Capítulo 66
Una semana después me dieron el alta del hospital con la condición de que el doctor Bengtsen me visitara regularmente y se ocupara de mi herida. August nos esperaba con el carruaje. Tenía el pelo como siempre, todo alborotado, y el abrigo le caía un poco torcido, como si hubiese perdido peso. Al ver a los dos pequeños en nuestros brazos, se le humedecieron los ojos.
—Es una pena que su difunto señor padre no pueda ver esto. Habría estado muy orgulloso de usted.
—Gracias, August, es usted muy amable. ¿Cómo se encuentra mi madre?
—Huy, también ella está muy feliz. Tiene pensado preparar una pequeña recepción en su honor, según me ha contado Marie. Pero, por favor, no diga que se lo he dicho.
—Mis labios están sellados —contesté, y subí al carruaje con Ingmar.
El pequeño se removía, nervioso, y tenía la mirada muy bizca, pero me habían asegurado que con el tiempo se le iría. Magnus iba con Lennard, y prefirió pasar su primer viaje durmiendo. En general era el más tranquilo de los dos. August cerró la portezuela y subió al pescante.
—Dime, ¿qué te parecen los automóviles? —le pregunté a Lennard cuando ya habíamos salido de Kristianstad.
Él sonrió.
—Mi madre dice que son unas máquinas infernales y apestosas.
Solté una carcajada.
—Bueno, en eso tu madre y la mía están de acuerdo, pero ¿cómo lo ves tú? ¿No sería agradable poder cubrir más rápido el trayecto hasta Kristianstad o hasta tu finca? ¡Incluso podríamos aprender a conducir los dos!
Había leído en un artículo de periódico que en Inglaterra estaban enseñando a conducir a las mujeres, aunque solo para contribuir al esfuerzo bélico. Con eso respaldaban a sus familias, cuyos padres e hijos estaban en el campo de batalla.
—Seguramente se te dará mejor a ti que a mí —repuso—. Pero, si te soy sincero, la berlina que conduce el conde Bergen me gustó mucho.
—Bueno, pues veremos qué dicen nuestras finanzas y, si podemos, nos compramos uno.
—¿Y qué pasará con August? ¿Pretendes que aprenda a conducir uno de esos trastos?
—Si quiere… —dije, aunque me parecía poco probable. August despreciaba los automóviles casi tanto como mi madre. Sin embargo, no podíamos pasar por alto que pronto llegaría el día en que querría retirarse. Ya había cumplido setenta y muchos años, y no tenía por qué ir sentado en el pescante hasta el día de su muerte—. Bueno, es de suponer que no.
—Y tampoco le entusiasmará que lo reemplacen.
—Pero después de todos estos años se ha ganado un descanso, ¿no crees?
Lennard asintió.
—Tienes razón.
Me tomó entre sus brazos y me dio un beso, y esta vez sentí todo su amor.
El sol brillaba con fuerza cuando nos acercamos a Lejongård, como si supiera que la continuidad de nuestra casa ya estaba asegurada. Noté cómo se movían los pequeños. Ingmar levantó una manita y Magnus apretó los ojos a causa de la luz. Cuando pasamos por la sombra, volvió a abrirlos y me miró. Ingmar barbotó con alegría. Sabía que la gente cambiaba a lo largo de la vida, pero ya a esas alturas se veía que Ingmar era el más risueño, mientras que Magnus parecía más reflexivo. Los contemplé con satisfacción y me alegré de que Max, a simple vista, hubiese dejado poco rastro. El tiempo diría cómo llegarían a ser mis hijos.
Cruzamos la alta verja y recorrimos la avenida. Los árboles no tenían hojas todavía, pero en el suelo crecían ya los primeros brotes verdes. Las campanillas de invierno sacaban las cabecitas entre la hierba seca, y también se veían las primeras rosas del azafrán, con los cálices aún cerrados. Cuando nos detuvimos en la rotonda delante de la mansión, vi que todo el servicio había salido a recibirnos a los escalones de la entrada. La señorita Rosendahl y la señora Bloomquist se llevaban el pañuelo a los ojos, emocionadas, y también el señor Bruns parecía conmovido.
Bajamos del carruaje y oímos un ligero murmullo, y entonces todos empezaron a aplaudir. Todavía no veía a mi madre, que debía de esperarnos dentro de la casa.
Que hubiese decidido celebrar una recepción con ocasión del doble nacimiento era todo un detalle, pero no tenía por qué significar que se alegrara personalmente. ¿Mostraría hacia mis hijos la misma frialdad que había tenido para Mathilda?
La señorita Rosendahl y Bruns se acercaron a felicitarnos. Miré hacia un lado y vi que Lena tenía las mejillas sonrojadas de haber llorado. También yo me sentía al borde de las lágrimas, pues el cariño del servicio me conmovió mucho.
Entonces vi a mi madre en la puerta. Llevaba un vestido beis y se había recogido el pelo como si fuese a asistir a algún acto protocolario. Nos miramos un instante, hasta que se acercó y extendió los brazos.
—Bienvenida a casa —dijo, y me dio un beso en la mejilla.
Entonces se volvió hacia Lennard, pero a mis hijos no les dedicó ni una mirada.
—Mira, madre, este es Ingmar Gustav, y Lennard lleva en brazos a Magnus Thure —dije.
—Son encantadores —repuso—. Entrad, por favor, ya he mandado que les preparen las cunas.
Dio media vuelta y echó a andar.
Miré a Lennard, pero él no parecía haber notado nada.
Juntos la seguimos, aunque a mí me costó ocultar mi decepción. Cualquier otra abuela habría tomado en brazos a sus nietos, o por lo menos los habría contemplado embelesado. Mi madre actuaba como si fueran un asunto por fin zanjado.
La habitación de los niños la había dejado lista antes de nuestra partida a Kristianstad. El antiguo dormitorio de mi padre me había parecido el más adecuado, porque estaba justo al lado del nuestro.
Las criadas habían hecho las dos cunas con cojines de encaje y unas mantitas. Junto a ellas había una cómoda y un cambiador, y en las ventanas colgaban delicadas cortinas azules y blancas. La alfombra era azul oscuro y amortiguaba las pisadas. Cuando entramos, noté un suave aroma a lavanda. Marie y Lena habían cortado flores el verano anterior y las habían metido en saquitos aromáticos. Desde el centro de la habitación, sin embargo, me pareció que estaríamos demasiado lejos de los pequeños, así que se lo dije a Lennard.
—Quizá estos primeros días deberíamos poner a dormir a los niños en nuestra habitación. Así podré ver enseguida si tienen hambre.
—Ya te he dicho que deberías buscar niñera —terció mi madre.
—Bruns, ocúpese de que lleven las cunas al dormitorio principal, por favor —dije, ignorando su comentario. No había mostrado ninguna emoción por sus nietos, así que no pensaba darle voz en la decisión sobre la niñera. Además, aunque necesitaría a alguien que se ocupara de ellos las primeras semanas, pues los médicos me habían ordenado reposo, me sentía lo bastante fuerte para cumplir con mis obligaciones de madre.
Bruns hizo una breve reverencia y salió de la habitación. Poco después regresó con un par de mozos. Estos debían de haberse lavado las manos a fondo, porque el olor a jabón duro se notaba mucho.
Trasladaron una cuna tras otra a nuestro dormitorio y luego depositamos en ellas a los bebés. Hasta Ingmar estaba demasiado agotado tras el viaje para seguir pataleando y Magnus simplemente siguió durmiendo.
—Supongo que querréis descansar un poco después del largo trayecto —dijo mi madre, y dio media vuelta—. Podemos hablar luego, en la comida. —Salió del dormitorio.
Miré a Lennard, que también parecía extrañado por su fría actitud.
—Espero que tu madre se alegre más —comenté, y lo rodeé con un brazo.
—Mi madre viene de camino y estará loca de alegría. Tampoco podemos decir que tu madre no se alegre. Tal vez solo se siente algo superada.
No, cree que los niños tienen un padre equivocado, me vino a la cabeza. Sin embargo, me guardé de decirlo en voz alta. Stella tenía razón, pero de todas formas eran sus nietos, porque yo era hija suya.
—Espero que aciertes —dije—. Me resultaría insoportable que mis hijos tuvieran una abuela desapegada. Mi propia abuela era así, una mujer adusta. Tú llegaste a conocerla poco antes de que muriera, creo.
—No lo recuerdo —comentó Lennard, que me acercó hacia sí y me besó.
—Pues mejor —repuse—. Era la persona más tétrica que he conocido. Severa, devota de la Biblia. Nunca la vi sonreír. Hendrik y yo le teníamos miedo.
—Quién sabe qué preocupaciones tendría. Mi abuela era muy cariñosa, siempre me mimaba.
—Bueno, seguro que tu madre también mimará a nuestros hijos.
Lo miré. Cada vez que hablábamos de su madre, sentía mala conciencia. Anna seguía sin saber nada, no sospechaba que no eran verdaderos nietos suyos.
—Muchas gracias —dije—. Por todo.
—No, gracias a ti. Me has regalado dos hijos maravillosos. Solo piensa eso y olvídate de todo lo demás.
¿Sería capaz? No estaba segura, pero en ese momento asentí.
—La verdad es que sí deberíamos descansar un rato —dije, y miré a los gemelos.
Me despertarían cuando necesitaran algo, así que me eché en la cama, contenta de olvidar por un rato la decepción de Stella.
Por la tarde, después de un café algo tenso durante el cual mi madre parecía ausente, me retiré al despacho. Lennard estaba abajo, con la señora Bloomquist, comentando los platos preferidos de su madre para servirlos en su honor.
Vi una pila de cartas sobre la mesa y los archivadores bien ordenados en la estantería de atrás. El sol brillaba y dibujaba claras manchas de luz sobre la alfombra. Un día llevaría allí a mis hijos y les enseñaría a administrar la finca. Si heredaban mi carácter, tal vez no querrían saber nada de eso, y si salían como Max…
No, no quería pensar en él. Al desaparecer había perdido todos sus derechos. Además, tal vez ni siquiera seguía vivo. Boregard me habría avisado si hubiera descubierto algo. O quizá estaba en una isla solitaria de los mares del Sur…
Respiré hondo. El despacho me había hecho recuperar el recuerdo de Max, y no quería eso. Además, algo me llamaba al lado de mis hijos. Quería estar con ellos, disfrutar de cada una de sus respiraciones. El trabajo podía esperar. Regresé al dormitorio.
La puerta, que yo había dejado entornada, estaba del todo abierta y dentro se oían suaves gorjeos infantiles. Ya se habían despertado. ¿Habría vuelto Lennard con ellos?
Terminé de abrir el batiente y vi algo que no habría creído posible: mi madre, sentada en la cama de matrimonio con los dos bebés en brazos. Les hablaba en voz baja y los acunaba. Les sonreía, absorta en su contemplación, sin reparar en mi presencia.
Me sorprendió tanto que me llevé una mano a la boca. La emoción hizo que se me humedecieran los ojos. ¡Por fin se ocupaba de sus nietos! Al cabo de un rato levantó la mirada y me vio. La sonrisa no abandonó sus labios.
—Solo quería verlos un momento —dijo, casi disculpándose, pero no hizo ademán de levantarse.
—No sabes lo mucho que lo anhelaba —repuse—. ¿Por qué no demostraste ninguna emoción antes, madre, cuando llegamos?
El semblante de Stella se tornó melancólico.
—Fue por tu padre y por Hendrik. Oí el nombre de Thure y… ¿Sabes qué día es hoy?
Lo pensé un momento y entonces caí en la cuenta. Ese mismo día, dos años atrás, había sido el último de sus vidas. A la mañana siguiente, hacía dos años, mi padre y mi hermano habían quedado atrapados bajo los escombros en llamas del pajar. Con tantas emociones y tanta alegría, lo había olvidado.
—Llevo todo el día pensando que mañana es el aniversario de su muerte —añadió—. Es una bendición que los niños no hayan nacido ese aciago día.
Tomé a Magnus de sus brazos y me senté junto a ella.
—Tengo la sensación de que ha pasado muchísimo tiempo —dije, y acaricié al pequeño en la mejilla. Ingmar tenía agarrado el dedo de mi madre como si no quisiera soltarlo jamás.
—Pues para mí es como si hubiera ocurrido ayer. Al ver a los niños se me encogió el corazón. Pensé que Thure nunca conocerá a sus nietos. Que nunca sabrá que la continuidad de su familia y su finca está asegurada. Y Hendrik… también se habría alegrado mucho de conocer a sus sobrinos.
—Nos quitaron dos hombres —señalé—, y ahora nos han devuelto dos niños. Algún día conocerán la historia de su abuelo y su tío.
Mi madre asintió, y noté que le costaba contener las lágrimas.
—Lennard me ha contado que estuviste a punto de morir —comentó—. Dice que perdiste mucha sangre durante la cesárea.
—Eso parece, aunque yo no me enteré de nada. Pero mientras estaba anestesiada tuve un sueño. Vi a Hendrik en una pradera. Vino hacia mí, me miró y, cuando le pedí perdón por haberle ocultado la muerte de padre, asintió. Entonces me tocó y… volví a despertar.
—Tu hermano cuidó de ti —dijo mi madre, muy convencida—. Y tu padre también, aunque no te dejara verlo.
Asentí. Me habría gustado creer que existía un lugar desde el que padre y Hendrik veían nuestra vida. Claro que, entonces, también se habrían enterado de los momentos oscuros, pero al menos serían testigos de que la vida seguía su curso en Lejongård. Contemplé un rato los rostros de Magnus e Ingmar, luego miré a Stella.
—¿Crees que de algún modo lograremos olvidar lo que ocurrió? —pregunté—. Nadie puede cambiar el pasado, pero ¿y si intentamos comenzar de nuevo?
Me miró con extrañeza.
—¿Tú estarías dispuesta a ello? Ya sabes que la vida en esta finca tiene más obligaciones que libertades.
—¿Y quién dice que tenga que renunciar a mi libertad por completo? Tal vez también una obligación pueda traer felicidad. ¿Qué me dices, madre? ¿Serás capaz de perdonar que tu hija no sea perfecta?
—Cuando naciste, pensé que eras una niña perfecta —dijo sin dejar de acunar a Ingmar con suavidad. Parecía tranquilizarlo tanto que poco a poco se le cerraban los párpados—. Eras preciosa, y puse todas mis esperanzas en ti. Después creciste y te hiciste una mujer. Mis esperanzas seguían igual, pero comprendí que nunca se cumplirían. Quizá estuvo mal esperar algo de una personita tan pequeña. —Miró a sus dos nietos y casi sonrió con nostalgia—. Eres mi hija —añadió—, y lo serás siempre. Igual que estos niños son mis nietos. Aprenderé a vivir con tus ansias de libertad y tus firmes opiniones.
Entonces me miró.
—En cualquier caso, estoy muy orgullosa de ti. Así que, sí, intentemos comenzar de nuevo.