Capítulo 62
Al regresar a la finca, estaba agotada y tuve que echarme a descansar un rato, aunque no conseguí dormir. Estuve contemplando el techo de la habitación. Solo podía pensar en qué estaría haciendo Max y cuándo terminaría por fin mi embarazo.
Cuando oscureció, me levanté y bajé a cenar. Sabía lo que me esperaba: una comida en silencio con mi madre, que se quedaría mirando su plato, absorta en sus pensamientos. Sus dos hijos la habían decepcionado. Aunque nuestra familia no había sido mancillada públicamente, jamás podríamos limpiar esas lacras de nuestra historia. Esa noche, mi madre parecía más huraña que nunca.
—¿Dónde has estado esta tarde? —preguntó sin levantar la mirada del plato.
—En Kristianstad —respondí, ya que había utilizado el carruaje y no tenía sentido negarlo.
—Es la segunda vez en una semana. ¿Te has buscado a un amante en la ciudad?
—¡Madre! ¿Crees que engañaría a mi marido?
—Bueno, quién sabe. Ambos os comportáis como dos extraños. Podría imaginarme cualquier cosa.
¿Estaba buscando pelea para descargar su mal humor? ¿O quería provocarme para enterarse del motivo de mi salida?
—Respeto y aprecio a Lennard. Era mi amigo, ahora es mi marido. He tomado una decisión sensata.
—Cuando me hiciste saber tus planes de boda, afirmaste que os habíais dejado llevar por la pasión. ¿Es eso cierto, o me ocultas algo?
—No te oculto nada.
—¿Y por qué haces un viaje tan fatigoso en tu estado? ¿Se trata otra vez de ese tipo que desapareció?
—¡No te oculto nada! —Golpeé el plato con la cuchara, furiosa. ¡Si de verdad quería saberlo, pues muy bien!—. Me he puesto en contacto con un detective para que busque a Max —solté—. ¿Satisfecha? Quiero saber qué fue de él.
Me miró como si acabara de caer un rayo sobre el tejado.
—¿Y por qué quieres saberlo? —preguntó.
—Quiero explicaciones. Quiero saber por qué se marchó.
—Porque era un vagabundo. Seguro que ni siquiera era noble, como afirmaba. Y tú te enamoraste de él.
—¡Eso no es cierto! —exclamé, aunque era justamente eso.
—¿Acaso crees que no tengo ojos en la cara? Me daba cuenta de cómo lo mirabas, y él a ti. De cómo te escapabas de casa por las noches y no regresabas hasta el alba. ¿De verdad crees que no lo sabía?
Me la quedé mirando sin saber qué decir. ¡Conque sí me había visto!
—¿Y sabes lo que pensé cuando me enteré de que habías ido a ver a Lennard y luego me contaste que querías casarte con él porque estabas embarazada? Pensé: ¡Seguro que ese holgazán ha metido a mi hija en un lío! Tienes mucha suerte de que Lennard sea un hombre tan bueno. ¿Lo sabe él?
Sus palabras cayeron sobre mí como mazazos. No sabía qué hacer. Todo lo que decía era cierto. Yo había sospechado que lo sabía, pero no había querido creerlo, y de pronto debía de haberse enterado toda la casa.
—¡Madre, esto ha llegado demasiado lejos! —repliqué—. No puedes humillarme de esta manera.
Ella temblaba.
—De haber podido, habría echado de aquí a ese sinvergüenza. ¡No sabes cuántas veces pensé en obligarle a desaparecer y que te dejara en paz!
—¡¿Lo hiciste?! —grité—. ¿Fuiste tú?
Sentía que me palpitaba todo el cuerpo. Si había sido ella, era una barbaridad que jamás le perdonaría. De pronto se quedó inmóvil. Abrió mucho los ojos y sus rasgos se petrificaron.
—Agneta…
Mi nombre no fue más que un sonido que salió por su boca medio ahogado. Se le tensó todo el cuerpo, luego dejó caer la cuchara y se agarró al mantel. Abrió los ojos con espanto. Mi furia se deshinchó al instante.
—¿Madre? ¿Qué…?
—… mareo —consiguió balbucear. Y se desplomó.
—¡Madre! —exclamé.
Me precipité hacia ella. Llegué a tiempo de sostenerla antes de que resbalara de la silla.
—¡Socorro! —grité mientras intentaba recolocarla en el asiento con cuidado.
¿Había sufrido un ataque al corazón? Poco después, Bruns entró corriendo por la puerta y se detuvo en seco, asustado.
—¡Vayan a buscar al doctor Bengtsen, deprisa!
El mayordomo echó a correr. Justo entonces aparecieron la señorita Rosendahl y Marie.
—Cielo santo, ¿qué ha pasado? —preguntó el ama de llaves, y corrió hacia mí.
—A mi madre le ha dado un mareo de repente. Se ha desplomado.
Le di unos golpecitos en las mejillas, pero no se movía. Tenía la frente empapada de sudor, aunque noté su aliento. Al buscarle el pulso, lo encontré muy débil.
El miedo se apoderó de mí. Parecía un ataque al corazón. ¡Y yo había tenido la culpa!
—Mamá, despierta —le dije en voz baja mientras le acariciaba las mejillas—. No puedes dejarme sola, por favor.
—Tal vez deberíamos llevarla a su habitación —propuso la señorita Rosendahl—. Allí estará más cómoda. Marie, mira a ver si el señor Bruns ha vuelto ya. Si no, busca a Linda. —Se volvió hacia mí—. Señorita, no debería estar así sentada, con su barriga. Seguro que no es bueno para el niño.
En esos momentos me daba igual. ¡Mi madre no tenía ni sesenta años! No podía morir así. No antes de ver a sus nietos. ¡Todavía no! Mientras la señorita Rosendahl me ayudaba a incorporarme, Marie y Linda, que ya estaban allí, levantaron a mi madre con cuidado. Bruns llegó agitado cuando salíamos al vestíbulo.
—Peter va de camino, ha tomado uno de los caballos más rápidos.
—Bien —repuse.
Él levantó a Stella en brazos. Sentí que iba recuperando las fuerzas poco a poco.
—Lleve a mi madre a su dormitorio. Señorita Rosendahl, avíseme cuando vea llegar al médico.
—¿Quiere que me quede con ella? —preguntó Linda, que también estaba pálida.
—No, no será necesario. Yo la vigilaré.
—Pero…
—Linda, por favor. Me siento capaz de ello. ¡Solo estoy embarazada, no enferma!
—Muy bien, señorita —dijo, quedándose un poco atrás.
Vi que la había ofendido, pero en esos momentos mi madre no podía estar acompañada por una criada. Yo era su hija y, aunque nuestra relación fuese difícil, quería hacer algo bien por una vez.
Bruns la subió y juntos la metimos en la cama. Me senté a su lado. Seguía sin abrir los ojos. ¿Qué le ocurría?
—¿Puedo hacer algo más por usted? —preguntó el mayordomo.
Negué con la cabeza.
—No, pero quédese cerca, por favor. Por si necesito su ayuda.
—Como desee. —Bruns se retiró con una leve reverencia.
Acaricié las mejillas de mi madre con suavidad. El corazón me palpitaba, pero el miedo que me embargaba me hizo olvidar que me dolía la espalda y tenía los tobillos hinchados.
—Mamá —susurré—. Mamá, despierta, por favor. Sé lo que he hecho, pero no lo hice para complicarte la vida. Lo amaba de verdad y creía que era el hombre indicado. No podía saber que me había vuelto a equivocar.
Puesto que seguía sin moverse, le desabotoné un poco el vestido. Ni siquiera ese día había prescindido del corsé. Seguro que no era la causa del desmayo, pero la hice girar hacia un lado y aflojé un poco las ataduras para que respirara mejor. Cuando volví a tumbarla de espaldas, su cuerpo se estremeció y recuperó la consciencia con una profunda inhalación.
—¿Agneta? —preguntó, aturdida—. ¿Qué ha ocurrido? ¿No es ya hora de cenar?
—Chsss, mamá, quédate tranquila —le dije en voz baja—. Estábamos abajo, pero te mareaste y perdiste el conocimiento. El doctor Bengtsen llegará enseguida.
—¿El doctor? Pero si no me hace falta.
—Eso tendrá que decidirlo él —repuse, y la recosté de nuevo sobre los cojines con delicadeza.
Mi madre me miró como si no pudiera creer que estuviera a su lado.
—¿Dónde está Linda? —preguntó.
Era evidente que esperaba que hubiera dejado a la doncella a su cargo.
—Abajo, seguramente. Le he dicho que yo me ocuparía de ti.
—Pero en tu estado…
Le tomé la mano y apreté con suavidad.
—En mi estado soy muy capaz de estar sentada a tu lado y cuidar de ti. Aunque luego la espalda y las piernas me maten. Eso da igual, lo importante es que ya estás mejor.
Me miró como si tuviera una visión, o como si yo fuese un trol que había adoptado la forma de su hija.
—Lamento que hayamos vuelto a pelear —proseguí—. No quería alterarte.
No dijo nada. Bajó la mirada y casi temí que volviera a perder el conocimiento. Sin embargo, entonces habló:
—Está visto que así son las cosas entre madres e hijas. No obstante, las madres solo quieren lo mejor para sus hijos.
En ese momento llamaron a la puerta.
—Adelante.
Marie apareció en el umbral.
—El doctor Bengtsen acaba de llegar.
—Gracias. Trae agua, jabón y una toalla para que pueda lavarse las manos, por favor.
—Muy bien, señorita. —Marie hizo una reverencia y se marchó.
—¿Has oído? —le dije a mi madre—. El médico ya está aquí. Te examinará bien y entonces veremos lo que tienes.
Fui a apartarme de su lado, pero ella me agarró la mano con fuerza.
—Quédate, por favor. No me dejes sola.
—No lo haré. Solo voy a recibirlo y enseguida vuelvo.
Cuando salí de la habitación, el doctor estaba subiendo la escalera.
—Ah, condesa Agneta.
—Buenas noches, doctor —saludé, y le di la mano—. Muchas gracias por venir tan deprisa.
Lo acompañé a la habitación. Mi madre, entretanto, se había incorporado. Ya tenía la tez algo más rosada. Quizá no había sido más que un ataque de debilidad… Aunque desmayarse no era nada propio de Stella Lejongård. Cuando murió mi padre, no flaqueó ni una vez, y por entonces ya teníamos peleas tan fuertes como la de ese día sin que su salud se hubiera resentido.
—Buenas noches, condesa —saludó el médico, y le dio la mano—. ¿Qué ha ocurrido?
—Eso tendrá que preguntárselo a mi hija. Yo ni siquiera me acuerdo de haber estado sentada a la mesa. Solo sé que bajé para cenar en el comedor.
Bengtsen me miró.
Me quedé atónita al ver el vacío de memoria que le había dejado ese episodio. ¿No se acordaba de nuestra discusión? ¿El desmayo lo había borrado todo? ¿Por eso estaba tan indulgente conmigo? ¿O quizá no quería hablar de ello en presencia del médico?
—Bueno, estábamos cenando y hablando. —Sería mejor no mencionar la pelea, que no era de la incumbencia de Bengtsen—. De repente dijo que se mareaba y, un momento después, se desplomó. Intenté despertarla, al principio en vano. No volvió en sí hasta que ya la habíamos subido aquí, a su habitación.
—¿Cuándo tiempo ha estado inconsciente? —preguntó el médico mientras le tomaba el pulso mirando su reloj de bolsillo de plata.
—Unos diez minutos. Luego despertó, pero no recordaba nada.
El médico volvió a cerrar la tapa del reloj.
—Quisiera pedirle que se abra la ropa todo lo que le resulte moralmente aceptable —le dijo a mi madre, y me miró—. Si es posible, ayúdela a desatarse el corsé, por favor.
—Muy bien, doctor.
Él se volvió de espaldas y empezó a rebuscar en su maletín. Yo le quité el corsé a mi madre y la ayudé a desvestirse. Se quedó sentada en camisa interior. Nunca la había visto tan vulnerable. Seguía siendo una mujer hermosa, pero su cuerpo mostraba los signos de la edad. Los hombros y el cuello parecían muy flacos, la piel ya no era tan tersa como antes. Fue como ver lo que sería de mí al cabo de unos treinta años.
Cuando terminé, el médico empezó con su examen. La auscultó, le dio unos golpecitos en la espalda, le tomó la tensión y comprobó otra vez el pulso. Entonces le observó los ojos y la boca, y volvió a auscultarle los pulmones. Su expresión podía significar cualquier cosa, tanto atención y concentración como un grave descubrimiento. Al terminar, me pidió que lo acompañara fuera.
—¿No podemos hablarlo aquí, con mi madre? —pregunté mientras Stella guardaba un extraño silencio, como si supiera lo que iba a decirme el médico.
—También lo haremos, pero primero querría hablar a solas con usted.
Salimos. No podía contener la inquietud, el estómago se me revolvía y el pecho me ardía de impaciencia.
—¿Y bien, doctor? Por favor, no alargue esta tortura.
—Algo le pasa al pulso de su madre. Es irregular, y lo mismo he comprobado al auscultarla. Parece que al corazón le cuesta mantener el ritmo. Eso explicaría también por qué perdió el conocimiento de repente.
—¿Quiere decir que tiene una insuficiencia cardíaca?
En lugar de responder, hizo una pregunta:
—¿Se ha quejado de algo últimamente? ¿De sentirse débil, quizá? ¿Problemas de movimiento?
—Mi madre jamás se quejaría. Su posición se lo impide.
—Bueno, entonces, a partir de ahora debería preguntarle de vez en cuando cómo se encuentra, y exigirle una respuesta sincera. Es importante.
¿Una respuesta sincera? Mi madre siempre diría que no le ocurría nada, salvo que discutiera con ella, lo cual no era aconsejable, visto el diagnóstico.
—También me parece que tiene líquido acumulado en los pulmones. No mucho, pero se le oye al respirar. Como un siseo. Deduzco que padece insuficiencia del ventrículo derecho. Eso podría haber perjudicado también a la respiración.
—¿Quiere decir que no obtiene suficiente aire para respirar? Entonces, ¿no debería haberse puesto morada?
—No necesariamente. La asfixia se presenta poco a poco y remite cuando el esfuerzo desaparece. En realidad, no se hace patente a menos que el paciente tenga que esforzarse durante un tiempo prolongado.
Y eso en mi madre, que medía cada uno de sus pasos, rara vez sucedía. A menos que discutiéramos y nos gritáramos.
—El hospital de Kristianstad dispone de un aparato de rayos X —añadió Bengtsen.
Asentí.
—Sí, mandamos comprarlo por recomendación del profesor Lindström.
—Me gustaría hacerle una radiografía de pulmones y corazón. Así podré decirles con seguridad si veo algún problema.
Fue como si me dieran un golpe en la cabeza. ¿Que mi madre tenía insuficiencia cardíaca? No parecía propio de ella.
—Está bien, si cree que puede ser útil. No creo que ella se niegue.
—Bien, entonces me pondré en contacto con el profesor Lindström —dijo Bengtsen.
—¿Cuál sería la terapia, en caso de que se confirme su sospecha?
Estaba conmocionada. ¿En qué medida había contribuido yo a esa insuficiencia cardíaca? ¿Cuánto hacía que me lo ocultaba?
—Le prepararé un medicamento fortificante y estimulante. Además, tendrá que cuidarse. Sería aconsejable una cura, o una estancia junto al mar. Por lo que sé, tienen ustedes una casa en Åhus.
—Sí, así es. ¿Mejorará, entonces, si pasa una temporada allí?
—El aire del mar le sentará bien, y no puede hacerle daño alejarse un poco de aquí, donde los recuerdos de su marido y su hijo están siempre tan presentes.
—Tiene razón, doctor. Me pregunto por qué no me dijo nada. Seguro que se daba cuenta de que algo no iba bien.
—Tal vez haya creído que era por su sufrimiento, por el dolor del luto. A las personas se nos da bien convencernos de cualquier cosa para evitar un problema, hasta que ya no es posible.
Apreté los labios. Y yo, además, no le daba más que disgustos. Había discutido con ella, habíamos peleado.
—Bueno, ¿entramos de nuevo? A su madre me gustaría exponérselo con más delicadeza, a menos que a usted le parezca adecuado que sepa toda la verdad.
—¿Acaso conoce usted toda la verdad? —repuse, y vi que Bengtsen me miraba extrañado—. Me refiero a que sin duda querrá ver la radiografía antes de dar un diagnóstico definitivo, ¿no?
—Así es, condesa —reconoció Bengtsen.
—Bien, entonces dígale todo aquello que pueda asegurar en este momento. Merece saber la verdad, a fin de cuentas ya no es una niña, y tampoco es tonta.
El médico asintió y regresamos con mi madre. Ella, entretanto, había vuelto a ponerse el vestido, aunque no el corsé. No era de extrañar, si no la dejaba respirar bien. Tal vez por fin consiguiera convencerla de que renunciara a esa horrible prenda.
—Bueno, ¿qué ha comentado con mi hija? —preguntó, bastante recuperada. Su cuerpo era delgado pero fuerte, y en sus ojos se veía una expresión inflexible.
—Que me gustaría enviarla al hospital de Kristianstad. Para una radiografía de tórax. —Y la informó de lo que sospechaba y lo que esperaba ver gracias a la placa.
Ella siguió sus explicaciones con semblante imperturbable.
—Muy bien, estoy de acuerdo —dijo—. Disponga todo lo necesario.
—Estupendo, señora. —El médico pareció algo sorprendido. ¿Acaso había pensado que se negaría?—. Haré todo lo que esté en mi mano por restablecer su salud.
—Se lo agradezco, doctor.
Con esas palabras pareció despedir al médico. Bengtsen me miró.
—¿No podría darle algo para que no vuelva a perder el conocimiento? —pregunté. No me gustaba que mi madre se tomara tan a la ligera la sospecha de que padecía una enfermedad cardíaca. ¿No era consciente de lo que significaba?
—Desde luego, le recetaré unas gotas. Y si la sospecha se confirma, le administraré digital, que fortifica los latidos del corazón.
—¿Digital? —repetí.
—La Digitalis purpurea o dedalera —explicó—. Seguro que conoce la planta. Tiene un efecto positivo en el músculo del corazón. En la actualidad tenemos toda una serie de medicamentos que contienen ese principio activo. Hoy, la insuficiencia cardíaca ya no es tan peligrosa como hace unos años, pero de momento empezaremos con algo suave. Después de ver la radiografía tomaré una decisión.
—Muchas gracias, doctor —dije, y lo miré mientras escribía la receta.
Los nombres de los ingredientes del medicamento eran impronunciables, y casi ilegibles también a causa de la letra del médico, pero el farmacéutico sabría qué hacer.
Bengtsen se despidió y anunció que enviaría un mensaje en cuanto tuviera fecha para la radiografía.
Cuando se marchó, ambas estuvimos un rato sentadas en silencio en la cama, una junto a otra. Ella miraba por la ventana, donde se veía el bosque, que en esos momentos quedaba cubierto por el brillo crepuscular. Era una vista tranquila, pero sentí con claridad lo convulsa que seguía mi madre.
—Insuficiencia cardíaca —murmuró al fin—. Nadie de mi familia había tenido insuficiencia cardíaca.
—Tal vez no se lo diagnosticaran —comenté—. Además, creo que también puede desarrollarse. Estos últimos años no han sido muy amables con nosotras.
Mi madre me miró con frialdad. Supe que lo mejor sería disculparme. Por lo visto, solo había fingido esa pérdida de memoria.
—Lo siento —dije, y bajé la mirada—. No quería pelearme contigo. Habría tenido que decirte que quería encontrarlo.
—¿Qué habría cambiado eso? Tú siempre vas a lo tuyo —repuso con un punto de tristeza—. Habrías hecho mejor no liándote con él desde un principio.
Dejé caer los hombros. Tenía razón, pero ¿qué podía hacerse cuando el corazón tenía un deseo y cumplirlo resultaba tan estimulante?
—Aunque reciba noticias de… Max, eso no quiere decir que vaya a dejarlo todo por él. Solo quiero quedarme en paz, saber cuál fue su motivo para marcharse. Una vez lo sepa, cerraré el tema.
Mi madre no respondió. Seguramente estaba pensando en cómo habría sido la vida de haber salido según sus deseos. Le habría gustado controlarlo todo, pero eso no era posible.
—Dime solo una cosa —añadí—. ¿Hablaste con él y lo convenciste de que se marchara?
—No. Me habría gustado tener fuerzas para hacerlo, quería hacerlo, pero no lo hice. Por motivos que algún día quizá te cuente, pero ahora no. —De nuevo guardó silencio y se quedó mirando el dobladillo de su vestido.
—¿Quieres que te suban algo de comer? —pregunté entonces.
—Ya no tengo hambre, pero tú ve tranquila y come algo. Necesitas fuerzas.
Me miró la barriga y por un momento me pareció que quería acariciarla, pero su autocontrol se lo impidió.
—Después subiré a ver cómo te encuentras —le prometí, y salí de la habitación.
Me detuve un momento ante la puerta y justo entonces comprendí todo lo que significaban las palabras del doctor Bengtsen. Mi madre podía morir si su insuficiencia cardíaca no se trataba de manera correcta.
Abajo me encontré con Linda, que esperaba en ascuas.
—¿Cómo está la señora? —preguntó, preocupada.
—Quiere descansar un poco. Será mejor que espere usted en la cocina. La llamará si necesita algo.
Asintió e hizo una leve reverencia antes de retirarse a la cocina.
En el comedor, la cena hacía rato que estaba fría, pero igual me senté y empecé a desmigar trocitos de pan. Al final comí algo de verdura y fruta. No era yo la que quería comer, sino los niños. Por primera vez sentí su hambre, sus ganas de vivir. Ninguna patada en mis entrañas podría habérmelo hecho sentir con más claridad que el apetito que me provocaban.
Los hijos de Max. ¡Cuánto anhelaba saber dónde estaba y si seguía con vida! Cuánto me habría gustado contarle la oportunidad que había perdido cuando se marchó, y saber por qué…