Capítulo 31
Cuando las amigas de mi madre se marcharon, me dirigí al salón, pues sabía que ella seguiría allí un rato disfrutando de su recobrada tranquilidad.
En efecto, la encontré sentada con un vaso de refresco de arándano rojo en su sofá de ratán, mirando ensimismada por la ventana.
—¿Madre? —llamé—. ¿Puedo molestarte un momento?
Volvió la cabeza hacia mí despacio.
—¡Pero si estás aquí! Pensaba que habías salido de la finca.
—Había salido, sí, y hay algo de lo que deberíamos hablar.
—¿Cuánto hace que has vuelto?
—No mucho —respondí, porque sabía que, si no, me reprocharía que no me hubiera dejado ver cuando estaban sus amigas—. ¿Has tenido un día agradable?
Me miró como si me hubiese pillado mintiendo. Tal vez Linda le había dicho cuándo había llegado.
—Sí, muy entretenido. ¿De qué querías hablar conmigo?
Mi madre no solía compartir conmigo los chismorreos de sus amigas. Posiblemente las habría entretenido incluso contándoles la historia de mi rechazo a la propuesta matrimonial del conde Ekberg.
Me senté en una silla. Todavía se percibía el perfume de la dama que la había ocupado antes que yo.
—He estado con Susanna —empecé, y noté que madre se tensaba.
—¿Qué querías de esa mujerzuela licenciosa?
—Ayer vi una cosa y no podía dejar de darle vueltas.
—¿Acaso ha intentado robarnos algo más?
—No, pero sí que estuvo en la finca.
Sus cejas bien depiladas formaron dos puntas furiosas.
—¿Que estuvo aquí? ¡Qué se ha creído esa fresca! ¿Por qué no la echaste enseguida? ¿Y por qué no me lo dijiste?
—No tuve ocasión, el encuentro fue muy breve y… bueno, insólito.
—¿Un encuentro? ¿Con quién?
—Con Langeholm.
—¿El caballerizo?
—Sí, y parece que nos hemos equivocado mucho con ese hombre.
—¿En qué sentido?
Informé a mi madre de lo que había visto en la cochera, y también de lo que me había contado Susanna… menos el detalle de que Hendrik era el padre de su hijo. Eso me lo guardé para más adelante.
Ella escuchó mi relato con una expresión iracunda. Si todavía hubiésemos tenido perros de presa como nuestro antepasado Axel, seguro que los habría azuzado contra la pobre chica.
—¿O sea que afirma que él la empujó a robar y a… a pecar con él?
—Sí —respondí.
—¡Eso es absurdo! ¡Langeholm es uno de nuestros mejores hombres! Se ha ganado a pulso el favor de nuestra casa.
—Tras la marcha de Juna yo no estaría tan segura. ¿No habrás olvidado que tuvo una relación con esa muchacha?
A mi madre se le demudó el rostro.
—¡Un lío ridículo! Seguro que ella intentaba pescar un buen partido.
Ladeé la cabeza. Mi descontento aumentaba y me revolvía el estómago.
—¿Un buen partido? A veces las personas se enamoran, ¿nunca se te ha ocurrido pensarlo? ¡Y a veces hacen tonterías por amor!
—¡Basta ya! —me interrumpió—. En una casa como esta hay reglas. Las relaciones entre empleados no están prohibidas, pero no deben ir contra la moral.
—El único que ha ido contra la moral ha sido Langeholm, porque espió a Susanna y la chantajeó. Y quién sabe con quién más lo habrá intentado.
Me vino a la cabeza el dudoso préstamo de mi padre. ¿Serían las cinco mil coronas para que Langeholm guardara silencio sobre la relación de Hendrik con una criada?
—Susanna no habría tenido que meter la pata —dijo mi madre, visiblemente sobrepasada por la situación.
—En tu mundo, las culpables siempre son las mujeres —repliqué—. Da igual lo que hagan los hombres, ellos siempre son unos pobres inocentes. Cuando dejan embarazada a una mujer, son ellas quienes los han seducido. Y, si intentan chantajearlas, por supuesto que la culpa vuelve a ser suya.
—Casi siempre es así.
—¿Cómo puedes saberlo?
Mi madre apretó las mandíbulas.
—En el caso de Susanna se ve a las claras. Debió de liarse con algún cantamañanas.
—¿No estarás llamando cantamañanas a tu hijo? —repuse, soltando la bomba.
A ella le desapareció el color de la cara. Hube de reconocer que me sentí bastante satisfecha, a pesar de saber que nuestra conversación tomaría un rumbo desagradable.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Que Hendrik no era ningún cantamañanas —respondí—. Y sí, lo has entendido bien, el hijo de Susanna es suyo.
—¿Eso dice ella?
—Sí. Y como madre del niño, tiene que saber de quién es.
Mi madre se puso de pie.
—¡Es mentira! ¡Quiere vengarse de nosotros y aprovecharse!
Justo lo que había esperado.
—Si así fuera, ¿por qué no lo mencionó en cuanto se descubrió su embarazo? ¿O cuando la echamos de aquí? En lugar de eso, guardó silencio porque no quería comprometer a Hendrik.
—Sí, pero ¿te lo dice a ti cuando vas a verla? —Mi madre temblaba de ira—. ¡Seguro que tramaba algo, que el caballerizo la dejara entrar en la casa!
—¿Y por eso la chantajeó él para sacarle favores sexuales? ¿Por eso la amenazó con anunciar a los cuatro vientos quién es el padre del niño? ¿Por eso siguió a Hendrik para descubrir con quién se veía?
Nos miramos ceñudas. El aire entre ambas titilaba como si alguien hubiese encendido una mecha.
—¿Sabes, madre? —dije al cabo, algo más serena—. Cuando Hendrik murió, encontré a Susanna llorando en su habitación. Me dijo que quería airearla y que la apenaba su muerte, pero lo cierto es que parecía mucho más.
—¿Hendrik y ella juntos? ¡Es ridículo!
—¡Madre, por favor! —grité. ¿Por qué siempre tenía que levantar la voz para que me escuchara?—. Si hoy no hubiera ido a verla, Susanna jamás habría dicho nada. Pudo decirles a sus padres de quién era el niño, y la señora Korven se habría presentado en nuestra puerta hecha una furia, pero no lo hizo. En lugar de culparla, deberíamos preguntarnos qué trama Langeholm, que no aparta sus garras de Susanna.
—¿Y por qué iba a chantajearla a ella si podía chantajearnos también a nosotras? ¡A nosotras podría sacarnos más! Si quería castigarnos por lo de esa mujerzuela, ¿no habría intentado perjudicarnos?
—¿Puedes decir con seguridad que eso no ha sucedido ya, o que no sucederá pronto?
De repente se me ocurrió una cosa. No, fue más bien como si me hubiera caído un rayo encima. Había algo que debía hacer en cuanto acabara de discutir con mi madre.
—¡Todo esto es un enorme disparate! —refunfuñó Stella, enfadada—. Pero a mí ya no me haces caso. ¡Nunca me lo has hecho!
—Sabes muy bien que eso no es cierto, pero no puedo evitar preguntarme qué fue lo que sucedió.
—¡Pues vuelve a preguntarte si es conveniente acusar a Langeholm de chantaje! Yo ya estoy harta de hablar, estoy cansada y quiero tumbarme un poco. Si me disculpas. —Dicho eso, fue hasta la puerta, la abrió de golpe, salió y dejó que se cerrara con más fuerza de la necesaria.
Me temblaba todo el cuerpo. ¿Había ganado la batalla? No estaba segura.
Al cabo de un rato también abandoné el salón. Mi madre no estaba por ninguna parte. Sin duda intentaba asimilar bajo su antifaz de dormir lo que acababa de saber. Tanto si lo creía como si no, no dejaría de darle vueltas.
Regresé al despacho. Seguía sintiéndome un poco extraña al entrar allí. Casi como si padre fuese a aparecer de golpe y preguntarme qué estaba haciendo en su despacho. Me temblaron las manos al sacar el papel de cartas con nuestro blasón del cajón del escritorio, y el corazón me latió con fuerza al ver de reojo el contrato de préstamo que había junto a los enseres de escritura.
Aquel era el único ejemplar, así que era arriesgado enviarlo a Kristianstad, pero Hermannsson tenía que verlo, tenía que averiguar de qué se trataba. Una carta con el sello de nuestra casa llegaría a destino, sin duda. Expuse sucintamente por escrito el caso de Susanna y de Juna y le pedí al inspector que tomara en consideración esos detalles en su investigación. Al terminar, metí el escrito en un sobre pequeño, y luego este en otro mayor, y escribí en él la dirección que figuraba en la tarjeta de visita del policía. Después, bajé la escalera, salí de la casa y atravesé el patio.
Por suerte Langeholm tenía trabajo en otra parte, así que no me lo crucé. Nuestro chico de los recados estaba raspando los cascos de un caballo.
—Peter, por favor, llévale esto al inspector Hermannsson, en Kristianstad. Es muy importante.
—Muy bien, señorita.
—Sal ahora mismo a caballo, y si envía una respuesta tráemela enseguida, por favor.
El muchacho asintió, se guardó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y fue al establo en busca de la silla del caballo.
Lo seguí con la mirada. Tenía las manos frías a causa de la ira y los nervios, y el corazón me latía acelerado. Si mis sospechas eran correctas, pronto le daríamos la bienvenida a la esposa del príncipe heredero sin que nadie temiera una nueva desgracia.