Capítulo 61
Hanno Boregard era un hombre bajo y calvo al que le era fácil pasar desapercibido en una multitud. Iba vestido con tonos grises y sin ninguna prenda destacable. En la cabeza llevaba un bombín. Con todo lo discreto que era, sin embargo, sus ojos resultaban vigilantes. Las feministas lo habían contratado muchas veces en Estocolmo cuando querían descubrir puntos débiles de sus adversarios o encontrar a un padre huido. No había nadie mejor.
—Condesa Lejongård, me alegro de conocerla —saludó, y me tendió la mano.
—Y a mí me alegra que tuviera usted tiempo. Sé que está muy ocupado en Estocolmo.
—Es cierto, pero a nuestra amiga común no puedo negarle nada.
Marit y él se conocían muy bien. Yo alguna vez había sospechado que él estaba un poco enamorado de ella.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó Boregard después de que pidiéramos dos tazas de café. El doctor Bengtsen opinaba que, en mi estado, debía evitar las bebidas excitantes, pero a mí me parecía exagerado—. ¿Desea información sobre algún socio empresarial o un competidor?
—Ni lo uno ni lo otro. Quiero que encuentre a un hombre.
—¿Tiene alguna fotografía?
—No, pero puedo describírselo.
Mientras explicaba cómo era Max, tuve que esforzarme por no romper a llorar. Conocía hasta el último centímetro de su cuerpo. Sin embargo, su interior, su alma, era la de un extraño. Hasta entonces no me había dado cuenta.
—Se me presentó como Max von Bredestein y lo contraté como caballerizo de mi finca. Desapareció poco después de que Alemania entrara en la guerra. Sospecho que quería irse al frente. Escribí a su padre y me enteré de que su verdadero nombre es Hans von Bredestein, y que se hacía pasar por su hermano gemelo. La familia sabe tan poco como yo sobre su paradero. Me gustaría que usted lo localizara.
Casi vi cómo trabajaban los mecanismos de su cabeza. Cuando levantó la vista y me miró a los ojos, temí que comprendiera por qué buscaba a Max.
—¿De manera que rompió su relación laboral con usted? —preguntó.
—Sí.
—Bueno, ¿y por qué quiere dar con él? ¿Se llevó cosas de valor o dañó su finca de alguna forma?
—No, en absoluto, pero le había aconsejado que no se alistara.
—¿Tenían una amistad estrecha?
Su mirada recayó en mi vientre. De pronto sentí calor bajo la ropa. Cuando Marit le pedía que buscara a un hombre, casi siempre era porque había huido de la paternidad. Lo mismo debía de pensar Boregard de mí. Y con razón, pero no debía permitir que lo confirmara.
—Así es, y por eso estoy preocupada. Lo cierto es que debería haber regresado con su familia, o por lo menos avisarles, pero no llegó a hacerlo. Además, está eso de su nombre…
—Eso es curioso, en efecto —concedió el detective. Cómo me habría gustado saber qué estaba pensando—. Si tuviera la conciencia tranquila, ¿por qué habría de darse a conocer como su hermano gemelo?
—La verdad es que no lo sé —respondí, y en ese momento comprendí por qué esperaba gemelos. ¡Por supuesto, era una herencia de su familia!—. La relación con su padre, según contaba él mismo, no era especialmente buena —añadí—. Los Von Bredestein tienen una propiedad ganadera en Pomerania. Por lo visto, ya no aguantaba más allí.
Boregard sacó una libretita y tomó algunas notas.
—Aparte de su nombre, ¿hubo alguna otra cosa que le ocultara?
—Sí, que tiene una esposa. Friederike. Eso lo supe por la carta de su familia.
El detective lo anotó también.
—¿Le prometió a usted matrimonio? —preguntó entonces—. ¿O algo parecido?
La pregunta me sentó como una bofetada. Tenía muy claro que él necesitaba esa clase de información, pero aun así me incomodó.
—No, nada de eso. Como ya le he dicho, solo estoy preocupada por él.
—Y si lo encuentro, ¿qué debo hacer? ¿Quiere que le entregue un mensaje o que intente hacerlo volver?
Sabía que yo daba esa impresión. A menudo había que convencer a los padres reacios para que presentaran denuncia, pero yo no quería que Max recibiera su merecido. Solo deseaba una explicación, y saber si seguía vivo.
—No. Limítese a averiguar dónde está. Ya le escribiré yo misma.
El detective enarcó las cejas un momento, pero luego asintió con la cabeza.
—Como desee.
—¿De modo que acepta el encargo?
—Desde luego. Si no, hace rato que nos hubiéramos despedido. Ya conoce mis honorarios. Además, me hará falta un suplemento para viajar a Alemania y, en caso necesario, a la zona de guerra.
—Tendrá cuanto necesite —le aseguré.
—También querré la dirección de la familia del desaparecido. Indagaré con discreción y veré si lo que le han escrito se corresponde con la verdad.
Le entregué la carta que me había enviado Lotta von Bredestein. Podía quedársela, puesto que no decía nada comprometedor.
—Muy bien —dijo el detective, y se la guardó en el bolsillo—. Si ha traído también el pago inicial, todo arreglado.
Saqué un sobre de mi bolso. Por telegrama habíamos acordado que le adelantaría doscientas coronas. No era una cantidad pequeña, pero accedí puesto que Boregard valía su precio. Él aceptó el sobre y lo guardó sin abrirlo. En su profesión solía decirse: «Si tú confías en mí, yo también en ti». Cualquier otra cosa habría sido una vulneración de su ética profesional.
—La mantendré al corriente de mis investigaciones. En caso de que necesite más dinero, aquí tiene una dirección adonde puede enviármelo. Por favor, tenga paciencia, las pesquisas podrían llevar su tiempo.
—Soy consciente de ello —repuse.
Nos miramos un momento y me tendió la mano.
—Bueno, pues ha sido un placer conocerla. Espero poder felicitarla la próxima vez que nos veamos.
Me limité a asentir con la cabeza y le estreché la mano.
—Mucho éxito, señor Boregard. Confío en usted.
—No la decepcionaré. —Hizo una leve reverencia y salió de la cafetería.
Mientras me llevaba la taza a los labios, lo vi pasar por la ventana; un hombre que no llamaba la atención. Estaba segura de que encontraría a Max, mejor dicho, a Hans.