51

Jan y yo estábamos en Los Alamitos. Era sábado. Las carreras de cuarto de milla eran una novedad por aquel entonces. En dieciocho segundos eran un ganador o un jodido perdedor. En aquellos días las tribunas consistían en filas superpuestas de simples bancos de madera sin barnizar. Se estaba llenando de gente cuando llegamos, así que extendimos unos periódicos en nuestros asientos para señalar que estaban ocupados. Luego bajamos al bar a estudiar nuestros programas…

En la cuarta carrera llevábamos 18 dólares ganados descontando gastos. Hicimos nuestras apuestas para la siguiente carrera y volvimos a nuestros asientos. Un viejo bajito de pelo gris estaba sentado en mitad de nuestros periódicos.

—Señor, estos son nuestros asientos.

—Estos asientos no están numerados.

—Ya sé que no son asientos numerados. Pero es una cuestión de común cortesía. Verá… hay gente que llega aquí temprano, gente pobre, como usted y como yo, que no pueden pagar la entrada a los asientos reservados; esta gente extiende periódicos en sus asientos para indicar que están ocupados. Es como un convenio ¿sabe? un convenio de cortesía… porque si los pobres no se comportan decentemente entre sí, nadie lo va a hacer.

—Estos asientos NO están reservados.

Se acomodó un poco más en los periódicos que habíamos puesto allí.

—Jan, siéntate. Yo me quedaré de pie.

Jan trató de sentarse.

—Córrase un poco —le dije—, si no puede ser un caballero, no sea un cerdo.

Dejó un poco de sitio y Jan se sentó. Mi caballo, que estaba 7 a 2, salía de la valla más exterior. Hizo una mala salida y tuvo que correr retrasado. Remontó en el último momento para quedar en fotografía junto al favorito a 6 a 5. Aguardé esperanzado. Subieron a la barra el número del otro caballo. Yo había apostado 20 dólares a ganador.

—Necesito un trago.

Dentro había un tablero totalizador de apuestas. Los dividendos de la siguiente carrera ya estaban puestos cuando entramos. Le pedimos bebidas a un tío que parecía un oso polar. Jan se miró en el espejo, preocupándose por la flaccidez de sus mejillas y las bolsas bajo sus ojos. Yo nunca me miraba en los espejos. Jan cogió su bebida.

—Ese viejo de nuestro asiento, tiene carácter. Es un viejo zorro con un par de cojones.

—No me agrada.

—Te dejó en mantillas.

—¿Qué quieres que le haga a un viejo?

—Si hubiese sido más joven tampoco hubieses podido hacerle nada.

Eché un vistazo al totalizador. Three-Eyed Pete estaba a 9 a 2, parecía tan bueno como el primer o el segundo favoritos. Acabamos nuestras bebidas y le aposté 5 dólares a ganador. Cuando volvimos a los bancos, el viejo seguía allí sentado. Jan se sentó junto a él. Las piernas de ambos se apretaban.

—¿Cómo se gana la vida? —le preguntó Jan.

—Vivo de las rentas. Me saco sesenta mil al año, libres de impuestos.

—¿Entonces por qué no va a los asientos reservados?

—Eso es prerrogativa mía.

Jan se pegó más a su lado. Le sonrió con la más bella de sus sonrisas.

—¿Sabe que tiene unos ojos azules preciosos?

—Uh, huh.

—¿Cómo se llama?

—Tony Endicott.

—Yo me llamo Jan Meadows. Me apodan Neblina.

Los caballos se colocaron en la valla de salida y comenzó la carrera. Three-Eyed Pete salió el primero. Sacó una cabeza de ventaja todo el recorrido. En los últimos treinta metros el chico sacó la fusta, pegándole en el culo. El segundo favorito hizo un pequeño remate final. Otra vez quedaron en fotografía y supe que había perdido.

—¿Tienes un cigarrillo? —le preguntó Jan a Endicott. El le pasó uno, ella se lo puso en la boca, y con el cuerpo pegado al suyo, él se lo encendió. Se miraron a los ojos. Yo me agaché y le agarré por el cuello de la camisa.

—Señor, está usted en mi asiento.

—Sí. ¿Qué piensa hacer al respecto?

—Mire bajo sus pies. ¿Ve el hueco que hay bajo el asiento? Es una caída de siete metros hasta el suelo. Le puedo tirar por ahí.

—No tiene cojones.

Subieron el número del segundo favorito. Había perdido. De una patada le metí una de sus piernas por el hueco y empecé a empujarle. El se resistió, era sorprendentemente fuerte. Me clavó los dientes en la oreja izquierda; me estaba arrancando la oreja de un mordisco. Le puse los dedos alrededor de la garganta y empecé a ahogarle. Tenía un largo pelo blanco que le crecía en mitad de la garganta. Tosía y trataba de coger aire. Abrió la boca y pude zafar mi oreja. Le metí la otra pierna por el hueco. Tuve un flash en mi cerebro con una foto de Zsa Zsa Gabor: fría, muy arreglada, inmaculada, llena de perlas, con sus pechos a punto de salirse por el ancho escote… luego los labios, que jamás serían míos, dijeron no. Los dedos del viejo se aferraban al banco. Estaba suspendido bajo las tribunas. Le pisé una mano. Luego le pisé la otra. Cayó al vacío. Fue cayendo muy despacio. Pegó contra el suelo, rebotó una vez, subió más alto de lo que yo esperaba, volvió a caer, rebotó una segunda vez, muy poco, y se quedó tendido inmóvil en el suelo. No se veía nada de sangre. La gente a nuestro alrededor pasaba de todo, con las narices metidas en sus programas.

—Venga, larguémonos de aquí —dije yo.

Salimos por la verja lateral. La gente seguía estudiando sus apuestas. Era una tarde benigna, no demasiado calurosa, un clima agradablemente templado. Salimos fuera del hipódromo, pasamos los locales del club y vimos a través de la verja a los caballos salir de los cajones, recorriendo el lento círculo hasta la meta. Fuimos hasta la explanada del parking, subimos al coche y nos marchamos de allí. Conduje de vuelta a la ciudad, cruzando primero por los depósitos de petróleo y las fábricas, luego por el campo abierto pasando pequeñas granjas, tranquilas, agradables, con el heno ordenado en doradas pilas, los graneros con la pintura blanca gastaba bajo el sol poniente, pequeñas granjas asentadas en altos cerros, perfectas y acogedoras. Cuando llegamos a nuestro apartamento descubrimos que no había nada que beber. Mandé a Jan a que comprara algo. Cuando volvió, nos sentarnos y bebimos, sin hablar apenas.

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