Capítulo 67
—No olvides decirle a Lena que lleve tu pamela. Si no, cuando volvamos parecerás una campesina.
Reprimí un suspiro.
—Madre, todavía falta una semana para el viaje a Åhus. Lena tendrá tiempo de meterlo todo en la maleta. Hasta la pamela.
Después de las breves vacaciones del príncipe heredero y su esposa, habíamos decidido que también nosotros nos tomaríamos unos días libres en agosto para disfrutarlos en la casa de verano de Åhus. Mi madre había puesto alguna pega al principio, porque opinaba que debíamos ocuparnos de las fincas, pero después había accedido, ya que el corazón la hacía sufrir, a pesar de la dedalera, y el aire del mar le sentaría bien.
—A las criadas hay que decirles con tiempo lo que deben llevar —insistió en el vestidor, mientras escogía su vestuario para el viaje.
Mi mirada recayó en unas fundas de vestidos algo apartadas. Hacía unos meses que Stella había mandado guardar con antipolillas los vestidos de luto, así que habían quedado relegados a una discreta existencia, y yo esperaba que fuese así por mucho tiempo.
—Les daré una lista detallada —repuse—. ¿Me necesitas para algo más?
Seguía sin gustarme estar entre montañas de ropa. En el mar correría la brisa, así que necesitaríamos vestimenta para las tardes frescas.
—Iré a ver a Magnus e Ingmar —añadí—, que ya no deben de acordarse de mi cara.
—Sí, ve tranquila, que tu vieja madre se las apaña bien sola.
Eso de sola era una exageración, porque en algún rincón de ese caos de batistas, sedas y bordados estaba Linda, esperando a que su señora le comunicara su elección.
Salí del vestidor y subí a la habitación. Le había dicho a la niñera que fuera allí a jugar con los pequeños. Ya habían empezado a gatear, a veces casi demasiado deprisa. Ningún mantel estaba a salvo, de modo que le había pedido a Bruns que atara las puntas a las patas de las mesas. Aunque no resultaba muy elegante, al menos no había que temer que los niños acabaran regados por el contenido de una salsera. Me detuve en la puerta. Estaba entreabierta y desde allí podía ver a la niñera.
Rosalie llevaba con nosotros unas semanas y se entendía muy bien con los gemelos. Jugaba con ellos como si fueran sus propios hijos, y las nanas que les cantaba obraban un efecto sedante en ambos, aun en pleno berrinche. Al principio me había mostrado algo escéptica a causa de su juventud, pero enseguida olvidé mis reparos y ya no habría podido estar sin ella.
Magnus e Ingmar jugaban con los cubos de madera que Lennard les había traído de su propia habitación infantil. Su madre los había conservado por nostalgia, así que ahora tenían una segunda vida. Como siempre, una sensación de calidez se extendió por mi pecho. Muchas cosas habían cambiado ese último medio año. Mi relación con Lennard había mejorado. Todavía no nos habíamos acercado físicamente, aunque eso era porque el doctor Bengtsen nos había advertido de un posible nuevo embarazo. La cesárea podía provocar adherencias, que a su vez podían tener consecuencias perjudiciales, así que me había aconsejado no quedar encinta hasta dos años después.
Yo estaba muy decidida a darle un hijo también a Lennard. Él dejaba bien claro que ya consideraba suyos a Magnus e Ingmar, pero era yo quien deseaba más. Una niña que mantuviera a raya a los dos chicos, tal vez. Sin embargo, por el momento todo eso eran castillos en el aire. Abrí la puerta.
—Ah, señora, no la había oído —dijo Rosalie, que se levantó e hizo una leve reverencia.
—Solo quería ver cómo están. Al parecer no les apetecía la siesta, ¿verdad?
—No, prefieren jugar. Aunque a Magnus ya empieza a notársele cansado. Enseguida los acostaré.
—Muy bien. No deje que la engatusen con sus encantos.
—Eso cada vez me cuesta más, la verdad sea dicha, pero es por su bien.
Tomé a Magnus en brazos. Sí que parecía tener sueño. Incluso medio año después, era su hermano el que, por lo visto, acaparaba toda la energía, mientras que él era el más tranquilo de los dos.
—Debería empezar a pensar usted también qué quiere llevarse —dije mientras dejaba a Magnus y levantaba a Ingmar, que soltó un gritito de alegría y me tiró del pelo. Siempre tenía que impedirle que me lo agarrara, porque tenía la costumbre de no soltarlo más.
Rosalie nos acompañaría a la casa de verano, igual que Lena y Linda. También a la señora Bloomquist le habría gustado ir con nosotros, pero tenía que ocuparse del servicio y los mozos de cuadra, así que nos conformaríamos con una ayudante de cocina. Lennard había amenazado con que cocinaría él, pero no confiábamos en sus artes.
—No mucho. Tres vestidos, mis libros. Lo cierto es que no necesito más.
Vi su seria sonrisa y sus rizos rubio oscuro. Seguro que los hombres de Åhus no le quitarían ojo.
—Si desea cualquier cosa, avíseme. La señorita Rosendahl viaja mañana a la ciudad y se encargará de los últimos recados.
—Muchas gracias, señora, no necesito nada.
Rosalie volvió a sonreír con cariño. Su afecto era conmovedor.
Juntas acostamos a los gemelos. Mientras ella se sentaba entre las dos cunas para vigilarlos, yo les di un beso a cada uno y regresé un momento a mi antigua habitación de soltera. Me tendí en la cama y mi mirada recayó en algo en lo que no pensaba desde hacía una eternidad.
Allí, olvidado junto a las cortinas, seguía estando mi viejo caballete. Las manchas de pintura estaban oscurecidas; la madera, descolorida y seca. Me levanté y lo saqué de allí. Las bisagras rechinaron un poco al abrirlo. Estaba estropeado, pero todavía podía usarse. De pronto sentí un hormigueo en la punta de los dedos. ¡Cuánto tiempo hacía que no pintaba! Claro, me había jurado no volver a hacerlo después de abandonar Estocolmo. Sin embargo, esos últimos tiempos me había sorprendido contemplando largamente el paisaje de vez en cuando y preguntándome con qué colores podría llevarlo a un lienzo.
Acaricié la madera y sentí una extraña emoción. Seguro que el mar ofrecería unos motivos maravillosos. Aunque hubiera dejado los estudios, quizá no había perdido el talento. ¿Y si lo intentaba? ¿Y si dejaba entrar las imágenes en mi interior para luego liberarlas con mi mano y un pincel?
—¿Y eso qué es? —me preguntó Lennard unos días después, cuando llevé el caballete a nuestro dormitorio, donde ya estaba preparada la maleta.
—Voy a decirte lo que es: un caballete.
Cuando éramos jóvenes, a veces me había visto sentada ante él, sobre todo en sus últimas visitas antes de mi marcha a Estocolmo.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—Colgar mis vestidos.
—¡No me tomes el pelo!
—Te lo tienes merecido por hacer semejante pregunta. Voy a pintar, por supuesto.
—Pensaba que no querías reintentarlo.
—Quizá me precipité un poco. Vamos a la playa, y allí seguro que habrá amaneceres maravillosos. Confieso que, últimamente, a veces me apetece juguetear un poco con los colores. —Dejé el caballete junto a la maleta—. ¿Crees que en Åhus encontraremos telas?
—Seguro que sí, y también tendrán pintura para artistas ambiciosas. —Lennard me sentó en su regazo—. ¿Alguna vez te has arrepentido de haber dejado el arte?
—Sí, alguna. Pero sí, me juré no volver a pintar. Ya te conté lo de Michael.
Lennard asintió. En los últimos meses habíamos hablado mucho, por fin nos habíamos convertido en una pareja de verdad. Cierto era que todavía nos faltaba el ardor apasionado del amor de juventud, y quizá nunca llegáramos a tenerlo, pero nos teníamos el uno al otro, confiábamos el uno en el otro, nos apoyábamos. Al fin entendía que el matrimonio no consistía solo en amor y pasión, sino también en confianza, seguridad y amistad.
—No he echado de menos los cuadros que destruí en aquel entonces —proseguí—, pero ahora que tengo la sensación de que todo va encajando, empiezo a sentir nostalgia de los colores, del olor del óleo y el aguarrás. —Lo miré—. Podría pintar a nuestros hijos, cada año, hasta que sean mayores.
—Seguro que se alegrarán de poder mostrar esa galería cuando paseen por la casa con sus novias —bromeó Lennard.
—Olvidas que los cuadros no siempre tienen que ser grandes. También pueden ser miniaturas que su madre esconde en un cajón y que los hijos encuentran en algún momento y les hacen sonreír. —Me apoyé en su pecho—. Me gustaría mucho volver a pintar.
—Pues deberías hacerlo. Me encargaré de que tengas todo lo necesario.
—Eres un cielo.
Le di un beso y miré el caballete con una sonrisa.
La idea de esa pequeña galería se había hecho un hueco en mi corazón.