DOS DIARIOS PARA LARS
1915
Vuelvo a casa, amor mío. El viaje es largo y los minutos caen con el ritmo angustioso de las horas. Pero he comenzado a escribirte y parece más liviana la condena del tiempo y la distancia de la ausencia. He comenzado a escribirte y siento que las palabras fluyen sin dolor, como fluye la tinta por el plumín de la estilográfica. He comenzado a escribirte y siento alivio, siento consuelo y te siento a ti, presente en cada recuerdo que se agolpa en mi cabeza, luchando por quedar impreso en el papel.
Este es, amor mío, mi relato. Un relato para ti que es en mi descargo.
***
Hoy me he casado, hermano. He asistido como un extraño a la ceremonia, como quien contempla desde el purgatorio su propio funeral.
No puedo dejar de pensar en ella…
He cogido unas hojas en blanco, he mojado la pluma en tinta negra y he empezado a escribirte.
Sólo deseo hablarte de ella.
Sólo deseo redactar mi confesión.
1913
2 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que desde que habíamos traspasado la frontera el panorama era húmedo y gris. La lluvia nos había acompañado durante la mayor parte del viaje, la nieve aparecía cuando nos acercábamos a las montañas. Nunca me desagradó la lluvia. Al contrario que a la mayoría de los mortales me gustan los días grises de otoño; por algo llevo sangre del norte en mis venas.
Con la frente apoyada en la ventana del compartimiento de primera clase, observaba el paisaje correr a mi lado y pensaba, sorprendida de mi nostalgia, en mi casa; en mi auténtica casa, el hogar de mi niñez. Recreaba las tardes de otoño en las que me asomaba al mirador que colgaba sobre la plaza del pueblo, una como tantas otras que hay en España: cuadrada, coqueta y típica; con sus arcos de piedra, su templete, su reloj y su bandera ondeando en el balcón del Ayuntamiento; con cierto sabor a rancio y a atraso pero con un encanto difícil de imitar. Desde el mirador me gustaba contemplar su suelo empedrado, semioculto por enormes charcos, mi plaza se mostraba un poco tristona y solitaria sin su gente… Te podría contar tantas cosas de mi hogar; todas esas cosas que nunca te conté. Aunque quizá tampoco sea ya el momento…
—Isabel.
Al oír mi nombre, volví al vagón de primera clase, al continuo traqueteo del tren sobre los raíles, a la Gran Duquesa viuda Alejandra de Brunstriech que era quien me llamaba y al Gran Ducado del mismo nombre que era mi destino.
Por aquel entonces yo acababa de descubrir que el Gran Ducado de Brunstriech no era más que un castillo colgado de las montañas y rodeado de algunas miles de hectáreas de tierras situadas a pocos kilómetros de Viena, entre el Imperio austrohúngaro y el Imperio alemán. El Gran Ducado de Brunstriech era además un residuo del extinto Gran Ducado de Valdavia, absorbido en 1871 por Alemania cuando en la guerra franco-prusiana el Gran Duque se puso de parte de los franceses, que tuvieron la desafortunada idea de perder.
Fue entonces cuando el Gran Duque de Valdavia, emparentado con la familia real austríaca, obtuvo del emperador un acuerdo con el káiser Guillermo I por el que Brunstriech debería permanecer bajo el poder del Gran Duque y la protección del Imperio austro-húngaro.
El anterior Gran Duque estuvo casado con una española, Alejandra, quien se había quedado viuda hacía años y vivía en Brunstriech, a menudo aburrida, ya que a pesar de tener dos hijos éstos pasaban más tiempo en el extranjero que en casa debido a sus obligaciones profesionales. La Gran Duquesa viuda era una mujer de aspecto severo y estirado. Alta, delgada, con el pelo totalmente blanco, la cara de rasgos afilados y la mirada fría, no aparentaba ser la anciana despistada, atolondrada y encantadora que en realidad era.
Aunque todo eso… Bueno, todo eso tú ya lo sabes porque ella era tu madre y tú el Gran Duque de Brunstriech.
—Isabel —insistió—, ¿vienes al vagón restaurante? Cenaremos algo.
—Sí, tía —contesté antes de que comenzara a impacientarse.
14 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que nos alojamos en el Hotel de Crillon. Desde que había sido inaugurado cuatro años atrás, el Hotel de Crillon se había convertido en el sitio ideal para que la aristocracia europea se alojase con todas las comodidades que su selecto criterio exigía para pasar una estancia en París. No en vano también se trataba de un palacio que había pertenecido a los duques de Crillon hasta que fue convertido en lujoso alojamiento abanderado del estilo francés de savoir vivre; estaba situado entre la zona cultural y frívola de la capital. Perfecto para la Gran Duquesa viuda Alejandra.
Según ella, una semana sería suficiente para enseñarme la ciudad, visitar a un par de amistades (que se convirtieron en un par de decenas) y adquirir el equipo completo para una joven que debutaba en sociedad. Una semana realmente frenética entre casas de moda, salones de té y museos. Ambos sabemos que París es una ciudad de alocado ritmo y tu madre una mujer de naturaleza inquieta que me arrastró a un torbellino de sedas, encajes y rasos, perfumes y sombreros, alfileres, cintas métricas… Eso por la mañana. Por la tarde tocaban listas interminables de pintores y escultores, estilos arquitectónicos, horarios de museos… Y por la noche, largas cenas con aburridos personajes sociales totalmente desconocidos para mí. Aquella estancia en París, la ciudad de la luz, la moda, el arte y el amor fue simplemente agotadora, créeme.
Sin embargo, amor mío, París nunca dejaba de cautivarme, con aquellas calles recoletas donde siempre había una mesita bajo un farol para tomar un café; o por las pequeñas plazas donde se desplegaban los mercados callejeros. Me encantaban los jardines cubiertos por alfombras de hojas secas y el tiovivo de colores brillantes que había en el centro de las Tullerías, Disfrutaba paseando entre los puestos de acuarelas y litografías de la rive gauche. Y cerca del hotel, nada más doblar la esquina donde siempre olía a pan y a bollos de mantequilla recién horneados, había una pequeña tienda que vendía de todo un poco, como si de un bazar oriental se tratase, y en la que me hubiera encantado detenerme a curiosear. Después de todo, cualquier ciudad, incluso París, tiene algo de pueblo. Y aquel pueblo era mi París.
Al quinto día de nuestra estancia tu madre sucumbió a las limitaciones de la ancianidad y cayó exhausta en una siesta profunda y larga, ofreciéndome el momento propicio para que yo me acercase al tiovivo de las Tullerías a ver montar a los niños en los caballitos de madera mientras saboreaba un algodón de azúcar, aquella rareza que había vuelto dulce el copo de una rueca.
La tarde era fría pero soleada y el parque estaba bañado en la luz anaranjada de los últimos rayos de sol antes del crepúsculo. Deambulé primero por los caminos de tierra entre las hermosas estatuas griegas y los setos de arbustos bien recortados. En mi camino me cruzaba con los parisinos que disfrutaban de la tregua del otoño; las damas elegantes paseaban escoltadas por sus doncellas, las niñeras empujaban carritos de bebé con grandes ruedas, por los que asomaban encajes con lazos rosas o azules, los soldados silbaban a las chicas guapas, las niñas saltaban a la comba y los niños jugaban a empujar con un palo largo pequeños barcos de vela sobre las aguas de una fuente. A lo lejos se oía la música tintineante y repetitiva del tiovivo.
Estaba tan ensimismada disfrutando de lo que me rodeaba que no me fije en el hombre que desde que había salido del hotel me seguía a una distancia prudencial. Había cruzado la plaza de la Concordia y había seguido mis pasos en las Tullerías, apoyándose en los árboles para fumar cada vez que yo me detenía. Había esperado el momento adecuado… justo cuando elegía un banco cerca del tiovivo para sentarme plácidamente a leer un libro. En ese mismo instante corrió hacia mí, enganchó mi bolso y tiró con fuerza de él para arrebatármelo. Aunque me cogió totalmente por sorpresa, tuve el reflejo de aferrarme al bolso para evitar que me lo quitara.
Todo ocurrió en segundos: unos breves instantes de acometida y forcejeo desde que sentí el tirón hasta que acabe en el suelo arrastrada por la sacudida. Finalmente, al notar que la gente me miraba alarmada por lo sucedido, el ladrón huyó corriendo sin conseguir su botín.
Tras el asalto me encontré tirada en mitad del parque, entre la tierra y las hojas, con el bolso fuertemente asido con una mano, los nudillos se me habían puesto blancos de tanto apretar. Es curioso cómo después de una caída lo primero que uno siente, por fuerte que haya sido el golpe, no es dolor o aturdimiento, sino un terrible bochorno producto de un inoportuno sentido del ridículo. «Que no me haya visto nadie», suele ser el primer ruego raudo, pero en mi caso carecía de sentido pues me hallaba en el centro de un corrillo de gente que me miraba atentamente mientras murmuraban en francés. De modo que no sólo me observaban en una postura irrisoria, sino que, además, como se me había subido la falda, les mostraba impúdica mis pantorrillas y parte de mi ropa interior. De un rápido movimiento volví a cubrirlas.
—Vous étes bien, mademoiselle? —se interesó alguien a mi lado mientras me asía del codo para ayudarme a levantan.
—Sí…, Eh… Oui, oui… —le contesté todavía algo aturdida al caballero (según pude comprobar después de mirarle) que amablemente se había acercado en mi auxilio.
—¿Se ha hecho daño? —comenzó a dirigirse a mí en español, al tanto de mi nacionalidad gracias al espontáneo «sí» con el que le había contestado. En su voz había la sombra de un acento cuya procedencia no me molesté en identificar—. Tiene las manos heridas…
En realidad sólo era una: la palma de la que no había defendido el bolso y en la que me había apoyado al caer para evitar que mi cara acabara en la tierra. Tenía cuatro raspones manchados de arena como los que lucen los niños en las rodillas tras una tarde en el parque. Literalmente, me había lijado la mano.
—No es nada… —murmuré cabizbaja.
Todavía me sentía más azorada que otra cosa y lo único que deseaba era que todo el mundo se dispersase y me dejase sola con mis manos raspadas, mi vestido manchado de polvo y mi sentido del ridículo en plena ebullición; incluido el amable caballero.
Pero él no parecía dispuesto.
—Será mejor que se las lave un poco o se le podrían infectar. La acompañaré a aquel quiosco.
No hubo opción a la réplica. Me escoltó entre la gente que nos rodeaba (y que dado que el espectáculo tocaba a su fin ya empezaba a retirarse) hasta un quiosco de bebidas que había a unos pocos metros del tiovivo. Entretanto, yo me empeñaba en limpiar de mi vestido los rastros de la caída.
El pequeño establecimiento tenía unas pocas mesas de hierro y mármol sin pulir y tras la barra, un ceñudo camarero con bigotillo bien recortado, pajarita y mandilón blanco —como todos los camareros franceses—, al que el joven que me acompañaba —pues entonces me di cuenta de que era joven— le preguntó por les toilettes, s’il vous plaít.
—Iln’y a pas —le contestó el interpelado con cara de querer añadir: «esto es sólo un quiosco callejero, pimpollo, no el Ritz».
—Entonces, tal vez pueda proporcionarnos un poco de agua para que la señorita se lave las manos y dos tazas de té con limón —sugirió en un tono tan imperativo que el reticente camarero no tuvo nada que objetar.
—¿Ya se le ha pasado el susto? —me preguntó después de que nos sentáramos.
¿Susto? No me había parado a pensar que…
—¡Dios mío, han intentado robarme el bolso! —caí en la cuenta y exclamé.
—Efectivamente. Y no lo han conseguido. Ha mostrado usted mucha fuerza.
Asentí mecánicamente. No le escuchaba pues estaba recapacitando sobre lo sucedido.
—Cuando mi tía se entere… ¡Mi tía! —Hice ademán de ponerme en pie—. Tengo que marcharme. Tal vez se alarme…
Pero me detuvo.
—Espere. Tómese el té. Una bebida caliente le calmará la agitación. Y si se limpia la sangre de la mano, quizá su tía se alarme menos.
¿De veras parecía yo agitada?
Sus argumentos parecían convincentes, así que decidí volver a acomodarme en la silla al ver aparecer al camarero con la comanda. Ciertamente me haría bien ese té que humeaba en la taza, tan calentito y apetecible, ahora que empezaba a hacer más frío. Antes de darme tiempo a ponerle azúcar, el joven caballero sacó su pañuelo y lo empapó en el agua que había pedido.
—¿Me permite? —solicitó tomando mi mano.
Con mi beneplácito, pasó el pañuelo suavemente sobre mis heridas.
Por primera vez desde el incidente le miré como a la persona que me había ayudado. Vestía con elegancia y su rostro, en el que destacaba una cicatriz sobre la boca que le daba el aspecto de tener un labio leporino, resultaba agradable. Era de ese tipo de rostros que, aun siendo la primera vez que se ven, tienen un aire casi familiar: inspiran confianza y sosiego al momento.
—¿Le escuece?
—No… Me temo que todavía no le he dado las gracias, señor…
—Windfield. Richard Windfield —contestó alzando los ojos y con una sonrisa que quería ser seductora y que imaginé que siempre acompañaba a su presentación—. Si tuviese un poco de jabón sería mejor.
—Está bien así, gracias. Siento… siento no haber sido muy amable con usted, señor Windfield.
—No tiene que disculparse. Estaba usted aturdida. Ahora bébase el té, le sentará bien.
Ambos tomamos un sorbo de las tazas.
—Ha tenido mala suerte. No suele haber robos en esta parte de la ciudad.
—Ni yo tengo pinta de ricachona con el bolsillo lleno —concluí mostrando mi fastidio—. Vaya… para una vez que me decido a salir sola. ¡Menuda aventura frustrada!
—Aún no me ha dicho su nombre.
—Es cierto. Disculpe de nuevo mi descortesía. Me llamo Isabel Alsasúa.
—Es un placer, señorita Alsasúa.
—Debería decir «igualmente», señor Windfield, aunque la verdad es que para mí haberle conocido va más allá del mero placer ya que me ha salvado usted de morir desangrada —el señor Windfield volvió a reír—. No es usted francés, ¿verdad?
—No. ¿Cómo lo ha sabido?
—Pues… —vacilé para después responder lo primero que se me pasó por la cabeza—, porque no tiene cara de francés.
—Vaya —rió—. No sé si tomarlo como un cumplido o como un agravio.
—Por favor, tómelo como un cumplido. No quisiera parecer descortés, …de nuevo.
—Así lo haré. La verdad es que soy inglés, de Devonshire. ¿Conoce usted Inglaterra?
—No, lo siento.
—Bueno, pues es… verde.
Me hizo sonreír.
—¿De qué parte de España es usted? Porque es española, de eso no hay duda.
Su comentario me obligó a recordar mi pelo lacio y oscuro, mis ojos demasiado negros, mi tez demasiado morena y mis rasgos demasiado grandes. Nunca te lo he contado pero alguien me dijo una vez que yo había nacido bajo una luna gitana y que tenía «duende». Lo cierto, amor mío, es que yo aborrecía ese duende de mi cara vulgar y anhelaba un rostro de elegante belleza diminuta, delicada y pálida, al gusto de la época. Como buen experto en mujeres, deberías saber que es vicio nuestro anhelar lo contrario de lo que poseemos.
—Del sur, de un pueblecito de Cádiz. Me imagino que usted sí conoce España: habla muy bien español.
—Gracias. Estuve trabajando allí tres años. En Madrid.
—¿De veras? ¿Y en qué trabajaba usted, señor Windfield?
—Soy diplomático. Estaba asignado a la embajada británica —comentó con cierto tono de apuro en la voz, como si le avergonzara serlo. ¿Estoy equivocada o es verdad que hay gente que teme ser demasiado importante en determinadas ocasiones?
—Y ahora, ¿está destinado aquí, en París?
—No, en realidad estoy de paso. ¿Usted está de visita?
Negué con la cabeza.
—También estoy de paso. Lo cierto es que oficialmente no vivo en España desde hace dos semanas. Ahora estoy de camino a Austria… bueno, cerca de allí, donde voy a vivir con mi tía. Mañana tomaremos el tren a Viena.
El rostro del señor Windfield reverberó con una expresión de grata sorpresa.
—¡Qué fantástica casualidad! Yo también tomaré el tren a Viena mañana. Quedaría sumamente complacido de contar con su compañía en algún momento del viaje, si a usted no le molesta.
La idea, si bien no me entusiasmó tanto como a él parecía haberle entusiasmado, tampoco me desagradó. Después de todo el señor Windfield parecía un hombre amable y su compañía no se me hacía tediosa.
De pronto, se encendieron las luces del parque con la magia de la electricidad. Pensé con nostalgia en ese duende invisible que era el farolero. Una escalera y una pértiga: la silueta de un equilibrista de las calles que el progreso había convertido en una estampa del pasado. También era eléctrica la iluminación del tiovivo y brillantes bombillas trazaban sobre el cielo negro su silueta de luz. El aire olía a azúcar quemado, el aroma del puesto de algodón dulce, y a tarde de otoño que se muere: como a estufa de carbón y tierra húmeda. Me di cuenta de que había anochecido y vacié de un sorbo la taza de té.
—Se ha hecho tarde. Ahora sí que debo marcharme. Mi tía estará preocupada —aseguré, mientras me ponía en pie. El joven me imitó—. Muchas gracias una vez más por su amabilidad, señor Windfield —reiteré con la mano tendida para estrechársela.
El la tomó sin soltarla.
—¿Me permite invitarla a cenar conmigo esta noche? —soltó con decisión—, ¿conoce el restaurante de la torre Eiffel? Las vistas merecen la pena, se lo aseguro.
Su proposición me cogió por sorpresa. No me esperaba de un flemático caballero inglés semejante arrebato de impulsividad, los de su clase lo hubieran considerado por lo menos indecoroso. Tras dudar brevemente sobre mi respuesta, finalmente opté por responder lo que se esperaba de una señorita de buena familia, soltera y recién plantada por su novio.
—Muchas gracias, señor Windfield, pero seguro que mi tía ya tiene algún compromiso para mí esta noche.
—Tal vez mañana, en el tren —insistió.
—Tal vez. —Mañana sería otro día.
—Me permitirá entonces que la acompañe. No debería andar usted sola por el parque ahora que ha anochecido.
El señor Windfield era un hombre perseverante: no aceptaría con facilidad un no por respuesta y no estaba dispuesto a consentir que una dama como yo, que había tenido ya suficientes aventuras por el día, se expusiera a más de noche. Así que accedí.
—¿Vive lejos?
—No, muy cerca de aquí. En el Hotel de Crillon.
—¡Pero eso es estupendo! Yo también vivo allí. Parece que hoy es el día de las casualidades.
—Sí, eso parece —coincidí mientras nos adentrábamos por las sendas pobremente iluminadas del Jardín de las Tullerías dejando atrás la música del tiovivo.
Tanta casualidad me incomodaba. Y es que ya sabes, amor mío, que yo suelo decir que las casualidades, como las desgracias, nunca vienen solas: el destino se empeña en ofrecerlas en ristras, como las rosquillas.
—¡Dios mío! —exclamé sin poder moderar el tono de mi voz.
Al abrir la puerta de mi suite en el Hotel de Crillon, di las luces como siempre hacía y, en lugar de una habitación pulcra y lujosamente decorada según los cánones del siglo XVIII, encontré un revoltijo de ropa y papeles, muebles tirados, cajones abiertos, sábanas por el suelo… Inmóvil en el quicio de la puerta, no reaccioné.
A los pocos segundos, Richard Windfield, que había escuchado mi grito mientras esperaba el ascensor al fondo del pasillo, apareció tras de mí, asomándose por encima de mi hombro para contemplar el espectáculo.
—¡Good Lord!
Fue él el primero en adentrarse en la estancia, sorteando los obstáculos que había por el suelo: una silla tirada, la papelera boca abajo, un zapato, un baúl volcado, una sombrerera abierta y una explosión de lencería: mis prendas más íntimas esparcidas por doquier, sin ningún recato. Yo le seguía hasta que se detuvo en el centro del dormitorio, donde giró en redondo para abarcar con la vista todo el panorama.
—¡Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí?! —le pregunté como si él tuviera que saberlo.
—Hay que ver lo que ha empeorado el servicio de habitaciones en este hotel…
Le miré desconcertada y él me devolvió una sonrisa traviesa. Se encogió de hombros para señalarme que sólo bromeaba. Pero yo, que no estaba para bromas, permanecí seria. El carraspeó y preguntó, recuperando el tono solemne:
—¿Tenía algo de valor en esta habitación?
—Sí… ¡mis joyas! —concluí a la vez que de un par de zancadas me dirigía al tocador donde guardaba el joyero.
Estaba tirado en el suelo como la mayoría de las cosas. Me agache para examinarlo, mis movimientos eran torpes por culpa de la ansiedad.
—¿Está todo? —quiso saber el señor Windfield.
—Creo que sí…
—No entiendo nada —cavilaba el señor Windfield, y en su cavilar se pasaba las manos por sus ondas oscuras—. Hubiera asegurado que se trataba de un robo, pero si no se han llevado las joyas…
Las guardé todas en el joyero y lo cerré cuidadosamente, dejándolo de nuevo sobre el tocador, como si ese pequeño gesto contribuyese a mejorar el aspecto caótico del dormitorio y a tranquilizar mis nervios. Después me obsesioné en recoger mi ropa interior; me incomodaba que el señor Windfíeld estuviera rodeado de mis medias, mis culottes y mis corsés.
—¡Dos robos en un mismo día! Esto es demasiado… —me lamentaba mientras rastreaba de rodillas la alfombra en busca de mis prendas más comprometidas.
—Quizá no sea simple coincidencia.
Desde mi posición, casi a ras del suelo, alcé los ojos para interrogarlo con la mirada.
—¿Tiene algo que alguien pueda desear? —preguntó con una naturalidad que se me antojó adorable, tanto como el rubor que inmediatamente después tiñó sus mejillas. Richard Windfield siempre me resultaría cómicamente adorable en su curiosa ingenuidad—. Me… me refiero a algún objeto de valor: dinero, el pasaporte…
—Dinero, el que llevo en el bolso. El resto lo tiene mi tía. El pasaporte…
—Tendría que mirar bien, pensar en qué puede faltarle.
Yo, por mi parte, me había centrado en la búsqueda del pasaporte que creía tener en el bolso, el mismo que habían intentado robarme en la calle. Lo había dejado sobre la cama y estaba vaciando sistemáticamente su contenido encima del colchón, desnudo sin sus sábanas.
—Lo que está claro es que alguien busca algo que usted tiene o que cree que tiene.
—Quizá deberíamos avisar a la policía —sugerí sin distraerme de mi tarca.
—Sí, puede que…
Sin terminar su frase, el señor Windfield se acercó hacia mí y mi autopsia del bolso. Algo había llamado su atención.
—¿Qué sucede? —interrogué.
Rescató un libro de entre el revoltijo de cosas y me lo mostró.
—Un… ¿libro?
No acababa de ver lo sorprendente que era aquello.
— ¿Es suyo?
—Pues claro que es… ¡Esto no es mío! —salté después de mirarlo con detenimiento—. Quiero decir que yo tenía un libro en el bolso, pero no éste. Este no es mi libro, se parece pero no lo es. Lo que no entiendo es cómo ha llegado hasta aquí… Aunque tal vez…
—¿Sí?
—Bueno, no estoy del todo segura, pero al llegar a París, en el andén de la estación, tropecé con un hombre, bueno con varios, pero con uno en concreto… El caso es que a él se le abrió el maletín que llevaba en la mano y a mí se me cayó el bolso. Recogimos precipitadamente las cosas y… en fin, que puede que en la confusión cogiese su libro por error pensando que era el mío. ¿No le parece a usted eso posible?
—Sí, es posible.
El señor Windfield continuaba mirando el libro, de arriba abajo, por las tapas, por el lomo, el interior…
—La verdad es que no se me ocurre otra cosa —comenté—. ¿Qué pone en el título? Es un idioma raro, ¿no? Y eso, ¿qué es?
Estaba señalando un signo grabado en el lomo: dos letras K enfrentadas.
Creí notar que el señor Windfield vacilaba un poco antes de satisfacer mi curiosidad.
—No… no lo sé. Nunca antes lo había visto.
Después, bajo mi atenta mirada, siguió explorando cada parte del libro. Lo tocaba concienzudamente con las yemas de los dedos, golpeaba suavemente las tapas con los nudillos, pasaba lentamente la uña por las juntas de la encuadernación…
—¿Tiene un cortaplumas o un abrecartas?, ¿algo que corte?
Su pregunta me devolvió a la realidad del libro.
—No, lo siento. ¿Le valdrían unas tijeras… si consigo encontrarlas? —le propuse tras pensar en otras alternativas.
—Sí, perfecto.
Abandoné el colchón de un salto para rebuscar entre el batiburrillo de objetos que había cerca del tocador. Debajo de una bandejita, que a su vez estaba debajo del cepillo, encontré las tijeras. Se las llevé al señor Windfield, quien utilizando una de las afiladas hojas comenzó a despegar cuidadosamente el papel que embellecía el interior de la tapa frontal. Cuando estuvo totalmente despegado, quedó al descubierto una cavidad de aproximadamente un centímetro que estaba llena, como si fuera un molde, de una pasta marrón parecida al alquitrán. El señor Windfíeld extrajo un pellizco de la pasta, la amasó entre la yema de los dedos, se la llevó a la nariz para olerla y la tocó con la punta de la lengua para saborearla.
—¿Qué es eso? —su silencio dejaba al descubierto mi impaciencia.
—Hachís —fue su escuetísima y concreta respuesta.
—¿Hachís? —repetí frunciendo el ceño.
—Es una droga, un alucinógeno. Algunas personas lo fuman y… ven dragones azules —sonrió sin duda entusiasmado por una explicación que a mí me sonaba a chiste.
—¿Dragones azules? ¿Me toma el pelo? ¿Y qué está haciendo esa porquería dentro de un libro?
—Está escondida. Esta porquería, como usted dice (y desde luego lo es), vale una fortuna y además es ilegal.
En aquel momento no podría precisar si en mi cara se dibujó una expresión de sorpresa o si ya la tenía desde hacía rato y me limité a mantenerla.
—Está claro que este librito es lo que estaba buscando quienquiera que estuvo en esta habitación y que tiró de su bolso esta tarde.
—Dios mío,…
—Será mejor que llamemos a la policía. Yo me quedaré con esto —declaró cerrando el libro. Una hoja de papel se deslizó de su interior y yo me agaché para cogerla—. Se lo entregare cuando vengan. Si usted quiere, yo puedo hablar con ellos. La policía fran…
—¡Por todos los santos celestiales! ¡¿Qué has hecho, Isabel?!
Los dos nos volvimos bruscamente ante las exclamaciones altisonantes que nos llegaban desde la puerta de la suíte. Era tu madre quien las profería, intentando mantener el equilibrio para no pisar una de las sombrereras.
—Pero tía, ¿cómo voy yo a…? —intenté defenderme antes de ser interrumpida.
—¿Richard? ¿Richard Windfield? Pero ¿qué diablos estás haciendo tú aquí? —Me divertía ver cómo cuando se alteraba a tu madre se le soltaba la lengua; ese privilegio que según ella era propio de su edad.
—¿Alejandra? —Richard Windfield parecía desconcertado, como intentando atar cabos en segundos—. Entonces tú… ella… la señorita es… ¿tu sobrina? —Y se volvió hacía mí—: ¿Es su tía?
Asentí con la cabeza. El proporcionado rostro de Richard Windfield, de quien nunca hubiera dicho que era un hombre guapo pero que tenía un no sé qué tremendamente atractivo, se iluminó de repente con una amplia sonrisa que estiró la cicatriz de su labio.
—Ahora sí que no va a poder rechazar mi invitación a cenar —sentenció.
—¡Pero ¿es que nadie va a explicarme lo que está pasando aquí?! —reclamó la Gran Duquesa.
Había mucho que explicar, desde luego, Pero contábamos con toda una cena para hablar extensa y detalladamente sobre ello. Y es que, finalmente, tuve que aceptar la invitación de Richard Windfield a cenar en lo alto de la torre Eiffel.
—Debes aceptar su gentil invitación sin cuidado, querida. Richard es como de la familia. Tengo la absoluta certeza de que se comportará contigo como un atento hermano —me advirtió Alejandra. Aunque no estaba yo tan segura de que fueran meramente fraternales las intenciones del señor Windfield.
Supe aquella noche que Richard Windfield, lord Richard Windfield, quinto earl de Lightmoore para ser exactos, era íntimo amigo de tu hermano.
—Él y Karel, mi hijo el menor (ya le conocerás), son amigos íntimos, intimísimos diría yo. Estudiaron juntos en Eton. Ambos son diplomáticos… ¿Te he dicho ya que Karel es mi hijo menor? Pues lo es. Además de diplomático. Y Richard (¡alma cándida!) es prácticamente de la familia; un tercer hijo para mí. Pasa largas temporadas en Brunstriech y te diré que prefiere disfrutar de sus vacaciones en mi casa, en lugar de ir a la de su madre en Devonshire. ¿No te parece enternecedor, querida? —me instruyó tu madre. De hecho, lord Windfield no sólo nos acompañaría hasta Viena, sino hasta el mismísimo Brunstriech donde iba a disfrutar una vez más de sus vacaciones de Navidad, para regocijo de tu madre.
—Dicen que Guy de Maupassant cenaba aquí todas las noches.
—¡Santo Dios, qué hartura! Como si no hubiera restaurantes en París.
Con una sonrisa traviesa, lord Windfield me hizo ver que me había llevado a donde él quería para poder concluir su anécdota.
—Así es, pero él decía que éste es el único desde el que no se ve la torre Eiffel, a su parecer, una construcción abominable.
—En ese caso, espero que su tentativa de suicidio no respondiese a la mala calidad de la mesa —ironicé con el desafortunado incidente de la biografía de Maupassant.
Afortunadamente lord Windfield, que se iba revelando como un hombre de atinado sentido del humor, captó mi ironía.
—A fe mía que no. Le aseguro que yo, que tengo uno de los paladares más finos de Inglaterra y aun admitiendo que tal virtud en un inglés quizá no sea gran cosa, considero que aquí se cena de maravilla y me permito recomendarle el filet mignon mí poivre ver. El chef le da un punto perfecto. ¿Qué le parece?
—Pues lo cierto es que aún no he leído la carta. Estaba mirando los postres…
—¿No va a cenar? ¿Es que no tiene hambre? —preguntó lord Windfield sin poder ocultar su decepción.
—Oh, sí, sí. Es una manía, ¿sabe? Siempre empiezo a leer la carta por los postres.
Richard Windfield me devolvió una sonrisa de alivio.
—Soy terriblemente golosa. Verá, cuando vivía en Costera, mi pueblo natal, solía asomarme a los ventanales de la galería para concentrar mi atención en el escaparate de la pastelería de doña Inés, que la mala suerte quiso colocar justo enfrente para que yo sufriese cada tarde contemplando sus dulces tentaciones: tartas de yema, pastelillos de chocolate, pestiños y floretas, empiñonadas, garrapiñadas, inmensos botes de cristal llenos de caramelos de muchos colores… En más de una ocasión de buena gana hubiera corrido hasta allí para comprar aquellos suizos que sobre la blonda blanca de la bandeja me retaban obstinados desde el otro lado de la plaza. Pero… no me lo permitían…
Por un momento detuve mi discurso. Lord Windfield me miraba anonadado. Probablemente yo era la única mujer que conocía que había confesado su glotonería en la primera cena. Y no obstante parecía divertido. Con una sonrisa pintada en los labios, había dejado la carta sobre la mesa y parecía dispuesto a escuchar una historia que yo tenía la necesidad de contar. O al menos, a contemplarme embobado mientras hablaba. Y es que, amor mío, y sin ánimo de ofender, a lo largo de mi experiencia con el sexo opuesto había comprobado que los hombres rara vez escuchan a las mujeres cuando hablan; admite que estoy en lo cierto. Sea como fuere, la cuestión es que parecía un buen momento para recitarle casi sin respirar la historia de mi vida. No sin antes hacerme un poco de rogar:
—Pero le estoy aburriendo con tanto dulce, ¿no es cierto? Seguramente ya se siente empalagado.
—En absoluto, pensaba en la ternura que siempre me produce ver a los niños con las frentes pegadas a los escaparates de las pastelerías. Imaginarla a usted como una adorable niña golosa me produce la misma ternura. Maldigo a doña Inés por haberla mortificado de esa manera.
—Bueno, no siempre fue así. Hubo épocas mejores: cuando siempre se merendaba chocolate y Carolina, la cocinera, hacía bollos de leche para untar con mermelada de fresa. Los domingos había tarta de Santiago y para cenar natillas con bizcochos. Contaba el ama Lourdes, mi niñera, que una vez por semana mamá recibía a la hora del té a las señoras elegantes de la comarca y decenas de platos desfilaban desde la cocina al salón, cargados de sabrosos dulces. Puedo imaginarme las lámparas del salón encendidas, encerrando miles de arco iris en sus cristalitos, las alfombras relucientes, las tapicerías nuevas y un batallón de doncellas hormigueando por la casa. Olería a perfumes traídos de París y habría flores sobre el aparador y la mesa…
—Habla de ello como si describiese una pintura.
—Yo tenía tres años cuando mi madre murió. Las historias del ama Lourdes y un retrato son los recuerdos que tengo de ella. Nada realmente mío. Pero pudo ser así, ¿no cree?
—Desde luego.
—Aunque yo sólo recuerde el salón frío y vacío. De mi padre recuerdo algo más: fue un hombre muy apuesto, buena persona y pobre, que se casó con una noble muy rica y caprichosa, para la que él fue un capricho más, al que como siempre sucumbieron unos padres que por propia voluntad jamás hubieran consentido tal matrimonio para su única hija. Hasta que mamá murió las cosas funcionaron mal que bien, pues papá era un hombre tolerante y… marino. Ya sabe, apenas paraba en casa. Después de la muerte de mamá, una renta mal administrada, una larga enfermedad, un caserón que era un pozo sin fondo y otros gastos me llevaron a engrosar la lista de la nobleza arruinada. Poco antes de abandonar mi hogar, la gran lámpara del salón estaba apagada y sólo un pequeño quinqué iluminaba al ama Lourdes mientras cosía; la alfombra, ya vieja, había perdido algunos flecos; la tapicería del sofá tenía un agujero que tratábamos de disimular con un almohadoncito; no había doncellas y la marquesa de Vilamar era una jovencita huérfana, físicamente poco agraciada y sin un real, o sea, yo.
Richard Windfield hizo ademán de interrumpirme. Sabía exactamente qué era lo que me iba a decir: «¡No, por Dios! ¿Cómo puede usted decir eso? A mí no me parece que usted sea fea en absoluto», o alguna galantería similar. Pero yo había cogido carrerilla con el recital y no quise dejarle intervenir por miedo a perder el hilo.
—Aunque no vaya usted a formarse una opinión equivocada. Los últimos años también fui feliz. Tuve mi casa, un hogar, al ama Lourdes que me cuidaba y al tío Juan, un padrino maravilloso que me enviaba dinero para vivir con dignidad. Congeniaba con la gente de mi pueblo, me divertía lo justo con mis amistades y el hijo de una familia rica estaba dispuesto a casarse conmigo. No aspiraba a más, porque no conocía nada más.
Me detuve un segundo, como si necesitase algo de tiempo para conseguir que la inflexión de mi voz sonase triste. Bajé la vista, perdí la mirada en el plato blanco y vacío y retome la palabra, sabiéndome continuamente observada por lord Windfíeld.
—Entonces ocurrió que todo mi mundo, la burbuja en la que me sentía a gusto conmigo misma y con los demás, se desmoronó. Empecé a hacerme mayor, demasiado mayor para seguir soltera, corría el riesgo inminente de formar parte de ese grupo social que se queda para vestir santos. El ama Lourdes también se hizo mayor, demasiado mayor para cuidar de nadie; en realidad, ya tenía edad de que la cuidaran; una hermana viuda con una casa en Castilleja de la Cuesta, un lugar con un clima ideal para su reuma, se la llevó con ella. El caso es que había motivos más que de sobra para decidir que debía casarme sin mayor dilación con Fernando, mi sempiterno prometido, el rico heredero de una familia burguesa, quien, dicho sea de paso, no me quería. De un modo u otro siempre lo había sabido. Quizá por eso nunca tuve prisa por casarme, aunque fuese consciente de que lo más normal era un matrimonio sin amor y que la gente diría que yo, pobre y sin encantos, ya podía estar más que satisfecha. Camino de los treinta, empecé a pensar que tenían razón y me empeñé en creer que Fernando me apreciaba y respetaba, y que yo no podía aspirar a mucho más. Por eso me dolió tanto sentirme abandonada y humillada públicamente, Por eso llore y llore durante días y noches, no por haber perdido a Fernando, sino por lo que eso significaba para mí. Mi proyecto de vida con Fernando era mi único proyecto de vida…
¿Qué ocurrió con Fernando? ¿Quién es Fernando? parecía preguntar lord Windfield con su mirada cargada de impaciencia.
—Recuerdo que aquel día de octubre la playa estaba desierta. Lucía el sol y no hacía mucho más frío del que suele hacer en octubre en Costera. La pequeña iglesia de pescadores…
La iglesia de pescadores… Una diminuta iglesia que dominaba desde un acantilado el pueblo y su playita, una plaza, cuatro casas y unos cuantos metros cuadrados de villa celta que de cuando en cuando atraía a algún curioso de la universidad. Frente a la iglesia había un parque con dos bancos, una fuente no mayor que mi lavabo y cuatro cipreses flanqueando las esquinas. Las noches de verano olía a madreselva y en primavera florecían de los rosales pegados a los muros del templo, pequeñas margaritas brotaban en el césped y don Amador, el párroco, plantaba petunias a los pies de una cruz piedra que todos los años se morían irremediablemente al llegar agosto, cuando el calor se hace insoportable…
—¿Se encuentra bien?
El destello fugaz de un recuerdo; el fogonazo blanco de una cámara fotográfica que con una explosión de polvo de magnesio había causticado mi mente. Su voz extraña me despertó de aquella imagen. Una imagen que yo no había llamado pero que había acudido a mi perturbando mi resolución y mi presencia de ánimo; llevándome muy lejos de donde me encontraba y de lo que era… Ni siquiera me di cuenta que había dejado de hablar. A veces, amor mío, sobre todo al principio, sufría de lapsus así.
—Sí… Sí, disculpe. Por dónde… La iglesia. Sí, la iglesia era un escenario idílico para un enlace condenado al fracaso antes de empezar —salida del trance, me apresuré a continuar mí relato—. Y es que el novio, a pocos días de la boda, mientras terminaba de probarme el traje de novia, se presentó en mi casa para anunciarme que no podía casarse conmigo pues había dejado en estado a Rocío, la hija del boticario. Estaba claro que yo no era su único proyecto de vida.
Confesado el lamentable episodio de mí abandono, recobre cierto ímpetu en mi voz que rozaba el despecho y la indignación.
—Llegue incluso a despreciarme a mí misma por ser tan poca cosa, por ser pobre y fea, por no ser como Rocío con sus rizos dorados, su piel pálida, sus ojitos azules y su boquita de piñón.
—Disculpe mi osadía pero yo… yo… yo creo que es usted… preciosa —consiguió apostillar mi atento acompañante tras muchos esfuerzos que podían ser producto tanto de un sincero recato como de una cortés falta de sinceridad.
En cualquier caso, preferí hacer caso omiso de su galantería y continué:
—Aquí es donde tía Alejandra entra en escena. Ella es mi salvadora. Me ha sacado del túnel sin salida en que se había convertido mi vida tras mi frustrado matrimonio. Cuando quedé plantada en las puertas de la iglesia, se convocó con carácter de urgencia a mi único pariente cercano: el tío Juan, que en realidad no es ni tío ni pariente, pero que había sido el mejor amigo de mi padre y mi padrino de bautismo. Al fallar la opción del matrimonio para solucionar mi vida, pasé a ser una responsabilidad para él. Las mujeres nos convertimos en un estorbo con pasmosa facilidad. Ya estaba fuera de discusión que el ama Lourdes renunciara a su merecido retiro para seguir ocupándose de mí, así que alguien tenía que cargar con la niña huérfana. El tío Juan, aunque era mi padrino y hasta el momento había ejercido de benefactor, en el momento de llevarme a vivir con él se resistió como gato panza arriba, arguyendo una serie de excusas que no hacían más que ocultar la verdadera razón de su reticencia, que no era otra que tía Eugenia, su mujer. Ella es una buena mujer pero está loca de remate; su mente enferma le hace creer que tiene doce años y se comporta como tal. El tío Juan estaba en trámites para encerrarla en un manicomio y rehacer su vida con una… distracción que ya se había procurado. En tales circunstancias yo estaba fuera de lugar. Así que alguien recordó la remota existencia de tía Alejandra, tía de mi madre. Decidido mi destino, tapamos los muebles, enrollamos las alfombras y empaquetamos la vajilla, la cubertería y los adornos. Vendí mi vestido de novia, guardé mis pocas cosas en un par de baúles y me subí a un tren en dirección a Madrid para encontrarme con la persona que iba a acogerme en su hogar.
No tenía más que decir. No obstante, Richard Windfield continuaba observándome en silencio, paralizado, con las manos cruzadas sobre una carta que parecía haber olvidado, como si deseara que prosiguiese. Traté de adivinar lo que se le pasaba por la cabeza. Sea como fuere, su silencio alimentaba mi capacidad de elucubración y me martirizaba. Atrapada en un momento incómodo, como la corriente del río en una presa, no encontré modo natural de desbloquear el cauce y permitir que el agua fluyese de nuevo.
—Entonces, ¿me recomienda el filet mignon? —concluí como si aquello que acababa de contarle en realidad no fuera conmigo.
—Es un alivio contar con la compañía de un caballero durante el viaje. Sobre todo, después de lo que ha sucedido en París. Es evidente que el mundo se ha convertido en un lugar abominable y demasiado peligroso —comentó la Gran Duquesa viuda, dispuesta a refugiarse en la seguridad de su castillo durante una temporada.
Por mi parte, tras haber disfrutado de una agradable velada con lord Windfield, no tuve tampoco ningún reparo en que nos acompañase en el tren. Llevaba ya mucho camino conviviendo con tu madre y su doncella, aquella jovencita francesa bastante insulsa, que no hablaba más que cuatro palabras de español; una cara nueva haría más llevadera la última parte de nuestro trayecto, el largo viaje por una centro-europa vestida de nieve.
Sé que tú nunca le tuviste en mucha estima. Decías de él que era un inglés rancio, aburrido e inmaduro; un personaje de tragicomedia, tan patético como cómico. Más te aseguro, amor mío, que a mí Richard Windfield me gustaba. Me gustaba su amabilidad extrema y su educación exquisita, sus maneras de gentleman inglés; y me gustaba su conversación. En el reducido compartimiento del tren, mientras se sucedían en la ventana las llanuras y montañas nevadas y los pueblecitos como collages de tejados rojos y alientos grises de chimenea, como un cuadro vivo, lord Windfield me fue narrando sus vivencias en países exóticos, en su voz me llegaban los colores de las especias en los mercados de Jaipur, el turquesa intenso de las aguas del Bósforo, las barcas azules del puerto de Essaouira, o el bello espectáculo de los sakura en flor tapizando la ladera del monte Fuji.
16 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que Brunstriech me causaba la inquietud de las ilusiones recónditas e inaccesibles; lo imaginaba bajo el encantamiento de lo remoto y oculto, rodeado de leyenda… No llegaba el ferrocarril hasta Brunstriech: no era lo suficientemente grande o importante; era como esos lugares que al no figurar en los mapas se vuelven más misteriosos. Según tú, no se trataba de un misterio ni de una ilusión, sino tan sólo de economía. Y después me explicaste que el ferrocarril era un proyecto demasiado costoso que nadie, ni siquiera el modesto erario público de Brunstriech, controlado por el pequeño concejo popular, había estado dispuesto a financiar hasta el momento. Tal contingencia, me hiciste ver con una sonrisa de suficiencia, no suponía un inconveniente para la Casa Ducal, que disponía de otros medios de transporte propios entre los que se contaban varios tipos de carruajes y tres automóviles.
Uno de ellos esperaba aquella mañana, puntualmente, en la estación de ferrocarril de Viena para llevarnos hasta el castillo por carretera, un viaje que se completaba en tres o cuatro horas. El chófer aguardaba en el andén, a los pies de la escalerilla, para tomar nuestros equipajes de mano y ocuparse de los baúles.
—Por un momento pensé que alguno de mis descastados hijos habría tenido la gentileza de venir a recibirme tras mi extenuante periplo… —farfulló tu madre mientras cargaba al chófer con sus bártulos.
—Su Alteza se alegrará de saber que Su Alteza el príncipe Karel está dentro esperándola —respondió el chófer sin cambiar el gesto.
—Oh, vaya. ¡Esto sí que es una sorpresa! Vamos, hijos, corramos a su encuentro.
Si a ti, amor mío, te quise imaginar desde el primer momento en que supe de tu existencia, tan remota y misteriosa, tan rodeada de leyenda como el propio Brunstriech, lo cierto es que nunca me había parado a pensar en cómo sería tu hermano. Pero de haberlo hecho, muy probablemente jamás hubiera imaginado que le conocería engullendo una inmensa salchicha Bratwurst cuyos bordes redondos sobresalían obscenamente entre dos bollos de pan blanco; ni que en lo primero en que me fijaría sería en su boca grasienta y rodeada de migas y en sus carrillos abultados como los de un roedor a causa de su último bocado.
—No creí que llegaríais tan pronto. Tenía hambre. Hoy todavía no he podido comer… —se disculpó ante tu madre cuando ella le reprendió por su actitud descuidada, mientras se limpiaba atolondradamente los labios con un pañuelo.
Mientras se disponía a besarme —un gesto de familiaridad forzada—, pensé con horror en la posibilidad de que aquella boca manchada dejase el rastro húmedo y resbaladizo de la grasa y la saliva en mis mejillas. Afortunadamente, se había limpiado bien y mis temores fueron infundados. Tras tan desatinado comienzo, convertí a tu hermano en un mero incidente. Y él fue algo más en la amplia parte trasera del automóvil, como las mantas de piel que nos protegían del frío, como el chófer que conducía a la intemperie, como el cauteloso serpentear por carreteras nevadas, como el parloteo de tu madre haciendo la crónica de los sucesos infortunados que me acontecieron en París, además de volver una y otra vez a insistir en lo inseguro que era moverse por Europa en aquellos días de locos. Él fue, simplemente, algo más entre otras muchas cosas.
—Karel, cuéntale a tu prima Isabel la historia del castillo —invitó Alejandra a tu hermano cuando la conversación empezaba a decaer—. Le gusta mucho estudiar sobre ello, ¿sabes? —se dirigió a mí con orgullo y complicidad.
Entonces el pasó a ser una voz narrativa con un leve acento, la peculiar forma de hablar de quien domina varios idiomas, el tono desapasionado de quien no se apasiona por nada.
Brunstriech comenzó para mí como una sucesión de bosque al otro lado de las ventanillas, una carretera cada vez peor asfaltada, un cartel de tres brazos indicando direcciones y distancias: Wienn, Schloss, Dorf; y, por último, un castillo de perfiles neogóticos: a lo lejos, diminuto como la imagen de una postal, hermoso; al acercarme, imposible de abarcar con la vista, abrumador. Sólo más tarde, durante mis largos paseos por su entorno, descubrí que Brunstriech, en su límite con Austria, tenía amplías llanuras que morían en la cadena montañosa que lo separaba de Alemania; y que al amparo de las montañas, como colgado de los escarpados riscos, rodeado de bosques y bordeado por un río que daba cauce a las aguas del deshielo cuando descendían directamente desde las más altas cumbres, descansaba el castillo, cuya apariencia y entorno traían a la memoria recuerdos de La bella durmiente y otros cuentos de hadas.
Sin embargo, antes de bajar del automóvil, ya lo sabía todo de Brunstriech. Karel, atendiendo a la petición de tu madre, me lo había contado. Ya sabía que la existencia del castillo se remontaba al siglo XIII, cuando el príncipe Maximiliano de Brunstriech lo mandó construir como vivienda y fortaleza defensiva frente al avance de los húngaros. De hecho, gracias a su ubicación en lo alto de las montañas, se podía divisar a los enemigos a lo lejos y anticipar la defensa, como en la mayoría de las fortalezas medievales. Ya sabía que de la estructura gótica original del castillo sólo se conservaban los muros de los sótanos y las bodegas, y una pequeña parte de las murallas.
También sabía que en el siglo XIV, a la muerte del príncipe Otto, bisnieto del fundador de la dinastía, el castillo pasó a manos de la influyente familia Rottenbaum, quien en 1553 acometió su renovación según los cánones del renacimiento. En 1676 la entonces Casa Ducal de Brunstriech, con Su Alteza Real el Gran Duque Ludwíg a la cabeza, recuperó la posesión del castillo, que vivió entonces sus épocas de mayor esplendor hasta que en el verano de 1835 un gran incendio originado en las cocinas destruyó gran parte de la fortaleza, Karel contó cómo el Gran Duque Francisco, vuestro abuelo, y su esposa María Victoria iniciaron la reconstrucción siguiendo el estilo neogótico Tudor, propio del castillo de Windsor en Inglaterra, por el que la Gran Duquesa María Victoria sentía gran admiración como inglesa que era. Indicó que la reconstrucción se había prolongado hasta mediados de 1866, unos meses antes de que falleciera el Gran Duque Francisco, que pudo así cumplir su deseo de ver las obras terminadas antes de morir.
—Con sus torres, almenas… grandes puertas y ventanas emplomadas de arcos apuntados, el estilo medieval es patente en toda la construcción, modernizado según los cánones del siglo XIX. El resultado, un conjunto impregnado de un inconfundible romanticismo.
La Gran Duquesa María Victoria también había sido la artífice de la decoración interior del castillo y el estilo inglés imperaba en la mayoría de las estancias donde se mezclaban los muebles eduardianos con antigüedades traídas de Oriente, especialmente de China donde la Gran Duquesa había pasado parte de su infancia. Asimismo, destacaban las colecciones de tapices, lámparas de cristal de roca y los objetos de bronce y estaño del norte de África. La biblioteca del castillo de Brunstriech, además de ser una de las estancias más hermosas gracias a sus techos de madera tallada y sus paredes cubiertas con paneles de rica marquetería, contaba con unos dieciséis mil ejemplares entre libros y estampas. Todos aquellos detalles salieron de la boca de tu hermano sin que mostrara un atisbo de orgullo de casta, ni siquiera se jactó de que a lo largo de los siglos vuestra familia hubiera reunido una valiosa colección de pintura. Simplemente me recitó, como si fuera el catálogo de un museo, todos los lienzos de maestros de varias nacionalidades y diversos estilos que colgaban de las paredes de las numerosas salas y habitaciones: Caravaggio, Holbein, Bacon, Delacroix, Steen, Ribera… Seguro que me dejo alguno. ¿Llegaste tú a estar al corriente?
Por supuesto, tu hermano hizo referencia a la capilla gótica adosada al castillo y consagrada a Santa María de la Flor de Lis, con un impresionante retablo de madera policromada y ocho vidrieras enormes que dejaban pasar suficiente luz como para que las tres naves de la capilla quedasen hermosamente iluminadas.
Y, por último, mencionó que todo el conjunto se hallaba rodeado de doscientas hectáreas de bosque con coto de caza en el que se criaban las principales especies animales y vegetales de los montes de Europa central.
Aquella descripción que Karel me contó como un profesor o un guía de viaje, cargada de datos y detalles, tan exhaustiva como ilustrativa y tan carente de emoción como en ocasiones aburrida, apenas causó en mí la mitad de la impresión que la vista sobrecogedora de los bosques nevados desplegándose por la ladera de la montaña y el valle hasta desaparecer en el horizonte, y de la que disfruté por primera vez al asomarme a los balcones de mis habitaciones. Allí, refugiada en la calidez de las mantas, sabiéndome a salvo del frío que todo lo congelaba tras los cristales, expuesta a lo que el castillo ocultase en su interior, intenté conciliar el sueño la primera noche de mi recién estrenada vida, tratando de vencer una cierta excitación provocada por lo desconocido.
17 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que aunque llevaba meses preparándome para aquel momento me sentía como un pez fuera del agua. ¿Qué debía hacer cuando una doncella entraba en mi habitación a avivar el fuego y preparar el baño? ¿Cuándo se levantaba la gente por la mañana? ¿Había que desayunar a una hora determinada? ¿Y dónde? ¿Cómo se vestía una dama para pasar el día en un castillo junto a la familia ducal?
—Buenos días —sonó una voz al fondo del pasillo.
Richard Windfield, que bajaba por las escaleras, me sorprendió abandonando mi habitación.
—Buenos días, Richard —respondí yo mientras cerraba la puerta—. No sabe cuánto me alegro de verle.
—Y usted no sabe cuánto me agrada a mí escuchar semejante declaración.
—Seguro que puede indicarme cómo llegar al comedor —continué yo obviando su comentario—. Aún no he desayunado.
—Lástima que ahora acabe usted de romper mi frágil corazón mostrando tan prosaico interés por mí.
—Ya sabe: primero la obligación y después la devoción. No puedo pensar en nada con el estómago vacío.
—En ese caso tiene suerte. Yo tampoco he desayunado y ahora mismo iba a hacerlo. Estaré encantado de acompañarla —afirmó extendiéndome su brazo, que yo tomé con decisión.
—Y yo de no tener que desayunar sola.
—Oh, por eso no se inquiete. En Brunstriech lo difícil es estar solo.
23 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que al cabo de unos días pude comprobar por mí misma que lord Windfield estaba en lo cierto: en Brunstriech lo difícil era estar solo, Brunstriech era como tú: tenía miedo de la soledad porque en el silencio de la soledad escuchaba el ulular de sus propios fantasmas.
También fue Richard Windfield quien me ilustró debidamente sobre el desarrollo de la acción de aquella tragicomedia llamada Navidad. Con un talante demasiado analítico, me habló de dos momentos, Uno, que duraba hasta el día 25 de diciembre, en el que por considerarse la Nochebuena una celebración familiar sólo los más íntimos compartirían la mesa del Gran Duque. ¿Recuerdas los más íntimos? Aquel reducido grupo de ocho personas integrado por tu madre; Karel y tú; lord Richard Windfield, el tercer hijo; la condesa María Tatiana Nevanovich y su nieta Nadjia Karolina Nevanovich, la prometida de Karel, con quien se casaría el próximo mes de abril; y el príncipe Alois von Kriosrt, tu tío y hermano díscolo del difunto Gran Duque o, al menos, díscolo para aquellos que consideraban que residir en Brasil, donde en su juventud había invertido toda su fortuna en plantaciones de cacao, era una extravagancia; los mismos que le calificaban de loco emprendedor, arriesgado aventurero o traidor a la familia, pero que, en realidad, envidiaban la considerable fortuna que atesoraba gracias a la exportación del preciado fruto. Por último, yo, que ocuparía una silla en la mesa tratando de pasar desapercibida entre tanto boato, magnificencia y vida novelesca.
El segundo acto se desarrollaría a partir de Navidad, me adelantó lord Windfield con su particular estilo. Era el momento en el que se produciría una especie de concentración repentina de aristocracia europea, próspera burguesía, algún que otro intelectual de moda y seguramente un par de personajes curiosos; especímenes sociales considerados divertidos por ser diferentes. Así que cada año llamabais a vuestra mesa ya fuera a una sufragista que había sido varias veces encarcelada por alterar el orden público, a un emigrante que había prosperado con algún negocio estrambótico, a un inventor de cacharros inútiles, a un orador del speakeres corner del londinense Hyde Park, o incluso a todos a la vez, simplemente porque os divertían. Te confieso que tal práctica se me antojaba cruel.
Entretanto, los primeros días en Brunstríech se habían convertido en una adaptación contra reloj a mi nueva vida. Aquel grupo de íntimos serviría de campo de entrenamiento a mi manera de desenvolverme en sociedad, pues todo el mundo comprendería que tras mi enclaustramiento en la casona familiar de un pueblo andaluz estuviera un poco oxidada. De modo que tuve que trabajar sobre diversos y fundamentales aspectos que iban desde cómo mantener una conversación sin hablar de nada o cómo servirse del bufet con un cubre fuentes en una mano y el plato en la otra, a cómo no parecer cansada nunca y a tener siempre algo ingenioso que decir. Mientras que mis ratos libres los dedicaba a aprender alemán, claro está con un profesor; a pasear, a menudo en compañía de Richard; o a encerrarme en la biblioteca, donde raro era el día que no coincidía con alguien. En fin, nunca estaba sola en Brunstriech. Nunca estaba sola salvo por una preciada hora y media que había conseguido reservar justo después del amanecer para hacer mis ejercicios en el invernadero.
Mas poco duró el placer de aquella codiciada soledad que se vio quebrantada cuando el príncipe Alois decidió escoger el mismo emplazamiento para leer la prensa de la mañana.
—¿Qué clase de ejercicios son ésos? —quiso satisfacer su curiosidad el primer día que profanó la intimidad que yo había logrado.
—Yoga. Es difícil de explicar… Digamos que es una disciplina que ayuda a controlar la mente y ejercita el cuerpo. Mi padre aprendió a practicarla en sus viajes a la India y tuvo el acierto de enseñármela. Es magnífica para mantener fuertes los músculos y los huesos.
—¿Yoga? Nunca había oído hablar de ello… —me confesó con un brillo de franca curiosidad en los ojos.
No tardé en darme cuenta de que la mesa del desayuno era el centro donde mañana tras mañana se podía ser testigo del crecimiento paulatino de la selecta comunidad que habitaría el castillo en los próximos días: un cubierto nuevo, una cara nueva.
Aquella mañana se esperaba tu incorporación, pero finalmente tampoco pudo ser. En nuestra tierra, dijo tu madre haciendo conmigo patria común, hay un dicho popular: es como el Guadiana que aparece y desaparece.
—Así es mi hijo Lawrence, con él nunca se sabe.
—Hermoso colgante el que lleva hoy, Isabel —observó el príncipe Alois, sentado junto a mí frente a un plato de riñones y un café.
—Oh, ¿esto? —actué con la pretendida indiferencia de quien no le da importancia a las cosas que para otros son importantes mientras lo sacaba de entre las chorreras de mi blusa para hacerlo destacar—. Es Hati el elefante. En la India es un animal sagrado, divino en ocasiones, que brinda prosperidad y fortuna a las familias y a los comercios. Es un amuleto de buena suerte. Nunca me separo de él —exageré.
—Algo había oído al respecto, sí. Tengo entendido que los nativos adoran incluso a un dios elefante.
—Ganesha, el dios de la sabiduría; mitad hombre, mitad elefante.
—Pero ¿no se supone que debe tener la trompa hacia arriba?
—No, no, imagino que eso obedece a una versión occidental de la tradición. En realidad, en la India la posición de la trompa no importa.
—Parece estar usted muy instruida en cultura hindú —observó antes de llevarse a la boca un tenedor de riñones al jerez con una pinta horrorosa.
—Bueno, confieso que me gustaría, pero en realidad sólo sé lo que me contaba mi padre y lo que he podido leer en algunos de sus libros. Fue él quien me regaló mi Hati. La verdad es que es un mundo que me resulta apasionante… —entorné los ojos y, soltando los cubiertos para poder emplear las manos con libertad, quise dotar de mayor dramatismo a mis palabras—. Es una cultura tan espiritual, tan humana y tan certera en su forma de ver la vida… En confianza, creo que el hinduismo, el budismo, el sintoísmo…, como religiones pero también como culturas y formas de vida, resultan muchas veces más acertados que nuestras religiones occidentales —aseguré en voz baja y acercándome a su oído como quien hace una confidencia—. Espero no escandalizarle con mis puntos de vista, príncipe.
—Oh, se lo ruego, llámeme Alois. Y no, en absoluto me escandaliza. A decir verdad, me tiene usted intrigadísimo. Deberíamos hablar largo y tendido sobre este tema… Así que Ganesha, el dios elefante… Y ¿por qué es mitad hombre y mitad elefante?
—Bueno, hay varias leyendas al respecto. Pero la más hermosa, a mi modo de ver, es la que cuenta que Ganesha, que es hijo de Shiva, el dios supremo, y su esposa Parvati, nació mientras Shiva combatía en la guerra contra los auras. Un día que Parvati fue a tomar un baño le encargó a Ganesha vigilar la entrada de sus aposentos. En aquel momento regresó Shiva de la guerra y quiso entrar a ver a su esposa. Ganesha, que no reconoció a su padre, ni éste a su hijo, le impidió la entrada, mostrándose dispuesto a luchar con él. Shiva, enfurecido, le decapitó. Cuando se dio cuenta de que había matado a su propio hijo, y ante el desconsuelo de la madre, prometió bajar a la tierra y darle a su hijo la cabeza de la primera criatura con la que se encontrase. Tal criatura resultó ser un elefante.
—Vaya, vaya… Realmente asombroso. Es usted un libro abierto, querida.
Le sonreí y él me devolvió la sonrisa, se le marcaron, aún más las arrugas que surcaban su rostro, numerosas y acentuadas por la acción del sol del Brasil. He de reconocer que tu tío, el príncipe Alois, era pese a su edad un hombre que conservaba un gran atractivo. Me encantaba su rostro bronceado, regalo de una vida al aire libre entre plantas de cacao, enmarcado por aquellas sienes plateadas y surcado por su fino y cuidado bigote negro. Pero sobre todo adoraba sus enormes ojos verdes, cuyas delgadas arruguitas a los lados los volvían tremendamente expresivos. No me fue difícil entender que tales atributos, y por descontado su cuantiosa fortuna, le convirtieran en uno de los solteros más codiciados del momento, rango que como sabes él no tenía ningún interés en perder.
—¿Sabe? —continuó—. He estado pensando sobre esos ejercicios que usted hace, el…
—¿Yoga? —apunté.
—Exacto. Me gustaría poder practicarlos yo también. ¿Usted cree que sería capaz?
—Cualquiera puede practicar yoga con la ayuda de un buen maestro. Y lo cierto es que yo no estoy segura de estar a la altura —me anticipé a la solicitud del príncipe.
—Oh, vamos, no sea modesta. Al menos será capaz de iniciarme.
Con mi actitud le dejé patente que estaba meditando su propuesta; apenas unos segundos. Por descontado que yo no era ningún gurú, pero desde luego que podía y debía enseñarle algo.
—Bueno, quizá podamos practicar las asanas básicas que yo conozco.
—¿Asanas?
—Las posturas yóguicas —le ilustré tratando a duras penas de ocultar mi arrogancia.
Me satisfacía demostrar que yo, considerada una pueblerina inexperta e insignificante, era capaz de enseñar algo a cualquiera de los miembros de aquella mundana comunidad que rodeaba a tu madre.
El príncipe Alois mostró complacencia en sus expresivos ojos.
—Eso sí —recobré el tono confidencial—, deberemos ser discretos. Sí alguien supiera que una señorita de buena clase práctica esos ejercicios, quizá se escandalizaría, y no quisiera disgustar a tía Alejandra.
—Claro, claro, lo entiendo. Será nuestro pequeño secreto —convino Alois guiñándome un ojo.
* * *
Te confieso, hermano… Hermano… Creo que nunca o al menos nunca desde que puedo recordar te he llamado hermano. En realidad, más allá del mero vínculo familiar, del simple accidente de cuna, jamás he sentido que fueras mi hermano. Nada hemos tenido en común… y el día que lo tuvimos se acabó todo. Es curioso que sólo a partir de entonces te considerase mi hermano, como si por fin te hubiera comprendido.
Te confieso pues, hermano, que aunque pueda parecer lo contrario yo he sido un hombre mucho menos familiar que tú. Brunstriech nunca representó para mí el calor del hogar, ni la acogida de la familia, ni el orgullo del linaje; Brunstriech era para mí, ni más ni menos, una obligación: la que me imponía el amor por nuestra madre; lo único verdaderamente sincero en mí por aquel entonces.
Quizá por eso todo me parecía censurable en Brunstriech, como si fuera una suerte de conspiración en mí contra, De hecho, aquella mañana advertía una conspiración en la misteriosa habilidad de nuestra madre para conseguir que todo el mundo coincidiese a la hora del desayuno, pues me constaba que nunca había impuesto un horario para ello y desde luego en el castillo de Brunstriech nadie amanecía a toque de corneta. Ya sabes que mamá era una perfecta anfitriona, que ofrecía a sus invitados la oportunidad de desayunar en sus dormitorios. Siendo así, ¿por qué entonces prácticamente nadie hacía uso de tal ofrecimiento y todos aparecían puntualmente, con una cadencia de más o menos cinco minutos, a compartir el café, los bollos, las salchichas, los huevos, el zumo y otras delicias matutinas frente a la misma mesa?
Siempre me resultó intrigante tal afición al desayuno en comunión porque yo, que por las mañanas me sentía especialmente huraño y poco locuaz, hubiera dado cualquier cosa por poder desayunar en la intimidad de mis habitaciones. Sin embargo, comportándome así hubiese disgustado a mamá y decepcionado a los que por extensión también eran invitados míos.
Así que mientras me esforzaba en aplacar mi embrutecimiento con un café bien cargado, observaba con asombro cómo los demás conversaban animadamente desde tan temprana hora y eran capaces de mantener la conversación casi ininterrumpidamente hasta el momento de retirarse a dormir. Destacaba en locuacidad sobre todos ellos nuestra madre que tenía el don especial, o según en qué ocasiones la maldición, de no estar jamás callada y que en aquel momento hacía partícipe a la condesa Nevanovich de su perplejidad al enterarse de que un insignificante escritor con aspiraciones filosóficas, al que el año anterior había invitado a pasar las Navidades porque, pese a que sus obras eran terriblemente aburridas, resultaba, según ella, muy decorativo gracias a su estatura y a sus rasgos eslavos, se había casado con una burguesa adinerada y había abandonado la literatura barata para dedicarse a instruir a advenedizos nuevos ricos sobre cómo comportarse en sociedad.
—¡Dimitri, que era un bohemio de ideas revolucionarias! —exclamaba entre ofendida y divertida.
A su lado, ella… que conspiraba o coqueteaba, no podía estar seguro de qué era exactamente lo que hacía, con el tío Alois, el soltero de oro. Estaba claro que si alguna vez había dudado de si tú y yo éramos realmente hijos de la misma madre y el mismo padre, si alguna vez había llegado a pensar que a ti te habían adoptado de una familia de gitanos, me bastaba con pensar en el tío Alois para descartar ambas posibilidades. No en vano, erais exactamente iguales, no sólo físicamente, sino también en vuestra forma de ser y comportaros, especialmente con las mujeres: igual de despreocupados por todo, atractivos para las féminas, seductores y mujeriegos. Y si no fuera porque, a diferencia de tío Alois, tú, por ser el mayor, debías garantizar la sucesión del pequeño Gran Ducado de Valdavia, hubiera apostado a que también hubieras llegado a ser un soltero de oro. Ella parecía haber caído en las redes de la amena conversación del príncipe. Mirando al frente pude comprobar que incluso Nadjia, que era una mujer de pocas palabras, estaba hablando con Richard, quizá porque él era un hombre de muchas palabras. Nuestras miradas se cruzaron por encima del borde de las tazas de café. Los hermosos ojos de Nadjia se posaron brevemente en mí, pero enseguida bajó los párpados en un gesto muy propio de su timidez. Me había sorprendido observándola o más bien con la mirada perdida en ella mientras me distraía con mis propios pensamientos, y aquello era motivo más que suficiente para que la muchacha se sintiera azorada. En ocasiones, me conmovía la candidez de Nadjia, su aspecto frágil, como una muñeca de porcelana, en constante riesgo de quebrarse si no se la trataba con suficiente delicadeza; incluso me conmovía su inteligencia más bien escasa, limitada a lo que una cuidadísima educación había conseguido cultivar con mucho esfuerzo. Tales debilidades la hacían aún más vulnerable, más digna de protección y también más adecuada para lo que se habían propuesto hacer de ella: una esposa sumisa para el marido que le habían escogido y una reina dócil para el pueblo que le habían escogido. Cualquier otra mujer con más carácter hubiera supuesto un problema, pues hubiera querido rebelarse o, lo que era peor, imponer su propio criterio. Por eso, aunque me resultaba difícil imaginarme a mí mismo casado con Nadjia, sabía que nuestro matrimonio no sería un infierno para ninguno de los dos. No lo sería para ella porque era una mujer educada para aceptar sin condiciones y de buen grado su destino. Y tampoco lo sería para mí porque además de ser sumisa, dulce y de conversación moderada, Nadjia era una mujer con unos grandes ojos azules, el cabello tan rubio que parecía blanco y la piel suave y sonrosada; en definitiva, una mujer muy bella —cuyos encantos, me constaba, no te habían pasado desapercibidos; hecho que avivaba en mí el orgullo de la posesión de un objeto preciado que tú no poseías—. Así que estaba seguro de que llegaría a tomarle cariño. Verme obligado a buscar el estímulo intelectual que en ella no encontraba en otras actividades no me parecía un gran inconveniente. Si a eso le añadía que era mi deber casarme con ella, entonces todo lo demás pasaba a un plano secundario. Porque si por algo me caracterizaba era por un elevadísimo sentido del deber.
Tal cualidad precisamente era la que hacía ya dos años el emperador Francisco José de Austria-Hungría había destacado de mí mismo como principal argumento en el momento de escogerme para un papel tan delicado. Eso y la plena confianza que en mí tenía el anciano monarca, pues, como sabes, no sólo estábamos emparentados, sino que yo era su consejero personal en materia de política exterior, por lo que podía comprender perfectamente que el deber que se me encomendaba era fundamental para la seguridad de Austria e incluso de Europa. Yo era plenamente consciente de que una alianza con Rusia era de vital importancia en la lista de esfuerzos diplomáticos para evitar la guerra. Aunque tenía el pleno convencimiento de que la guerra era inevitable, me había propuesto poner en marcha todos los mecanismos posibles para que no fuera un conflicto a gran escala que enfrentase a todas las naciones. Y es que en aquel siglo de locos que nos había tocado vivir todo el mundo parecía conforme con la idea de que la guerra era ya no sólo la única, sino la mejor salida. Austria la quería para reforzar su poder en los Balcanes y ahogar las amenazas nacionalistas. Rusia como una vía de recuperar su prestigio nacional seriamente dañado tras las recientes derrotas en Japón y la amenaza de una nueva revolución popular. Francia porque quería vengarse de la desastrosa campaña frente a Alemania en 1871 y recuperar la Alsacia y la Lorena. Alemania la esperaba como medio de consolidar su influencia internacional como imperio recién constituido, especialmente frente a Gran Bretaña, y ésta estaba dispuesta a abandonar su splendid isolation, su política de mantenerse al margen de los asuntos del continente, al ver amenazada su hegemonía naval y colonial por una desafiante Alemania. Y en este juego de intereses todos ellos arrastrarían a los países que a su alrededor giraban como satélites.
Tal vez por haber nacido en un ducado perdido en mitad de Europa, de padre austríaco y madre española, tener una abuela alemana, un tío sueco, una tía abuela rusa y haberme educado en Inglaterra, no había tenido ocasión de desarrollar un gran sentimiento patriótico, por lo que tales arrebatos de espíritu nacionalista me parecían incomprensibles. No obstante, de sobra sabes que así estaban las cosas y yo estaba metido en ellas hasta el cuello.
Todo este conjunto de acontecimientos habían generado en mí un constante pesimismo, habían matado mi buen humor y en definitiva me habían convertido en un ser triste y aburrido. De tal suerte que la perspectiva de la Navidad (tal y como nuestra madre la entendía) se me hacía insoportable. En años anteriores había afrontado las conocidas y aclamadas fiestas navideñas de Brunstriech no con entusiasmo, pero al menos con serenidad. Asumiendo que yo no era una persona especialmente sociable que disfrutase de las cenas multitudinarias, los bailes temáticos y la elegante invasión de mi hogar —si es que alguna vez contemplé de esta manera el castillo de Brunstriech—; ni me considerase ingenioso en las charlas de salón, ni un gran bailarín, ni el perfecto anfitrión, papel este que había dejado en tus manos, me había dedicado sin más a pasarlo lo mejor posible en un discreto segundo plano, y en la mayoría de las ocasionas había llegado a divertirme. En cambio, aquel año… sabía positivamente que las Navidades iban a ser un largo y tedioso calvario.
24 de diciembre
Recuerdo, amor mío, que Richard Windfield había prometido llevarme a la taberna del pueblo y pensamos que aquella tarde tranquila de Nochebuena, en la que la mayor parte de la gente descansaba como en una especie de compás de espera para continuar con la fiesta, sería el momento ideal.
Una invitación tan inusual, más propia de estibadores de los muelles del puerto que de un destacado miembro de la nobleza, había sido producto de una discusión absurda —como suelen serlo casi todas las discusiones— al hilo de mis recuerdos de niñez en España, cuando a menudo me había comportado como un pillo callejero. Y es que de niña había arremetido a pedradas contra las indefensas ranas de un pilón o trepado los muros de la huerta del tío Fructuoso para robar sus higos; había puesto sal en la compota de mi madre; clavado alfileres en las pastillas de jabón; escondido un grillo en el gramófono… No había sido precisamente una niña modelo de santidad. Confesadas, reconozco que por descuido, tales tropelías, no encontré otra salida airosa que la de acusar a lord Windfield de ser un hombre de ciudad remilgado y elegante, incapaz de saborear las delicias de la vida libre del pueblo, pues él sólo recordaba de su infancia los partidos de criquet en el jardín o los paseos por Saint James Park empujando un aro de la mano de su nanny. Herido en su orgullo masculino me había retado a beber unas cervezas en la taberna y yo, que jamás había probado la cerveza, tuve que aceptar a riesgo de no volver a ser tomada en serio.
Seguro que tú, amor mío, con tu talante altivo, aristocrático y poco democrático de Gran Duque, jamás encontraste la ocasión de visitar aquel pedazo, más bien jirón, de tu Gran Ducado, que había de ser de sedas y brocados. Así que te daré todos los detalles que te ayuden a recrear el encantador momento.
La taberna del pueblo era una casucha de madera y piedra, vieja y destartalada, que olía a serrín, a tabaco de mala calidad y a la humareda causada por una chimenea cuyo tiro estaba más sucio que estropeado, ya que probablemente no había sido limpiada en años a tenor del estado de higiene del resto del local; el suelo había desaparecido bajo aquel serrín con solera y otros desperdicios de origen confuso; las mesas y los bancos de pino estaban cubiertos de varias capas pegajosas de suciedad con las que sin duda se podría datar la antigüedad del local del mismo modo que se hace con los anillos del tronco de los árboles. Y el caso era que en algún momento alguien con mucha voluntad había intentado hacer de aquel cuchitril un lugar acogedor, pues los ventanucos estaban cubiertos con visillos, sobre las mesas había una vela y la chimenea lucía un adorno en homenaje a las fiestas que conmemorábamos. Eso sí, los visillos estaban sobados y ennegrecidos, el pequeño candelabro de las velas estaba enterrado bajo un montón de cera derretida que nadie se había molestado en retirar y al adorno navideño le faltaban algunas bolas que en beneficio de la alegría de su propio hogar quizá alguien afanó.
Aquella tarde, durante la que no había cesado de nevar como en mi vida había visto, el local estaba medio desierto, pues eran pocos los insensatos que como nosotros se habían aventurado a salir de sus casas con la ventisca. Un par de hombres de aspecto rudo que jugaban a las cartas junto al fuego y el tabernero que dormitaba tras la barra se volvieron al oírnos entrar acompañados de una ráfaga de aire cargada de copos de nieve. Nos siguieron con mirada escrutadora hasta que tomamos asiento y supuse que probablemente yo era la única mujer que habían visto en mucho tiempo por allí, o al menos la única mujer bien afeitada, porque también había una moza que atendía las mesas, pero tenía una espectacular sombra oscura sobre el labio superior además de unos prominentes pechos, que paseó sin ningún pudor frente a los ojos de lord Windfield mientras le servía la cerveza, hasta el punto de que temí desapareciese entre ellos como engullido por las fauces de la gran bestia.
—¡Dios mío, Richard, esto amarga como la cicuta! —exclame arrugando el gesto después de probar el brebaje negro de espuma marrón.
—Pues claro, es cerveza. ¿Que esperaba? —respondió con naturalidad para después dar un gran sorbo en actitud desafiante—, ¿dónde está ahora su vena de pueblo, eh?
—Supongo que se quedó en Costera —repliqué tocando con aprensión la mesa y comprobando cómo la punta de mi dedo se quedaba pegada—, que es un pueblo muy limpito.
Richard se rió.
—Está bien —admití—. Esta vez ha ganado. Pero reconozca que tampoco usted se encuentra en su lugar favorito.
—No. Pero a mí sí me gusta la cerveza.
—Y yo no acabo de entender por qué —corroboré mientras bebía de nuevo.
Al tragar, noté picor en la punta de la lengua y un sabor amargo al borde de la garganta. Dejé la pesada jarra sobre la mesa con intención de que allí se quedara.
—¿Sabe? —pretendí desviar el rumbo de la conversación una vez que había quedado claro que aquella taberna inmunda no estaba hecha para ninguno de los dos—. He estado dándole vueltas a eso de…
Me interrumpí porque Richard, que en un gesto próximo al galanteo me pasaba el pulgar por los labios para retirar los restos de espuma que se habían quedado en mis comisuras, me estaba distrayendo. Aunque no me desagradaba que tratase de flirtear conmigo continuamente, a veces me ponía un poco nerviosa. Es cierto… no todos habían sido bendecidos con tu maestría en las artes amatorias.
—Gracias… Decía que estaba pensando en lo que ocurrió en París y lo del libro con esa cosa… La de los dragones azules… ¿Cómo se llamaba?
—Hachís —apuntó con un sonido que por culpa de su pronunciación británica pareció un estornudo.
Quizá en otras circunstancias me hubiera burlado de él, le hubiera respondido con un Jesús o un salud jocosos. Mas no me pareció oportuno; yo era una jovencita inocente y recatada, ¿recuerdas?
—Y eso es lo mismo que el cannabis, ¿verdad?
Sí —afirmó sorprendido—. ¿Cómo lo sabe?
—Porque me lo ha dicho el príncipe Alois.
Creí notar que fruncía el ceño como contrariado.
—Y también me ha dicho que no es ilegal. De hecho, haciendo memoria, he recordado que el ama Lourdes lo tomaba para el reuma. Se lo vendían en la botica del pueblo en forma de hojitas para hacer una infusión. ¡Y no creo que el ama Lourdes viera dragones azules!
Lord Windfield, haciendo gala de su flema británica, en lugar de responder inmediatamente a mi velada acusación apoyó el codo en la mesa —osado gesto tratándose de aquella mesa—, la barbilla sobre el puño y con una ceja ligeramente levantada se me quedó mirando fijamente mientras esbozaba una sonrisa que no tenía nada de divertida, sino más bien todo lo contrario.
— ¿Y bien? —le animé a defenderse.
—¿Cree que le mentí?
—¿Y qué debo pensar?
—Pues quizá que en ese momento no me detuve a explicarle que sí bien el cannabis se utiliza ampliamente con fines medicinales, hará sólo unos meses, en una convención que ha tenido lugar en La Haya, se ha decidido regular su suministro porque en determinados ambientes se empieza a consumir en grandes cantidades como alucinógeno con efectos perjudiciales para la salud, la moral y el orden público. Y es una lástima que el príncipe Alois sea un listillo que vierte sus opiniones sin estar bien informado, haciéndole creer que soy un mentiroso.
«Ya, pero no es ilegal», pensé. Aunque no insistí, me pareció que la cuerda ya estaba lo bastante tensa.
—Está bien. No se sulfure. Sólo quería aclararlo. Tiene que comprender que no me sentía cómoda pensando que me había… ocultado la verdad.
—¿Con qué motivo le iba yo a mentir? Tal vez podía haber mostrado un poco más de confianza en mí. —Antes de continuar reflexionó durante unos instantes—; Es curioso que yo, en cambio, haya tenido que salir en su defensa a causa de este asunto.
—¿Salir en mi defensa?
—Sí, en su defensa. Su primo Karel piensa que podría haberse inventado toda esa historia de la estación de ferrocarril y que el libro era en realidad suyo.
¡Vaya con Karel! Aquello me pareció realmente intrigante, y me mostré ofendida, anonadada, con los ojos abiertos de par en par.
—¿Que yo…? ¿Mío? ¡Por Dios! O sea que también me tiré del bolso en el parque y revolví yo sola mi habitación. O a lo mejor encargué que lo hicieran… ¿Y con qué fines cree mi querido primo que tenía la droga?, ¿terapéuticos o para ver dragones azules? ¡¿Será posible?! No me conoce de nada y se atreve a hacer una suposición tan grave.
En mi enojo manifiesto cogí la jarra de cerveza con furia y le di un trago tan largo que, al notar el golpe de aquel desagradable sabor en la boca, tuve que contener la arcada.
—Está bien, está bien —pacificó lord Windfield—. No se sulfure usted ahora. Ya le he hecho ver que sus sospechas no tienen sentido. Son… cosas de Karel, que a veces ve fantasmas donde no los hay.
Respiré hondo y fingí que mi ira se aplacaba.
—Lo que resulta evidente es que quienquiera que confundió su libro con el de usted no iba a hacer nada bueno con tal cantidad de droga, y menos todavía tal y como estaba preparada.
—¿Cómo estaba preparada? ¿Qué tiene de especial?
—Prensada y preparada en pastillas se fuma junto con tabaco, y provoca los efectos alucinógenos que le he mencionado.
—¿Y usted por qué sabe tanto de eso?
—Por mi trabajo de seguridad en la embajada.
—Bueno, el caso es que yo ya no tengo la droga ni su libro absurdo e incomprensible y él, mi amigo el ladrón frustrado, sí tiene mi estupendo ejemplar de Madame Bovary, ¡y sólo me quedaban dos capítulos para terminarlo!
—¿Una dama como usted lee Madame Bovary? —comentó Richard en tono burlón—. Eso son lecturas de sufragista.
—Las ventajas de ser huérfana: nadie entrometido, como usted, censura mis lecturas, ni siquiera las de sufragista. De todos modos yo empecé a leerla por pura curiosidad morbosa.
Richard arqueó las cejas en un gesto inquisitivo.
—Sí —accedí a satisfacer su interés—. En el colegio era una lectura prohibida. En una ocasión sorprendieron a una alumna de último grado con un ejemplar y a punto estuvieron las monjas de hacer en el patio una hoguera de alumna y libro, al modo de la Santa Inquisición, como castigo ejemplarizante. Por aquel entonces mi bullente imaginación juvenil hizo desfilar por las páginas de Madame Bovary todo tipo de imágenes escabrosas y subidas de tono, se despertó mi interés por lo desconocido. A veces la prohibición es la mejor propaganda… —Me detuve un instante, inspirada de pronto por un curioso pensamiento—. ¿Sabe? Tal vez sea como el cannabis, ¿no cree?
—¿El cannabis y Madame Bovary? No acierto a ver la relación.
—Me explico. A lo largo de la historia ha habido determinadas lecturas en particular y otras expresiones artísticas que han sido prohibidas por ser, ¿cómo dijo antes?: «perjudiciales para la moral, la salud y el orden público». Igual que esa droga suya, el hachís. De modo que lo que para unos es un estímulo de la mente y los sentidos, para otros es un veneno.
Richard se quedó pensativo.
—Asombroso… Nunca se me hubiera ocurrido establecer un paralelismo así entre el arte y las drogas. Entonces, usted, ¿que sugiere?, ¿legalizar las drogas o prohibir el arte?
Sabía que lord Windfield me estaba tendiendo una trampa y me pregunté qué esperaba que le contestase. En cualquier caso, opté por provocarle.
—Lo cierto es que sobre las drogas no tengo una opinión formada. No obstante, si las drogas, como el arte, estimulan la mente y los sentidos, sería más peligroso prohibirlas que legalizarlas.
—Las drogas no estimulan la mente: la destruyen, se lo aseguro.
—Habla usted como aquellos prohombres que quemaron la biblioteca del ilustre hidalgo don Alonso Quijano.
—A quien las novelas de caballería habían destruido su mente, si no me equivoco.
—Dulce locura la del arte —musité para mí—. Jamás debería prohibirse aquello que es la máxima expresión de la sublime naturaleza humana. Es el arte lo que nos distingue como seres superiores. ¿Y no es acaso una droga poderosa?
Enseguida me di cuenta de que Richard no deseaba seguir por aquel camino: temía quedarse atascado en el barro.
—Tal vez… Y le diré que más allá de su naturaleza transgresora con el viejo orden no creo que Madame Bovary sea una droga; tan sólo es la historia de una mujer rebelde, inconformista, soñadora y casi tan bella como usted.
Lamenté que hubiera zanjado de forma tan frívola una conversación que prometía ser interesante. Pero también supe y asumí en qué terreno me movía con él.
—Muchas gracias, lord Windfield… Por los cuatro adjetivos —contesté con una leve y dramática inclinación de cabeza—. Y ahora, ¿querría pedirme otra cerveza?
—Pero ¿no ha dicho que no le gusta?
—Me horroriza, pero como decía el tío Fructuoso refiriéndose a su santa esposa: a fuerza de insistir me acabará gustando.
Y Richard Windfield rió de nuevo, dejando escapar en aquella ocasión unas carcajadas muy poco británicas.
* * *
Te confieso, hermano, que yo era un hombre reflexivo y calculador. Pero créeme si te digo que nunca hubo premeditación en mi comportamiento; por lo que respecta a ella nunca obré conforme a ningún plan previamente establecido. Yo fui el primer sorprendido de cómo los acontecimientos se desarrollaron en los días posteriores a la Navidad.
De hecho, ignorante de cuanto se avecinaba, aquella Nochebuena observaba pasivo el devenir de la fiesta, y encontré en el alcohol un silencioso compañero de reflexiones.
Cada vez que vislumbraba el fondo del vaso, me dirigía al mueble de los licores, levantaba el tapón de la licorera y pausadamente vertía dentro su contenido, aquel delicioso líquido brillante de color ámbar, mientras observaba concienzuda y detenidamente la operación como si fuera un químico a punto de realizar una fórmula magistral. Contaba ya mi cuarto whisky. No tenía la intención de ahogar mis penas en alcohol, ganas no me faltaban, pero me parecía inapropiado emborracharme en Nochebuena. Mi único propósito era poder escabullirme del grupo de contertulios que se había formado tras la cena cada vez que la conversación se me hacía tediosa y aburrida, lo cual lamentablemente ocurría con más frecuencia de lo que hubiera sido deseable teniendo en cuenta mí capacidad para encajar el alcohol.
Di un sorbo de licor que arañó ligeramente mi garganta síntoma de que podía seguir bebiendo: sólo cuando lo sintiese suave como una caricia en mis cuerdas vocales debería parar. Como no tenía ganas de volver a incorporarme a una absurda disertación sobre las delicias de la Riviera francesa en primavera, me apoye junto a la chimenea y encendí un cigarrillo, dispuesto a fumar en la paz de mi aislamiento.
A mi espalda podía escuchar las voces de los demás campanilleando al son de la charla mientras resonaban los acordes de un villancico popular que el tío Alois interpretaba al piano, justo delante del árbol de Navidad bajo cuyas ramas, vencidas por el peso de los adornos, esperaban los regalos depositados con ilusión infantil; la misma que yo tenía la sensación de haber perdido hacía ya demasiado tiempo. Reconocí por encima de las notas musicales con sabor a mazapán la voz de mamá pretendidamente alegre y despreocupada. Yo sabía que en realidad se sentía algo triste: su adorado primogénito Lawrence había faltado a la cena de Nochebuena. Era en momentos como aquéllos cuando sentía una gran ternura hacia nuestra madre, cuando la veía frágil y anciana, más merecedora que nunca de cariño y protección. Y era en aquellos momentos cuando sentía también una gran furia hacia ti, por inconsciente, egoísta y desconsiderado. Porque aunque mamá se esforzara por tratarnos igual y nos procurase siempre el mismo cariño yo sabía que tenía sus preferencias. «La primera palabra que dijo mi hijo Lawrence fue "mamá"», solía presumir con orgullo; el mismo orgullo que la llevaba a omitir que la primera palabra que dijo su hijo Karel fue «patata». Tú que eras el mayor, el heredero, el Gran Duque; tú que eras el ojo derecho de mamá, su orgullo, el más inteligente, el más guapo, el mejor… Pues bien, tú precisamente habías sido una vez más quien la había defraudado, por quién sabe qué ocupación más importante que llevaría nombre de mujer. Pero tú sabías que mañana podías aparecer con una disculpa en los labios y mil besos en las mejillas suaves y arrugadas de mamá y tal vez con algún regalo de París. Y ella volvería a perdonarte, a adorarte, a elevarte a un pedestal. Tú eras así: continuamente actuando de hijo pródigo…
—¿Me invitas a fumar contigo?
Cuando me volví, descubrí el rostro amigo de Richard Windfield que me había ido a rescatar de mis divagaciones.
—Por supuesto —asentí y le ofrecí un cigarrillo—. ¿Ya has dicho todo lo que tenías que decir sobre la Riviera francesa?
Richard lo encendió y le dio una profunda calada antes de contestar.
—Hace tiempo que hemos abandonado la Riviera francesa para viajar al maravilloso mundo de la ropa femenina. No es que la ropa femenina me desagrade, lo que ocurre es que normalmente prefiero deshacerme de ella…
Su ironía consiguió sacarme una sonrisa; una de aquellas que por entonces se apretaban en mi cuello como el corcho en el de la botella.
—¿Y tú? ¿He venido a interrumpir algún pensamiento brillante, como casi todos los que pasan por tu cabeza?
—Gracias por el cumplido, pero no. Pensaba que quizás esté bebiendo demasiado esta noche —confesé con la mirada perdida en las ondas aceitosas del whisky, que reposaba tranquilo en su morada de Bohemia a la espera del siguiente trago.
—Nunca es demasiado —siguió bromeando.
—Eso lo dices tú que como todos los años beberás, trasnocharás, dormirás como un lirón hasta el mediodía y mañana estarás como nuevo, Pero yo, como todos los años, tendré que madrugar para acompañar a mi madre a la misa de Navidad.
—Pues esta vez te equivocas. Porque este año yo también madrugaré para ir a la misa de Navidad —replicó en tono enigmático.
—No me digas que te has convertido de pronto al catolicismo porque no te creeré.
—Y harías bien —reconoció, pero no para disipar mis dudas; eso ya lo estaba haciendo con una mirada que clavaba sin reparos en ella.
—Oh, no… —fue todo lo que mi elocuencia dio de sí.
—Tu prima me gusta, Karel. Mucho… Es probablemente la mujer más bella que he visto en mi vida. Además es inteligente, culta, divertida…
Richard la describía con pasión, sin dejar de mirarla, como un erudito describe una obra de arte: por fuera y por dentro. Yo también la miraba: estaba compartiendo confidencias con el tío Alois como era habitual. Llevaba puesto un vestido color verde de una tela espectacular cuyo nombre, desconocido para mí, sabría cualquier mujer. La cuestión era que se le ceñía al cuerpo como una segunda piel, resaltando la silueta de su figura, para mi gusto demasiado delgada pero que en conjunto podría resultar esbelta y armoniosa; atrajeron poderosamente mi atención (de lo contrario, no hubiera sido un hombre) unos bonitos pechos, ni muy grandes ni muy pequeños.
De sobra sabes cómo era ella… mas te contaré cómo yo la vi entonces, cómo me fije en su cabello negro y brillante; en sus ojos (¿cómo no reparar en ellos?) grandes y almendrados, tan oscuros que parecían negros, rodeados de pestañas largas y espesas; en su boca grande de labios carnosos; y en sus pómulos altos y marcados a causa de su delgadez. Por lo demás, me pareció que su nariz era demasiado prominente y no la juzgué una belleza, al menos según el gusto del momento, pues distaba mucho de ser una muñequita de porcelana de cabellos de oro y boquita de piñón. Sin embargo, tenía… algo. Sí, yo también lo percibí desde mi indiferencia: percibí ese algo exótico que la hacía distinta de las demás mujeres; ese algo que obligaba a observarla sin querer nunca apartar los ojos de ella, atraídos por el magnetismo de las cosas que nos relajan y nos turban al mismo tiempo, como el fuego de una hoguera o el mar en calma… Si además era inteligente, culta y divertida, no podía asegurarlo, pues apenas había cruzado con ella un par de palabras. De todos modos estaba convencido de que Richard exageraba. No en vano, a lo largo de mi experiencia con el sexo opuesto, que sin pretender equipararla a la tuya, se podría calificar de dilatada, jamás había encontrado una mujer que reuniera todos esos calificativos a la vez; incluso osaría asegurar que no existía una así fuera de la mirada de un hombre enamorado.
—Ya sabes que no me gusta —concluí en voz alta como si fuera el escueto resumen de mi detallado análisis mental.
—Pues es un alivio, porque en esta clase de asuntos prefiero no encontrar demasiados apoyos.
—No es eso. Es que… no me fío.
—¡Oh, vamos, Karel! ¡No empieces otra vez con la historia del dichoso libro! Estás demasiado obsesionado con todo.
—Es algo más que eso —quise excusarme—. Es que… Bueno, hace cosas… raras. Se comporta de una manera extraña que no es propia de lo que se espera de una mujer como ella: la pobre huérfana desamparada de un pueblo perdido en España.
—¿Qué cosas? —preguntó Richard mostrando más impaciencia que curiosidad por lo que él consideraba que eran imaginaciones mías.
No es que tuviese ganas de compartir con Richard mi opinión o mis sospechas acerca de ella como si yo fuera cualquiera de las chismosas damas que habitualmente rodeaban a mamá, pero me vi obligado a hacerlo para no quedar como un intrigante sin fundamento.
—El otro día la sorprendí en el invernadero, muy temprano por la mañana. Iba totalmente vestida de blanco y adoptaba posturas… difíciles, como si estuviese practicando algún ejercicio extraño.
Mientras trataba de describirla sin ser capaz de expresarme adecuadamente —quizá porque mis capacidades lingüísticas ya estaban mermadas por el alcohol—, acudió a mi mente la imagen de aquella mujer que parecía danzar pausadamente, emulando con sus movimientos a una mariposa, una flor, un ave, una diosa oriental… Y aunque tenía que admitir que me quedé observándola un buen rato, extasiado por la belleza de las figuras que con su cuerpo dibujaba, la cuestión no era si el ejercicio resultaba bello y armonioso, sino si se trataba de uno apropiado para una jovencita de buena clase.
—¿Y qué? Estaría haciendo gimnasia. Ahora la recomiendan todos los médicos —la justificó Richard—. No veo nada malo en que quiera estar en forma.
—Y esos extraños fetiches paganos que lleva siempre colgados —continué aparentando no escucharle—. Las mujeres de su clase llevan perlas o la medallita de la Virgen Milagrosa… Además —apostillé, dispuesto a soltar la prueba definitiva. En el fondo me preocupaba el tono de comadre de Moliere que empezaba a adquirir mi voz, pero sentía el deber de seguir en favor de mi amistad con Richard y también para qué negarlo, porque necesitaba compartir con alguien la carga de mis sospechas—, el otro día estaba leyendo el Baghazvad Gita la traducción de Annie Besant para ser exactos. Lo cual llamó poderosamente la atención de mi tío, dicho sea de paso.
—¿Annie Besant? —repitió Richard escamado. Por fin parecía haber despertado el interés de mi amigo, mas sólo fue por un instante. Alguna explicación tendrá… La verdad, Karel, creo que te entregas demasiado a la causa. Necesitas un descanso, desconectar de todo esto o acabarás volviéndote loco.
Estuve a punto de preguntarle si de verdad lo creía así. Lo cierto era que también a mí me preocupaban mis análisis exhaustivos de cualquier hecho, por cotidiano o absurdo que pareciera. Pero preferí callar: no quería mostrar signos de agotamiento o debilidad. No en aquel momento.
—¿Por qué en vez de intrigar no le preguntas a ella? Seguro que es todo más razonable de lo que parece.
—Pues no es mala idea —reflexioné—. Puede que lo haga… En cuanto al tema de tu interés —añadí volviendo a fijar la vista, si es que alguna vez la había apartado, en el conjunto que formaban ella y Alois—, si quieres conseguir algo de mi extraña prima, deberás esforzarte. Da la impresión de que prefiere a los hombres maduros…
25 de diciembre
Recuerdo, amor mío, el día que llegó la Navidad y tú con ella.
Brunstriech resplandecía: la despensa estaba repleta; la bodega ampliamente surtida; el servicio, debidamente aleccionado, se había reforzado para atender adecuadamente a todos y cada uno de los invitados; las habitaciones estaban listas para ser ocupadas; la casa más que limpia, pulida, y vestida con los colores del invierno: el verde del muérdago, el rojo de las manzanas, el naranja del fuego, el blanco de la nieve. No me acostumbraba a pasar indiferente, sin levantar los ojos hacia su copa, por delante de aquel abeto, el más grande que nunca había visto fuera del bosque, que se alzaba majestuoso con su vestimenta de mil colores en mitad del vestíbulo, rozando con sus ramas la barandilla de la escalera, e impregnando con su olor, el olor de la Navidad, el aire de Brunstriech. Tú me dijiste que Brunstriech siempre olía así, a Navidad… pero era por los bosques que lo abrazaban.
Aquella noche, con ocasión de la gran fiesta que inauguraba oficialmente la temporada, me hubiera gustado dedicarle tiempo y atención escrupulosa a mí toilette, satisfaciendo así plenamente mi alma femenina que aspiraba a que ninguna otra mujer de la fiesta estuviera más bella. Después de la comida tenía previsto subir a mi habitación, dormir una pequeña siesta (lo cual es garantía de lozanía en el rostro y la expresión), darme un baño calmante y proceder con sumo detenimiento a ese proceso que para vosotros, los hombres, es un misterio fútil e impenetrable.
Supe que mis planes se habían frustrado desde el momento en que vi a Richard Windfield acercarse, con un tablero de damas bajo el brazo, para invitarme con decisión a jugar una partida —que en realidad fueron unas cuantas más— junto al fuego de algún salón silencioso y recoleto. Maldiciendo la falta de determinación que en ocasiones me caracterizaba y el exceso de persuasión que caracterizaba a lord Windfield, accedí, aun a costa de poner en riesgo la perfección casi divina que me había propuesto que alcanzaría mi aspecto aquella noche.
Al final pasó lo que tenía que pasar. Pese a que contaba con la ayuda de una de las doncellas de tu madre, las prisas y el desconcierto se apoderaron de mi habitación momentos antes de la fiesta. Como entre las bambalinas del teatro la noche del estreno, el sofoco y la torpeza reinaban por doquier. Una vez superada la serie de contratiempos estrictamente femeninos relativos a la estabilidad del peinado, la naturalidad del maquillaje o la rebeldía de un corchete, logré salir de mi habitación apenas un par de minutos antes de que comenzara la función. Por si ya no te acuerdas, o por si nunca reparaste en ello, vestía una seda roja bordada en hilo de plata y cortada por el mismísimo Paul Poiret, el modisto parisino más cotizado del momento; sobre mi escote, generosamente desnudo, descansaba una ostentosa gargantilla de maravillosos brillantes y rubíes.
Me detuve unos segundos ante uno de los espejos del corredor en un gesto que combinaba la vanidad con la coquetería, por si necesitaba un último retoque. En el piso de abajo ya se oía el barullo que me recordaba que iba justa de tiempo. Tal vez tendría que difuminar un poco el rubor de mis mejillas.
—No creo que se pueda estar más bella de lo que está usted en este momento.
Me sobresalté al oír aquella voz desconocida adulándome en francés, pero sobre todo al sentir el roce de unas manos heladas sobre los hombros. Bastante molesta, giré sobre mí misma para encararme con quien me había sorprendido en uno de los momentos más íntimos de cualquier mujer: coqueteando frente al espejo; y que, además, había osado tocarme sin mi permiso.
—Me ha asustado.
—Exótica, sofisticada, arrebatadora… —continuaba obstinado aquel desconocido de aspecto y acento eslavos, cuya mirada de un azul casi transparente parecía querer traspasar las fibras de mi vestido.
—Disculpe —corté bruscamente aquella intromisión—, creo que no nos han presentado.
El caballero, que califiqué como tal sólo por habérmelo encontrado en casa de tu madre, tomó mi mano y llevó los labios hacia ella.
—Conde Nikolái Ivánovich Zagoronov, a sus pies, mademoiselle.
—Un placer, conde Zagoronov —fui tan cínica como cortés—. Ahora, si me disculpa, debo regresar a mi habitación pues creo que me he olvidado el pañuelo.
—Aún no me ha dicho su nombre.
—Marquesa Engracia María Ana Isabel Alsasúa Álvarez de Guillena de Vilamar —recité con sarcasmo antes de desaparecer por la puerta de mis habitaciones.
Una vez dentro esperé unos segundos, repasando mentalmente con gran indignación el atrevimiento del que había hecho alarde aquel conde de no sabía qué ni me importaba. Cuando supuse que se habría ido, abrí cuidadosamente la puerta y volví a salir…
—¡Ah! ¡Ein neues Gesicht!… Und sehr schön, Ja, sehr schön…
Me erguí como una vara cuando de nuevo sentí que alguien hablaba a mi espalda. Estaba empezando a convertirse en una costumbre muy desagradable.
—Perdone, pero no he entendido una sola palabra de lo que ha… dicho.
Yo no me consideraba una persona especialmente impresionable; no lo era. Quizá nunca había estado ante nada digno de causar en mí tal impresión: la bofetada de la belleza inesperada; exagerada hasta lo obsceno; casi ofensiva en su perfección.
Vislumbraba en la nebulosa de los sueños a un príncipe con ojos que eran el trazo de una pincelada del color de la envidia; cabellos, con la tonalidad de la muerte; acorazado su pecho de medallas como una moderna armadura símbolo del honor y la distinción; veneno en la sonrisa y en la mirada; ademán cortes y a buen seguro alma virtuosa y noble corazón… como todos los príncipes de los cuentos de hadas. Y aún no estaba embriagada por el alcohol, créeme.
Muchos cuentos de hadas habían acompañado mi infancia y mi adolescencia estaba repleta de literatura romántica: folletines que alimentaron mi ilusión pueril y que en mi juventud, convertida en madurez forzosa, había desdeñado por cursis, ridículos e irreales. ¿Más no era esto una perfecta escena de folletín a la que estaba a punto de sucumbir?, admití entonces, avergonzada de mi debilidad.
—¡Eres tú! —cobró vida la ilusión.
No sabía exactamente quién tenía que ser yo, pero estaba enteramente dispuesta a serlo si aquello satisfacía a mi héroe.
—Sí… —musité, como musitan que no susurran las heroínas de folletín, para ponerme a la altura que las circunstancias requerían.
¿Isabel? ¿Prima Isabel?
—Sí… —volví a musitar ya más por vicio que por obligación.
—¡Caramba! Debí suponerlo, ¡cuánto me alegro de verte! Desde que he llegado a Brunstriech sólo he oído hablar de ti.
Mi príncipe azul se mostraba un poco más campechano de lo que yo hubiera deseado para mi fantasía particular; un nimio detalle si había de ser tributo a su belleza y su porte.
Mientras cavilaba me olvidé de corresponder a su entusiasmo.
—¡Soy Lars!
—¿Lawrence?
—Sí, eso dicen mi madre y mi partida de bautismo: Lawrence Heinrich Maximilian. Pero yo prefiero Lars. ¿Decepcionada?
—No… ¡No!
¡Por Dios! ¿Decepcionada? En mi papel de heroína de folletín, estaba fascinada, anonadada, encandilada, atontada y puede que incluso enamorada. Si bien, gracias a un instante fugaz, de sensatez, decidí ser comedida:
—Yo también me alegro de conocerte —respondí con una frialdad fuera de tono.
—Estupendo. Pues hechas las presentaciones deberías acompañarme al salón. Seguro que somos los últimos en llegar y mi madre va a volver a enfadarse conmigo.
Afortunadamente, la educación es una fina malla que contiene nuestros instintos más animales. De hecho, basta con observar las costumbres de apareamiento de las demás especies para comprobar que durante el cortejo cualquier animal se abalanza con mayor o menor facilidad sobre el sexo opuesto, sin necesidad de más miramientos. Exactamente lo que yo hubiera hecho de no ser porque había sido educada para limitarme a posar asépticamente la mano sobre el brazo que me ofrecías. A veces lamentaba la racionalidad de la especie humana.
Bajando por las inmensas escaleras de aquel magnífico castillo junto al Gran Duque, sintiendo su brazo bajo mi mano, la cola del vestido rozar el suelo alfombrado y las joyas emitir desde mi pecho destellos a la luz de las lámparas de cristal, me sentí más que nunca la heroína de un folletín.
Al llegar al gran salón de baile, iluminado, lustroso y barroco, todos los congregados parecían estar aguardándonos. Asumí que me abandonarías para reunirte con la multitud deseosa de rodearte, saludarte, hablarte y colmarte de atenciones. Sin embargo, obviando con altivez a tu parroquia me condujiste, abriendo el mar de gente como Moisés las aguas del mar Rojo, hasta una cruz de mármol en el suelo, hiciste sonar la música, rodeaste mi cintura con tu brazo y comenzamos a bailar. Justo en aquel instante supe que ahí empezaba la función y que yo debía lucirme especialmente en la interpretación de mi papel. Por suerte para mí, había leído suficiente cantidad de literatura para superar el trance con soltura.
—Así que tú eres la pequeña prima Isabel que viene de España… —susurraste a mi oído mientras guiabas mis pasos, me pareció que a unos centímetros sobre el suelo.
Sí, la chica del pueblo, sin un real, a quien su novio acaba de dejar plantada en el altar: esa misma, me obligué a recordarme.
—Tal vez seas tú ahora el decepcionado… —insinué desplegando un gesto ciertamente infrecuente en mí: una coquetería que, no obstante, manejaba con soltura cuando la situación lo requería.
— ¿Conoces a alguien a quien exotismo y belleza reunidos en una sola mujer puedan decepcionar?
—Oh, eres muy amable, querido primo.
—No te equivoques. No es amabilidad, es sinceridad y admiración.
Con cada cuidada frase te revelabas como un auténtico maestro en el arte de la seducción. Nivel al que por supuesto sólo se llega con la práctica.
—Es evidente —continuaste— que todos estos años madurando al sol de España han dado un fruto digno de la mejor cosecha: el que se destina a elaborar sólo los grandes vinos. Y yo soy un amante del buen vino, con cuerpo, pero suave al paladar. No hay nada comparable a embriagarse con un gran reserva.
—Tal vez… Pero antes de saber si un vino es bueno, hay que probarlo.
Creo que apenas podías creer lo que acababa de decirte. Te apartaste ligeramente para enfrentar tus ojos con los míos.
—Estoy deseando hacerlo.
Con deliberado dramatismo baje los párpados, mostrándome incapaz de desafiar tu mirada. Como sospechaba, en un terreno abonado espigabas sin pudor. Satisfecho de tu actuación, seguramente te estabas regodeando en la certeza de que el corazón me latiría con fuerza, quizá por el baile, aunque seguro también que por la compañía. Te creerías un titán que había vencido, anulando todos mis esfuerzos por capear con dignidad tus embestidas cargadas de ingenio y de invitaciones a las que ninguna mujer en su sano juicio querría resistirse. Y menos yo que, pese a querer aparentar la indiferencia propia de las mujeres de mundo, no podía ser otra cosa que una chica de pueblo a quien un donjuán experimentado desenmascaraba con facilidad pasmosa. Eso era lo que mi mirada cohibida y mi rubor inducido te querían hacer ver: que yo era una mujer como las demás.
Y es que puede llegar a ser un juego fascinante el de la seducción, dependiendo de con quién se juegue.