16

Mi cuenta por habitación, pensión completa, lavandería, etc., era ya tan alta por aquellos días que me costó muchos cheques de salarios el saldarla. Me quedé hasta ese día y luego me mudé. Los precios de mi casa eran excesivos para un pobre asalariado como yo.

Encontré una pensión cerca de mi trabajo. La mudanza no fue muy dificultosa. Todas mis pertenencias no alcanzaban a llenar una maleta…

Mamá Strader era mi casera, una pelirroja apagada con buena pinta, muchos dientes de oro y un novio ya maduro. La primera mañana me hizo entrar en la cocina y me dijo que me serviría un whisky si iba al patio trasero y alimentaba a las gallinas. Lo hice y luego me senté a beber en la cocina con Mamá y su novio, Al. Llegué una hora tarde al trabajo.

La segunda noche escuché unos golpecitos en mi puerta. Era una tía gorda de unos cuarenta y pico años. Sostenía una botella de vino.

—Vivo en la planta baja. Me llamo Martha. Te he oído escuchar esa música tan buena todo el rato. Pensé que a lo mejor te apetecía una copa.

Martha entró. Llevaba puesto un batín verde descolorído, y después de unos pocos vinos empezó a enseñarme sus piernas.

—Tengo unas buenas piernas.

—Yo soy un hombre de piernas.

—Mira más arriba.

Sus piernas eran muy blancas, gordas, blandorras, con protuberantes venas purpúreas. Martha me contó su historia.

Era puta. Se hacía los bares de las afueras y el centro. Su principal fuente de ingresos era el dueño de unos grandes almacenes.

—Me da dinero. Y entro en sus almacenes y cojo lo que quiero. Los vendedores no me dicen nada. Él les ha dicho que me dejen tranquila. No quiere que su esposa sepa que yo tengo un polvo mejor que el suyo.

Martha se levantó y puso la radio. Muy alta.

—Soy buena bailarina —dijo—. ¡Mira cómo bailo!

Se meneaba con su toldilla verde, agitando las piernas. No era tan excitante como decía. Al poco rato tenía el batín por encima de su cintura y andaba moviendo el trasero delante de mi cara. Los pantys rosados tenían un gran agujero en la nalga derecha. Entonces el batín cayó al suelo y ella se quedó sólo en pantys. Siguieron los pantys, que fueron a reunirse torpemente con el batín, y ella siguió meneándose. Su triángulo de vello púbico estaba casi oculto por su barriga flácida y bamboleante.

El sudor estaba haciendo que se le corriese el maquillaje. De repente se estrecharon sus ojos. Yo estaba sentado en el borde de la cama. Se arrojó encima mío antes de que yo pudiera reaccionar. Su boca abierta presionaba la mía. Sabía a esputo y a cebollas y a vino rancio y (me imaginaba) el semen de cuatrocientos hombres. Empujó su lengua dentro de mi boca. Estaba espesa de saliva, me ahogaba y la eché fuera con una náusea. Se puso de rodillas, me abrió la bragueta y en un segundo mi floja picha estaba en su boca. Chupaba y movía la cabeza. Martha llevaba una pequeña cinta amarilla en su corto pelo grisáceo. Tenía pecas y grandes lunares marrones en su cuello y mejillas.

Mi pene se alzó; ella gruñía, me mordió. Grité, la agarré del pelo, la aparté de mí. Me levanté en el centro de la habitación, herido y aterrorizado. En la radio sonaba una sinfonía de Mahler. Antes de que pudiera hacer nada, ella estaba otra vez de rodillas mamándomela. Me estrujaba los huevos sin piedad con ambas manos. Su boca se abrió, me atrapó; su cabeza subía, bajaba, chupaba. Dándole un tremendo tirón a mis pelotas al tiempo que casi cercenaba mi polla por la mitad, me forzó a echarme al suelo. Los sonidos de succión invadían la habitación mientras en mi radio sonaba Mahler. Me sentía como si estuviese siendo devorado por una fiera inclemente. Mi picha se levantó, cubierta de esputo y sangre. La vista de la misma la hizo caer en el frenesí. Sentí como si se me estuviesen comiendo vivo.

Si me corro, pensé desesperado, nunca me lo perdonaré.

Mientras me doblaba para tratar de apartarla de un tirón en el pelo, ella me agarró otra vez los huevos y los estrujó sin contemplaciones. Sus dientes parecían tijeras en mitad de mi polla, como si quisiera cortármela en dos. Pegué un alarido, solté su pelo, caí de espaldas. Su cabeza subía y bajaba incansable. Estaba convencido de que la chupada podía ser oída en toda la pensión.

—¡No! —chillé.

Persistió con inhumana furia. Empecé a correrme. Era como succionar la médula de una serpiente atrapada. Su furia estaba mezclada con locura; sorbió la esperma gorgoteando.

Continuó lamiendo y mamando.

—¡Martha! ¡Para ya! ¡Se acabó!

No le dio la gana. Era como si toda ella se hubiese convertido en una gran boca devoralotodo. Continuó chupando y bombeando. Siguió, siguió. —¡No! —aullé otra vez… Esta vez se la bebió como un batido de vainilla por una pajita.

Me desmayé. Ella se levantó y comenzó a vestirse. Se puso a cantar:

Cuando una nena de Nueva York dice buenas noches

Ya es madrugada pasada

Buenas noches, dulzura

Ya es madrugada pasada

Buenas noches, dulzura

El lechero vuelve ya a su casa

Doblé mis piernas, rebusqué en mis pantalones y encontré mi cartera. Saqué cinco dólares, se los alcancé. Ella los cogió, se los introdujo por el escote del batín, entre las tetas, me agarró juguetona las pelotas una vez más, las apretó, las dejó y se fue de la habitación bailando un vals.

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