que parecen de chocolate espeso, debido a que éste se alimenta de innumerables arroyos y riachuelos, por los que desaguan lagunas y curiches (pantanos), y sobre todo a la acción de sus aguas, que socavan continuamente las orillas, ocasionando formidables derrumbes, que ponen en gran peligro la vida de los viajeros que a bordo de monterías y batelones, y en viaje de subida, tienen necesariamente que navegar pegados a una banda.
El Itenes tiene en la junta, y en crecientes, 700 metros de ancho, por 350 el Mamoré (Keller). Ambas corrientes, según he observado, siguen en breve curso separadas cada una a un lado, como aceite y agua; pero al fin vence el Mamoré en el nombre y en el caudal de las aguas, las que turbias y cenagosas continúan rectas al Norte con la velocidad de 2 leguas por hora, hasta su intersección con el arrogante Beni.
La junta está inundada de caimanes en tanta profusión, que parece un cargamento de leños que hubiese naufragado; bandadas de gaviotas, jabirúes, garzas blancas y rosadas, pelícanos y patos ronca-dores revolotean encima de ellos, yendo a posarse en los árboles y cañaverales de las márgenes. En la derecha orilla se destacan tres cerros esmaltados de tupida vegetación, a 100 metros sobre el nivel del río, última tierra brasileña que se divisa, pues se pierden muy pronto de vista al doblar un rápido torno del Mamoré.
Entre los recodos del río, el más largo es el que termina en el punto por donde, y por la derecha margen, entra el arroyo Matucarí. Pocas millas después empieza a ralear la vegetación, abriéndose al principio y viéndose en seguida las pampas de Mojos a uno y otro lado.
Es la región de los llanos distinta de la región de los bosques, y que conviene estudiar por separado, ya que el thalweg del Mamoré participa de una y otra.
A aquella parte de territorio poblado de selvas o montes, como se llama en toda la América, y que riega el gran Mamoré, conviene la clasificación que de los terrenos amazónicos hacen los naturales del Brasil.
Tres son las clases de terreno que consideran: centro (igapó), margen (vargem) y tierra firme, los cuales se observan muy distintamente en el curso del Mamoré, desde su desemboque hasta muy cerca de Exaltación, unos 600 kilómetros a contar de Guayara-Merí.
Centro.— Aluvión más moderno en las márgenes convexas, cuya altura no pasa de 4 o 5 metros encima de las aguas bajas, y que por esto ni siquiera queda cubierto por las aguas medias.
Estos terrenos bajos presentan la misma irregularidad de los tornos o codos del río, con una sucesión continua de lagunas y madrejones, o sea corrientes primitivas del río abandonadas por éste por la abertura de canales naturales que existen en aquella tierra deleznable. Abundantísimas son las madres del Mamoré, tanto que es menester ser un verdadero práctico para no perderse en ellas, a la manera que un novato en las grandes ciudades pierde tiempo y se aturrulla en un callejón sin salida, cuyo camino es necesario desandar. Por lo demás, estas madres y curiches son un derroche de vida; viven allí apiñados millares de pececillos que sirven de pasto a caimanes, pelícanos y garzas; legiones numerosas de zancudas y palmípedas se agrupan en las orillas, y orna y embalsama el recinto la purpúrea flor del tarope (Victoria Regia).
El centro está muy bien determinado por la diferencia de altura de las orillas: cóncava y barrancosa una; convexa y explayada la otra.
Como la corriente sigue lamiendo la orilla cóncava, en ésta se deter-minan los muchos recodos que forma el río.
El carácter de la vegetación del centro es bien pronunciado, produciéndose en él gramíneas como tacuaras o bambúes de alto y nudo-so tallo y finísimo follaje; chuchios o cañas bravas de penacho en abanico, de las que los indios hacen sus flechas y la gente civilizada palizadas para tabiques y tarimas, así como sagitarias, nenúfares y helechos arborescentes.
Entre los árboles ribereños, el ambaibo (Cecropia palmata) o árbol del perezoso, porque este animal gusta de los frutos y hierbas del árbol, por lo que casi siempre se le ve colgado de sus ramas; el bibosi (higuerón) o árbol de camisa, porque de su dehiscente y fibrosa corteza hacen los indios rústicos ponchos y camisolas; sauces o bobos, y la seringa (Sephonia elastica) sobre todo, que como es sabido busca con avidez los detritus renovados anualmente.
Detrás de la espesa cortina de tacuarales y chuchios es por donde suele acechar el salvaje las embarcaciones que remontan el Mamoré, a las que asesta sus certeras flechas cada y cuando que puede, aunque esto no sucede, felizmente, con frecuencia, ora por el mucho trabajo que demanda la construcción del arma, ora porque al salvaje se le encuentra en estos ríos solamente en la estación lluviosa, que es cuando baja a la ribera a pescar, viviendo el resto del año en lo más recóndito e intrincado de la selva, donde la caza abunda y no llegan las inundaciones.
Los indios que ocupan la banda boliviana del Mamoré, singularmente la región vecina a las cachuelas, son los chacobos y sinabos, tribus mansas de la nacion pacaguara, que a veces visitan Exaltación de Mojos, y a menudo salen al encuentro de los navegantes, que los llaman «indios gritones», por los japapeos o ademanes y gritos violentos con que llaman la atención. La palabra que más repiten y que invariablemente se les oye es la de «epereje», que entre ellos equivale a compañero o aliado. Van completamente desnudos, aunque disimulan lo que la decencia manda tapar, con un artificio que despierta la hilaridad de los viajeros del Mamoré; los cuales, sin distinción, regalan a esta pobre gente con tabaco, yucas y plátanos, amén de algún trago de aguardiente, que contribuye a que la despedida sea más ruidosa que la bienvenida.
Los verdaderamente peligrosos son los bárbaros que habitan la banda brasileña, entre la boca del Itenes y la cachuela Bananera, los guaras, tribu caripuna, tan bravos y arrogantes, que entran en batalla campal con los viajeros, de los que ordinariamente se apodera el pánico, sorprendidos casi siempre desprevenidos en las pascanas o campamentos. Las flechas de estos bárbaros son un dije, por lo esmerado de la labor y el adorno de menudas plumas de colores que llevan al extremo, pero son difíciles de conseguir, a menos que uno se las gane arrancándolas de las propias nalgas o de las de algún compañero de viaje. Menos mal, sin embargo, que a estos indios no se les ocurra envenenar sus flechas con el curare, como suelen otras tribus del Amazonas. Para evitar sorpresas y sobresaltos, las embarcaciones mojeñas andan este trecho durante la noche a remo sordo, y si es forzoso parar, duermen a bordo los tripulantes, tomando toda clase de precauciones, que no son inútiles, pues más de una vez los bárbaros, deslizándose sigilosamente, han caído de improviso, no dejando títere con cabeza.
¡Qué no habrán ideado los blancos para exterminar estos bárbaros! Les han dado caza, han arrasado sus malocas o pueblos; han colgado de los árboles botellas con costras de virulentos para que al simple olfato o tacto de ellas la asquerosa enfermedad se propague entre los indios y los diezme; les han puesto el cebo de algunos garrafones de aguardiente intoxicado para envenenarlos como a ratas. Muchos indios habrán perecido así miserablemente, pero sus compañeros vuelven a la carga sedientos de venganza y con furor reconcentrado.
Margen.— Comprende los terrenos cuya altura se halla entre las aguas medias y las mayores crecientes, y que sólo quedan inundados por corto tiempo todos los años.
Éste es el lugar de las barrancas, que en toda la extensión del Mamoré se descubren por las capas de arcilla y greda de que están compuestas. Formadas por un talud de tierra arcillosa, plantas, arbustos y hierbas, sustentan, no obstante, arbolones que las más de las veces se aguantan por las raíces, desplomándose en un pestañear de ojos sobre las embarcaciones, no digo al soplo recio del viento sur, sino al sacudimiento del agua por los remos. Algo parecido a lo que pasa allá en los nevados Alpes, en que el eco de la voz origina la caída de un alud. ¡Cuántos en el Mamoré dejaron la hacienda o la vida cuando jubilosos creíanse a salvo por haber escapado al riesgo de las cachuelas!
El terreno de la margen es de sorprendente feracidad, como formado por elhumus vegetal de hojas y plantas en descomposición mezclado con el lodo de las inundaciones. Esta clase de tierras es la que los bárbaros y chacareros del Oriente escogen para sus chacos o plantaciones; y en ellas se opera aquel prodigio de producción según el cual un almud (100 varas cuadradas) de caña de azúcar da 300 arrobas de miel; el arroz, 50 arrobas por una de semilla; el ají y tabaco, 50 arrobas por libra de semilla; el maíz, 50 cargas por arroba de grano, y el doble la yuca o mandioca, el maní, los frijoles, etc., con la ventaja de que no se necesita arado ni abonos; basta ahondar la tierra con un palo y echar la semilla. Además, como las cosechas son dobles y tri-ples, la recolección puede hacerse antes de que al río se le hinchen las narices. Tal es el secreto de la riqueza agrícola del Beni, y así se concibe cómo pueden vivir los anfibios mojenos, a quienes la Naturaleza ha enseñado, como a la hormiga, a recoger sus provisiones en el verano para vivir en el invierno.
No obstante, cuando estos terrenos no se cultivan son muy malsa-nos. En ellos no penetra nunca el sol, y «huelen a fiebre», como dicen los benianos. Una bóveda de tupido ramaje sombrea el suelo, poblado de plantas, arbustos y bejucos; de uno a otro árbol cuelgan y se entrelazan, como jarcias de un navío, lianas, hiedras, bejucos y demás parásitas y plantas trepadoras. Aquí crecen aquellas palmeras que prefieren los terrenos húmedos, los cacaotales y limoneros silvestres, tan abundantes en estos sotos merced a los traviesos monos y papagayos, agentes indirectos de la propagación de éstas y otras especies vegetales; una flora, en fin, tan variada, que se podrían contar más de cien especies distintas en una hectárea de terreno. Entre este hervidero de fiebres y sabandijas late la venenosa yoperojobobo; silban las serpientes, desde la pucarara de sonantes crótalos hasta la sicuré o boa atravesada en el camino como un tronco caído, y merodea el jaguar, que turba el augusto silencio de la virgen floresta si ruge, ora de rabia cuando le sacude la terciana, ora de placer cuando bebe la sangre de algún tapir (anta) o puerco montés, que vienen al río a apagar su sed o a recrearse en los barreros o salitrales del lugar.
Tierra firme.— Ésta presenta alturas muy diferentes; su capa vegetal es completamente nula, por impedir la formación del humus la naturaleza ferruginosa del terreno y la carencia de inundaciones.
La arenisca del fondo, los estratos de conchas marinas que en él se ven desparramados, parecen ser los despojos de un mar que de allí se ha retirado, dejándole formada su hoya al Amazonas.
En estas altiplanicies relativas, de 50 a 60 metros de altura, libres de inundaciones de los ríos, pero provistas de depósitos naturales de agua, pujios (manantiales) y lagunetas, los bárbaros tienen sus malocas y los barraqueros sus centros gomeros. Si el terreno no se presta al cultivo tan fácilmente como la margen, es en cambio la región del bosque, del matto o selva virgen, en donde crecen las palmeras más gallardas, los colosales almendros (Bertholecia excelsa), los copaibos, cedros y caobos y cien otros colosos
que parecen arrogantes
al cielo desafiar.
Como, por otra parte, el piso es plano y casi limpio de arbustos y los bejucos son escasos o si se encuentran son del grosor de un cable, se puede por él pasear a caballo sin inconveniente, siempre bajo la imponente bóveda de verdura formada por la copa de árboles, muchos de ellos floridos y ostentando una salvaje cabellera de lianas, bejucos y enredaderas.
En seguida de la región de los bosques viene casi sin transición la de los llanos. Los campos de Mojos, que el Mamoré fertiliza anualmente con sus periódicos desbordamientos, son de naturaleza pampeana. Hubo una época durante la cual se extendía por su inmensa zona una red acuática que de las elevadas comarcas limítrofes iba aca-rreando y depositando en ella la arcilla que constituye la formación pampa. Las corrientes principales fijaron progresivamente su curso aprovechando las hendiduras hechas por fallas geológicas del terreno, y el Mamoré, madre de las aguas, reuniendo miles de hilos de agua desparramados, vino a ser el tronco de esa gigantesca arteria acuática que inunda el corazón de Mojos, abarcando una superficie tributaria de 9.982 leguas cuadradas de 18 al grado (cálculo de Keller), casi las dos terceras partes de la vasta superficie del país.
Lo mismo que se supone aconteció en la cuenca hidrográfica del Río de la Plata, debió acontecer en la del Mamoré. En donde ahora surcan las aguas los vapores, pastaban entonces pacíficamente los acorazados gliptodontes y los elefantes de muelas amamelonadas, llamados mastodontes, cuyos huesos ponen ahora a descubierto las excava-ciones del puerto de Buenos Aires a varios metros debajo del nivel actual de las aguas del Río de la Plata (Ameghino). Parecidas sorpresas tienen reservadas las barrancas del Mamoré y el subsuelo de Mojos para cuando la ingeniería remueva las entrañas de aquellas tierras vírgenes: debajo de las ardientes praderas mojeñas y del impetuoso cauce mamoreano yacen, sin duda, fósiles de animales antediluvianos que, como los megatarios de Madrid y de Londres, esperan ser armados en un museo por algún hábil preparador.
En el curso del Mamoré aparecen sucesivamente a la vista formaciones antiguas de épocas diversas: granitos y piedra canga en la región cachuelera, óxidos y areniscas rojas cretáceas en algunas barrancas de la banda brasileña, así como en los taludes de los barrancos de Mojos capas de arcilla y greda, tan blanda ésta, que no es extraño convide a fomentar el vicio de la gliptomanía entre los indios, y que tan generalizado está aquí como en el Orinoco y en el Amazonas. Algunas de estas gredas compiten en blancura con la cal, y de ellas se servían los jesuítas para el blanqueo de los templos y de las casas; como que todavía son famosos y gozan de estimación los ladrillos colorados del pueblo de Santa Ana. En la región de los llanos, el terreno, de una uniformidad completa, está formado por el légamo pampeano, con estratificaciones de bancos marinos; prueba eficiente de que alguna conmoción geológica agrietó el corazón de América, levantando capas marinas, que quedaron depositadas al nivel que se presentan todavía en algunos campos de Mojos, y que pueden seguirse a lo largo del Mamoré en la extensión de algunos kilómetros. Estas estratificaciones se encuentran a veces tan a flor de tierra, que dan a sospechar si el fenómeno geológico aconteció cuando ya se había fijado el depósito sedimentario que cubre la llanura mojeña.
En su curso por los llanos, el cauce del Mamoré no está siempre bien definido; lo ahonda y ensancha sin cesar la acción corrosiva de las aguas, minando constantemente la base de las barrancas, las cuales en su desplome aumentan gradualmente el radio de la curva de un recodo mientras la opuesta orilla se rellena de aluviones. Otras veces se abre una comunicación hacia el plan más bajo, y según se ha dicho pocas líneas antes, el río deja su antiguo cauce y se infiltra en el nuevo lecho, hasta que ahondándolo y ensanchándolo se apodera de él. Tal acontece en el punto denominado «Mamoré Viejo», un torno antes de llegar a San Pedro, en el cual lugar el río ha cambiado de cauce, conservándose aún la madre antigua como un brazo amputado que la sequedad y los solazos han de agostar y dejar enjuto.
Exaltación, pueblo de los indios cayubabas, y San Pedro, de loscanichanas, están a pocas cuadras del río Mamoré. A Santa Ana, de los movinas, se va por el Yacuma, afluente de la margen occidental; y por la oriental, subiendo el estrecho pero caudaloso Ibari, se llega al Trapiche, puerto de Trinidad, capital del departamento del Beni, término de la navegación del vapor en la estación seca.