71

Janeway Smithson era una pequeña, enfermiza y canosa caricatura gallinácea de un hombre. Nos metió a cinco o seis tíos en un taxi y nos dirigimos al lecho del río de L.A. Por aquellos días, el río de Los Angeles era un puro fraude —no había agua, sólo un ancho, llano y seco cauce de cemento. Los vagabundos vivían allí abajo por centenares, en pequeños huecos en el hormigón bajo los puentes. Algunos habían puesto incluso macetas con plantas delante de sus refugios. Todo lo que necesitaban para vivir como reyes era calor enlatado (los tubos de calefacción) y lo que recogían del vecino vertedero de basura. Estaban bronceados y relajados y la mayoría de ellos tenían un aspecto mucho más saludable que cualquier típico hombre de negocios de Los Angeles. Aquellos hombres no tenían problemas con las esposas, los impuestos, los caseros, gastos de entierros, dentistas, intereses bancarios, reparaciones de automóvil, ni votos en una cabina con la cortinita cerrada.

Janeway Smithson llevaba en la compañía veinticinco años y era lo suficientemente imbécil como para enorgullecerse de ello. Llevaba una pistola en su bolsillo derecho y presumía de haber parado el taxi en menos tiempo y menos metros en el test de frenado que cualquier otro hombre en toda la historia de la compañía. Mirando a Janeway Smithson pensé que aquel rollo del récord o era una mentira o había sido una puta casualidad. Aparte, como cualquier otro hombre con veinticinco años de servicio en una misma compañía, Smithson era un demente total.

—Muy bien —dijo—, Bowers, tú eres el primero. Pon a esta soplapollas de máquina a ochenta por hora y mantenla así. Yo llevo esta pistola en mi mano derecha y el cronómetro en la izquierda. Cuando yo dispare, tú frenas. Si no tienes reflejos para parar lo bastante pronto, estarás esta tarde vendiendo plátanos verdes en el cruce de la Séptima y Broadway… ¡No, jodido imbécil! ¡No mires a la pistola! ¡Mira al frente! Te voy a cantar una nana, voy a hacer que te duermas. Nunca adivinarás cuándo este hijo de puta que te habla va a disparar.

Disparó en este instante. Bowers pisó el freno. Botamos y rebotamos y el coche derrapó. Nubes de polvo se alzaban de debajo de las ruedas mientras patinábamos entre grandes pilares de hormigón. Finalmente el coche con un chirrido dio una última sacudida y se paró. Alguien en el asiento trasero estaba sangrando por la nariz.

—¿Lo he conseguido? —preguntó Bowers.

—Eso no te lo voy a decir —dijo Smithson, haciendo unas anotaciones en su libreta negra—. Muy bien, De Esprito, ahora te toca a ti.

De Esprito cogió el volante y volvimos otra vez a lo mismo. Los conductores se fueron turnando mientras corríamos por el cauce del río de arriba a abajo, quemando frenos y neumáticos y pegando tiros con la pistola. Me tocó el último.

—Chinaski —dijo Smithson.

Me puse al volante y aceleré el coche hasta los noventa.

—Tú tienes el récord, ¿eh pistoletas? ¡Te voy a borrar del mapa, te voy a dar una patada en el culo! —le dije.

—¿Qué?

—¡Quítate la cera de los oídos! ¡Te voy a pisotear, pistoletas! ¡Yo le di una vez la mano a Max Baer! ¡Yo fui una vez mecánico de Tex Ritter! ¡Despídete de tu mierdoso record!

—¡Estás conduciendo con el freno pisado! ¡Quita el pie del maldito freno!

—¡Cántame una nana, pistoletas! ¡Cántame tu cancioncita! ¡Tengo cuarenta cartas de amor de Mae West en mi petaca!

¡Nunca podrás batir mi record!

No aguardé al disparo. Pisé los frenos. Había supuesto bien su reacción. El pistoletazo y el frenazo sonaron al mismo tiempo. Batí su record mundial por cuatro metros y nueve décimas de segundo. Eso es lo que dijo al principio. Entonces cambió de tono y me acusó de haber hecho trampa. Yo dije:

—Está bien, tío, ponme la marca que te salga de los cojones, pero vámonos del río. No va a llover y está claro que no vamos a pescar ni un puto pez.

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