Trece años antes

Solía aguantar la respiración y desear que él pensara que estaba dormida. Pero no funciona porque a él le da igual que esté dormida o despierta. Una vez contuve la respiración para que él pensara que estaba muerta. Aquello tampoco funcionó, porque ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba tratando de hacer.

Gira el pomo. Ya no me quedan más trucos e intento pensar en uno tan rápido como puedo, pero no lo consigo. Él cierra la puerta al entrar y oigo sus pasos acercándose. Se sienta a mi lado en la cama y aguanto la respiración. No porque crea que esta vez funcionará, sino porque me ayuda a no pensar en lo asustada que estoy.

—Hola, princesa —me saluda, poniéndome el pelo detrás de la oreja—. Te he traído un regalo.

Aprieto los ojos porque quiero el regalo. Me encantan los regalos, y él siempre me trae los mejores, porque me quiere. Pero no me gusta que me los traiga por la noche, porque nunca me los da directamente. Siempre me obliga a darle las gracias de antemano.

No quiero este regalo. No lo quiero.

—¿Princesa?

La voz de mi papá siempre me provoca dolor de tripa. Siempre me habla con mucha dulzura, y eso hace que eche de menos a mamá. No recuerdo su voz, pero papá dice que era como la mía. Papá también dice que mamá se pondría triste si dejara de aceptar sus regalos, porque ella ya no puede recibir ninguno. Eso me da pena y hace que me sienta mal, de modo que me doy la vuelta y lo miro.

—¿Puedes dármelo mañana, papá?

No quiero que él se ponga triste, pero tampoco quiero abrir el regalo esta noche. No quiero.

Papá me sonríe y me retira el pelo de la cara.

—Claro que puedo dártelo mañana. Pero ¿no quieres darle las gracias a papá?

El corazón empieza a latirme muy fuerte, y odio esa sensación. Tampoco me gusta la sensación de miedo que tengo en la tripa. Dejo de mirar a papá y dirijo la vista hacia las estrellas, deseando poder pensar en lo bonitas que son. Si pienso en las estrellas y en el cielo, quizá el corazón dejará de latirme tan rápido y la tripa no me dolerá tanto.

Intento contarlas, pero no paso de la quinta. No recuerdo qué número es el que sigue al cinco, de manera que tengo que volver a empezar. Tengo que contar las estrellas una y otra vez y de cinco en cinco, porque en estos momentos no quiero notar a papá. No quiero sentirlo, ni olerlo, ni oírlo, y tengo que contarlas y contarlas y contarlas y contarlas hasta que no lo sienta, ni lo huela, ni lo oiga.

Al final mi padre deja de obligarme a que le dé las gracias, me coloca el camisón y me susurra:

—Buenas noches, princesa.

Me doy la vuelta, me cubro con las sábanas hasta la cabeza, aprieto los ojos e intento no llorar, pero lo hago. Lloro como cada vez que papá me trae un regalo por la noche.

Odio recibir regalos.