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La siguiente cosa que ocurrió fue que contrataron a una chica japonesa. Yo siempre había tenido la extraña convicción, durante mucho tiempo, de que, después que todos los problemas y el dolor desaparecieran, una chica japonesa vendría un buen día a mí y juntos viviríamos felices para siempre. No con una felicidad excesiva, sino con facilidad, entendimiento profundo e intereses mutuos. Las mujeres japonesas tenían una hermosa estructura ósea. La forma del cráneo y ese modo en que se aprieta la piel con la edad, eran algo adorable; la piel tensada del tambor. A las mujeres americanas se les ablandaba la cara más y más y finalmente se les caía. Hasta sus culos se les caían también, de forma indecente. La fuerza de ambas culturas era asimismo muy diferente: las mujeres japonesas entendían instintivamente el ayer, el hoy y el mañana. Llamadlo sabiduría. Y tenían el poder de la firmeza. Las mujeres americanas sólo sabían del hoy y tendían a romperse en pedazos cuando un solo día les iba mal.

Así que me quedé cantidad con la chica nueva. Aparte, seguía bebiendo duro con Jan, lo cual me descerrajaba a tope el cerebro, me daba una extraña sensación ventilada, lo hacía funcionar entre cabriolas y quiebros y torbellinos, me daba mucha marcha. Así que el primer día que se acercó con un puñado de facturas, le dije:

—Eh, ven que te agarre. Quiero besarte.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

Se fue. Mientras se alejaba me di cuenta de que tenía una leve cojera. Comprendí el significado: era el dolor y el peso de los siglos.

Empecé a acosarla como un borracho congestionado y caliente atravesando Texas en un autobús Greyhound. Ella estaba intrigada —comprendía mi chifladura—. La estaba conquistando sin enterarme.

Un día llamó por teléfono un cliente preguntando si teníamos disponibles botes de un galón de cola de pegar y ella vino a mirar entre unas cajas almacenadas en un rincón. La vi y le pregunté si podía ayudarla. Ella me dijo:

—Estoy buscando una caja de cola de pegar con un sello de 2-G.

—¿2-G, eh? —le dije.

Puse mi brazo alrededor de su cintura.

—Vamos a hacerlo. Tú eres la sabiduría de siglos y yo soy yo. Estamos hechos el uno para el otro.

Empezó a soltar risitas como una mujer americana. —Eh —dije—, las chicas japonesas no hacen esas cosas. ¿Qué coño pasa contigo?

Se dejó apresar por mis brazos. Vi una pila de cajas de pintura apoyadas contra la pared. La llevé hasta allí y gentilmente la hice sentarse en la pila de cajas. La hice tumbarse. Me puse encima y comencé a besarla, subiéndole el vestido. Entonces entró Danny, uno de los empleados. Danny era virgen. Danny iba a clase de pintura por las noches y se quedaba dormido durante el día en el trabajo. No sabía distinguir el arte de las colillas de cigarrillos.

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí? —dijo, y luego se fue corriendo hacia la oficina central.

Bud me mandó llamar a su oficina a la mañana siguiente.

—Sabrás que a ella también la tenemos que despedir.

—Ella no tuvo la culpa.

—Estaba contigo ahí detrás.

—Yo la forcé.

—Ella accedió, según Danny.

—¡Qué coño sabrá Danny de eso! A la única cosa a la que ha accedido en su vida es a su mano.

—El os vio.

—¿Qué vio? Ni siquiera llegué a bajarle las bragas.

—Esto es un lugar de trabajo.

—¿Qué me dice de Mary Lou?

—Yo te contraté porque pensé que eras un empleado de envíos competente.

—Gracias. Y acabo siendo despedido por tratar de follarme a una exótica de ojos rasgados con una cojera en la pierna izquierda encima de cuarenta galones de pintura de garrafón que, por cierto, han estado vendiendo al departamento de arte del City College de L.A. como si fuera de primera categoría. Tal vez debería denunciarles a la oficina de Defensa del Consumidor.

—Aquí está tu cheque. Estás despedido.

—Está bien. Nos veremos en Santa Anita.

—Claro.

En el cheque había un día extra de pago. Nos dimos la mano y luego me fui.

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