Trece años antes
—Hola.
Mantengo la cabeza hundida entre los brazos. No quiero que él me vea llorando otra vez. Sé que no se reirá de mí; de hecho, ninguno de ellos se reiría de mí. Pero la verdad es que no sé por qué estoy llorando, y deseo dejar de hacerlo, pero no puedo y lo odio, lo odio, lo odio.
Se sientan en la acera junto a mí, uno a cada lado. Sin embargo, no levanto la cabeza y sigo triste, pero no quiero que se marchen porque estoy muy a gusto aquí con ellos.
—Quizá esto haga que te sientas mejor —me dice ella—. Las he hecho en la escuela, una para cada una.
No me pide que levante la vista, de modo que no lo hago. Entonces noto que pone algo sobre mi rodilla.
Me quedo inmóvil. No me gusta recibir regalos, y no quiero que ella me vea mirándolo.
Sigo con la cabeza agachada, llorando, y me gustaría saber qué me pasa. Algo me pasa porque, de lo contrario, no me sentiría así cada vez que ocurre. Porque se supone que tiene que suceder. O, al menos, eso es lo que me dice papá. Se supone que tiene que suceder y yo tengo que dejar de llorar, porque eso le da muchísima pena.
Ellos se quedan a mi lado durante mucho tiempo, pero no sé exactamente cuánto porque desconozco si las horas duran más que los minutos. Él se acerca a mí y me susurra al oído:
—No olvides lo que te dije. ¿Recuerdas qué tienes que hacer cuando estás triste?
Asiento con la cabeza sin mirarlo. He estado haciendo lo que él me recomendó, pero a veces no se me pasa.
Tras un par de horas o quizá minutos, ella se pone en pie. Quiero que se queden un minuto o dos horas más. Nunca me preguntan qué me pasa, y por eso me caen tan bien y quiero que estén aquí conmigo.
Por debajo del codo veo a hurtadillas los pies de ella alejándose. Cojo el regalo que me ha dejado en la rodilla y lo toco con los dedos. Me ha hecho una pulsera. Es elástica y morada, y tiene la mitad de un corazón. Me la pongo en la muñeca y sonrío, aunque todavía estoy llorando. Levanto la cabeza y él sigue junto a mí, mirándome. Parece muy triste, y me siento mal porque me da la sensación de que soy yo la culpable de que esté así.
Se pone en pie y se vuelve hacia mi casa. La mira durante mucho tiempo, sin decir nada. Es un chico muy pensativo, y siempre me pregunto qué es lo que tiene en la cabeza. Entonces dirige la vista hacia mí.
—No te preocupes —me dice, tratando de esbozar una sonrisa—. Él no vivirá para siempre —añade, y se da la vuelta y camina hacia su casa.
Yo aprieto los ojos y vuelvo a apoyar la cabeza sobre los brazos. No sé por qué ha dicho eso. No quiero que papá muera… solo quiero que deje de llamarme «princesa».