Capítulo 38
El final de un verano dorado y fresco se convirtió en un otoño neblinoso y encapotado. En los campos pelados retozaban las cornejas y los cuervos, el follaje de los árboles se tiñó de rojo y amarillo mientras los abetos y las píceas se convertían en oscuros guardianes que esperaban la nieve.
Langeholm compareció muy pronto ante el juez, lo cual sin duda se debió a la importancia de nuestra familia. No pudimos ahorrarnos la desagradable obligación de verlo cara a cara y declarar en su contra, pero al menos no tuvimos que hacerlo en público. Cuando nos enteramos de que lo habían sentenciado a cadena perpetua, toda la finca lo celebró y organizamos una pequeña fiesta. Oficialmente era la fiesta de inauguración del establo restaurado, pero todos sabían que en realidad celebrábamos la sentencia.
También se lo hice saber a Marit, por supuesto, que se lo contaría a Susanna. A finales de noviembre recibí una larga carta de mi amiga en la que me contaba que Susanna había traído al mundo una niña sana. Le había puesto Mathilda, y Marit me prometió que lo arreglaría todo para que pudiera conocerla.
El matrimonio con el contable transcurría con normalidad. El hombre trabajaba mucho y pasaba mucho tiempo fuera de casa cuando terminaba la jornada. Susanna casi siempre tenía su pequeño hogar en Södermalm para ella sola. Marit contaba que se desvivía en su papel de esposa y que hasta el momento no había oído quejas por su parte. Con esas noticias y a pesar de los altibajos que habíamos vivido durante todo el año, pudimos pasar una Navidad tranquila y un fin de año espléndido.
Esta vez no hubo peleas con los invitados y, puesto que Max no quiso asistir a la recepción oficial, fui a visitarlo a su cabaña. No ocurrió gran cosa, aunque yo lo habría deseado. Bebimos juntos y nos dimos calor, pero, aparte de eso, él mantuvo las distancias… tal como me había prometido ya en verano.
Pasó el tiempo, dejamos atrás una primavera húmeda y fría, y mayo al fin nos trajo algo de calor. El año de luto había tocado a su fin, y madre y yo pudimos desempolvar nuestra ropa de colores claros. Mucha estaba desfasada, pero la modista de Kristianstad se ocupó de que pudiéramos hacer acto de presencia en la inminente fiesta del Midsommar vestidas a la moda y con elegancia.
Nacieron nuevos potros y vendimos animales crecidos. El hecho de que Lejongård estuviese dirigido por una mujer seguía desconcertando a algunos clientes, pero, gracias a los extraordinarios conocimientos de Max, enseguida pude disipar sus dudas. Uno tras otro comentaban que la hija de Thure Lejongård había heredado el instinto para los negocios de su padre, y que la finca familiar no estaba ni mucho menos en peligro.
La mañana del 1 de junio, un Tim exaltado me llamó al establo. El mozo me explicó que algo iba mal con Lucero Vespertino. Ya tenía un año y estaba a punto de convertirse en uno de los mejores caballos que nuestra finca había criado jamás.
También Max estaba en el establo. El vientre del animal se hinchaba y deshinchaba con fuerza. Sus ollares parecían algo azulados.
—Temo que no sobreviva al día de hoy. —En los ojos de Max percibí preocupación—. Hace unos días que lo veo débil, esto podría ser demasiado para él.
Al potro no se le notaba ninguna debilidad. Solo al examinarle los ojos, tal vez, podía verse algo de cansancio. Pero Max lo conocía bien, puede que incluso mejor que yo, y sabía cómo se manifestaba el malestar en él.
—Solo tiene un año —comenté—, y hasta hace poco estaba en muy buenas condiciones.
—Las condiciones no guardan relación con la edad —explicó Max—. También los caballos jóvenes pueden enfermar. Podría ser algo pasajero, pero es posible que este haya desarrollado una insuficiencia cardíaca. Deberíamos consultar a un veterinario.
—¿Hubo casos de insuficiencia cardíaca en su finca? —pregunté mientras acariciaba la crin del animal. Cada vez me resultaba más raro tratarlo de usted en público, pero seguíamos sin decidirnos a cambiar eso.
—En la nuestra no. Nuestros caballos solían tener problemas de cascos, pero en las fincas vecinas vi animales que se debilitaban de repente a raíz de una fuerte insuficiencia cardíaca. En el caso de Lucero Vespertino, sería mejor descubrirlo antes de que se nos desplome durante una cabalgada.
Esas palabras me encogieron las entrañas. Conocía de memoria las anotaciones de mi padre y mi abuelo sobre todos los caballos que se habían criado allí, y hacía mucho que no se producían incidentes de salud importantes con los de Lejongård. La fiebre aftosa había causado estragos una vez, y en otra ocasión se había producido una serie de cólicos extraños. Ningún caballo nuestro había sufrido nunca de insuficiencia cardíaca, pero todo era posible.
—Deberíamos llamar a Linus. Él sabe más de caballos que nadie de por aquí.
—¿Incluso más que yo? —Una sonrisa provocadora apareció en el rostro de Max.
Últimamente había llegado a conocerla bien, pero todavía conseguía hacerme perder la cabeza.
—Linus es un hombre muy sabio en quien hasta mi abuelo confiaba. Tal vez sus conocimientos no estén en la línea de la medicina veterinaria actual, pero tiene un instinto muy certero. Seguro que podrá detectar una insuficiencia en un caballo.
—¿Y podrá darnos también un diagnóstico?
—¿Por qué no? —repuse.
—Bueno, soy un poco escéptico en cuanto a esa clase de «conocimientos». En nuestro pueblo había una curandera a la que acudía la gente cuando enfermaba. Al médico lo evitaban, hasta que un día la anciana erró con su diagnóstico y eso casi le costó la vida a una mujer. El médico pudo salvarla, por suerte.
—¿Y quién era esa mujer?
—Mi madre —respondió Max—. La anciana decía que los medicamentos no servirían de nada porque no creía en ellos, pero yo opino que solo podía curar males que se solucionan con hierbas. Todo lo demás deberían examinarlo los médicos.
Asentí y me pregunté qué clase de mal aquejaría a su madre. Hasta entonces no me había contado nada de eso, pero tampoco hablaba mucho de su familia.
—Aun así, consultamos a Linus. Valoro su opinión. Hasta ahora no se ha equivocado nunca.
—Está bien, como quiera.
Max no parecía entusiasmado, y tampoco Langeholm había tenido en mucha estima a Linus. Tal vez el viejo consiguiera convencerlo.
En la casa me esperaba la correspondencia habitual: facturas, solicitudes de criadores y comunicaciones del Handelsbank. Sin embargo, entre todo ello me llamó la atención una carta que no encajaba con las demás. Era de papel de tina amarillento y pesaba mucho para un sobre tan pequeño. Le di la vuelta, extrañada. No tenía remitente, y la dirección estaba escrita con letra insegura. Por un instante temí que fuera de Langeholm. Desde el presidio podían enviarse cartas, así que ¿qué le impedía maldecirnos desde la distancia? Pero abrí el sobre y, antes aún de sacar la cuartilla, de dentro cayó una pequeña fotografía.
En ella se veía a una niña pequeña echada en un almohadón, llevaba un vestidito de volantes y un gorrito en punta. Le sonreía al fotógrafo. Esa sonrisa me atravesó como un rayo e hizo que se me saltaran las lágrimas. Era la sonrisa de Hendrik.
Me quedé un momento mirando el retrato y lo acaricié delicadamente con el pulgar. Mi sobrina. Esa idea me llenó de calidez, como si fuese un tazón de leche caliente con miel. La hija de Hendrik. Qué maravilloso verla por primera vez…
Tardé varios minutos en soltar la fotografía. Saqué la carta y, por la caligrafía algo torpe, comprendí que la había escrito la propia Susanna.
Querida señorita:
Espero que esté bien. Aquí le envío un retrato de Mathilda, que crece estupendamente y ya ha empezado a gatear. Es toda mi alegría, y apenas puedo creer la suerte que usted me facilitó.
Sigurd es un hombre bueno. Cuando está con Mathilda, casi podría creerse que es su padre. Se ocupa muy bien de ella y de mí. A veces desearía que fuese capaz de mostrarme su cariño de otra forma, pero no puedo esperar eso de él.
Hace unas semanas invité a mis padres a visitarnos, pero por desgracia me contestaron que no vendrían. Eso me entristeció mucho. Soy consciente de que los he decepcionado, pero que no quieran ver a su nieta es lo peor.
Sé que es mucho pedir, pero ¿podría enseñarle la fotografía a mi madre cuando la vea? Quiero que por lo menos sepa cómo es Mathilda.
¿Qué tal le va a Lena? Seguro que ya está más familiarizada con la casa. Sé muy bien el miedo que pasó los primeros días. ¿Y Marie? ¿Y la señora Bloomquist? Hace poco incluso me acordé de la señorita Rosendahl. A veces me gustaría escribirles a ellas también, pero seguro que eso causaría demasiado revuelo.
Le deseo todo lo mejor y espero que la alegría haya regresado a Lejongård.
Muy atentamente,
Susanna
Bajé la carta. Me alegraba ver que a Susanna le iba tan bien, y esperaba que su suerte durara mucho. Sin embargo, me entristecía que sus padres hubiesen roto todo contacto con ella. ¿Acaso no podían perdonar a su hija? ¿No les alegraba que no hubiese caído en desgracia? ¿Que incluso hubiese subido de categoría social más de lo que habría logrado en el pueblo?
Pensé entonces en mi madre. Nuestra relación había mejorado, aunque de vez en cuando teníamos roces. Ya solo mencionaba mi época en Estocolmo en contadas ocasiones, y solo cuando yo quería introducir una innovación que no le gustaba.
¿Qué pensaría de Susanna y Hendrik? Stella no seguía enfadada con su hijo, pero tal vez sí con la criada. Solo con mencionarla podía darle un arrebato de cólera. Mi mirada recayó en la fotografía. ¿Le interesaría a mi madre saber cómo era Mathilda? Decidí esperar un poco. En un momento bueno tal vez se mostrara más receptiva.
Por la tarde, al fin, llegó Linus montado en su poni gordo y pesado. El anciano estaba como siempre. Me di cuenta de que Max reprobaba que lo hubiera mandado llamar, pero, por mucho que pudiera saber él de caballos, a veces había cosas que solo podía detectar alguien con décadas de experiencia.
—Buenas tardes, Linus —saludé al sabio de los caballos y le estreché la mano.
Parecía algo más débil que la última vez. El tiempo también pasaba para él.
—Buenas tardes, joven condesa. Me alegro de verla. Ya hace tiempo de nuestro último encuentro. ¿Es que no le nacen nuevos potros?
—Sí, claro que nacen.
Miré a Max, que no había visto con buenos ojos poner añicos de espejo en la ventana cuando las yeguas parían. Yo le había comentado que era una tradición, pero él adujo que conllevaba el riesgo de provocar un nuevo incendio. En el juicio contra Langeholm se demostró que había utilizado uno de esos añicos para prender el fuego. Después de eso, le traspasé a Max la responsabilidad de los partos. Ni un solo animal había sufrido daño alguno y los potrillos correteaban alegres por los prados.
—Solo queríamos dejarle descansar un poco —añadí—. No olvide que ya no es usted un jovencito.
—¡Bah! —exclamó el anciano—. Es por el nuevo, que se cree que sabe hacer las cosas mejor que los viejos.
—Eso no es verdad —protestó Max—, pero me crie entre caballos, igual que mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo. ¡Llevo la cría de caballos en las venas!
—A este le falta un hervor —masculló Linus—. Veamos ese caballo.
Le indiqué que me siguiera. También Max nos acompañó, aunque a una distancia prudente.
Cuando llegamos, Lucero Vespertino había caído de rodillas y no conseguía levantarse. Intenté animarlo, pero temblaba sin fuerzas.
—¿Podría ser el corazón? —preguntó Max desde el fondo.
El viejo no le hizo caso. Se acercó al caballo, se inclinó sobre él y le habló en esa lengua arcaica que usaba cuando se ocupaba de un animal. Le abrió la boca, le examinó las membranas mucosas y le olfateó las fauces. Le examinó bien los ollares, los ojos y las orejas. Después se levantó y rebuscó algo en su bolsa.
—Ponga esto en el alféizar para que no se lo lleve la de la guadaña. Le buscaré también algunas hierbas para darle fuerzas.
—¿Es el corazón? —pregunté.
—No, no, solo es un poco de debilidad. Seguro que se ha tragado algo que no debía.
—¿Que se ha tragado algo? —Me volví hacia Max, desconcertada. ¿Qué podía haber en el pienso?
—Una planta venenosa, lo más seguro.
—¿Y un trocito de cristal? —pregunté con miedo.
—Improbable. Los caballos son muy cuidadosos, pero una planta venenosa sí podría ser. De vez en cuando se mezclan con el heno. Mis hierbas pueden quitarle el veneno del organismo y fortalecerlo.
Max arrugó la frente con escepticismo.
—Yo propondría llamar a un veterinario de verdad.
—¿Es que no confía en mí? —preguntó Linus, indignado.
—Sí, sí, Linus, no pasa nada. Vaya a por esas hierbas —me apresuré a terciar.
Me quedé con el amuleto. Tenía unas pequeñas inscripciones en el borde, runas venidas de otro tiempo. Sin duda sería inocuo, pero las hierbas tal vez ayudaran en algo. El viejo no dijo nada, pero noté que disfrutaba de su victoria.
—Volveré hoy mismo —dijo entonces—, y usted se encargará de que le den esas hierbas antes de la medianoche.
—Así lo haré. El señor Von Bredestein se ocupará de ello.
Vi asomar una expresión escéptica en el rostro de Linus, que se volvió hacia la puerta.
—¿Lo acompaño a la salida? —se ofreció Max después de poner los ojos en blanco.
—No, joven, conozco el camino.
Dicho eso, el viejo montó en su poni y se marchó.
—¿Estás segura de que quieres hacerle caso? —preguntó Max—. Entiendo que me mire con escepticismo, a fin de cuentas soy nuevo y extranjero, pero es muy mayor e intenta solucionar las cosas con magia. Ese galimatías y el amuleto…
—Lo sé, no crees en ello, y yo tampoco. Por lo menos en las palabras mágicas, los amuletos y los añicos de espejo. Pero sus hierbas nos han ayudado mucho con los animales, Linus siempre conseguía que los partos de los potros acabaran bien.
—Sí, con conjuros mágicos —gruñó Max—. En realidad, las yeguas podrían tener solas a sus potros. Solo es necesario intervenir cuando hay complicaciones, cosa que estos últimos meses he tenido que hacer solo dos veces.
—Y con óptimos resultados, pero intentemos lo de las hierbas —insistí—. Si no sirven de nada, siempre podemos llamar a un veterinario.
Max asintió.
—Está bien, lo intentaremos. Sin embargo, que quede constancia de que a mí me parece una insuficiencia cardíaca.
—Probablemente sea ambas cosas —repuse, y lamenté tener tan pocos conocimientos sobre enfermedades equinas—. Seguro que también hay plantas venenosas que atacan el corazón.
—Ya, pero dudo que Lucero Vespertino haya comido nada parecido; conozco algunas de esas plantas. Por cierto, también pienso mirarme bien qué hierbas trae el viejo. Si encuentro algo que no me parece oportuno, te lo diré.
—Gracias, no esperaba menos de ti.
Lo miré a los ojos. Me hubiera gustado besarlo, pero en ese momento llegaban dos mozos por el camino. Me aparté de él y carraspeé. Max entendió mi gesto y también se separó un poco.
—¿Nos vemos esta noche? —preguntó.
—Sí.
—Estupendo. Espero que Linus se dé prisa con las hierbas. No soporto ver sufrir al potro.
—Tampoco yo. Haremos lo correcto.
Al marcharme le rocé la mano. El tacto de su piel cálida hizo que todas mis preocupaciones se disiparan, aunque regresaron en cuanto salí del establo. ¡Por nada del mundo quería perder a Lucero Vespertino!