Capítulo 68
Al día siguiente entré en el despacho una última vez antes de empezar de verdad con los preparativos del viaje. El aluvión de correspondencia no se acababa nunca, pero podía quitarme de en medio las cartas más importantes. Un hombre de Estocolmo me había preguntado si estaría interesada en la organización de una liga de carreras de caballos. Había visto una foto de Lucero Vespertino en una revista de cría. Ya se había recuperado del todo tras su grave enfermedad, y el veterinario no veía ningún motivo por el que no pudiéramos criar con él.
En vista de que la guerra en Europa estaba siendo más devastadora y sanguinaria que ninguna otra antes, y no terminaba nunca, no me parecía oportuno organizar carreras de caballos, pero le escribiría diciéndole que participaría en cuanto se depusieran las armas. Sin embargo, no sabía si Lucero Vespertino era el más indicado para competir. No quería desgastar en las carreras al caballo que había nacido el día que murió mi hermano. Debía tener una vida tranquila y, sobre todo, larga.
También el editorial del periódico de ese día informaba sobre la guerra y el menguante entusiasmo del pueblo alemán. La euforia de agosto de 1914 les había costado la vida a cientos de miles. ¿Cuántos más caerían? ¿Cuánto más duraría esa locura?
Mi mirada recayó en el cuadro de Lejongård, el único que había salvado de Estocolmo. La tormenta seguía amenazante, pero me alegró ver que, después de unos años turbulentos, había regresado cierta tranquilidad.
Cuando me volví hacia el correo, vi entre el montón de sobres uno que me había pasado desapercibido. Lo saqué y me quedé alelada al leer el nombre del remitente. Hacía ya medio año desde que había enviado a Hanno Boregard en busca de Max. Con todo lo que había ocurrido, casi lo había olvidado, y de pronto me escribía.
Contemplé un rato más la carta y después la lancé al escritorio como si fuera un insecto repugnante. ¿Quería saber lo que había sido de Max?
En esos momentos, mi vida era plácida. Lennard se ocupaba de los pequeños con ternura, y mi madre estaba más afable que nunca. Claro que eso también tenía que agradecérselo a su enfermedad, pero verla contemplando con ternura a los gemelos siempre me alegraba. Las nieves perpetuas de la reina de hielo se habían derretido, dejando al descubierto a una mujer cariñosa. No tenía ni idea de cómo lo habían conseguido mis hijos.
Y de pronto Max regresaba a mi vida, por lo menos en la carta del señor Boregard. Era posible que solo me enviara una factura, pero intuí que se trataba de algo más. Estuve tentada de abrir el sobre, pero decidí no hacerlo. ¿Y si con eso lo destruía todo? ¿Y si volvía a complicarme la vida? Max me había ocultado muchas cosas, a saber qué más podía descubrir. ¿Quería estropear con ello nuestro viaje a la costa? Sacudí la cabeza. No, no lo quería. Si Boregard había tardado tanto, la carta podía esperar. La abriría a mi regreso. La metí en el cajón en el que, en su día, había encontrado aquel contrato de préstamo y luego me centré en el resto del correo.
Por la tarde, mi madre me pidió que fuera a su dormitorio. Desde hacía varios meses tenía la costumbre de echarse una breve siesta y después tomarse un café en la cama. Las gotas de aquel remedio le habían fortalecido el corazón, de manera que podía realizar sus quehaceres cotidianos, pero le costaba mucho ponerse en marcha después de descansar.
Desde su cama dominaba la habitación como una reina, con una pequeña bandeja de madera en la que había un servicio de café de bordes dorados. Se había bebido la mitad de la taza, y de los cruasanes que la señora Bloomquist había horneado esa mañana ya solo quedaban unas migas y algo de confitura de bayas.
—Hola, madre —dije, y me acerqué la silla que había en su habitación. No le gustaba que me sentara en el borde de la cama—. ¿Cómo te encuentras?
Respiró hondo y haciendo ruido. Ese extraño siseo la acompañaba desde hacía tres meses y no parecía mejorar, a pesar de la medicación. ¿Tendrían que aumentarle la dosis de gotas, tal vez? Hablaría con el médico en cuanto regresáramos.
—Me gustaría poder decir que me encuentro como una joven corza, pero por desgracia no es así. —Se miró las manos y luego me miró—. Quiero que hagas algo por mí. Tú sola.
Enarqué las cejas. Esas últimas semanas me había pedido muchas cosas, pero su voz sonaba más solemne esta vez.
—¿De qué se trata, madre? —pregunté.
Alargó el brazo y abrió el cajón de su mesilla de noche, de donde sacó un objeto metálico. Una llave.
—Toma.
—¿Una llave?
La miré sin entender mientras la recibía.
—Es de un cofre bancario de Kristianstad. No del Handelsbank, sino de un pequeño banco privado. La dirección te la daré después. Quiero que me traigas la cajita que hay allí dentro.
—¿Qué contiene? —pregunté, extrañada. ¿Mi madre guardaba un secreto en una caja de seguridad? Hasta entonces había creído que el único lugar en que guardaba secretos era su corazón.
—Te lo enseñaré a su debido momento. Por favor, ve a buscarla. Hoy mismo o mañana temprano, si te es posible. Es importante.
Me miró con tanta seriedad que no me quedó más que asentir con la cabeza.
Una hora después y con la dirección de ese banco, el Arnulf & Wenders, monté en nuestro nuevo automóvil. Era igual que el coche en que nos había visitado el conde Bergen en su día, un Packard Touring, solo que un modelo nuevo que podía conducirse como berlina o como descapotable. Ni Lennard ni yo habíamos logrado sacarnos licencia de conductores todavía, pero Tjorven, nuestro chófer, sabía conducir estupendamente.
August se jubiló en cuanto lo compramos. Lo hizo un poco a regañadientes, pero se fue a vivir con una viuda del pueblo y disfrutaba de una pensión que yo misma le pagaba todos los meses.
Con el vehículo, que alcanzaba más de cincuenta kilómetros por hora, estuve en Kristianstad en treinta minutos, en lugar de la hora entera que habría tardado a caballo. Era un gran adelanto. Mi madre seguía considerándolo un engendro del diablo, pero pronto se acostumbraría. A mí, por lo menos, me gustaba que el viento me alborotara el pelo cuando acelerábamos por la carretera. A veces le pedía a Tjorven que diera una vuelta de más solo para seguir disfrutando de esa sensación. Durante el trayecto saqué la llave y le di vueltas en la mano. ¿Por qué quería mi madre esa cajita justo ese día? No me parecía probable que contuviera joyas ni nada por el estilo, pero debía de ser algo de gran valor para ella, de lo contrario no lo habría guardado allí.
El banco estaba en una calle lateral que no llamaba la atención y casi pasaba desapercibida. Tuve que llamar al timbre. Por lo visto, tenían cuidado de que no entrara allí cualquiera. Poco después, la cara de un señor mayor apareció en el resquicio de la puerta. Le enseñé la llave.
—Me llamo Agneta Lejongård —me presenté—. Vengo de parte de mi madre, Stella, a recoger algo.
El hombre me miró un momento, después miró la llave. Al ver el número que llevaba inscrito, abrió del todo y dijo:
—Pase, pase, por favor.
Pisé una alfombra de aspecto desgastado por la que parecían haber pasado miles de pies.
—Soy Arvid Wenders, el propietario de este banco —dijo—. ¿Qué desea recoger su madre?
—Una cajita. Me ha dicho que está dentro de un cofre.
Wenders asintió.
—Bien, vayamos a ver.
Me indicó que lo siguiera y pasamos a una sala con ventanillas, que estaba desierta. Detrás del mostrador no había nadie, y tampoco daba la sensación de que allí hubiera una actividad bancaria normal.
—Dígame, ¿qué clase de banco es este? —le pregunté a Wenders mientras recorríamos el pasillo.
—Le extraña esa sala de ventanillas tan vacía, ¿verdad?
Asentí.
—Verá, antes éramos un banco normal, pero en algún momento mi padre comprendió que no llegaríamos muy lejos. Se vio ante la tesitura de tener que cerrar o transformar el negocio. Escogió transformar esto en un banco en el que se puede guardar cualquier cosa que sea importante. —Sonrió con misterio y añadió—: Conservamos objetos de valor y documentos, pero también otras cosas. Nuestros clientes pueden guardar en nuestras cajas todo lo que quieran tener a buen recaudo.
—¿Conoce usted el contenido de las cajas?
Wenders sacudió la cabeza.
—No. Nuestra política estipula que lo que contienen las cajas no nos incumbe.
—¿Y si alguien guarda una confesión de asesinato?
—Pues el mundo no sabrá de ella hasta que el propietario así lo quiera.
—¿Y qué hacen con las cajas que caen en el olvido? ¿Por las que ya nadie paga?
—Se destruyen. Con todo lo que contienen. Nadie puede ver su interior.
Al final del pasillo había una puerta acorazada, muy pesada, que solo podía abrirse con una combinación especial. Wenders giró la ruedecilla de la caja fuerte varias veces y en los dos sentidos, demasiado deprisa para que yo pudiera fijarme en los números. Después abrió la puerta con un ligero chirrido. Tras ella había otra sala con muchas taquillas, tantas que llegaban hasta el techo.
—Si es tan amable de entregarme la llave —dijo el hombre.
Se la di, y con ella cruzó la puerta. Se orientó y enseguida fue hacia el lado izquierdo, donde abrió una taquilla de bastante abajo.
Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí esa cajita. ¿Serían los depósitos más antiguos los de más arriba o los de más abajo? Oí una cerradura. Unos instantes después, Wenders se volvió con un cofre metálico. Seguro que destruirlo resultaba muy complicado.
—Puede abrir el cofre con esta llave —dijo el hombre, y me acercó un par de llaves más pequeñas que la de la taquilla, pero que se parecían—. La llave de la taquilla nos la quedamos hasta que decida devolver el cofre. Si se queda el contenido y quiere renunciar a la taquilla, simplemente háganos llegar el cofre con la indicación correspondiente.
Tras eso, Wenders dejó el cofre en mis manos. Pesaba mucho, lo cual sin duda se debía a que era de acero, aunque tal vez también contenía algo pesado.
—Muchas gracias —dije, y dejé que me acompañara de nuevo hasta la puerta.
Cuando llegamos a Lejongård ya oscurecía. Me quité el abrigo que me ponía para ir en el automóvil, para no resfriarme, y fui con el cofre al encuentro de madre. Stella se había acomodado en el salón, ya que en casa nunca se servía la cena hasta que todos los miembros de la familia habían regresado y podían sentarse a la mesa. A esas horas tenía mucha hambre, y el estómago así me lo hizo saber.
—Suenas como un oso —comentó mi madre sin levantar la vista de los naipes con que estaba pasando el rato.
—Estoy muerta de hambre, pero primero quería traerte la cajita.
Me acerqué y dejé el cofre junto a los naipes.
—Gracias —dijo sin dedicarle ni una mirada.
—Bueno, y… ¿no vas a abrirlo? —La curiosidad me estaba matando.
—No, todavía no. Antes tengo que estar preparada.
—¿Preparada? —me extrañé—. ¿Tan terrible es lo que hay ahí dentro?
—No, no es terrible, pero son cosas sobre las que quiero pensar cuando estemos en la playa.
—¿Algún día me hablarás de ello?
—A su debido momento —contestó, y dejó los naipes—. Ahora tenemos que alimentar el cuerpo.
Se levantó y se dirigió al comedor.
Me pregunté por qué no había querido abrir el cofre enseguida, pero entonces recordé la carta de Boregard, la que yo tampoco había abierto.
¿Debía hacerlo? ¿O era mejor pensarlo a orillas del mar? Si llegaba a la conclusión de que no quería leerla, siempre podría lanzarla a las olas. O quemarla en la chimenea.